martes, 22 de junio de 2010

LECTURA POSIBLE / 9


UN COFRE MÁGICO

En su Oda a Nightingale, John Keats habla de los cofres mágicos que contienen los momentos que dan sentido a nuestra vida; esos tesoros están ahí bien guardados, listos para deparar consuelo, o nostalgia. En otro lugar, Keats describe el encantamiento causado por el ser amado como un himno que con el tiempo acaba enmudeciendo, cuyo sonido, sin embargo, uno quisiera que perdurase: “¿Fuiste una visión, o te soñé despierto? / Siga tu música, y yo te seguiré soñando”. Las mismas palabras podrían aplicarse a algunos libros, en especial a aquéllos que una vez nos deslumbraron y a los que a veces volvemos, abriendo sus tapas como si abriésemos un bello recuerdo.
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Es, o así me parece, inevitable evocar estos cofres de Keats cuando uno empieza a pasearse, o a pasmarse, por las páginas de Manuscrito encontrado en Zaragoza, obra cuyo desconocimiento no tiene excusa y de la que disponemos en castellano de dos ediciones igualmente recomendables (Pre-Textos y Valdemar). Por tratarse de un libro que ha tenido una difusión más que azarosa, el Manuscrito es hoy uno de esos raros y sabrosos descubrimientos que todavía podemos hacer en la edad adulta, lo que nos permite casi, puede decirse sin exageración, disfrutar de él como si nos asomáramos por primera vez al placer de la lectura. ¿Cómo es posible que este libro no haya alcanzado la fama universal que sí tienen Las mil y una noches o El Decamerón, con los que está emparentado por muchas razones?

Jan Potocki (1761-1815) fue un aristócrata polaco de origen judío nacido en Podolia, hoy Ucrania, y que recibió una excelente formación en la lengua internacional de la nobleza de su época: el francés. Capitán del Ejército polaco, masón, hombre de gran curiosidad y amplia cultura, el conde Potocki tuvo a bien consagrar la mayor parte de su existencia al viaje. Así, ha podido describirse la suya como “la vida errabunda de un cosmopolita ilustrado”. Pero sus viajes, tras abandonar la carrera de las armas, constituyeron para él mucho más que el pasatiempo de un aristócrata ocioso. Profundamente interesado por las entonces nacientes ciencias de la antropología y la etnología, visitó Marruecos, Túnez, Sicilia, España, Turquía, Egipto y Mongolia, familiarizándose en cada uno de esos lugares con las lenguas, costumbres y creencias de sus habitantes. Instalado en París, no tardó en escribir algunos libros de viajes, un Ensayo sobre la historia universal (1789) e incluso una opereta: Los gitanos de Andalucía, que se estrenó en el castillo de Enrique de Prusia en 1794.

Potocki empezó a trabajar en el Manuscrito en 1797, y siguió añadiéndole nuevos capítulos hasta poco antes de su muerte. El autor llegó a ver impresos algunos fragmentos, en 1805 en San Petersburgo, en 1809 en Leipzig y en 1813 en París, pero moriría sin conocer una edición completa de la obra, a la que sucedieron inmediatamente numerosas ediciones espurias, además de escándalos y pleitos judiciales, con lo que el Manuscrito acabó apareciendo al público europeo rodeado de una aureola de fama, misterio y escándalo. A todo esto habría que añadir la censura que en diversas épocas y lugares se cebó sobre el espíritu libre y volteriano de Potocki. Éste, además de lo dicho, fue también un estudioso de la cábala, lo que ha dado pie a que en la estructura laberíntica del Manuscrito se quisieran ver intenciones ocultas, sugerencias inquietantes y turbios enigmas. Esto último puede ser todavía hoy motivo de estudio, pero no suma ni resta nada a las sorprendentes virtudes literarias de la obra, pieza única de un género que empieza y termina con ella, que tiene un pie en la Ilustración y otro en el Romanticismo, pero que pone su horizonte mucho más allá (o más acá), habiéndose constituido en referencia obligada para la novela moderna y en especial para diversos experimentos literarios del siglo pasado. En parte, sin embargo, el descubrimiento de su modernidad, como ha ocurrido otras veces, se debe al cine.

