martes, 1 de marzo de 2016

DISPARATES / 149

MAX AUB: ELEGÍA DE LAS PRISIONES Y LA MEMORIA

Tras una hora de espectáculo, y después de que la actriz pronuncie las últimas palabras de su monólogo, “cuando llegue la libertad”, se apagan las luces y se produce un silencio. La representación prosigue entonces, muda y a oscuras, pero sólo unos segundos, no muchos, porque lo visto y oído debe ser ahora absorbido por los espectadores, quienes en todo teatro que se precie son los encargados de poner punto final a la ficción con el aplauso, el cual llega tras esa pausa para ser gesto conclusivo de la dramaturgia, gesto de afirmación, de asentimiento. Se encienden las luces, el público se levanta y se encamina a la salida. Y el espectador, que tan pocas ocasiones tiene de ver representada una obra de Max Aub, vuelve a la calle con la misma convicción con la que salió en un lejano 1998 de otro teatro madrileño, después de asistir al estreno de Santa Cruz: la de que Max Aub es nuestro autor dramático más grande desde la guerra civil, y que si por convención no le llamamos el más grande es sólo porque hubo antes que él un Valle y un Lorca. Que también haya sido Aub nuestro mayor novelista de postguerra es otra larga y, aún, desconocida historia.

Max Aub escribió De algún tiempo a esta parte en París en 1939. Es, pues, obra primeriza de su exilio. En esos días llevaba en su equipaje la república derrotada y los rollos de la película Sierra de Teruel, cuyo rodaje en Cataluña había tenido que interrumpir André Malraux. La película iba a terminarse allí, de alguna manera, para servir de ilustración a Europa de lo que se avecinaba. Se creía aún en el viejo y adormecido continente que lo sucedido en España era cosa exótica, asunto tribal e inevitable de un país de pasado cainita, adornado por llanuras secas, gitanos sucios, pueblos blancos, Cármenes, bandidos y toreros. Unos meses antes se había producido el Anschluss, la Anexión de Austria al Reich, acontecimiento que todavía pudo presentarse con la decencia, el respeto a las tradiciones y la solemnidad que debían ser propias de la civilizada Europa. Faltaban un par de años para los campos de exterminio y las cámaras de gas. En medio de todo eso los exiliados españoles eran unos aventajados. Ellos sí sabían de dónde venían y adónde íbamos, y por eso tuvieron el raro honor y el privilegio de ser los primeros que fueron enviados a los campos de concentración. Aub fue recluido en uno cuyo nombre tiene hoy resonancia aristocrática y deportiva: el de Roland Garros, lugar de contrastada ironía aubiana en el que nuestro autor, que ya daba por hecho que su vida iba a tener algo que ver con los campos, continuó la redacción, apenas iniciada unas semanas antes, de su novela Campo cerrado. De allí lo enviaron al campo de internamiento de Vernet, y luego, desterrado, a Marsella. En 1941 el conocimiento de los campos que ya poseía Aub se perfeccionó en Argelia, en Djelfa, desde donde pudo llegar un año después a Casablanca, lugar de partida en el que se embarcó rumbo a Veracruz, en su calidad de beneficiario de la generosa política de acogida de exiliados españoles promovida por el presidente Cárdenas.

Durante este tránsito Max Aub, que antes de la guerra civil estuvo a punto de convertirse en escritor vanguardista a la sombra del gurú que pontificaba por entonces acerca del arte deshumanizado desde su cátedra en la Revista de Occidente, no dejó de escribir. La suya, sin embargo, era ahora una literatura diferente: la de un testigo. Pero un testigo peculiar, el cual atesoraba saberes en los que difícilmente podría coincidir con un compatriota o con otro autor de cualquier hemisferio que, como él, se expresara en castellano. Pues no en balde antes de este tránsito Aub ya había vivido otros, tanto personalmente como por vía de herencia que le dejaron sus ancestros. Judío, hijo de inmigrantes alemanes asentados en Francia, Aub fue criado en dos lenguas, el alemán y el francés, aunque finalmente la suya, no sólo la lingüística, iba a ser la patria de donde hizo el bachillerato, el Instituto Luis Vives de Valencia. En su vida, como en su literatura, las nacionalidades se solapan, se pelean, se comprenden, pues todas ellas tienen en común su fondo humano. Se solapan los intereses y las formas creativas: la pintura (Marc Chagall, Picasso, Remedios Varo), la tipografía. Y también se solapan las veleidades vanguardistas de su época juvenil con la más tardía necesidad de dejar testimonio de lo vivido, para lo que se servirá de la novela –una novela por la que ha pasado el viento arrasador del cine– y el teatro.

