martes, 24 de junio de 2014

LECTURA POSIBLE / 148

¡MELISANDE! ¿QUÉ SON LOS SUEÑOS?, DE HILLEL HALKIN. UNA HISTORIA DE AMOR SIN FINAL

Las novelas con historia de amor no parecen ser del gusto de nuestro tiempo, más acuciado por urgencias individuales que, al menos en la literatura, favorecen mayormente el soliloquio y a veces, directamente, el onanismo. El veranillo de San Martín (o El verano tardío) es el título de una de esas novelas, aparecida a mediados del siglo XIX. En ella un joven que experimenta en sí mismo su primera historia amorosa conoce la larga y difícil aventura sentimental de una pareja ya en la madurez, aventura que otorga significado al título del libro. Pues he aquí que esta pareja que por distintos motivos se vio privada de hacer realidad su amor en la edad juvenil ha podido reencontrarse ahora tardíamente, a una edad en la que se espera que las personas, si no más apasionadas, sean más sabias. El autor de la historia, Adalbert Stifter, se evadió aquí totalmente de los cánones de su época, lo que parece inevitable cuando se trata de novelas de amor.

Otro tanto sucede con esta ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? que el neoyorkino Hillel Halkin publicó hace dos años y que ahora ha sido traducida por la editorial Libros del Asteroide. Y muy bien puede decirse que la relación de este autor con la escritura novelística constituye todo un “verano tardío”, pues ésta que comentamos, escrita a la venerable edad de setenta y tres años, es su primera novela. En ella, además, el autor ha querido narrarnos la realidad de una historia que ya fue y que se frustró, y que ahora acaso vuelve a comenzar.

Halkin ha hecho una extensa carrera como traductor al inglés de obras de autores judíos, escritas tanto en hebreo como en yiddish. Estudió inglés en la Universidad de Columbia y en 1970 se trasladó a Israel, donde reside. Es especialista en la obra de Sholem Aleichem, cuyas bienhumoradas historias sobre Tevye el lechero dieron lugar a un musical de Broadway y a una película, tituladas ambas El violinista en el tejado. Como tal especialista apareció Halkin en el documental Sholem Aleichem. Laughing in the darkness, que se estrenó en 2011. Ha traducido también obras de S.Y. Agnon y Amos Oz, entre otros. Su biografía del poeta, filósofo y médico judeoespañol Yehudah Halevi recibió hace unos años el Premio Nacional del Libro Judío; es columnista en diversas publicaciones y miembro del consejo editorial de la Jewish Review of Books.

La Melisande del título no es la célebre de Maurice Maeterlinck de la que se sirvió Debussy para su ópera Pelléas et Mélisande, sino una anterior que aparece en una balada de Heinrich Heine. Esta balada trata de un amor ideal, el de Geoffroy Rudèl y Melisande, cuya trágica historia, tejida por las manos de la condesa de Trípoli, aparece reproducida en un tapiz del castillo de Blay. En el poema, la joven dice: “¡Geoffroy! Nos amamos una vez en un sueño / y ahora nos amamos incluso en la muerte. / Dios Amor hizo este milagro”. A lo que su amado responde: “¡Melisande! ¿Qué son los sueños? / ¿Qué es la muerte? Una cosa vana. / La verdad sólo pertenece al Amor, / y yo te amo siempre bella”.

Aparte del título, hay como veremos otras referencias que Halkin ha tomado de dicha balada, si bien hay que aclarar de entrada que aquí no hay tragedia, al menos no a la manera clásica, y que la protagonista de la narración sólo parece tener en común con las heroínas del mismo nombre la gran longitud de sus cabellos, que ella, a diferencia de las otras, se recoge en una trenza que será mencionada en diversos pasajes de la novela. Esta Melisande es la figura femenina de un trío cuyas contrapartes masculinas son Hoo y Ricky. El primero de estos es el narrador de la historia, en la que a menudo se apela a una Melisande que en el momento de la redacción de la misma está ausente. Este uso de la segunda persona del singular otorga al texto el aire de una carta, y en efecto lo que Hoo relata a la ausente Melisande es la voluble y accidentada historia de su relación. De hecho, el sentido de esta carta en forma de novela no es otro que el afán que experimenta su autor por recuperar a su amada, lo que imprime a la totalidad de estas páginas una atmósfera órfica, es decir, la de un descenso a los infiernos (que aquí son los infiernos de la duda, el deseo, el miedo y, lógicamente, la infidelidad) en busca de la esposa perdida. Esta urdimbre culta y mítica no estorba al desarrollo de la historia, y, muy al contrario, lo que posiblemente sea uno de los grandes logros del autor, consigue armonizar con los paisajes novelescos de la misma.

Estos paisajes se inician en Nueva York, en los últimos años cincuenta del siglo pasado. Mellie, Hoo y Ricky son estudiantes del mismo instituto de secundaria. Los tres amigos sienten inclinaciones literarias y tienen parecidas simpatías con la izquierda, todo ello en esos tiempos difíciles todavía perturbados por la “caza de brujas”. Hay unos padres comunistas cuyas ideas cuestiona Ricky, representante aquí de una rebelión generacional que da sus primeros pasos en el trotskismo y en la protesta contra la guerra de Vietnam, y también una especie de ménage à trois aunque reprimido, encorsetado en una tan aparente como correcta relación de amistad. Sucede que estos jóvenes adolecen de lo mismo que reprochan a sus padres, todos adaptados voluntariamente a las pautas de una vida burguesa a la que hay que someterse. Ricky, que viene a ser algo así como el líder intelectual del trío, optará por rebelarse, y su camino, tras un breve emparejamiento con Mellie, le llevará a la India.

Allí su iniciación convertirá a Ricky en un “bhikshu”, un vagabundo, guiado espiritualmente por un maestro que le aconsejará regresar por un tiempo a Nueva York para poner sus ideas en orden. Ocurre todo lo contrario, y el pensamiento y la conducta del joven se vuelven cada vez más erráticos, llevándole hasta la locura. Este descarrilamiento psíquico tiene dos etapas separadas por el tiempo que acontecen en Central Park: una primera en la que el joven, al inicio de su aventura espiritual, intenta desprenderse de su dinero regalándolo a la gente que encuentra en el parque; y una segunda, al término de la misma, en la que decide pasar una noche entre indigentes y criminales, con el propósito de desenmascarar y vencer a sus demonios interiores. Tras esto es hospitalizado, y Hoo y Mellie se casan.

La naturaleza del amor y de la complicidad de los esposos parece inquebrantable y está muy bellamente expuesta, con frecuencia por medio de citas literarias que llegan a componer el territorio simbólico en el que se desenvuelve la pareja. Él, especialista en lenguas clásicas, es profesor universitario; y ella, intelectualmente desengañada, como la condesa de Trípoli, se convierte en tejedora de tapices. Sin embargo, no tardan en aparecer las grietas que acabarán por hundir el matrimonio: por una parte el descubrimiento de la infertilidad de Mellie, causada al parecer por el aborto al que se sometió durante su devaneo con Ricky, y por otra el reconocimiento de que dicha relación no ha sido olvidada ni perdonada por Hoo. A lo que hay que añadir un doble sentimiento, no compartido, de traición “al otro”. Ello no impide que se hagan realidad los versos de Keats que estudiaba ella en su época universitaria: “Seré tu sacerdote y levantaré un templo / en alguna región virginal de mi mente”. Años después el solitario Hoo se encuentra en la más pequeña de las islas griegas, y es aquí donde recibe noticias de Mellie, escribiendo a continuación su carta de amor, es decir, la novela que comentamos. ¿Y en qué lugar, sino en Grecia, podría concluir esta historia repleta de alusiones míticas en la que el propio romance de los personajes se convierte, en labios de Millie, en fabuloso relato que Hoo reproduce amorosamente en su carta? Y sin embargo no hay conclusión que valga, pues el final de la novela remite a un nuevo principio, el cual suscita en el lector la esperanza de que esta vez, ambos, lo hagan mejor.