El director polaco Wojciech Jerzy Has, que había estudiado junto a Andrzej Wajda en la Academia de Bellas Artes de Cracovia (donde también estudiaría Roman Polanski) adaptó el Manuscrito en 1965. La banda sonora fue encargada a Krzystof Penderecki, y en el film participaron algunos de los mejores técnicos y artistas del por entonces pujante cine polaco. La película, que estaba basada sólo en una parte del Manuscrito, sufriría diversas mutilaciones antes de que pudiera estrenarse íntegra en 1997, gracias a la intervención de Martin Scorsese y Francis Ford Coppola. Esta copia original de más de tres horas, que estuvo perdida, ha podido verse recientemente en la Filmoteca Nacional.
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La película de Has es sin duda otro cofre mágico que tiene para el público español el atractivo añadido de ser una de las más imaginativas reconstrucciones cinematográficas que se han hecho de nuestro siglo XVIII. Y sin embargo, aunque sólo sea porque está basado en menos de la tercera parte de la novela, el conocimiento del film no da más que una idea palidísima y deficiente de las maravillas que se encuentran en ésta, por mucho que sus más de ochocientas páginas se acaben demasiado pronto.

Lo que Potocki nos cuenta es la historia (o leyenda) de Alfonso van Worden, capitán de la Guardia Valona que debe llegar a Madrid para ponerse al servicio de Felipe V. Retenido en Sierra Morena por circunstancias reales o imaginarias, el capitán encontrará a diversos personajes que le narrarán sus historias y las de otros personajes desconocidos, envolviéndole en una especie de telaraña espacio-temporal sin salida posible. Y es en esa variedad de historias donde se ponen de manifiesto la cultura, la inventiva y la ironía de Potocki, quien termina por ofrecernos una vasta visión del mundo, en la que nada es lo que parece y en la que la vida adopta la forma de un relato universal: todo lo vivo cuenta una historia, parece decirnos el autor; y todos somos parte de la misma historia.
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Inclasificable, el Manuscrito encontrado en Zaragoza está lleno, por supuesto, del Siglo de las Luces, pero también de la penumbra romántica que estaba a la vuelta de la esquina, de lo que Goethe llamaría “sueño y verdad”; y lleno incluso de una fuerza visionaria que traslada el concepto mismo de novela a nuestro presente (¿será la obra de Potocki una de las fuentes de las que habrá que beber en nuestro siglo y en los futuros?). Libro de libros, cargado de aventuras, misterio, erotismo, filosofía, humor, Historia, magia, y quién sabe de qué más, el Manuscrito es de esos fenómenos inagotables que se disfrutan con una sonrisa cómplice, y que restauran nuestra confianza (de la que tan necesitados estamos) en la literatura y en la vida.

domingo, 6 de junio de 2010

CRÓNICAS TOLEDANAS / 6


CORPUS, ORDEN Y BARBARIE

Los vecinos de Toledo saben bien lo que significa convivir con el ayer, y no sólo en sentido figurado, ya que en nuestra vieja ciudad basta con derribar un muro, o con levantar una piedra, para que el pasado se nos aparezca también físicamente, lo que siempre es motivo de un (en otros lugares insólito) trasiego de arqueólogos y ordenanzas relativas al patrimonio, todo lo cual viene a convertirse finalmente en un engorroso papeleo. Ese súbito contacto con el pasado, pese a ser entre nosotros previsible y hasta monótono, no carece de misterio, y éste a su vez tiene el efecto de renovar el interés por la leyenda. Considerando la actual moda de los recorridos callejeros en grupo, la periódica publicación de libros consagrados al tema, y hasta la existencia de diversas editoriales especializadas, se verá que no es exagerado afirmar que existe algo así como una pequeña industria de las leyendas toledanas, la cual por otra parte ocupa un lugar destacado en la industria, ésta mucho más grande, del turismo. Sin embargo, nuestras leyendas van más allá del puro reclamo publicitario, y llegan al centro mismo de la cultura local. Así, apenas hay un toledano (podríamos decir de pura cepa) que no sepa recitar de corrido al menos media docena de leyendas locales, para regocijo, claro está, de turistas y forasteros en general.
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En lo que concierne a la comprensión de nuestra ciudad, y en parte de nosotros mismos, se diría que no hay nada de interés más allá de ese Toledo mágico que tiene la virtud de contentar a todos, y que además es un buen negocio (o quisiéramos que lo fuese). Pero ese proceso por el que el pasado se convierte en leyenda también tiene en Toledo la cualidad de manifestarse en forma de ceremonias, festividades, rituales, y, para decirlo con una palabra, tradiciones que deben mantenerse inalteradas, y esto no sólo en interés de un mejor negocio turístico, sino también en el de la inviolavilidad de unas imaginarias esencias toledanas, un espíritu que no requiere de justificación alguna, precisamente porque participa de nuestra esencia no ya sólo mental, sino incluso genética. Si hay algo en lo que esas sagradas esencias se concreten, expresándose en toda su perfección y pureza, ese algo es el Corpus Christi y lo que le rodea.

