martes, 29 de diciembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 200

ANDRÉ MAUROIS: CREACIÓN Y DESTRUCCIÓN

En su último libro, el filósofo francés Pierre Caye aborda el problema, ya tratado por él mismo anteriormente, de la acción humana en lo relativo a la producción desbocada, en tanto que fenómeno global causante de un riesgo ecológico, económico y político, y que él resume en una disyuntiva que se le presenta al hombre moderno entre la moral y el caos. El ensayo Critique de la destruction créatrice. Production et humanisme (Les Belles Lettres, 2015) nos habla de un capitalismo que incurre en el error de creerse dotado de capacidad para regenerarse a través de lo que se considera un proceso de destrucción creativa, mostrando, por el contrario, cómo una parte de lo destruido se pierde irrevocablemente, abocando al propio sistema económico al agotamiento de los recursos que lo hacen posible. En su crítica del caos capitalista Caye, sirviéndose del neoplatonismo, afirma que para que el Ser sea operativo y creativo tiene que pasar por algo que no sea el Ser, proponiendo al respecto una nueva “metafísica de la improducción”.

Estas ideas que Caye expone en su libro tratan de manera original un asunto de gran actualidad –el del decrecimiento económico– que, todavía carente de nombre, debió rondar ya por la cabeza de un oficial que hace ahora cien años, durante la Gran Guerra, desempeñaba sus funciones de intérprete del Estado Mayor inglés en Francia y Flandes: un joven judío llamado Emile Herzog, cuyo pseudónimo literario, pocos años más tarde, iba a ser André Maurois.

Descendiente de una rica familia de pañeros alsacianos, Maurois renunció a hacerse cargo de la fábrica textil de su padre para dedicarse a la literatura. Producto de su contacto durante la guerra con la oficialidad inglesa y de su conocimiento de ese país, Maurois publicó en 1918 su primer libro, Les silences du colonel Bramble, que tuvo gran éxito en Francia y en las Islas, y al que sucederían más tarde otros títulos con asunto británico. Es, sin embargo, la novela Bernard Quesnay, aparecida primero en 1922, y luego, revisada, en 1926, la que le otorgaría una merecida fama. A ella sucedieron otras, como Le cercle de famille (1932) y Les roses de septembre (1957), redactadas en un período en el que nuestro autor cultivó un nuevo género también practicado en esos años por Stefan Zweig y Emil Ludwig, la biografía novelada, de la que fueron fruto diversos volúmenes dedicados a personajes como George Sand y Lord Byron. Igualmente fueron célebres sus ensayos de crítica literaria, en los que se aproximó a las vidas y las obras de Victor Hugo, Paul Valéry y Marcel Proust, entre otros.

En la nómina de autores injustamente olvidados, André Maurois ocupa un lugar de honor. Ello no sólo por la precisión y exquisitez de su prosa, o por la sutileza de sus retratos psicológicos, sino también, y puede que sobre todo, por la modernidad de unos temas que le fueron propios a lo largo de su vida y que podrían ilustrar algunos de los aspectos más íntimos y sombríos de nuestra sociedad, de los mitos de nuestra economía y de sus infortunios. Maurois, en Francia, hace tiempo que alcanzó esa forma de clásico que merece dar nombre a liceos y plazas, pero al que nadie lee. Y sorprende, más allá de las complicaciones devenidas de la vigencia de los derechos de autor y de los de sus herederos, que su obra no se haya beneficiado fuera de su país de una puesta al día y de una divulgación como las que tan justamente, por otra parte, han vuelto a encumbrar recientemente la del citado Stefan Zweig, pongamos por caso, autor con el que el nuestro tiene no pocas cosas en común. Pues sucede que Maurois, como decíamos más arriba, y al igual que el austríaco, frecuentó ese género hoy también en barbecho que es la biografía novelada; fue pacifista pese a su participación en dos guerras, de lo que es buena prueba Patapoufs et Filifers, cuento para niños que fue ilustrado por Jean Bruller; y, como ocurre también con el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Maurois dominó con maestría la narración psicológica, dejándonos por medio de ella un cuadro cabal de su tiempo y de su gente.

Los personajes de Maurois suelen situarse en la Normandía en la que se crió el autor, pertenecen como él a familias burguesas, y éstas, como la suya, son dueñas de un rico patrimonio industrial. No se trata sin embargo de novelas autobiográficas, aunque resulte obvio que la experiencia vivida sea determinante en ellas, sino más bien de recreaciones fieles, a menudo muy detalladas, de personajes e historias que estaban en el ambiente y que formaban parte de la educación sentimental de Maurois. Conviene tener presente que si el hombre Emile Herzog, todavía en su juventud, se negó a seguir el camino familiar, la obra de su heterónimo André Maurois se consagró en su mayor parte a desvelar los secretos de ese grupo social caracterizado por la opulencia de su patrimonio, por el auge y el declive de la actividad industrial, por las relaciones de clase a que ésta daba lugar y por las incertidumbres y ensoñaciones de esa burguesía moderna de provincias, dividida entre la conciencia de sus deberes y la persistente atracción de otra vida disfrutada libremente, vida cosmopolita y de costumbres relajadas cuyo lejano centro eran París y los lugares de veraneo donde los miembros de esta sociedad exclusiva podían, entre negocio y negocio, dar rienda suelta a su sensualidad. Quiere decir todo ello que la mirada de Maurois no está exenta de crítica ni de ironía. Su obra, como la del filósofo mencionado más arriba, pone radicalmente en cuestión los valores de esa “creación destructiva” que rigen la producción capitalista, pero poniendo su atención no en los efectos que ésta tiene sobre la economía, el medio ambiente o la política, sino sobre las almas.