“Sólo la Historia está más ciega de lo que lo estábamos nosotros, porque conoce el desenlace y no puede imaginar ningún otro, mientras que nosotros imaginábamos de todo menos lo que finalmente ocurrió”, escribe el narrador, quien de ese modo, ya cercano a la vejez, incorpora su relación con Mellie al curso mismo de la Historia, crónica sin fin convertida aquí en relato sentimental de su generación. El cuento, narrado por quien es ahora un profesor jubilado, explora la naturaleza de la memoria, un camino en el que se sirve de diversos cicerones literarios, desde Camus hasta Dostoievski, y que conduce a un intento de comprensión de nosotros mismos necesario para extender la mano y tocar al amado. La realización erótica buscada aquí debería servir, en el lenguaje místico de Mellie, para “crear un alma”, alma frustrada por el lejano aborto, el resentimiento y la culpa. A ello alude una de las imágenes poéticas a las que Mellie es tan aficionada y que aparece en la novela en dos ocasiones: la de un mundo de hadas habitado por ninfas y ondinas que desde el fondo de un estanque miraban a los hombres y que creían poder entenderlos, tal y como, a la inversa, el mundo de los hombres creía en ellas. “Eran jóvenes e insensatos”, dice Hoo. “Ahora, hasta las ondinas son viejas y sabias. Miran hacia arriba, hacia el reflejo de los árboles en el cielo, y dicen: ‘Es fácil entender por qué una vez creímos en seres terrenales’”. Unos seres terrenales que, no obstante su verdadera existencia, han dejado de reconocerse, y que con el tiempo no serán más que recuerdos. “¿Cuáles fueron nuestros mejores momentos?”, se interroga Hoo. “¿Cuándo mostramos nuestra mayor intensidad? ¿No fue acaso cuando nos perdimos tan completamente en el juego que nos olvidamos de que eso es lo que era?” Una pregunta que atraviesa cada una de las páginas de esta bella y conmovedora novela de amor.

martes, 17 de junio de 2014

DISPARATES / 114

REINVENTAR LA REPÚBLICA, UNA PROPUESTA ÉTICA DE VINCENT DUCLERT

En un país de extremos que vota al centro, como es España, la república ha pasado de la noche a la mañana de ser un tabú abominable, propiedad de uso exclusivo de una minoría, a convertirse en la comidilla de todas las tertulias televisivas, radiofónicas y tabernarias de cada día, sin que tal cosa haya pasado inadvertida más allá de los Pirineos, donde algunos medios, por ejemplo Le Monde unos días atrás, han empezado a hacerse preguntas.

Se diría que la simple palabra “república” ha heredado aquellas reivindicaciones de los indignados de hace unos años, unas reivindicaciones que, al haber sido bloqueadas hoy por la fuerza de las circunstancias (entiéndase por esto mayorías absolutas, leyes electorales, sucesiones garantizadas, desunión de la izquierda, etc.), han sido proyectadas a un incierto mañana. A la república, cuyo solo nombre debería tener la facultad de unir a sectores que por lo demás muy poco tienen en común, se le pide ser la panacea que en el futuro permita hacer realidad reclamaciones largamente aplazadas, todo ello sin que hasta la fecha el actual debate alcance más allá del legalismo y de las meras formas, y sin que pueda identificarse en él el más leve signo de un contenido político, económico o social que sirva para justificar la hipótesis de un cambio en la forma del Estado y, de paso, para avalar la necesidad del debate mismo. Esos contenidos que por el momento no aparecen en la cuestión republicana, vista desde el reino de España, podrían nutrirse de lo que en la actualidad se reflexiona al respecto en Francia, donde por diferentes motivos se ha consolidado hace tiempo una corriente de opinión reformadora y, podría decirse, “restauradora” de los valores y principios tradicionales de la República. Del significado ético de ésta trata el libro Réinventer la République. Une constitution morale, del que es autor Vincent Duclert y que ha publicado la editorial Armand Colin.

Vincent Duclert es historiador, miembro del Centro de Estudios Sociológicos y Políticos Raymond Aron y actualmente profesor de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales. Hasta 2009 fue responsable de las páginas literarias de la revista La Recherche, y ese mismo año la publicación de su libro La Gauche devant l’histoire motivó una airada protesta del ex primer ministro socialista Lionel Jospin. En ese libro, Duclert se interrogaba: “¿Por qué la identidad socialista es en el mejor de los casos la resignación, y en el peor el sufrimiento y hasta la vergüenza, habiendo devenido el partido en un triste espectáculo?” Duclert fue uno de los especialistas franceses que contribuyeron en 2006, año del centenario de la rehabilitación del capitán Dreyfus, a la redacción de la que se considera la biografía más completa de éste. Es autor igualmente de la monografía Jaurès, 1859-1914. La Politique et la Légende, que se publicó el año pasado.

Decíamos que en Francia corren aires de restauración republicana. Ello se debe a varias razones, entre las que figuran el avance de la derecha, el “penoso espectáculo” de los socialistas, la corrupción, el problema de las regiones y la creciente nebulosa en la que va quedando la idea de Europa. En realidad no son pocos los franceses que, perplejos ante la situación de su país, le aplican el mismo diagnóstico de Duclert al Partido Socialista. A propósito de lo anterior la revista Marianne invitó hace unas semanas a sus lectores, bajo el epígrafe de Tout changer!, a hacer sugerencias para escapar del ciclo de “resignación, sufrimiento y vergüenza” en el que vegeta la República. De entre las miles de proposiciones recibidas, los redactores de la revista han seleccionado las más representativas, entre las que se incluyen: la prohibición de que los cargos públicos reciban más de un salario por mandato; la des-profesionalización de la política; la paridad obligatoria en las listas electorales; la supresión de los departamentos y la transferencia de sus funciones a las regiones; la institucionalización, “al estilo suizo”, de los referéndums por iniciativa popular; la creación de un small business act que obligue a las administraciones a reservar el treinta por ciento de sus ingresos para el fomento de las empresas locales; la aprobación de una reforma fiscal progresiva; la nacionalización de las autopistas; el establecimiento de un servicio civil obligatorio; la proclamación de la sanidad, la educación, la energía y el agua como servicios públicos y únicos (sin sector privado); y la humanización de las prisiones.

Ideas estas, la mayoría, que bien podrían incluirse en la propuesta moral que formula Vincent Duclert en su libro. Dicho sea de paso: la similitud de estas reclamaciones con las que hoy se expresan en España parece ir en la dirección de una problemática común, verificada ya por otros autores, más allá de la forma específica adoptada por el Estado. Con razón, en un artículo a propósito de este libro de temática francesa pero que legítimamente puede extenderse a la generalidad de Europa, afirma Bruno Modica en el magazine La Cliothèque que “en tiempos como los actuales de crisis social, de desencanto de la política y de tentaciones extremas que se manifiestan en un endurecimiento del discurso, es bueno concederse un tiempo para centrar la atención y movilizar la reflexión cruzada del historiador, del filósofo y del sociólogo”. Esta es la vocación del ensayo que comentamos, el cual constituye una llamada a los fundamentos de la República, “misión” que se ha asignado el autor y que tiene continuidad con trabajos precedentes, en especial con La République imaginée, un ensayo publicado en 2010 y que se inscribía en un ambicioso proyecto de la editorial Belin relativo a la historia de Francia.