Resulta extraño que el permanente relacionarse con el pasado se presente en Toledo en forma de leyenda y no de Historia. Y no hay duda de que esto es así, pues la literatura acerca de la historia toledana, con ser abundante, lo es mucho menos que la consagrada a sus leyendas, por no hablar del exiguo lugar que dicha historia ocupa en la cultura local. Ciertamente, mientras que la leyenda circula con fluidez y pertenece a la esfera de lo popular, el verdadero conocimiento de la realidad de los hechos pasados (la Historia) permanece escondido, arrinconado en alguna oscura reserva intelectual, accesible sólo para los eruditos. En consecuencia, a la vez que el conocimiento de las leyendas toledanas, con el Corpus a la cabeza, recibe una consideración social, en cambio el conocimiento de la Historia, pese a reclamar un esfuerzo mayor, no merece sino indiferencia, o desprecio. ¿Acaso, entre nosotros, la leyenda ha venido a ocupar deliberadamente el lugar de la Historia? ¿Por qué hemos decidido que aquélla es preferible a ésta?

El origen y el desarrollo de la festividad cristiana del Corpus están ligados a los conflictos religiosos y sociales de finales de la Edad Media. Según la tradición, Santa Juliana, priora de la Abadía de Mont Cornillon (próxima a Lieja), tuvo una visión angélica que le hizo observar la necesidad de instaurar una nueva festividad eclesiástica, a fin de “expiar las faltas cometidas contra el sacramento de la eucaristía”. No obstante, parece ser que en el siglo XIII ya estaba muy extendida la costumbre de exponer públicamente la Sagrada Forma, a la que muchos fieles atribuían poderes milagrosos. Así, en 1264 el papa Urbano IV instituye la fiesta del Corpus, siendo en Roma donde se celebró por primera vez con una procesión pública (1279), a la que más tarde seguiría la exposición permanente de la Hostia en el contexto de la llamada “devoción de las cuarenta horas” (las que pasó Cristo sepultado según las Escrituras), rito éste que se convirtió en uno de los más populares de la Contrarreforma. De hecho, la expansión internacional de la fiesta del Corpus fue inseparable de tres fenómenos de la época: la herejía de Zwinglio, que negaba la presencia de Cristo en la eucaristía y que fue condenada por el Concilio de Trento; la Reforma luterana (que también negaba el misterio eucarístico) y las campañas antijudías que se desarrollaban por entonces en toda Europa.
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La exposición y exaltación de la Sagrada Forma, asociada al nuevo dogma según el cual en ella se manifestaba el cuerpo de Cristo, significó una afirmación de la Iglesia de Roma y una profundización del abismo que la separaba de la Iglesia Protestante, pero también se usó ampliamente como excusa para las sangrientas persecuciones de judíos. El antisemitismo en su forma clásica, como sabemos, acusaba a los judíos de la muerte de Cristo, y extendía dicha culpa a la generalidad de su estirpe, antigua, presente y futura. Al actuar así, los racistas clásicos olvidaban que la Virgen y Cristo fueron judíos, como también lo fueron sus apóstoles. La teoría racial del deicidio alimentó el odio a los judíos durante varios siglos, y dio lugar a infinidad de masacres y saqueos realizados por el pueblo llano en medio de un fervor religioso convenientemente propagado por frailes y predicadores, especialmente en época de turbulencias sociales, cuando las ciudades se veían sometidas a hambrunas y epidemias. Y, por supuesto, uno de los principales argumentos utilizados por los provocadores, a fin de encender el odio racial, era la socorrida leyenda de la profanación de hostias consagradas, acción con la que los judíos supuestamente pretendían asesinar a Cristo por segunda vez. Esta absurda leyenda (absurda puesto que ningún judío vería en la hostia más que lo que es para cualquier otro no creyente: un trozo de pan) se extendió por Castilla y Aragón en los siglos XIV y XV, al mismo tiempo que cobraba forma la fiesta del Corpus.

En España, último reducto medieval de la judería europea, las persecuciones se produjeron tardíamente, pero superaron en crueldad a las anteriores. El genocidio judío de 1391 diezmó las juderías de Sevilla, Córdoba, Toledo, Palma de Mallorca, Gerona y otras ciudades españolas, y supuso la total desaparición de las comunidades judías de Barcelona y Valencia. Muchos judíos sobrevivieron convirtiéndose al cristianismo, cumpliéndose así el destino que la Iglesia les reservaba desde hacía siglos: la conversión masiva. Sin embargo, estas conversiones, en su mayor parte forzadas, acabaron creando un conflicto mayor que el que pretendían resolver, como se advirtió ya unas pocas décadas más tarde. Este problema, que no se conocía en Europa, alcanzó en la España de finales del siglo XIV enormes dimensiones: el problema converso.
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Que los hijos y nietos de aquellos conversos, “los marranos”, se criaran en un ambiente cristiano del que había sido extirpado todo residuo judío; que cumplieran cabalmente con los deberes instituidos por la Iglesia; y que llegaran a ser completamente asimilados por la sociedad cristiana, no los libró del odio que antes recayó sobre sus padres y abuelos, que por el contrario se recrudeció durante todo el siglo XV. Las razones de este odio fueron variadas, sobre todo económicas y sociales, pero se manifestaron de manera racial, pues a los conversos y descendientes de conversos, simplemente por el hecho de descender de la raza judía, se les consideró incapaces de convivir con cristianos viejos, y de disfrutar de sus mismos derechos. Esta opinión era totalmente contraria a la sostenida oficialmente por la Iglesia, pues negaba las propiedades redentoras del bautismo.