Bernard Quesnay, de cuya vida se nos ofrece con admirable concisión –en menos de doscientas páginas– un extenso tramo que abarca desde su juventud hasta su madurez, nos es presentado como un hombre dotado para el placer y la belleza que, desmovilizado tras la guerra, debe regresar a su pequeña población normanda, a Pont-de-l’Eure, para hacerse cargo de la empresa familiar. El hombre, que tiene sus dudas, por nada del mundo piensa enterrarse ni en la fábrica ni en la provincia, y considera que si transige con la responsabilidad que se le ha impuesto es sólo temporalmente. Durante algunos años, en efecto, Bernard mantiene intactos sus lazos con París, los cuales adoptan dos formas que son reveladoras de su carácter y sus inclinaciones: una amante, mujer casada cuya existencia se desenvuelve en el gran mundo, y su amigo Delamain, aprendiz de literato. Una combinación de ambos personajes vendría a componer el ideal de vida del que Bernard querría formar parte. Ilusoriamente, pues la fábrica se va señoreando de su existencia, absorbiéndole hasta clausurar toda salida. Al fin, Bernard se convertirá en un sucedáneo de la patriarcal figura de su abuelo, sacrificado para toda otra forma de vida y entregado de manera maniática a los vaivenes de la producción industrial, convertida en refugio “para no pensar”.

Compañera de viaje en el proceso de disolución del personaje es Françoise, su cuñada, mujer con la que el protagonista estuvo a punto de tener “algo” cuando perdió a su amante parisina y que, también sepultada por las exigencias todopoderosas de la fábrica, acabará sin embargo escapando con su marido, el hermano de Bernard, para tener su vida en otra parte. Es Françoise, como Simone, la perdida amante parisina, buen ejemplo del arte de Maurois para trazar con pocas pinceladas un retrato femenino, el cual aparece con ligeras variaciones en toda su obra: mujeres dominadas, inquietas y descontentas con el papel que se les reserva, próximas siempre a rebelarse. Todas se alejan del destino que parece haber elegido Bernard, de cuya rendición da cuenta él mismo una mañana, al término del entierro de su abuelo, cuando alguien le pregunta si estará en la fábrica por la tarde, a lo que él replica con una sola palabra que es a la vez un gesto, un signo de claudicación y renuncia: “Naturalmente”.

En la misma Pont-de-l’Eure, en Normandía, encontramos a los protagonistas de Le cercle de famille. Estamos ahora a finales del siglo XIX, y el patriarca, el señor Herpain, se dedica al comercio de lanas. De nuevo aquí el negocio familiar representa una forma insalvable de servidumbre que tiene la propiedad de alimentar, bajo un barniz de decoro burgués, la tensión en la que se mueven los personajes. La protagonista es Denise, una de las hijas, la cual descubre por casualidad que su madre tiene un amante. Él, el doctor Guerin, llega a casa cuando el padre está ausente. La muchacha toma conciencia de la relación ilícita en una escena por lo demás armoniosa: entreabre la puerta de su habitación, y ve a su madre cantando La vie antérieure, el poema de Baudelaire, acompañada al piano por un hombre. La primera fascinación de esa imagen feliz –el poema, la música de Henri Duparc– deja paso en la mente de la joven primero al juicio y después a la condena. Lo que sabe acerca de su madre marcará a Denise, quien rechazará con fervor una vida semejante y, en especial, el matrimonio. Entretanto, enviada a un internado, ella ha descubierto la literatura junto a tres compañeros. Con ellos se carteará a menudo, ya durante la Gran Guerra, época en la que flirtea con un oficial inglés. Con uno de sus amigos, Jacques, el hijo del notario, volverá a encontrarse durante un permiso. Y Denise perderá la virginidad con el soldado Jacques, en el mismo hotel de Rouan en el que una vez vio entrar a su madre y al doctor Guerin. Más tarde, en París, donde prosigue sus estudios, Denise será amada por dos hombres entre los que no puede elegir, para casarse finalmente con otro, un banquero, al que no tardará en engañar, pero, a diferencia de su madre, que fue toda la vida fiel a un único amante, los de Denise serán numerosos, aunque cada uno de ellos, y el paso de uno a otro, estén señalados por el cansancio y la rutina. También el banquero se refugiará en el trabajo, en la “industria de hacer dinero”, y ella tendrá una hija de la que ya no sabremos mucho, excepto que la juzga y la condena.

Novela ambiciosa, Le cercle de famille se desenvuelve en tres ambientes: el de la burguesía provinciana de Pont-de-l’Eure, corrompido por la envidia, la hipocresía y los chismorreos; el de la casa de huéspedes de París, con su vida promiscua y bohemia; y, por último, el mundo financiero de entreguerras del que forma parte el marido de Denise. Éste último da lugar en la novela a jugosas reflexiones acerca de la política del momento y de la economía. Alguna de ellas se refiere a la URSS –cuatro años antes de que Gide volviera de su viaje y escribiera su famoso libro– pero tal vez sean más notables las consideraciones que Maurois dedica a las finanzas: “La verdad es que a los hombres no les es más fácil dirigir la economía global que a un capitán de barco navegar en la tormenta”. El patrimonio de la familia se desvaneció tras extenderse a Europa la Gran Depresión; y es que, como escribe Maurois, el dinero no es creador.

André Maurois se exilió a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y como oficial del ejército de la Francia libre tomó parte en la liberación del norte de África. A su regreso a Francia recibió la Legión de Honor y escribió libros de ciencia ficción y una novela autobiográfica, Les roses de septembre, donde relató los amores de un anciano escritor por una mujer a la que conoció en Latinoamérica. Narrador de la burguesía y del caos de su “destrucción creativa”, las obras de Maurois nos hablan de esa parte irrevocablemente rota: la de las vidas, las pasiones truncadas y las esperanzas.

martes, 15 de diciembre de 2015

DISPARATES / 145

LA RANA GUSTAVO, BAJO CENSURA

“No es fácil ser verde”, empezaba un artículo aparecido el pasado miércoles en Los Angeles Times. En estos días las redes sociales y la prensa de Estados Unidos han comentado extensamente el episodio ocurrido en una escuela de Marshfield, Wisconsin, donde una madre, miembro del consejo escolar, quiere prohibir el libro For every child, a better world (Para cada niño, un mundo mejor). El libro, del que es protagonista la rana Gustavo, se publicó allá por 1993, en una coedición de Golden Press y las Naciones Unidas. Sucede que esta vigilancia a la que ahora también es sometida la rana Gustavo coincide con otro episodio acontecido en la ciudad de Venecia, donde han sido retiradas de los programas escolares diversas obras acusadas de “ensalzar la homosexualidad”, y con la prohibición en Francia de la película La vida de Adèle, Palma de Oro en Cannes hace dos años.

