miércoles, 11 de junio de 2014

DISPARATES / 113

INTELECTUALES EN LA POLÍTICA: UN DESENCUENTRO

A Javier Cercas, que escribió un aguerrido artículo, en defensa de la monarquía española, replicó hace unos días el profesor Vicenç Navarro señalando los estragos que un déficit de cultura general puede ocasionar en aquellos a quienes unas circunstancias azarosas, acaso determinadas por su nacimiento, han elevado al rango de “intelectuales”. En un momento como el que ahora vivimos, en el que una parte significativa de la sociedad demanda un cambio, es lógico que muchos aguarden una respuesta de este grupo al que, en el pasado, se atribuyó la facultad de liderar, amparar y estimular con sus ideas y ejemplo las aspiraciones de los ciudadanos, a quienes finalmente corresponde, con su acción, la responsabilidad de todo cambio; también es lógico que se impacienten con su silencio, y que se lleven una amarga decepción cuando por fin alguno se decide a hablar.

En la réplica aludida, Vicenç Navarro afirmaba haber contabilizado, solamente en el medio de comunicación en el que apareció el artículo de referencia (un periódico de difusión nacional), hasta “cuarenta y dos artículos recientes” referidos al mismo tema, todos ellos en defensa de los valores monárquicos y firmados por “intelectuales”. Cualquiera que conozca la realidad española únicamente por la prensa escrita se preguntará acerca de los motivos de este alboroto, teniendo en cuenta que el número de intervenciones en esos mismos medios de quienes mantienen opiniones críticas con la monarquía es insignificante o nulo. Así las cosas, podría creerse que los monárquicos españoles, y los “intelectuales” que, con más o menos matices, se tienen por tales, hablan solos, hábito que como es sabido suele atribuirse a los dementes. Por qué los “intelectuales” que monologan dicen lo que dicen y por qué otros callan son interesantes cuestiones dignas de atención al que el presente texto espera contribuir informalmente, con la voluntad de servir acaso de preludio.

A qué llamamos “intelectuales” es un viejo problema del que no puede tratar profundamente este artículo, aunque sí es posible hacer, como a vuelapluma, un sucinto resumen. Hay que aclarar que al hablar aquí de intelectuales no me refiero a los profesores, catedráticos e investigadores, sino a aquellos que por su actividad creativa se relacionan directa o indirectamente con un público, lo que sugiere que han alcanzado a ser “visibles” para un sector amplio de la sociedad.

Cuando Karl Marx, en 1846, se refirió de manera general a los intelectuales en su libro La ideología alemana escribió que “hacen del perfeccionamiento de la ilusión de clase acerca de sí misma la fuente principal de su sustento, siendo esa ilusión la contemplación de sus intereses como los intereses comunes de todos los miembros de la sociedad, expresada en una forma ideal”. Ellos, en la medida en que han podido acceder a la formación y al conocimiento, se erigen en valedores de una comprensión de las cosas que aparece como universal, que es conveniente para la sociedad, para la patria y para el mundo, y que casualmente coincide con los intereses del grupo social al que pertenecen. Su función, pues, vendría a ser la de universalizar los intereses de su clase. Dos años después, sin embargo, un pasaje del Manifiesto Comunista se orientaba en un sentido completamente distinto. Allí se lee: “Finalmente, en los períodos en que la lucha de clases se acerca a su desenlace, el proceso de desintegración de la clase dominante, de toda la vieja sociedad, adquiere un carácter tan violento y tan agudo que una pequeña fracción de esa clase reniega de ella y se adhiere a la clase revolucionaria, (…) y un sector de la burguesía se pasa al proletariado, particularmente ese sector de los ideólogos burgueses que se han elevado hasta la comprensión teórica del conjunto del movimiento histórico”. Marx no desarrolló ulteriormente ninguna de estas consideraciones, ni explicó de qué modo la radicalización de los intelectuales podía producirse simplemente por medio de “la comprensión de la historia”. Si en la primera de estas dos formulaciones contradictorias se caracterizaba al intelectual sólo como parte de una clase afectada por la división del trabajo (intelectual y material), en la segunda se le muestra en relación al capital, apareciendo así su status como el de un vendedor de mercancías, ya fuesen éstas la “fuerza de trabajo”, en el caso de los investigadores, los profesores y los académicos, o la “fuerza de trabajo objetivada” en productos culturales, como sucede en el caso del escritor o el artista. Esta “proletarización” del intelectual, junto a su “comprensión de la historia”, acabarían convirtiéndole en traidor a su clase.

En principio, durante la mayor parte del siglo XIX, el movimiento obrero se adscribió casi siempre a una consideración hacia los intelectuales conforme a lo expuesto por Marx en La ideología alemana. Ello explica el obstinado grado de desconfianza que mostró hacia ellos, de lo que existen numerosos testimonios. En 1864 la primera asamblea de la Unión General de Trabajadores de Alemania aprobó una propuesta de Ferdinand Lasalle según la cual “las figuras literarias” sólo serían aceptadas con la autorización expresa de la ejecutiva. En 1873 la conferencia de Wilhelm Liebknecht El conocimiento es poder, el poder es conocimiento, pronunciada ante la asamblea del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, no fue otra cosa sino un ataque a la intelligentsia. Y en 1903, en el congreso del SPD celebrado en Dresden, en el que se acuñó el neologismo “Intellektueller”, tras un debate de tres días acerca de la cuestión de los académicos, August Bebel obtuvo una gran ovación al exhortar a los delegados “a examinar detenidamente a todos y cada uno de los camaradas, pero en el caso de un académico o de un intelectual, no sólo una vez, sino dos o tres”.