El libro de Duclert se desmarca de las numerosas contribuciones académicas al respecto, lo que se aprecia en su título programático e intencionadamente provocador, el cual anuncia (y efectúa, como se verá después) un cuestionamiento radical de los límites aceptados entre la política y la historia. El autor no elude la crisis que experimenta hoy en Francia la idea republicana, y, al contrario, se sirve de ella para proponer resueltamente la tarea de “reinventarla” a fin de recuperar su “constitución moral”. Esta reinvención propuesta por Duclert posee un carácter propio que la aleja de la promesa de una “República ejemplar” con la que Hollande accedió a la presidencia en 2012, a la vez que afirma su raíz política sobre el llamado “choc” del 21 de abril de 2002, cuando en la primera vuelta de las elecciones presidenciales el candidato de la ultraderecha Jean-Marie Le Pen se quedó a tres puntos del presidente saliente, Chirac, sobrepasando por más de tres al socialista Jospin. Este ascenso de la extrema derecha que no habían sabido reflejar las encuestas motivó una oleada de protestas y manifestaciones populares que se prolongó durante dos semanas, y que tuvo su apogeo en la celebración del primero de mayo, al que acudieron un millón y medio de personas. Conviene recordar, y a ello nos remite Duclert, que tras las movilizaciones Chirac fue reelecto en la segunda vuelta con más del 82% de los votos, lo que indicaría la existencia de un sólido y en general silencioso consenso, dispuesto a olvidar sus diferencias cuando se cuestionan los fundamentos que inspiraron la República.

Históricamente, la reinvención defendida por el autor se apoya en la obra de Charles Péguy, el convencido dreyfusista y filósofo de la refundación republicana que suscribió la idea de la “constitución moral”. Así, Duclert afirma que “avanzar la hipótesis de una constitución moral de la República (…) y validar sus pruebas históricas” son los propósitos principales de su obra. Para definir el grado de exigencia de ésta, el autor apela a la referencia paradigmática de la “ética del conocimiento” de Marc Bloch, que le permite reivindicar y atribuir finalidades cívicas a su oficio de historiador, de lo que se desprenden dos registros heterogéneos y a la vez complementarios que actúan como guía del autor a través de su obra: uno en tanto que especialista de la historia de la República y un segundo que es producto del compromiso cívico republicano tan necesario hoy día. Dicha constitución moral se nutre de la idea, que se encuentra en el corazón del pensamiento de Péguy, según la cual “la revolución no es la novedad pura, sino que muestra su fuerza en una tradición anterior, más antigua, más eterna”.

En el primer capítulo el autor define lo que ha llamado “el régimen reflexivo de la República”, que es testimonio del papel destacado que tienen que representar los intelectuales e investigadores de todas las disciplinas, los profesores, los artistas y los periodistas, en favor de la causa intelectual republicana. Ésta, por naturaleza, se distingue por cultivar la libertad de espíritu y la búsqueda de la verdad. De ahí surgiría, en última instancia, la participación activa de todos los ciudadanos en la conformación de la conciencia moral republicana, el “cuerpo cívico” de la nación encargado de velar por las libertades y los derechos de las personas. Es por medio de esta constitución moral y cívica como aparece el ámbito político propiamente dicho, al tiempo que determina la conducta y el carácter de los gobernantes, las leyes y las instituciones. Esta esfera de la “política moral”, hecha de compromisos, luchas sociales y combates de ideas, vendría a ser el verdadero vínculo entre el pasado y el porvenir republicanos.

De manera paradójica, “reinventar la República” no es un concepto nacido contemporáneamente, sino una “herencia”, la cual, según afirma el autor, no procede de Péguy, sino de Jean Jaurès y muy especialmente de su célebre Discurso a la juventud. En aquel discurso pronunciado en el Lycée d’Albi en 1903 Jaurès caracterizó toda la historia humana como una “perpetua creación”, identificada entonces por la gran novedad democrática y por la invención de la República por los revolucionarios franceses. A Jaurès, como encarnación del ideal republicano, dedica Duclert el segundo capítulo de su libro, en el que muestra cómo la primacía de los valores republicanos condujeron a aquél al socialismo. A partir de Jaurès, en efecto, el desenvolvimiento de la teoría y la práctica republicanas convocan por igual la democracia y el marxismo, amalgamados en un compromiso filosófico y político desde el que Duclert deduce su propio proyecto intelectual, situado en la intersección de la filosofía europea y la historia de la idea republicana en Europa, sin excluir puntos de vista polémicos relativos al asunto Dreyfus, la Ocupación, el Gobierno de Vichy o la Guerra de Argelia.

Una “dignidad cívica”, alcanzada en el curso de la historia por la voluntad del bien común (la República), los derechos y las libertades individuales (la democracia) y la justicia social (el socialismo), evoca casi heroicamente a una comunidad de individuos que contrasta amargamente con el estado de “fatiga, abulia y resignación” de la Francia actual, afirma Duclert, quien con su obra ha puesto los cimientos de una más vasta investigación, necesariamente interdisciplinar. Las nuevas dimensiones abiertas a la luz de este Réinventer la République invitan a considerar desde otra perspectiva el papel desempeñado por las mujeres en la lucha por la educación y la ciencia, asunto este al que, a través de la vida y la obra de Marie Curie, Mathilde Salomon y otras, dedica el autor el último capítulo.

La República, como todo Estado, no se reduce a su historia política, a sus constituciones y a sus revoluciones, sino que es ilustración de lo que Philip Nord ha llamado “el momento republicano”: una búsqueda que es a la vez cultural y social y que trata de comprender el modo en que se produce la génesis de un espacio cívico y laico, y de unas corrientes de emancipación intelectual y moral que hagan de contrapeso frente al poder establecido. A dicha búsqueda está consagrado este libro, destinado a dotar de contenido y a vivificar, no sólo en Francia, los fundamentos históricos y los ideales morales del republicanismo.

miércoles, 11 de junio de 2014

DISPARATES / 113

INTELECTUALES EN LA POLÍTICA: UN DESENCUENTRO

A Javier Cercas, que escribió un aguerrido artículo, en defensa de la monarquía española, replicó hace unos días el profesor Vicenç Navarro señalando los estragos que un déficit de cultura general puede ocasionar en aquellos a quienes unas circunstancias azarosas, acaso determinadas por su nacimiento, han elevado al rango de “intelectuales”. En un momento como el que ahora vivimos, en el que una parte significativa de la sociedad demanda un cambio, es lógico que muchos aguarden una respuesta de este grupo al que, en el pasado, se atribuyó la facultad de liderar, amparar y estimular con sus ideas y ejemplo las aspiraciones de los ciudadanos, a quienes finalmente corresponde, con su acción, la responsabilidad de todo cambio; también es lógico que se impacienten con su silencio, y que se lleven una amarga decepción cuando por fin alguno se decide a hablar.