El caso del libro infantil For every child, a better world es significativo por haber situado en el centro de la controversia a uno de los personajes hoy universales de la cultura americana, esta rana que fue creada en 1955 por el marionetista Jim Henson, que se dio a conocer mundialmente en los años setenta en el espectáculo televisivo The Muppets y que acabó siendo uno de los héroes de Barrio Sésamo. Ya el pasado septiembre la rana Gustavo fue objeto en Estados Unidos de las críticas de la asociación cristiana One Million Moms, que instó a boicotear la serie de la ABC por su carácter “pervertido”. Dicha asociación extendió entonces su denuncia contra la cerdita Peggy, acusada de feminista y de defensora de la promiscuidad y del aborto.

El libro que ahora ha sido denunciado en Wisconsin contiene textos de Jim Henson e ilustraciones de Bruce McNally, y fue concebido como parte de una campaña de sensibilización de las Naciones Unidas con respecto al hambre en el Tercer Mundo. A través de sus páginas, la rana Gustavo muestra a los jóvenes lectores la situación de los niños que no pueden satisfacer sus necesidades primarias y los esfuerzos de las Naciones Unidas para proporcionar recursos básicos como el acceso a la vivienda, al agua, a los alimentos y a la asistencia médica.

La madre Mary Carney, que es además maestra y presidenta del Tea Party de Wisconsin, ha emprendido desde hace una semana una cruzada a fin de retirar dicho libro de los planes de estudio, tarea en la que está siendo secundada por diversas organizaciones cristianas y conservadoras de Estados Unidos. Según ella, el libro muestra “demasiado gráficamente” el hambre que sufren niños de todo el mundo, por medio de imágenes que fácilmente pueden ser asociadas “con la pobreza y la violencia”, siendo por ello “un libro inapropiado y traumatizante”. Y añadió: “Creo que los niños pequeños deben ver el mundo como realmente es: bello, bueno y lleno de esperanza, y que su inocencia debe permanecer intacta el mayor tiempo posible”. No es la primera vez que la señora Carney, que es miembro del consejo escolar desde abril, solicita de las autoridades académicas la retirada de un libro. Con anterioridad al que aquí comentamos, ya había manifestado su rechazo hacia It’s not my fault (No es mi culpa) de la autora de libros infantiles Nancy Carlson, y Being trustworthy. A book about trustworthiness (Ser honrado. Un libro sobre la honradez), de Mary Small. Además, ha manifestado junto a otros padres su discrepancia con las enseñanzas sociales que se imparten hasta sexto grado, las cuales, según ella, “reducen la autonomía de los profesores” y, al centrarse demasiado en los problemas mundiales, “restan importancia al excepcionalismo americano”.

A la vista de la dimensión mediática que había alcanzado la denuncia de la señora Carney, Kimberly Ziembo, directora de enseñanza del distrito de Marshfield, convocó una reunión urgente que se celebró el pasado miércoles, a cuyo término afirmó que “las imágenes del libro, que en efecto resultan inquietantes, podrían ser utilizadas como herramientas beneficiosas en la educación de los niños”. La maestra de segundo grado Donna Smith dijo a la prensa que “la realidad está en nuestras aulas, y ésta consiste en que cada año tenemos más niños sin hogar, más y más niños mal alimentados y más y más niños que son víctimas de abusos en sus hogares. Si enseñamos esto a los niños no es para asustarlos o dañarlos. Se trata de crear ciudadanos compasivos y generosos”. En dicho encuentro se convino en recomendar el mantenimiento de los tres libros denunciados en el plan de estudios, decisión que en última instancia compete al superintendente del distrito, quien deberá tomarla a finales de enero.

Ha recordado el periodista Michael Schaub, en su artículo del pasado 9 de diciembre en Los Angeles Times, que “según la ONG Feeding America el 14% de los hogares estadounidenses se encontraba en situación de ‘inseguridad alimentaria’ el año pasado. Por otra parte, según la misma organización, está comprobado que los hogares con niños experimentan una tasa de inseguridad alimentaria mucho más alta, la cual oscila entre el 35% en los hogares de madres solteras, el 26% en los hogares de familias negras y el 22% en los de familias hispanas”.

El libro de Jim Henson y Bruce McNally seguirá siendo parte del plan de estudios de preescolar en el distrito de Marshfield, Wisconsin, al menos hasta el mes próximo. Quien ya no está al frente de la serie The Muppets es su productor ejecutivo, Bob Kushell, un veterano de la comedia de enredo que también fue productor de Los Simpson y que en la temporada anterior intentó dar a la serie de ABC (perteneciente al grupo Disney) un nuevo aire, con el formato de un falso documental y con escenas de un talk show nocturno dirigido por la cerdita Peggy. En su lucha “contra la indecencia”, la asociación One Million Moms denunció que esta nueva versión de The Muppets era un espectáculo para adultos, cosa de la que ya había advertido la rana Gustavo en la promoción de la serie. Los nuevos responsables de la producción han asegurado que en la próxima temporada se reducirán “las referencias adultas flagrantes”, si bien la asociación One Million Moms ha declarado ya que es demasiado pronto para decidir si The Muppets será apta para toda la familia, o si por el contrario deberán adoptarse nuevas medidas de presión.

Actualmente One Million Moms está realizando campañas contra decenas de series, libros, historietas y cadenas de televisión de Estados Unidos, cuyos ofensivos contenidos son “una afrenta contra la decencia y la religión”. Entre sus objetivos inmediatos figuran la prohibición de una serie de Cartoon Network en la que aparece un Jesús negro y un anuncio de las sopas Campbell protagonizado por una pareja masculina. En especial la asociación dirige sus actividades contra medios que emplean o que muestran a homosexuales, de lo que dan testimonio sus campañas contra la actriz Ellen DeGeneres y las publicaciones Marvel y DC Comics, acusadas de narrar historias que constituyen un “lavado de cerebro y una experiencia traumática para los niños”, con el fin de inculcar en ellos el pensamiento de que “el estilo de vida gay es normal y deseable”. La asociación coincide con la señora Mary Carney en la necesidad, más allá de las denuncias concretas, de “activar mecanismos institucionales a fin de someter a vigilancia todo producto literario o audiovisual, si es susceptible de influir sobre un público infantil”.