La cuestión fue sintetizada por Julien Benda en La Trahison des Clercs (La traición de los intelectuales), que se publicó en 1927. Para entonces la opinión de los sectores revolucionarios acerca de los intelectuales había cambiado radicalmente, y ello a causa de Émile Zola, cuya actitud en el caso Dreyfus sirvió para fundar la imagen del intelectual moderno. Benda escribió que “en otro tiempo se suponía que los intelectuales eran insensibles a las pasiones populares, que eran un ejemplo de compromiso puramente desinteresado con las actividades de la mente y que generaron la creencia en el valor supremo de esta forma de existencia. (…) Se les veía como unos moralistas que estaban por encima del conflicto de los egoísmos humanos. Predicaban, en nombre de la humanidad o de la justicia, la adopción de un principio abstracto superior y directamente opuesto a esas pasiones. (…) Esos intelectuales”, reconocía Benda, “no eran capaces de impedir que los poderosos anegaran toda la historia con el ruido de sus odios y sus matanzas. Pero, al menos, impidieron que los legos establecieran sus acciones como religión, les impidieron pensar de ellos mismos que eran grandes hombres cuando perpetraban dichos actos. En resumen, la humanidad hizo el mal durante dos mil años, pero honró a los buenos. Esta contradicción era un honor para la especie humana y creó la grieta por donde la civilización se deslizó en el mundo”.

Lo anterior no impidió que la reticencia con respecto a los intelectuales se perpetuase. Si Karl Kautsky, uno de los fundadores del SPD, creó a finales del siglo XIX el término “Intelligenzproletariat” para referirse a aquellos intelectuales obligados a vender su fuerza de trabajo y a convertirse eventualmente en compañeros de viaje de la clase obrera, más tarde les acusó de carecer de algo parecido a una “identidad ideológica homogénea”, por lo que pudo distinguir en ellos tres grupos: el primero, el de los que tenían unas simpatías abiertamente capitalistas; el segundo, el de los que se comprometían realmente con las causas proletarias; y el tercero, que era con mucho el más numeroso, el que no se identificaba ni con unos ni con otros, considerándose por encima de todo antagonismo de clase. En conjunto, su opinión no era muy favorable, pues los tildaba de “volubles y de poca confianza”. Redundando en lo anterior, Karl Liebknecht declaró que “el distanciamiento de las grandes luchas políticas de los intelectuales hacía de ellos los fuegos fatuos de la política”.

Paradójicamente, la mayor y más decidida contribución de los intelectuales al proceso revolucionario experimentado por Alemania tras el término de la Gran Guerra se saldó con un sangriento fracaso que sirvió para ahondar aún más las diferencias y las desconfianzas respecto a ellos. La República de los Consejos de Baviera, en efecto, fue proclamada en Munich el 6 de abril de 1919, bajo la presidencia del poeta y dramaturgo Ernst Toller. Participantes de la misma y miembros de su gobierno fueron el filósofo Gustav Landauer, el también poeta y dramaturgo Erich Mühsam y el actor y escritor Ret Marut, que más tarde, exiliado en México, se convertiría en B. Traven. Estos hombres profundamente idealistas e individualistas, padres de aquel breve Estado que algunos llamaron despectivamente “República de Intelectuales”, desdeñaban de hecho la actividad en los partidos y en general la política, y creían poder hacer triunfar la revolución casi exclusivamente por medio de la cultura. Entre sus logros figura la modificación de la estructura administrativa por la que se regía el principal teatro de Munich, y poco más. Sin embargo, tampoco es posible desdeñar el arrojo que mostraron al asumir el poder en unas condiciones dificilísimas, ni ciertos aspectos de sus obras en los que se pueden apreciar apuntes de una nueva visión del mundo, la cual, si pareció ser ajena a los intereses de sus contemporáneos, resulta en cambio muy familiar para el hombre de hoy. Casi todos fueron asesinados o murieron en campos de concentración.