En la réplica aludida, Vicenç Navarro afirmaba haber contabilizado, solamente en el medio de comunicación en el que apareció el artículo de referencia (un periódico de difusión nacional), hasta “cuarenta y dos artículos recientes” referidos al mismo tema, todos ellos en defensa de los valores monárquicos y firmados por “intelectuales”. Cualquiera que conozca la realidad española únicamente por la prensa escrita se preguntará acerca de los motivos de este alboroto, teniendo en cuenta que el número de intervenciones en esos mismos medios de quienes mantienen opiniones críticas con la monarquía es insignificante o nulo. Así las cosas, podría creerse que los monárquicos españoles, y los “intelectuales” que, con más o menos matices, se tienen por tales, hablan solos, hábito que como es sabido suele atribuirse a los dementes. Por qué los “intelectuales” que monologan dicen lo que dicen y por qué otros callan son interesantes cuestiones dignas de atención al que el presente texto espera contribuir informalmente, con la voluntad de servir acaso de preludio.

A qué llamamos “intelectuales” es un viejo problema del que no puede tratar profundamente este artículo, aunque sí es posible hacer, como a vuelapluma, un sucinto resumen. Hay que aclarar que al hablar aquí de intelectuales no me refiero a los profesores, catedráticos e investigadores, sino a aquellos que por su actividad creativa se relacionan directa o indirectamente con un público, lo que sugiere que han alcanzado a ser “visibles” para un sector amplio de la sociedad.

Cuando Karl Marx, en 1846, se refirió de manera general a los intelectuales en su libro La ideología alemana escribió que “hacen del perfeccionamiento de la ilusión de clase acerca de sí misma la fuente principal de su sustento, siendo esa ilusión la contemplación de sus intereses como los intereses comunes de todos los miembros de la sociedad, expresada en una forma ideal”. Ellos, en la medida en que han podido acceder a la formación y al conocimiento, se erigen en valedores de una comprensión de las cosas que aparece como universal, que es conveniente para la sociedad, para la patria y para el mundo, y que casualmente coincide con los intereses del grupo social al que pertenecen. Su función, pues, vendría a ser la de universalizar los intereses de su clase. Dos años después, sin embargo, un pasaje del Manifiesto Comunista se orientaba en un sentido completamente distinto. Allí se lee: “Finalmente, en los períodos en que la lucha de clases se acerca a su desenlace, el proceso de desintegración de la clase dominante, de toda la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan agudo que una pequeña fracción de esa clase reniega de ella y se adhiere a la clase revolucionaria, (…) y un sector de la burguesía se pasa al proletariado, particularmente ese sector de los ideólogos burgueses que se han elevado hasta la comprensión teórica del conjunto del movimiento histórico”. Marx no desarrolló ulteriormente ninguna de estas consideraciones, ni explicó de qué modo la radicalización de los intelectuales podía producirse simplemente por medio de “la comprensión de la historia”. Si en la primera de estas dos formulaciones contradictorias se caracterizaba al intelectual sólo como parte de una clase afectada por la división del trabajo (intelectual y material), en la segunda se le muestra en relación al capital, apareciendo así su status como el de un vendedor de mercancías, ya fuesen éstas la “fuerza de trabajo”, en el caso de los investigadores, los profesores y los académicos, o la “fuerza de trabajo objetivada” en productos culturales, como sucede en el caso del escritor o el artista. Esta “proletarización” del intelectual, junto a su “comprensión de la historia”, acabarían convirtiéndole en traidor a su clase.

En principio, durante la mayor parte del siglo XIX, el movimiento obrero se adscribió casi siempre a una consideración hacia los intelectuales conforme a lo expuesto por Marx en La ideología alemana. Ello explica el obstinado grado de desconfianza que mostró hacia ellos, de lo que existen numerosos testimonios. En 1864 la primera asamblea de la Unión General de Trabajadores de Alemania aprobó una propuesta de Ferdinand Lasalle según la cual “las figuras literarias” sólo serían aceptadas con la autorización expresa de la ejecutiva. En 1873 la conferencia de Wilhelm Liebknecht El conocimiento es poder, el poder es conocimiento, pronunciada ante la asamblea del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, no fue otra cosa sino un ataque a la intelligentsia. Y en 1903, en el congreso del SPD celebrado en Dresden, en el que se acuñó el neologismo “Intellektueller”, tras un debate de tres días acerca de la cuestión de los académicos, August Bebel obtuvo una gran ovación al exhortar a los delegados “a examinar detenidamente a todos y cada uno de los camaradas, pero en el caso de un académico o de un intelectual, no sólo una vez, sino dos o tres”.

La cuestión fue sintetizada por Julien Benda en La Trahison des Clercs (La traición de los intelectuales), que se publicó en 1927. Para entonces la opinión de los sectores revolucionarios acerca de los intelectuales había cambiado radicalmente, y ello a causa de Émile Zola, cuya actitud en el caso Dreyfus sirvió para fundar la imagen del intelectual moderno. Benda escribió que “en otro tiempo se suponía que los intelectuales eran insensibles a las pasiones populares, que eran un ejemplo de compromiso puramente desinteresado con las actividades de la mente y que generaron la creencia en el valor supremo de esta forma de existencia. (…) Se les veía como unos moralistas que estaban por encima del conflicto de los egoísmos humanos. Predicaban, en nombre de la humanidad o de la justicia, la adopción de un principio abstracto superior y directamente opuesto a esas pasiones. (…) Esos intelectuales”, reconocía Benda, “no eran capaces de impedir que los poderosos anegaran toda la historia con el ruido de sus odios y sus matanzas. Pero, al menos, impidieron que los legos establecieran sus acciones como religión, les impidieron pensar de ellos mismos que eran grandes hombres cuando perpetraban dichos actos. En resumen, la humanidad hizo el mal durante dos mil años, pero honró a los buenos. Esta contradicción era un honor para la especie humana y creó la grieta por donde la civilización se deslizó en el mundo”.

Lo anterior no impidió que la reticencia con respecto a los intelectuales se perpetuase. Si Karl Kautsky, uno de los fundadores del SPD, creó a finales del siglo XIX el término “Intelligenzproletariat” para referirse a aquellos intelectuales obligados a vender su fuerza de trabajo y a convertirse eventualmente en compañeros de viaje de la clase obrera, más tarde les acusó de carecer de algo parecido a una “identidad ideológica homogénea”, por lo que pudo distinguir en ellos tres grupos: el primero, el de los que tenían unas simpatías abiertamente capitalistas; el segundo, el de los que se comprometían realmente con las causas proletarias; y el tercero, que era con mucho el más numeroso, el que no se identificaba ni con unos ni con otros, considerándose por encima de todo antagonismo de clase. En conjunto, su opinión no era muy favorable, pues los tildaba de “volubles y de poca confianza”. Redundando en lo anterior, Karl Liebknecht declaró que “el distanciamiento de las grandes luchas políticas de los intelectuales hacía de ellos los fuegos fatuos de la política”.