Demandas semejantes a las de One Million Moms son las que han propiciado en Venecia la decisión de su nuevo alcalde, Luigi Brugnaro, de retirar de las escuelas públicas más de mil libros considerados de temática homosexual, entre ellos uno que trata de la adopción de un niño por una pareja de pingüinos varones. “Los padres”, dijo el alcalde, “tienen la libertad de tomar sus propias decisiones, pero en la escuela hay que tener en cuenta que para la mayoría de la gente hay un papá y una mamá”. Otro tanto ha sucedido en Francia con la prohibición de La vida de Adèle, película del director de origen tunecino Abdellatif Kechiche. La película ha sido retirada de las salas de proyección por orden de un tribunal parisino a instancias del colectivo Promouvoir, el cual fue fundado en 1996 por André Bonnet. Para este abogado ultracatólico, films como el ahora prohibido en Francia “tienen como objetivo confeso el de tomar parte en la destrucción de las estructuras sociales y familiares en nombre de un libertarismo sin límite”.

La señora Carney ha declarado que ella no ignora que el libro For every child, a better world alude a hechos reales, ya que, “por desgracia, en este mundo hay gran cantidad de guerras, de conflictos y de pobreza, yo entiendo eso. Pero no creo que sea apropiado enseñárselo a un niño de cinco años de edad”. A propósito de la denuncia de la señora Carney, Taylor Sperry, editor de la revista americana Melville House, afirmó hace unos días que su argumento es “un poco diferente al de otras objeciones que hemos visto a lo largo de este año”, formuladas en su mayoría por padres preocupados por la difusión de historias protagonizadas por estructuras familiares alternativas, o bien por el lenguaje “indecente” empleado en algunas novelas que forman parte de los planes de estudio, como por ejemplo De ratones y hombres, de John Steinbeck, obra que fue publicada en 1937 y que se exigió que fuera suprimida, por inapropiada, de los planes de estudio de la enseñanza secundaria en Idaho y Carolina del Norte la primavera pasada. Hay en la actualidad, según Sperry, quien cita a la Asociación Americana de Bibliotecas, “unos cinco mil títulos sobre los que pesan reclamaciones formales, con el objeto de ser retirados de los planes de estudio y de las bibliotecas de Estados Unidos, todos ellos considerados sospechosos de incluir textos o imágenes sexualmente explícitos, lenguaje ofensivo o material inapropiado para un grupo de edad”. Entre los títulos bajo sospecha se encuentran no pocos que son bien conocidos y que nos hablan de este mundo que habitamos: Persépolis, de Marjane Satrapi; Matar a un ruiseñor, de Harper Lee; y Cometas en el cielo, de Khaled Hosseini.

Por ahora, la rana Gustavo no ha hecho declaraciones.


martes, 8 de diciembre de 2015

DISPARATES / 144

LA GUERRA, VISTA POR OTTO DIX

En 1915 Otto Dix pintó un cuadro al que puso por título Autorretrato en forma de diana. En él aparece el pintor de frente, con su uniforme de suboficial y con el inmóvil hieratismo de los maniquíes que se emplean para el adiestramiento de los fusileros y de la artillería. Por entonces se encontraba en Dresde y llevaba un año en la guerra, “porque necesitaba presenciarlo todo con mis propios ojos, porque tengo que presenciar en persona todos los abismos insondables de la vida”. Asignado a una unidad de ametralladoras, Dix hizo la guerra en el frente occidental, participó en la Batalla del Somme y después fue destinado a Rusia y finalmente a Flandes, donde fue herido en el cuello y recibió la Cruz de Hierro. Más tarde representó su experiencia bélica en multitud de obras, en particular en un portafolio de cincuenta grabados que tituló Der Krieg (La Guerra) y que se publicó en 1924. El contenido de dicho portafolio, acompañado de textos de diversos autores y bajo la dirección de Hervé François, ha sido reunido ahora por la editorial Gallimard.

Sólo tres años antes del inicio de la guerra Dix había escrito que “ya hace mucho tiempo que me he dado cuenta de que en realidad no encajo nada, lo que se dice nada, en las artes decorativas. Respeto demasiado la Naturaleza”. Palabras éstas que encierran un desafío dirigido a su primer maestro, el pintor academicista y decorativo Carl Senff, quien auguró a su pupilo que nunca pasaría de ser un “embadurnador”. Senff fue representante de un tipo de pintura burguesa que era fruto de la prosperidad de esta clase social en los inicios del siglo XX. Si este arte complaciente ya fue subvertido en un primer momento por Gustav Klimt, quien asignó un nuevo significado a lo decorativo, lo que viene a decirnos Dix es que la naturaleza es otra cosa. Lo mostrado por el arte de la época, pretendidamente fiel a la realidad en sus retratos, en sus bodegones y paisajes, no era más que una tramposa idealización, pura marrullería técnica destinada a poner la creación artística al servicio del gusto dominante. De manera curiosa, el camino hacia su propio lenguaje estético lo encontraría Dix al entrar en contacto con la obra de los pintores renacentistas, a través de los cuales se iniciaría en las vanguardias, primero en el cubismo y el futurismo, y más tarde en ese ámbito difuso que fue el dadá.