En Toledo, en 1449, se produjo la llamada “revuelta anticonversa”, que coincidió con el Corpus de ese año (5 de junio). Durante la revuelta se saqueó e incendió el barrio de la Magdalena, habitado por conversos, a quienes se despojó de todos sus bienes. Otros conversos con menos suerte fueron ahorcados o quemados vivos en la Plaza de Zocodover. Por unos meses Toledo fue gobernada por un grupo de rebeldes que decretó la desobediencia al rey Juan II (el cual puso sitio a la ciudad, sin éxito). Los rebeldes aprobaron además la Primera Sentencia-Estatuto de Limpieza de Sangre, que prohibía a los conversos, a consecuencia de su origen judío, ostentar cargos públicos, recaudar impuestos, percibir rentas de la Iglesia y testificar en tribunales. Tras ser derrotada la rebelión, este decreto fue anulado y sus autores excomulgados, lo que no impidió que sirviera de modelo a otros estatutos de limpieza de sangre que empezaron a aprobarse en todo el reino de Castilla, y después también en Aragón. Con esto, el pueblo desbarató en pocos años todo el esfuerzo proconverso que había hecho la Iglesia en los siglos anteriores: la conversión no resolvía el problema judío; sólo lo agravaba, y para enfrentarse a él hacían falta nuevos instrumentos que se aplicarían a finales de ese mismo siglo: la Inquisición y el Edicto de Expulsión.

Raro honor este que tienen Toledo y su Corpus: el de haber dado forma a las doctrinas raciales, creado los tribunales de limpieza de sangre y, en resumen, estar en la raíz del racismo moderno. No faltará, seguramente, quien sienta un íntimo orgullo por estos hechos de la Historia, pero no hay de qué sorprenderse si otros prefieren refugiarse en la leyenda. En época más cercana a nosotros, después de unos años en los que el Corpus perdió gran parte de su antiguo esplendor, esta festividad experimentó una vigorosa revitalización al convertirse en la excusa para que el bando victorioso en la Guerra Civil revistiera de la debida solemnidad a su triunfo. Reinstaurado el orden, allí volvieron a estar los estamentos que durante tanto tiempo gobernaron Toledo, y que de nuevo la gobernaban tras el breve accidente republicano: el clero, el ejército y la nobleza local. Ahí siguen.
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Una página web del Ayuntamiento de Toledo dedica estas palabras con olor a sacristía a la memoria de los toledanos que merecen ser recordados y a la vinculación de la ciudad con la fiesta del Corpus: “Toledo, ciudad donde se forjara la unidad religiosa de España en su concilio de mayo de 589, la ciudad que durante siglos vio deambular por sus estrechas y empinadas calles y plazas a filósofos y santos, gloriosos mendicantes, reyes, castos varones y emperadores, valerosos militares, misioneros insignes y fundadores de órdenes religiosas, arzobispos, sabios, cardenales que serán reyes, o saldrán para papas..., no tiene por menos que tomar como fiesta mayor el Corpus Dios-Eucaristía, el Señor de los señores, camino y meta de los grandes hombres y mujeres que con sus vidas y obras engrandecieron nuestra Historia.” Ni una palabra dedicada a los judíos o a los conversos, lo que, tratándose de una institución democrática del siglo XXI, debe atribuirse sin duda a un involuntario olvido. Dejémoslo así: amplio y soberano olvido. Y no es leyenda.

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«Se metieron al trabajo del camino; e salieron de las tierras de sus nascimientos, chicos e grandes e viejos e niños [...] E ivan por los caminos e canpos por donde ivan con mucho trabajo e fortuna, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros nasciendo, otros enfermando, que no avia cristiano que no oviese dolor dellos [...] e los rabíes los ivan esforçando e hazían cantar a las mugeres e mancebos e tañer panderos e adufes, por alegrar la gente.» Granada, 31 de marzo de 1492.

Aquí puedes leer información sobre el libro La hostia profanada. Historia de una ficción teológica, de Jean Louis Schefer.

Y aquí, una noticia del periódico La Razón sobre el último Corpus Christi toledano.