Una importante innovación en nuestro tema fue la que aportó, en el período de entreguerras y desde la cárcel, Antonio Gramsci. Desde su punto de vista, para el mantenimiento de su hegemonía toda clase social tenía que producir unos “intelectuales orgánicos”, a los que correspondía emprender actividades organizativas de naturaleza social y explícitamente política a fin de representar y legitimar los intereses de su clase. Si por un lado las élites económicas tenían a su disposición los estratos tradicionales de los intelectuales (clérigos, magistrados, maestros, médicos, catedráticos, etc.), por otro las clases trabajadoras debían desarrollar su propia intelligentsia orgánica, para lo que debían atraerse a individuos y sectores de la intelectualidad tradicional. La propuesta de Gramsci ha tenido éxito en situaciones de aguda confrontación cultural y social, por ejemplo en la España de la guerra civil, pero también en períodos de paz en los que la lucha por la hegemonía cultural ha avanzado hasta un cierto nivel de conciencia y de elaboración histórica, como ocurrió en la Italia de postguerra. Otra cosa muy diferente, y aquí residen las críticas que se han dirigido a Gramsci, resulta del hecho de que el intelectual tradicional no deviene en orgánico meramente como fruto de una conversión o de un compromiso ideológico. Dicho de otra forma: una clase en la oposición sólo puede generar y mantener una intelligentsia cultural orgánica cuando está preparada para acercarse a unos terrenos que esa misma intelligentsia, en virtud de sus iniciativas, energías y talentos organizativos, es capaz de controlar, en especial económicamente (como sucedió en el caso de los capitalistas que aceptaron producir los films del neorrealismo). Sin el ideal de esta incorporación orgánica, pocas veces alcanzado, apenas podrían entenderse los casos diversos de intelectuales engagés, como Sartre o Camus, que tanta influencia ejercieron en la Europa de postguerra.

Lo anterior no es más que un esbozo, al que en buena lógica habría que añadir un “capítulo” español. En la redacción de éste no deberían faltar los nombres de diversos liberales que coquetearon con la política en nuestro lamentable siglo XIX, entre ellos el de José María Blanco White, al que ya me referí en otra ocasión y cuya suerte ilustra gran parte de la que corrieron nuestros intelectuales engagés a lo largo de la historia. Blanco, intelectual tradicional en su condición de clérigo, se convirtió en renegado de la Iglesia católica en su exilio inglés, lo que aquí fue asumido como traición múltiple: a su familia, a su religión, a su rey y a su patria. La lista de denuestos que se le dedicaron recuerda curiosamente a aquélla que figura en la soflama inquisitorial a la que me refería al principio y a la que ha replicado con mesura Vicenç Navarro. Pues no es la primera vez que a los opositores y disidentes españoles se les dedican los improperios que ahora Javier Cercas dirige a los republicanos, entre los que, acaso, le ha faltado citar sólo uno que a Blanco se le dirigió con frecuencia: el de “antiespañol”. Esta continuidad de siglos en la condena al que piensa de manera diferente es rasgo propio del poder español, y hoy sirve para ilustrar el maltrecho estado en que se encuentra lo que una vez llamamos democracia.

Malamente la oposición, que ya no es sólo (y ni siquiera) aquel movimiento obrero del siglo XIX, podrá dotarse de intelectuales orgánicos en un país en el que el acceso a la prensa está rigurosamente prohibido a muchos, y en el que otros tantos intelectuales más o menos tolerados por los beneficios que reparten a los grandes grupos de comunicación callan temerosamente, opinan en privado o, si se les presta una migaja de voz, dicen lo que su patrón manda, aunque no crean en ello. Hace unos días el poeta Álvaro Valverde, hasta hace poco colaborador del suplemento cultural de ABC, explicó públicamente los motivos de su dimisión en el rotativo conservador. Motivos que nada tienen que ver con la política, pero sí con el triste papel que se otorga a los intelectuales, y de paso a la cultura, en la España actual. Dice Valverde que sus recensiones de libros de poesía se acumulaban en la mesa del director sin que fueran publicadas, lo que de nuevo en su caso volvía a ser signo de esa desidia tan nuestra que triunfa sobre el trabajo, y que a mi juicio es ejemplo también de esa censura que ha calado imperceptiblemente en nuestra cultura y a la que ya parecemos acostumbrados. Se censura la poesía simplemente por el hecho de que no interesa, porque no hay detrás una gran editorial, porque no da dinero. Por lo mismo muchos libros se quedan sin escribir, sin que ello importe a nuestras autoridades culturales, para las que su tarea principal es la de domesticar y enseñar a arrastrarse a la cultura. Por ser ésta uno de los ingredientes necesarios en todo cambio político o social, resulta comprensible que los poderes establecidos se preocupen de tener a su servicio una nómina de intelectuales afines, o cuyas ideas acaben por amoldarse a lo que dichos poderes consideran deseable. Estos intelectuales “orgánicos” tienen precisamente tanta visibilidad en los mercados culturales como capacidad muestren para la obediencia. Y los intelectuales de los que puede nutrirse la oposición son aquellos que no se han mostrado suficientemente “flexibles” como para ser aceptados por el poder. De ahí que actualmente, no sólo en España, lo que se estima en el intelectual sea su independencia, y por tanto su disponibilidad para unirse a las causas populares. La significativa presencia de intelectuales entre los rostros más visibles de Podemos revela la indignación presente en el sector y a la vez la posibilidad que éste tiene de manifestarse más allá de los organismos culturales establecidos y de la prensa. Pero se comprende también que muchos intelectuales críticos (los hay, además de los bien conocidos) deban permanecer mudos y aislados, activos en ese casi único espacio democrático que todavía queda y que es la red: un campo en el que hay mucho por explorar y que aún añadirá nuevos capítulos a esta interminable saga del desencuentro entre los intelectuales y la política.

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