Dix fue pintor y a la vez reportero, y supo plasmar en cada uno de sus cuadros, incluidos sus retratos de doctores, periodistas, gentes del teatro y bailarinas, la visión que tenía de su tiempo. Fue cronista de la vida callejera, de los tugurios donde empezaba a introducirse el jazz, de los burdeles y, no podía ser de otro modo, de esa Gran Guerra que vino a convertirse en el escenario de otra naturaleza generalmente invisibilizada. En tiempos en que no existía la televisión y el cine se hallaba en sus inicios, y hallándose los reporteros fotográficos sometidos a la disciplina de la censura militar, lo que de la guerra podía llegar a los hogares burgueses eran imágenes de desfiles triunfales, del adiestramiento de palomas mensajeras o de los altruistas servicios prestados por las señoritas de buena cuna enroladas en la Cruz Roja. Sin olvidar el amplio muestrario de artefactos modernos creados para despedazar y aniquilar al enemigo, pues no debe olvidarse el papel de los grandes conflictos armados en el desarrollo tecnológico, ni la forma propagandística en que debían mostrarse las innovaciones técnicas suministradas por la guerra industrial. En sustitución de todo ello, Dix iba a exhibir en toda su crudeza, como ya hizo Goya un siglo antes, los desastres de la guerra.

El mismo año en que Dix pintaba su Autorretrato en forma de diana, otro pintor alemán, uno de los fundadores de Die Brücke, se pintó a sí mismo con idéntico uniforme de artillero pero con la mano derecha amputada, carente todavía de muñón, segada limpiamente. Ernst Ludwig Kirchner parecía haber entendido ya que su uniforme y su participación en la guerra iban en su caso a cortar por lo sano la mayor parte de sus aptitudes para la expresión artística. Superviviente también, aunque mutilado del espíritu, su pintura nunca volvería a ser lo que fue. No sucedió así con Dix, a quien la guerra enseñó lo que debía decir y cómo decirlo.

En una entrevista concedida décadas más tarde, Dix explicó que “la guerra es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva y, pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado para saber algo sobre ellos”. En 1915 pinta Autorretrato como Marte y Soldado moribundo, cuadros de los que parecen a punto de rebosar los ruidos, los fluidos y las vísceras de la guerra. Todavía en 1923 su obra La trinchera causó un escándalo y la náusea del crítico Julius Meier-Graefe, de cuyas observaciones tomaron nota los por entonces desconocidos promotores del nacional-socialismo para definir lo que unos años más tarde llamarían “arte degenerado”. Y entre 1929 y 1932 Dix pinta su tríptico La guerra, concebido como respuesta al olvido en que cayeron los sufrimientos de la Gran Guerra y al renacido culto al héroe que tuvo lugar en la República de Weimar, destinado a allanar el camino al nuevo militarismo nacionalista. El tríptico pudo exponerse sólo una vez, en la berlinesa Academia de Artes Prusiana, siendo Dix profesor en Dresde. Dos años después los nazis prohibieron la exposición de sus obras, y Dix, destituido de su puesto, se trasladó con su familia a orillas del lago Constanza. Allí, en el exilio interior, pintaría cuadros inofensivos –paisajes románticos, escenas bíblicas y retratos de encargo– entre los que colaría en 1936 una nueva imagen bélica, Flandes, que dedicó al escritor francés Henri Barbusse.

En medio, en 1924, había publicado los cincuenta grabados de Der Krieg. La aparición de este nuevo alegato contra el militarismo coincidió con la del libro del anarquista Ernst Friedrich Guerra a la guerra, del que se vendieron millones de ejemplares y que reunía numerosas fotografías tomadas por los propios soldados durante la conflagración y tras ella, y en las que además de las imágenes del frente se exhibían las de las monstruosas metamorfosis experimentadas a causa de las heridas recibidas, en algunas de las cuales se inspiró Dix. Las técnicas del aguafuerte y la aguatinta ya las había ensayado previamente en los inicios de los años veinte, habiendo realizado entre otros un autorretrato y un retrato del director de orquesta Otto Klemperer. En esta colección, sin embargo, empleó un método novedoso, consistente en el uso de barniz de asfalto para corroer la plancha, consiguiendo con ello crear el efecto de una imagen deteriorada, como si ésta fuera un documento en descomposición, arrasado, como los hombres, por la propia guerra. A ello unió en ocasiones la utilización de la punta seca para dar más precisión a los detalles. La mayoría de estos grabados nos muestra un campo yermo, cubierto de cráteres y trincheras en los que se aprecia a veces el tronco astillado de un árbol o un caballo destripado y patas arriba. Entre y alrededor de ellos, en primer plano, reptan seres uniformados de apariencia animalesca sobre esqueletos que surgen de los terrones de tierra. Excepcionalmente asistimos a la experiencia directa de la guerra y de sus consecuencias, en forma de ciudad bombardeada, de casa destruida o de madre arrodillada que llora ante su hijo muerto. El conjunto remite a Los últimos días de la humanidad, el libro que acerca también de la Gran Guerra escribió Karl Kraus y que se publicó dos años antes.

Los grabados de Dix son algo más que memoria e ilustración de la Gran Guerra. Son de hecho testimonio de la ruptura que experimentó Alemania al término de la misma, la cual dividió a los alemanes de Weimar entre una retaguardia que sufrió a su manera el conflicto bélico, y que reaccionó a éste mediante el pacifismo y la revolución, y la ideología que traían de vuelta los soldados que sobrevivieron a los frentes. Como anunció Kraus, eran estos los que traían a casa el huevo de la serpiente, en forma de militarismo exacerbado, de mitos sobre la “traición de la retaguardia” y la “puñalada en la espalda”, toda una cultura de la violencia, del honor, de la jerarquía, de la sangre y del mando que tardó poco en levantarse contra la joven república, la cual trataba de erigirse sobre otros valores. Vista así, esta colección de grabados debió servir entonces, y nos sirve a nosotros, de advertencia acerca de las ideas emanadas del horror de los conflictos bélicos.