Paradójicamente, la mayor y más decidida contribución de los intelectuales al proceso revolucionario experimentado por Alemania tras el término de la Gran Guerra se saldó con un sangriento fracaso que sirvió para ahondar aún más las diferencias y las desconfianzas respecto a ellos. La República de los Consejos de Baviera, en efecto, fue proclamada en Munich el 6 de abril de 1919, bajo la presidencia del poeta y dramaturgo Ernst Toller. Participantes de la misma y miembros de su gobierno fueron el filósofo Gustav Landauer, el también poeta y dramaturgo Erich Mühsam y el actor y escritor Ret Marut, que más tarde, exiliado en México, se convertiría en B. Traven. Estos hombres profundamente idealistas e individualistas, padres de aquel breve Estado que algunos llamaron despectivamente “República de Intelectuales”, desdeñaban de hecho la actividad en los partidos y en general la política, y creían poder hacer triunfar la revolución casi exclusivamente por medio de la cultura. Entre sus logros figura la modificación de la estructura administrativa por la que se regía el principal teatro de Munich, y poco más. Sin embargo, tampoco es posible desdeñar el arrojo que mostraron al asumir el poder en unas condiciones dificilísimas, ni ciertos aspectos de sus obras en los que se pueden apreciar apuntes de una nueva visión del mundo, la cual, si pareció ser ajena a los intereses de sus contemporáneos, resulta en cambio muy familiar para el hombre de hoy. Casi todos fueron asesinados o murieron en campos de concentración.

Una importante innovación en nuestro tema fue la que aportó, en el período de entreguerras y desde la cárcel, Antonio Gramsci. Desde su punto de vista, para el mantenimiento de su hegemonía toda clase social tenía que producir unos “intelectuales orgánicos”, a los que correspondía emprender actividades organizativas de naturaleza social y explícitamente política a fin de representar y legitimar los intereses de su clase. Si por un lado las élites económicas tenían a su disposición los estratos tradicionales de los intelectuales (clérigos, magistrados, maestros, médicos, catedráticos, etc.), por otro las clases trabajadoras debían desarrollar su propia intelligentsia orgánica, para lo que debían atraerse a individuos y sectores de la intelectualidad tradicional. La propuesta de Gramsci ha tenido éxito en situaciones de aguda confrontación cultural y social, por ejemplo en la España de la guerra civil, pero también en períodos de paz en los que la lucha por la hegemonía cultural ha avanzado hasta un cierto nivel de conciencia y de elaboración histórica, como ocurrió en la Italia de postguerra. Otra cosa muy diferente, y aquí residen las críticas que se han dirigido a Gramsci, resulta del hecho de que el intelectual tradicional no deviene en orgánico meramente como fruto de una conversión o de un compromiso ideológico. Dicho de otra forma: una clase en la oposición sólo puede generar y mantener una intelligentsia cultural orgánica cuando está preparada para acercarse a unos terrenos que esa misma intelligentsia, en virtud de sus iniciativas, energías y talentos organizativos, es capaz de controlar, en especial económicamente (como sucedió en el caso de los capitalistas que aceptaron producir los films del neorrealismo). Sin el ideal de esta incorporación orgánica, pocas veces alcanzado, apenas podrían entenderse los casos diversos de intelectuales engagés, como Sartre o Camus, que tanta influencia ejercieron en la Europa de postguerra.

Lo anterior no es más que un esbozo, al que en buena lógica habría que añadir un “capítulo” español. En la redacción de éste no deberían faltar los nombres de diversos liberales que coquetearon con la política en nuestro lamentable siglo XIX, entre ellos el de José María Blanco White, al que ya me referí en otra ocasión y cuya suerte ilustra gran parte de la que corrieron nuestros intelectuales engagés a lo largo de la historia. Blanco, intelectual tradicional en su condición de clérigo, se convirtió en renegado de la Iglesia católica en su exilio inglés, lo que aquí fue asumido como traición múltiple: a su familia, a su religión, a su rey y a su patria. La lista de denuestos que se le dedicaron recuerda curiosamente a aquélla que figura en la soflama inquisitorial a la que me refería al principio y a la que ha replicado con mesura Vicenç Navarro. Pues no es la primera vez que a los opositores y disidentes españoles se les dedican los improperios que ahora Javier Cercas dirige a los republicanos, entre los que, acaso, le ha faltado citar sólo uno que a Blanco se le dirigió con frecuencia: el de “antiespañol”. Esta continuidad de siglos en la condena al que piensa de manera diferente es rasgo propio del poder español, y hoy sirve para ilustrar el maltrecho estado en que se encuentra lo que una vez llamamos democracia.

Malamente la oposición, que ya no es sólo (y ni siquiera) aquel movimiento obrero del siglo XIX, podrá dotarse de intelectuales orgánicos en un país en el que el acceso a la prensa está rigurosamente prohibido a muchos, y en el que otros tantos intelectuales más o menos tolerados por los beneficios que reparten a los grandes grupos de comunicación callan temerosamente, opinan en privado o, si se les presta una migaja de voz, dicen lo que su patrón manda, aunque no crean en ello. Hace unos días el poeta Álvaro Valverde, hasta hace poco colaborador del suplemento cultural de ABC, explicó públicamente los motivos de su dimisión en el rotativo conservador. Motivos que nada tienen que ver con la política, pero sí con el triste papel que se otorga a los intelectuales, y de paso a la cultura, en la España actual. Dice Valverde que sus recensiones de libros de poesía se acumulaban en la mesa del director sin que fueran publicadas, lo que de nuevo en su caso volvía a ser signo de esa desidia tan nuestra que triunfa sobre el trabajo, y que a mi juicio es ejemplo también de esa censura que ha calado imperceptiblemente en nuestra cultura y a la que ya parecemos acostumbrados. Se censura la poesía simplemente por el hecho de que no interesa, porque no hay detrás una gran editorial, porque no da dinero. Por lo mismo muchos libros se quedan sin escribir, sin que ello importe a nuestras autoridades culturales, para las que su tarea principal es la de domesticar y enseñar a arrastrarse a la cultura. Por ser ésta uno de los ingredientes necesarios en todo cambio político o social, resulta comprensible que los poderes establecidos se preocupen de tener a su servicio una nómina de intelectuales afines, o cuyas ideas acaben por amoldarse a lo que dichos poderes consideran deseable. Estos intelectuales “orgánicos” tienen precisamente tanta visibilidad en los mercados culturales como capacidad muestren para la obediencia. Y los intelectuales de los que puede nutrirse la oposición son aquellos que no se han mostrado suficientemente “flexibles” como para ser aceptados por el poder. De ahí que actualmente, no sólo en España, lo que se estima en el intelectual sea su independencia, y por tanto su disponibilidad para unirse a las causas populares. La significativa presencia de intelectuales entre los rostros más visibles de Podemos revela la indignación presente en el sector y a la vez la posibilidad que éste tiene de manifestarse más allá de los organismos culturales establecidos y de la prensa. Pero se comprende también que muchos intelectuales críticos (los hay, además de los bien conocidos) deban permanecer mudos y aislados, activos en ese casi único espacio democrático que todavía queda y que es la red: un campo en el que hay mucho por explorar y que aún añadirá nuevos capítulos a esta interminable saga del desencuentro entre los intelectuales y la política.

martes, 10 de junio de 2014

LECTURA POSIBLE / 147

LA DOBLE VIDA DE ANNA SONG, DE MINH TRAN HUY. MÚSICA, FRAUDE Y UNA HISTORIA DE AMOR

Las historias más increíbles son las que suceden en realidad, como es sabido. A veces hemos leído narraciones basadas en hechos reales que, por mucho que el autor se hubiera esforzado, dejaban ver aquí y allá, en sus costuras, en sus trucos, algún rasgo de inverosimilitud del que carecía el modelo. Sucede porque el lenguaje está sujeto (para eso existen las academias de la lengua y sus oscuros habitantes: los académicos) a normas y leyes que la realidad insiste en ignorar. A llenarse de esa irracionalidad de la vida, anárquica, sustraída a las reglas de las academias, aspira, con variada suerte, la literatura.