Entre las herencias mayores y dispares que recibió nuestro autor figura la de Valle-Inclán. En 1945, hallándose en lo que iba a ser su permanente exilio mexicano, Aub publicó un ensayo titulado Discurso de la novela española contemporánea, el cual iba encabezado por una cita del autor gallego: “El furor ético es la característica de España”. Y cuando en 1971 publica su imaginario discurso de ingreso en una no menos imaginaria Academia Española de la Lengua, el sillón que se le adjudica es el “i” de su supuesto predecesor, el propio Valle. De “estrafalaria ventolera” ha sido calificado por la crítica este discurso imposible pronunciado en una Academia que no es Real porque es republicana, ante una audiencia de la que forman parte Bergamín, Alberti y un todavía vivo Lorca, en una ceremonia en la que Aub deviene académico sucesor del mayor enemigo que históricamente tuvo la Academia. Se trata de algo más que una broma, al estilo de los juegos de cartas aubianos o de la invención del artista plástico Jusep Torres Campalans. Pues literalmente Aub, como otros exiliados, tuvo que recomponer lejos de su país una biblioteca perdida, un ambiente de café y tertulia en el que tenía que haber sitio para la gravedad y la mofa, y sobre todo un espacio social, un imaginario colectivo aunque imaginado sólo por uno, en el que no habían existido ni guerra civil ni dictadura, reverso amable, si se quiere, de los trágicos accidentes de la historia que fatalmente daban preeminencia a ese aludido furor ético que, entre la fábula y la frustración, dominó nuestro exilio. No es casualidad que en dicho discurso Aub se presentara a sí mismo como director del Teatro Nacional desde 1940. Entre las de Aub prima por encima de todas la frustración escénica.

Aub fue un dramaturgo malogrado que escribió algunos de los mejores textos dramáticos en español del siglo XX, que nunca pudo ver representados. Cierto que a veces la materia prima escrita podía adoptar la forma de novela o de novela-cine, en especial como producto de su experiencia con Malraux y después en México, donde ejerció de guionista para la entonces boyante industria fílmica de ese país, pero el aliento de dicha materia, como ocurre en el discurso académico mencionado más arriba, es casi siempre el de una representación dramática. La misma prosa de Aub, que algunos encontraron descuidada, es en realidad gestual, y lleva implícito el movimiento, espiritual, intelectual y físico, del hablante. Ello se observa en los textos que componen Tres monólogos y uno solo verdadero, título genérico de las piezas De algún tiempo a esta parte, Monólogo del Papa y Discurso de la Plaza de la Concordia. El primero de ellos se publicó en forma de libro en México en 1949, y los otros dos aparecieron en las revistas Cuadernos Americanos y Sala de Espera entre 1950 y 1951.

Salvo error, la primera de las piezas que componen este tríptico se estrenó en Valencia en 1980, ocho años después de la muerte de Aub, en una producción del Teatro Estable del País Valenciano que tuvo lugar en el Teatro València-Cinema, siendo interpretada entonces por dos actrices: Anna Àngel y Pilar Librada. La segunda representación, también en Valencia, tuvo lugar en la Sala Moratín en 1995, esta vez en una versión fiel al original interpretada por Carmen Belloch. Con la misma precaución, se puede afirmar que las actuales representaciones de De algún tiempo a esta parte en el Teatro Español de Madrid, hasta el 6 de marzo, con dirección de Ignacio García e interpretación de Carmen Conesa, suponen la tercera producción de las que hasta ahora ha disfrutado la obra.

Emma es la protagonista. El autor indica que la escena transcurre en un “salón gótico” que puede ser el de un teatro, a juzgar por el movimiento de tramoyistas que se produce en escena. Pasan por allí los electricistas, el traspunte y el avisador. El técnico de iluminación ajusta los focos. Este movimiento, desaparecido en la función madrileña, parece tener por objeto cambiar el decorado para otra representación que se efectuará más tarde. Con ello se sugiere que lo que va a suceder ante el espectador no tiene el rango de lo que es representable a la vista de un público. Se trata de una pausa entre dos escenas, de un entremés, la humildad de cuyo único personaje queda establecida por el hecho de que la actriz, a la que vemos acurrucada en un sillón, enseguida se pone a fregar el suelo. Es una fregona, y es de noche, en Viena, en 1938.

Al personaje le cambian el decorado unos poderes que permanecen en la sombra, sin su intervención ni su consentimiento, y de repente, sin haber cambiado de lugar, está ya en otra parte. El monólogo de Emma es el testimonio de una persona corriente cargada de ese furor ético ya aludido que aquí ha devenido en internacional. Tan internacional, puede decirse, como lo era este autor español de Centroeuropa, o a la inversa, que nos ofrece aquí un texto –un grito– extraído de su propia realidad inmediata, texto que no desmerecería hoy en los mejores escenarios de París, Berlín o Viena. Sin embargo, antes de pensar en exportar a Aub, habría que empezar por recuperarle entre nosotros, cosa que por ahora sigue quedando muy lejos a juzgar por lo que nos presentan como la “marca España”. La obra trata de los horrores del siglo XX, del nazismo, de la persecución, de la guerra y del exilio; es decir, de nosotros mismos. Y trata en particular de la identidad y de su pérdida, la cual consiste en algo más que en el extravío de un documento. La mujer, la fregona, ha visto desaparecer a su hijo y asistido a la depuración de su marido, y desaparecida ella misma nos desvela sus recuerdos a fin de construir por medio de la memoria, ante el espectador, en forma de edificación aérea que una y otra vez se vuelve a derrumbar, la identidad perdida, la cual, sin embargo, sólo podrá recomponerse por entero en el porvenir, “cuando llegue la libertad”.


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