Der Krieg apareció en una tirada de setenta ejemplares, algunos de los cuales, como gran parte del resto de la obra de Dix, fueron confiscados o destruidos años más tarde por las autoridades nazis. Caídos en el olvido, debieron pasar décadas hasta que estos grabados pudieron exponerse de nuevo, habiendo sido ahora reunidos en forma de libro por el historiador Gert Krumeich y por Frédérique Goerig-Hergott, conservadora del Museo Unterlinden de Colmar. La edición se basa en el ejemplar de Der Krieg conservado en el Museo de la Gran Guerra de Péronne, uno de los pocos que ha llegado completo hasta nosotros, siendo coordinador de los textos que acompañan a los grabados Hervé François, director del mismo. A ellos corresponde el mérito de que pueda divulgarse este actual y contundente documento de la realidad de la guerra.


martes, 1 de diciembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 199

WALTER BENJAMIN. RETRATO DE HOMBRE EN LA FRONTERA

Escribió Dostoyevski que el suicidio aparece como necesidad y como mandato cuando el hombre no tiene adónde ir. Y Bertolt Brecht, al conocer la noticia de la muerte de su amigo, escribió: “Oigo que has levantado la mano contra ti mismo, anticipándote al verdugo. Ocho años proscrito, observando el ascenso del enemigo. Empujado finalmente contra una frontera infranqueable, has franqueado, se dice, una que sí era franqueable”. Walter Benjamin se suicidó en Portbou, en la frontera franco-española, hace ahora setenta y cinco años. A lo mucho que se ha escrito acerca de los últimos días, y horas, de su vida, se ha añadido el libro Walter Benjamin. La vida que se cierra, del que es autor Carlos Taibo, quien ha intentado en sus páginas reconstruir las condiciones en que el apátrida Benjamin escribió sus tesis acerca de la Historia, y que ha publicado Libros de la Catarata.

Carlos Taibo, profesor de ciencias políticas en la Universidad Autónoma de Madrid, conferenciante, miembro del consejo editorial de la revista Sin Permiso, colaborador habitual en algunos medios de comunicación, es reconocido desde hace tiempo como uno de nuestros mayores entendidos en los procesos de transición en los países del Este de Europa. Igualmente divulgadas, entre los más de treinta títulos que ha publicado tanto en castellano como en gallego, son sus reflexiones acerca de la geopolítica actual, el anarquismo y el decrecimiento. Menos conocida acaso es la faceta que le acerca a personajes a cuya fascinación ha sucumbido por un motivo u otro y que tuvo hace unos años como producto el libro Parecia não pisar o chão. Treze ensaios sobre as vidas de Fernando Pessoa, que dedicó al escritor portugués. Anotó entonces en su prólogo que “una tarea muy honrosa en relación con seres humanos tan singulares como Pessoa bien puede ser la que nos invita a tirar de las notas a pie que los biógrafos canónicos relegan a un lugar secundario para, con su concurso, acometer un intento, siempre fracasado, de reconstruir quiénes fueron”. Palabras que son igualmente aplicables a este ensayo sobre Benjamin, aunque con la particularidad de que esta vez el primer motivo de atracción, según nos confiesa Taibo, no ha sido la vida del pensador, sino su muerte. “En virtud de un innegable absurdo”, escribe, “la muerte sería entonces algo más relevante que la vida, de la mano de una aventura en la que se habrían dado cita el cruce clandestino de una frontera, la belleza del lugar y el horror que provoca un momento histórico singularmente aciago”. Es de esa aventura de la que Taibo ha intentado rescatar la verdad, a fin de comprender mejor el último texto escrito por Benjamin, cuyo manuscrito, posiblemente, era el que guardaba en su cartera, único equipaje con el que llegó a Portbou.

Divide Taibo su libro en cuatro capítulos, dedicado el primero a una somera biografía de Benjamin, a la que incorpora algunas observaciones acerca de su carácter y a su relación con España, adonde viajó en varias ocasiones; el segundo se centra más extensamente en el exilio de Benjamin, otorgando especial atención a las dificultades materiales de su existencia, a sus problemas de salud y a su marginación en París; nos habla el tercero, con detalle, de su muerte; y el cuarto, por último, viene a ser un intento de interpretación, a la luz de todo lo anterior, de las Tesis sobre el concepto de la Historia que Benjamin debió escribir en algún momento de su exilio, cuando los ejércitos alemanes se aproximaban a París y él, en compañía de otros refugiados, emprendió el incierto viaje primero hasta Marsella y después hacia la frontera española.

Nos recuerda el autor el origen de Benjamin, hijo de un anticuario judío asimilado y residente en Berlín cuyos múltiples negocios en diversos ámbitos, entre ellos la banca, terminarían por llevarle a la ruina, cosa que no dejaría de tener influencia sobre la vida de su hijo. La formación de éste fue accidentada, en primer lugar a causa de su precaria salud, y tuvo lugar en diversos internados y universidades alemanas. En una de ellas, en la de Múnich, conocería a Rilke y a Gershom Scholem, con quien mantuvo una duradera amistad que debió ser ante todo epistolar, ya que Scholem no tardó en emigrar a Palestina. Fue en la Universidad de Berlín donde Benjamin se familiarizó con el sionismo, doctrina que en vísperas de la Gran Guerra circulaba ya ampliamente en los medios intelectuales de Europa. No se sintió, sin embargo, atraído por dicha doctrina, lo que no impidió que extrajera de la tradición judía, en especial de su misticismo, algunos aspectos que elaboraría ulteriormente y que de un modo u otro estarían presentes en su obra, lo que ocurriría más tarde en singular combinación con el marxismo, al que accedió mediante la lectura del célebre libro de Georg Lukács Historia y conciencia de clase.