Minh Tran Huy es una mujer de ascendencia vietnamita nacida en 1979 en Clamart, a las afueras de París. Su primer libro, la novela La princesa y el pescador, se publicó en 2007, habiendo sido traducido al castellano por la editorial La Otra Orilla y al catalán por Edicions Proa el año siguiente. El segundo, una colección de cuentos titulada Le lac né en une nuit et autres légendes du Viêtnam, se publicó en 2008. La doble vida de Anna Song, de 2009, es su segunda y por ahora última novela, que como el resto de sus libros ha sido editada por Actes Sud, y que este año ha publicado en español la editorial Navona.

Anna Song, como la autora, es una francesa de origen vietnamita. Sus padres huyeron de su castigado país natal para realizar cada uno una brillante carrera, él como ingeniero, ella como investigadora química. Con los padres y la hija vive la abuela, la señora Thi, que hace amistad con una señora francesa, también abuela, que ha debido hacerse cargo de su pequeño y único nieto, devenido repentinamente en huérfano tras un accidente de tráfico. En la casa de los Song siempre se oye música, y el primer día que el huérfano, a la edad de ocho años, es llevado por su abuela a dicha casa, la hija de los Song está tocando al piano la Pavana para una infanta difunta, de Maurice Ravel. El huérfano, que lleva tiempo sumido en la melancolía a causa de la desaparición de sus padres, en el acto se enamora de ella. Él nos contará su historia.

En principio la historia de Anna Song es la que cabe esperar de una niña prodigio. A ella le espera un luminoso futuro, y toda la relación entre los dos niños está marcada por ese primer deslumbramiento de la música, que para ella es una cuestión de tenaz aprendizaje, y para él, desde aquel primer día, una historia de amor. Pero he aquí que los Song se trasladan a Estados Unidos, a la soleada California, y si durante algún tiempo las cartas enviadas por Anna y que son leídas devotamente por el huérfano informan de los inicios de su carrera, de sus recitales, de su admisión en la prestigiosa Juilliard School, de improviso empiezan a espaciarse, hasta que terminan por no llegar. Así pues, el muchacho debe añadir una nueva ausencia a su vida, pero con la particularidad de que ésta no será una ausencia despoblada, al contrario: Anna Song se convierte, en lo que a él concierne, en un ser mitológico alrededor del cual girará su existencia.

“La vida es pasarte el tiempo preparándote para algo que nunca sucede”, escribió Yeats, y oportunamente esta es la frase con la que se abre La doble vida de Anna Song. En la novela se van alternando los pasajes escritos por el huérfano, ya adulto, y del que sabemos que se llama Paul Desroches, con otros textos tomados de diferentes publicaciones especializadas, los cuales van dando cuenta de los progresos de Anna Song en América. A menudo estos textos se anticipan a lo que Paul nos cuenta en su relato, y de esa manera sabemos que Anna regresó a Francia, que se casó, y que un cáncer de ovarios la condenó a morir prematuramente. Privada de aparecer en público a causa de su enfermedad, Anna dedicó los esfuerzos de sus últimos años de vida a grabar en disco sus interpretaciones de todos los maestros del piano en un estudio que a tal efecto instaló su esposo en la mansión que habitaban, a media hora de París. Su esposo, naturalmente, no es otro que Paul Desroches, su amor de infancia y ahora también manager, el cual se hace responsable de los registros fonográficos de su esposa, que, al ser enviados a la prensa musical, son recibidos con el mayor entusiasmo. Estos discos, más de cien, van a servir para hacer justicia y otorgar a Anna Song la gloria que merece, y que la larga enfermedad le había negado en las salas de concierto.

Mientras tanto, el relato intercalado de Paul nos va dejando retazos de un dibujo inscrito en la memoria: el del abuelo de Anna, que permaneció en Vietnam como granjero, triunfó y lo perdió todo; el de los estragos sufridos por el país en dos guerras, primero con Francia y después con Estados Unidos; y finalmente el de una tierra y unos personajes, los parientes de Anna, tocados a partes iguales por la épica y la leyenda. Porque del mismo modo que, por amor, Paul ha decidido consagrar su vida a edificar la gloria de Anna, también ella cree sentir instintivamente que el ejercicio de su arte es un acto de homenaje a sus mayores, que de algún modo su éxito, aunque sea póstumo, servirá para dar sentido a las penurias y los horrores de su gente.

En este punto de la novela, hacia su mitad, llega la sorpresa. Y es que por uno de los recortes de prensa intercalados en el relato principal nos enteramos de que los famosos ciento y pico discos de Anna Song, que le han dado enorme celebridad y que siguen editándose tras su muerte, son todos ellos un fraude. Anna Song, en efecto, no tocó ni una nota en la mansión donde vivía retirada, y el estudio de grabación de su marido no fue más que un laboratorio de corta-y-pega en el que se manipulaban interpretaciones de otros pianistas con procedimientos digitales. A dicha sorpresa se añadirá todavía otra, ya al final, y cuya naturaleza obviamente queda fuera de los límites de esta reseña.

Pues resulta que el libro, que es sobre todo una extraña historia de amor, tiene también algo de intriga y de investigación policíaca, siendo a la vez un libro que nos habla del desarraigo y de la imposibilidad de volver a los orígenes, así como de la forma en que éstos se revisten de la materia, tan fascinante como incierta, de la que están hechos los mitos. Virtud extraordinaria de la autora es que episodios y personajes separados por el tiempo y el espacio, verdades y mentiras, se hilvanen de un modo tan sencillo como eficaz, haciendo posible que la complejidad de su estructura se haga visible sólo en el último momento. No menores son en la narración los aciertos relativos a algunos personajes secundarios, en especial a la relación de amistad y gastronomía que establecen las dos abuelas; o por ejemplo la oscuridad de la que voluntariamente se reviste el narrador y artífice del fraude musical, de quien a fin de cuentas, más allá del revés causado por la muerte de sus padres y el amor a Anna, no llegamos a saber mucho. Esto hace de él un personaje tan perturbador como, paradójicamente, creíble. Y no en último lugar el libro viene a ser una irónica sátira del establishment que domina el aparentemente serio mundo de la música clásica, con sus sesudos críticos sedientos de estrellas fugaces y de morbo, todos ellos envueltos en inconfesables intereses comerciales.

Y es que, claro, el argumento de La doble vida de Anna Song está tomado de un hecho real que en 2007 sacudió al mundo del disco y de la crítica especializada. En febrero de ese año un aficionado quiso transferir a su iPod un disco de la pianista británica Joyce Hatto, que por entonces gozaba de un éxito fulgurante. El disco, que contenía los Doce estudios trascendentales de Liszt, fue identificado en el acto por la base de datos de iTunes, pero no como de Joyce Hatto. A partir de ahí se inició una investigación de la que resultó un informe aparecido en la revista Gramopohone, del que se desprendía que ninguno de los más de cien discos de Joyce Hatto era suyo. “Este es el escándalo más increíble en el tranquilo mundo de la música clásica”, escribió entonces James Inverne, editor de Gramopohone, quien añadió: “Las ramificaciones son potencialmente enormes ya que hay muchas compañías de grabación envueltas en el escándalo y son notoriamente conocidas por sus problemas de copyright. Este tipo de fraudes ya habían ocurrido en el mundo del teatro y la pintura, pero es el primero dentro de la música clásica”.