Expediente del Juzgado de Portbou
a nombre de Walter Benjamin
Benjamin, como muchos otros, llegó a abrazar posiciones de izquierda a partir del pacifismo que se extendió progresivamente durante la Gran Guerra. No fue nunca, sin embargo, un militante. No podía serlo, como se desprende de la amalgama de sus intereses y de esa personal mixtura entre misticismo judío y marxismo. Se entiende así que sus textos no encajaran bien en las corrientes de pensamiento que predominaron durante el período de entreguerras, en la República de Weimar. Fue un pensador solitario y a contracorriente que durante la mayor parte de su vida encontró dificultades para publicar y dar a conocer sus obras. Éstas, a causa de las necesidades económicas que siempre le apremiaron, tuvieron que orientarse en las direcciones más diversas, a veces peregrinas y alejadas por completo de sus intereses. Otras veces, por el contrario, supo sacar partido de los encargos que ocasionalmente recibía, incorporando a sus esquemas de pensamiento ideas y temas alejados entre sí. La originalidad de sus trabajos sólo pudo encontrar algún acomodo en la Escuela de Frankfurt, a la que también pertenecían Max Horkheimer y Theodor Adorno. Parece, sin embargo, que sobre todo a partir del exilio de Benjamin en París la relación entre uno y otros se basó en razones prácticas muy distantes de la coincidencia de intereses intelectuales. Desde su exilio al otro lado del océano, en efecto, los restantes miembros de la Escuela de Frankfurt ayudaron a Benjamin económicamente y le facilitaron el visado de entrada en Estados Unidos, lo que no era poca cosa, aunque, como se vio enseguida, no iba a ser suficiente. La propia Escuela carecía de recursos, como supo Benjamin mediante una carta en la que se le anunciaba que la ayuda económica que había recibido hasta entonces iba a interrumpirse provisionalmente. Otro auxilio económico, el que podía proporcionarle Brecht, a quien Benjamin visitó en ocasiones en Dinamarca, se cerró también cuando los alemanes atravesaron la frontera francesa. Por otra parte, estaba divorciado de la que había sido su mujer, Dora Kellner, desde hacía diez años. Cuando en septiembre de 1940 Benjamin, habiendo abandonado París como refugiado, trató de encaminarse hacia la frontera española a fin de llegar a Lisboa, donde esperaba embarcarse hacia Nueva York, estaba completamente solo.

El relato de esos últimos días ha podido reconstruirse a partir de los testimonios de otros refugiados que también trataban de cruzar los Pirineos, los cuales han dado lugar a gran cantidad de libros. Sin embargo, dichos testimonios son incompletos y a menudo contradictorios, lo que ha dado lugar a frecuentes especulaciones. Por esos datos, tanto por los más fiables como por los que no pasan de ser dudosos rumores, trata de guiarse Taibo en el libro que comentamos, el cual, en resumidas cuentas, acaba por justificar plenamente su subtítulo: “la vida que se cierra”. Nuestro autor desgrana de manera documentada las circunstancias de esos días, mostrando cómo las posibles salidas a una situación de por sí desesperada fueron clausurándose hasta que, el 25 de septiembre, ya en el lado español de la frontera, y tras una ardua caminata, Benjamin y sus acompañantes conocieron por la Guardia Civil que la frontera estaba cerrada y que debían dar la vuelta y regresar “por el mismo camino”. Para ellos, esto equivalía a caer en manos de la policía francesa de Vichy o en las de la Gestapo. Alojados por esa noche en el Hotel Francia de Portbou, los otros refugiados asistieron impotentes a la agonía de Benjamin, que había tomado al parecer una dosis de morfina. Falleció al día siguiente.

Como se ha dicho, el capítulo final del libro de Taibo trata de ser una interpretación de los últimos escritos de Benjamin, de los que había mandado copia a algunos amigos y que, quizá en un estado de elaboración más avanzado, se encontraban en la cartera de la que se incautaron las autoridades españolas tras su muerte. Extraviado este manuscrito, conocemos las tesis a través de las copias conservadas. Estos textos aparecen manuscritos bajo el epígrafe de Tesis sobre el concepto de la Historia, y, como sucede con la propia muerte de su autor, han dado lugar a numerosos debates. Se trata de unos breves fragmentos que son bien conocidos y que posiblemente habrían debido servir de fundamento a un trabajo más amplio. No se ocupa Taibo de todos ellos, sino sólo de los que, “en virtud de condiciones estrictamente contemporáneas, me interesan, de la mano de una lectura que no tengo ningún problema en aceptar que es manifiestamente sesgada”. En concreto, el contexto en el que Taibo sitúa estos fragmentos es el de la actual “hondura de la crisis ecológica y el riesgo que nos acecha de un colapso más o menos próximo”.

La comprensión de estos textos, a juicio de nuestro autor, debe hacerse a la luz no sólo del estado de ánimo que podía experimentar Benjamin al final de su vida, sino también a la de otros pasajes que podemos localizar repartidos a lo largo de su obra. Una primera observación de Taibo se refiere al carácter heterodoxo del marxismo benjaminiano. Pues no faltan en sus escritos alusiones a “un visible desdén con respecto al marxismo que invocaba progresos irresistibles, leyes de la historia y fatalidades naturales”. En particular el culto al progreso técnico y económico que el marxismo ortodoxo comparte con la doctrina capitalista, y que tradicionalmente se ha expresado a través de la socialdemocracia, ha sido objeto del rechazo de Benjamin, para quien era preciso integrar en el materialismo histórico “los estallidos mesiánicos, románticos, blanquistas, libertarios y fourieristas, en provecho de un marxismo nuevo y herético”. Se desprende de ello que si para Marx la revolución no podía venir del pasado, sino del futuro, “de un futuro de progreso”, para Benjamin en cambio la inspiración de la revolución se encontraba ante todo en el pasado, en formas pretéritas de organización y de actividad humana. Así, el componente de “irracionalidad” asumido por Benjamin sería producto de un romanticismo “que asumía la forma de una protesta cultural contra la civilización capitalista en nombre de valores premodernos, esto es, precapitalistas”.

Benjamin intentó dar forma a su heterodoxia marxista vinculándola a fenómenos modernos que sin embargo no formaban parte de la política (por ejemplo del modelo soviético, que conocía y por el que no sentía el menor entusiasmo), sino de la estética, en concreto una estética moderna que procedía de Baudelaire y que habría tenido su consumación con el surrealismo, el cual había suministrado a Occidente “una idea radical de la libertad”. Esta idea se contradice de manera manifiesta con la condición del autómata que rige cada vez más en la sociedad capitalista, lo que implica que “el hombre moderno, a través de la técnica, sólo se encuentra a gusto cuando responde a los deseos que él mismo ha generado, mucho más allá de las necesidades biológicamente objetivas”. A lo que se añade el hecho de que “el desajuste entre el progreso técnico y el desarrollo inicial tiene un efecto mayor, la guerra, que constituye una constante en las sociedades modernas”.