Joyce Hatto
Hatto había nacido en 1928 y se casó en 1956 con el productor William Barrington-Coupe, que con la ayuda de un socio fundó el sello discográfico Concert Artist Recordings. En 1966 el socio, diagnosticado de paranoia y depresión, asesinó a una empleada y después se suicidó. Incapaz de afrontar las deudas de la compañía, Barrington-Coupe debió pasar un año entre rejas. En los años sesenta y setenta Hatto realizó una discreta carrera como solista. Después se retiró, supuestamente a causa de un cáncer, y más tarde obtuvo la fama gracias a los discos manipulados por su marido, quien confesó haber actuado así “por amor”. La pianista murió un año antes de que se destapara el escándalo.

La sorprendente historia de Joyce Hatto ha dado lugar a otra novela, además de la que aquí comentamos: Two-Part Inventions (Counterpoint, 2013), de la neoyorkina Lynne Sharon Schwartz, y a un film de la BBC, con guión de Victoria Wood, que se estrenó en diciembre de 2012: Loving Miss Hatto. Y es que la realidad no deja de poner a prueba la capacidad de fabulación de los creadores, una capacidad de la que no anda escasa Minh Tran Huy. ¿Cuál de estas historias está más cargada de vida y de verdad: la que vivieron realmente Joyce Hatto y su marido o la que se nos narra en La doble vida de Anna Song? El libro nos interroga acerca de lo que tomamos como verdades que no requieren comprobación y de la mistificación de la vida. A eso mismo se refiere su enamorado y estafador protagonista, este hombre mediocre que con sus malas artes, de hecho, ha creado para su amada la música que, por las razones que fuesen, nunca salió de sus dedos: “Entonces la realidad no se falsea en mentira: se consuma en el espacio, extraño y maravilloso, de la fábula. En este sentido, Anna Song es y siempre ha sido verdadera”.

_________

Barrington-Coupe (Alfred Molina) conoce a Joyce Hatto (Francesca Annis) en Loving Miss Hatto, film de 2012 de la BBC dirigido por Aisling Walsh

martes, 3 de junio de 2014

LECTURA POSIBLE / 146

LA REPÚBLICA DE WEIMAR.
UNA DEMOCRACIA FRACASADA Y EL ORIGEN DEL FASCISMO ALEMÁN

Hace unos días el sociólogo y economista catalán Vicenç Navarro reflexionaba acerca del colapso de la primera República alemana y del nacimiento del fascismo, y establecía una comparación entre los acontecimientos ocurridos en Europa en los años veinte y treinta y la situación actual. En concreto, refiriéndose a la muy extendida creencia de que la alta inflación provocó el auge del nazismo, Navarro afirmaba: “El lector se asombrará, pues encontrará que no había ni pizca de inflación. No se puede decir que la alta inflación había llevado a Hitler al poder”.*

Curiosamente no es escasa la obra escrita en castellano acerca de la República de Weimar, quizá porque tradicionalmente nuestra historiografía ha encontrado semejanzas entre el proceso que llevó a la destrucción de la democracia y el triunfo del fascismo en Alemania y el que un poco más tarde se vivió en España. El interés por el tema se mostró en el ya lejano abril de 1997 cuando en Salamanca se celebró el simposio “Literatura y política en la época de Weimar”, que fue organizado por la Universidad de esa ciudad castellana. Entre las conferencias pronunciadas entonces hubo una de Roberto Rodríguez Aramayo en la que se refirió a las causas de que la República se hubiera proclamado precisamente en Weimar, y no en Berlín o en cualquier otra de las grandes ciudades alemanas. La leyenda ha querido ver en esta elección la voluntad de los republicanos alemanes, especialmente socialdemócratas, de “apartarse de la tradición militarista del imperio prusiano”, y a la vez la de reivindicar, puesto que la pequeña Weimar es una ciudad históricamente asociada a Bach, Schiller y Goethe, “los ideales del clasicismo alemán”. Nada de esto, sin embargo, estaba en la mente de los fundadores de la República. La Asamblea Constituyente de 1918, en realidad, fue creada en Weimar por el socialista Philipp Scheidemann porque “Berlín no era seguro”, ya que en la capital prusiana tenía mucho peso el movimiento obrero, y porque Scheidemann sabía que allí Karl Liebknecht estaba a punto de proclamar la república soviética. De hecho Scheidemann hizo su proclamación a toda prisa, con muy poco entusiasmo y obligado por las circunstancias. En ello se ha creído advertir, ya en el nacimiento del nuevo Estado, y de manera simbólica, el motivo “de su patética e inevitable defunción”.** A lo anterior añadió un doloroso dato el historiador alemán Reinhard Kühnl: muy poco después de la caída de la República, los nazis levantaron en las cercanías de este pacífico y respetable centro de la cultura alemana que era Weimar el campo de concentración de Buchenwald, en el que murieron unas 56.000 personas.

Reinhard Kühnl nació en Schönwerth (Checoslovaquia) en 1936. Estudió Historia, Ciencias Políticas y Sociología en Viena y Marburgo. En la Universidad de esta última ciudad fue discípulo de Wolfgang Abendroth, quien en su calidad de jurista fue uno de los responsables de la creación de los fundamentos constitucionales de la República Federal Alemana de postguerra. A él le correspondió supervisar la tesis doctoral de Kühnl, así como la de Jürgen Habermas. A Abendroth le tocó defender a su discípulo (Kühnl) de los ataques que éste recibió con motivo de su tesis, ataques que vinieron de un par de profesores de la Universidad de Marburgo y en especial de Ernst Nolte, uno de los autores del concepto de “totalitarismo”, y que acabaría siendo principal ideólogo de la así llamada Neue Rechte (Nueva Derecha).

Aquella polémica tesis (sobre la izquierda nacional-socialista) marcó el rumbo de los futuros estudios de nuestro autor, que acabaría convirtiéndose en uno de los mayores especialistas europeos de los orígenes y la naturaleza del fascismo. De ahí que su obra tenga hoy plena vigencia. Además Kühnl fue uno de los fundadores de la Asociación de Científicos Democráticos, y ejerció de profesor durante un año en la Universidad de Tel Aviv. Sin embargo, la mayor parte de su carrera se desarrolló en Marburgo, de cuya Escuela de Ciencias Políticas fue uno de los miembros más destacados. De él se publicaron en España dos libros, ambos descatalogados: Liberalismo y fascismo. Dos formas de dominio burgués (Fontanella, 1982), y La República de Weimar. Establecimiento, estructuras y destrucción de una democracia (Edicions Alfons el Magnànim, 1991). Sobra decir que Kühnl, que a lo largo de su vida se comprometió activamente con la labor de los sindicatos, sobre todo con el Deutsche Gewerkschaftsbund (DGB), es hoy un autor virtualmente desconocido entre nosotros. Su fallecimiento, el pasado febrero, da pie a este artículo que pretende ser un modesto homenaje a su memoria.

Nos centraremos en el libro La República de Weimar, uno de los más importantes de toda su producción, y que acaso el lector interesado pueda encontrar todavía en alguna librería de lance.

En este volumen Kühnl desmonta con éxito algunos de los mitos que se han creado interesadamente acerca de la República de Weimar. En primer lugar el del carácter “inevitable” de su caída; en segundo, el de lo que muchos historiadores han definido como “toma del poder” por parte de Adolf Hitler. Éste, según se desprende de la lectura del libro, no fue el creador del fascismo alemán, sino que fue más bien producto del mismo, es decir, de un fascismo que ya existía previamente y que estaba bien establecido, en sus principios y en sus procedimientos, cuando todavía Hitler era irrelevante en la política alemana. Además, Hitler no tomó el poder, sino que lo recibió.

Como es sabido, la Gran Guerra se saldó con un tratado de paz, el de Versalles, inspirado no por la voluntad de reconciliación, sino por la venganza. A Alemania se le impusieron sanciones de diversa índole: pérdida de territorios, la obligación de reconocerse como la única causante de la guerra, la prohibición de desarrollar su ejército, y sobre todo el pago de unas indemnizaciones que todas las partes sabían de imposible cumplimiento. Vicenç Navarro, en el artículo mencionado más arriba, recordaba que el economista John Maynard Keynes, que participó en las deliberaciones de Versalles como representante del gobierno británico, abandonó las mismas en protesta por el castigo que se dispensó a la vencida Alemania. Pero el tratado tuvo otras consecuencias. Tras la abdicación del emperador, el estallido de la revolución y la proclamación de la República, la cúpula militar alemana, en pleno, se negó a reconocer la derrota, y en consecuencia se abstuvo de enviar representante alguno a las conversaciones de paz. Fue la recién nacida República la que tuvo que asumir en solitario la grave responsabilidad de aceptar las duras condiciones impuestas por los vencedores, de modo que ya su origen estuvo marcado por lo que los sectores militaristas y conservadores consideraban una humillación nacional. Con el tiempo, la conciencia de esta humillación cobraría la forma de un mito que fue ampliamente divulgado por la prensa: el de “la puñalada por la espalda”, según el cual Alemania no había perdido la guerra en los frentes, sino en las despachos, a causa de la “traición” de los republicanos.

El hostigamiento que sufrió por parte de la derecha la débil democracia se inició al mismo tiempo que ésta. Esos mismos sectores derechistas, con el apoyo de los industriales, allanaron el camino a los tristemente célebres Freikorps, organización paramilitar ultraderechista formada por veteranos de guerra. A ellos, con el permiso del gobierno socialdemócrata, correspondió reprimir brutalmente la revolución y asesinar a sus líderes, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht. Los Freikorps sirvieron también de modelo a los llamados “Cascos de Acero” y a otras organizaciones anticomunistas que con la protección de los tribunales se dedicaron a diezmar el movimiento obrero durante los primeros años de Weimar. Y existían además los völkisch, asociaciones juveniles que reclamaban “el despertar de una auténtica germanicidad”.

George Grosz, Autómatas
republicanos
, 1920
En su libro, Kühnl analiza estas organizaciones revelando su carácter fascista, así como diversos rasgos de los que más tarde se apropiaría el nacional-socialismo, por ejemplo su teoría racial, todo ello aderezado con un enérgico discurso imperialista y un tan estridente como decorativo anticapitalismo. Este último rasgo desempeñó un papel relevante en la propaganda del Partido, lo que explica que en su nombre aparezca la palabra “socialista”. Para Kühnl, sin embargo, caer irreflexivamente en el uso de la expresión “nacional-socialista” equivale a dejarse llevar por la propaganda y en consecuencia a perpetuar una visión engañosa de la ideología nazi. No está de más recordar que ya Oswald Spengler teorizó acerca de un imaginario “socialismo prusiano”, el cual no era más que un nuevo nombre para la ya bien conocida dictadura militarista. De ahí que Kühnl prefiera utilizar el más exacto calificativo de “fascismo”. Pues Hitler y sus seguidores, en efecto, no eran anticapitalistas y mucho menos socialistas, pese a que ellos se obstinaron en divulgar esta supuesta especificidad del fascismo alemán. No podían serlo aunque sí quisieran parecerlo, ya que precisamente una de sus tareas principales era la de seducir y liderar al movimiento obrero, arrebatando a éste sus naturales organizaciones sindicales y políticas. Y no podían serlo porque el fascismo alemán nunca habría prosperado sin el apoyo del poder económico establecido, lo que incluye a los terratenientes y, sobre todo, a la industria, a la que Hitler prometió un rearme masivo (en clara violación de lo establecido en Versalles), y pingües beneficios.

Ese poder económico, durante toda la República, mostró repetidamente su programa fascista para Alemania, para cuya aplicación sólo había que esperar el momento adecuado. “El partido nazi (NSDAP) comenzó a ser tomado en consideración como un factor político interesante bastante tarde”, escribe Kühnl, quien explica cómo el 4 de enero de 1933 tuvo lugar una “reunión decisiva en la que se acordó la formación del gobierno de Hitler”. La reunión tuvo lugar en el domicilio del banquero de Colonia Von Schroeder, y a ella asistieron representantes de los grandes terratenientes, la industria pesada y el ejército. Así se impuso a Alemania el camino de la dictadura y se liquidó la República de Weimar.

Al año siguiente, ya en el exilio, los dirigentes socialdemócratas reconocieron sus errores, al menos algunos de ellos. En primer lugar la República no tuvo entre sus objetivos la renovación del Estado, que debería haber incluido a altos funcionarios, magistrados y oficiales del ejército. De hecho la República fue administrada por rancios conservadores nostálgicos de los tiempos del Imperio, la mayoría de ellos convencidos antirrepublicanos. Además, las fusiones de grandes empresas industriales y la formación de cárteles fueron interpretadas por la socialdemocracia como un paso favorable a la lenta conversión del capitalismo, por vía pacífica y parlamentaria, en un sistema socialista. Los dirigentes socialdemócratas no podían estar más equivocados. A esto hay que añadir los bandazos de los ideólogos del Partido Comunista (KPD), que pasaron en varias ocasiones de un ultraizquierdismo revolucionario a un moderado compromiso con los socialistas, el cual prefiguraba el frentepopulismo de unos años más tarde. Y pese a todo en las últimas elecciones democráticas, las celebradas en noviembre de 1932, el partido de Hitler perdió dos millones de votos, a la vez que, en conjunto, mejoraban sustancialmente los resultados de socialistas y comunistas, que fueron los partidos más votados. De la sociedad civil partió entonces la reclamación de una alianza de la izquierda a la que se adhirieron diversos intelectuales, entre ellos el físico Albert Einstein. No se les escuchó.

Volviendo al principio. La leyenda de la inflación como causante del ascenso de Hitler sirve hoy de argumento a los defensores de la economía de la austeridad para justificar su política, como si pudiera establecerse una relación directa entre el gasto público y la aparición en la sociedad de tendencias fascistas. La realidad parece ser la contraria, y uno de los grandes aciertos del libro de Kühnl consiste precisamente en iluminar el proceso histórico de Weimar desde una perspectiva que resulta elocuente y provechosa para el lector de hoy. El fracaso de la República no era inevitable, y su fin no estaba inscrito ya en sus principios, por difíciles que estos fueran. Otro tanto puede afirmarse de la República española, cuyo desenvolvimiento tuvo notorios paralelismos con el caso alemán. Lo que no supo ver entonces la izquierda, ni aquí ni allí, es la fuerza y la buena organización de los sectores que conspiraban para acabar con la democracia, como tampoco su propia debilidad. Una enseñanza que ilustra magníficamente el libro de Kühnl y que no conviene despreciar.
______________

* Vicenç Navarro, Los orígenes del fascismo en Europa: antes y ahora. Público, 27/5/2014.
** Roberto Rodríguez Aramayo, El ‘amor secreto’ de Max Weber y su proyección en la Republica de Weimar, en: Cirilo Flórez Miguel y Maximiliano Hernández Marcos (eds.), Literatura y política en la época de Weimar, Editorial Verbum, 1998.