De esa Historia a la que se refieren las tesis de Benjamin lo que nos queda a nosotros es principalmente la cultura, la cual merece un cuestionamiento aparte, pues, como escribió, “no hay documento de cultura que no sea al mismo tiempo documento de barbarie”. A propósito de ello Taibo cita a Carlo Salzani, quien ha afirmado que “como quiera que la cultura está impregnada de barbarie, la única solución estriba en subvertir los cánones culturales vigentes y en robar la energía de la transformación a la barbarie equivocada, para así inventar una barbarie nueva y positiva”. Tarea ésta, añadimos nosotros, que no es de las menores a las que, si está interesado en su supervivencia, se enfrenta el hombre de hoy.

El libro de Carlos Taibo constituye una excelente aproximación a la obra de Benjamin, este autor que no dejó ninguna ortodoxia que custodiar y cuyos textos dispersos, fragmentarios, diseminados muchas veces en apuntes y en citas ajenas, nos ilustran mucho más acerca de nuestra propia realidad de guerra, de refugiados y de catástrofe de la Historia que acerca de la suya propia, aquélla en la que vivió hace setenta y cinco años y que fue a terminar, cuando la vida se cerró para él, en una fonda de Portbou.

martes, 24 de noviembre de 2015

DISPARATES / 143

GRACE LEE BOGGS, 1915-2015: LA LUCHA POR EL CAMBIO

En una conferencia pronunciada ante un grupo de universitarios, Grace Lee Boggs afirmó que “uno no elige la época en la que le toca vivir, pero sí elige quién quiere ser”. Lo recordaba hace unos días Amy Goodman, directora del noticiero internacional Democracy Now!, en un artículo aparecido con motivo del fallecimiento de Grace, en Detroit, cuatro meses después de cumplir cien años. Escritora, activista social, filósofa y feminista, Grace dejó esta vida como la vivió, según informaron las personas que la atendían en estos últimos años: “rodeada de libros, política, gente e ideas”.

Nació en el piso superior del restaurante que sus padres, inmigrantes chinos, tenían en Providence, Rhode Island, en 1915. Grace, cuyo nombre chino era Yuk Ping (“la paz de jade”) se crió en Queens, en Nueva York, y estudió filosofía en el Barnard College de esa ciudad, obteniendo el doctorado en 1940. Más tarde recordó la doble discriminación de que fue víctima en esos años, como mujer y por su ascendencia china, en tiempos en que incluso los grandes almacenes y los centros comerciales se negaban a contratar a orientales. Grace debió trasladarse a Chicago, donde fue empleada como bibliotecaria con un sueldo de diez dólares a la semana. Imposibilitada con esos ingresos de alquilar una habitación, fue acogida por una anciana judía en su sótano, cuyo acceso, sin embargo, se hallaba obstaculizado por una legión de ratas. Fueron estos roedores, y la conciencia del entorno en el que vivían multitud de inquilinos de los barrios humildes de la ciudad, lo que llevó a Grace a establecer relación con la comunidad negra, de la que ya no se separaría durante el resto de su vida.

En 1941 participó en la primera Marcha a Washington, organizada por el dirigente obrero A. Philip Randolph, y más tarde regresó a Nueva York, donde entró en contacto con C.L.R. James y Raya Dunayevskaya, fundadores de la llamada “Tendencia Johnson-Forest” y del Workers Party. Considerada de extrema izquierda por la prensa y por el mismo Partido Comunista, cuya línea oficial abiertamente prosoviética cuestionaba aquél radicalmente, la formación caracterizaba a la URSS como un sistema capitalista y burocrático, y de hecho a finales de los años cuarenta sus publicaciones afirmaban que no existía ya ninguna sociedad socialista en los países del Este de Europa, por lo que era preciso volver a las fuentes teóricas suministradas en su día por Marx y Lenin. En esas fechas Grace traduce por primera vez al inglés los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 de Marx, y junto a sus compañeros emprende una estrategia dirigida no tanto a organizar a la clase obrera como a proveer de recursos intelectuales a los sectores marginados de la sociedad, principalmente las mujeres, los jóvenes y las gentes de color. Este proceso se enmarcó en la evolución de la economía norteamericana durante la guerra, cuando la industria del armamento permitió a cientos de miles de trabajadores blancos salir de la pobreza en la que vivían desde la Depresión, provocando a la vez un gran movimiento migratorio de afroamericanos procedentes del sur, los cuales, sin embargo, veían sustancialmente limitado su acceso a los puestos de trabajo del industrial norte. Iba a ser ese fabril y tecnificado norte americano la última escala del trayecto de Grace, donde pasaría los siguientes sesenta años.

El nombre de Grace y el de su marido, Jimmy Boggs, aparecen unidos a la historia reciente de esa ciudad que fue centro de la industria automotriz, y que hoy trata de reinventarse a sí misma, que es Detroit. Acerca de su marido, trabajador industrial nacido en Alabama con el que redactó algunos de sus libros, escribió Grace que “venía del sur profundo, y tenía la forma de pensar de la era agrícola; luego vino, trabajó en una fábrica y adquirió la mirada de la era industrial”. Grace y Jimmy se convirtieron pronto en una leyenda en la ciudad del automóvil, fruto de su lucidez intelectual y de su actividad militante. “Detroit”, escribió Grace, “que fue una vez símbolo de los milagros de la industrialización y se convirtió luego en símbolo de la devastación de la desindustrialización, lo es actualmente de un nuevo tipo de sociedad, de gente que cultiva sus propios alimentos, de gente que ensaya nuevos caminos y ayuda a los demás, de gente que empieza a pensar que se trata no tanto de conseguir trabajo y aumentar nuestro propio patrimonio como de que dependemos los unos de los otros. Es otro mundo el que estamos construyendo aquí, en Detroit”.

En 1992 Grace fundó el “Detroit Summer”, un programa multigeneracional y multicultural que ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales. Dicho programa tiene la aspiración de renovar la ciudad mediante las granjas urbanas, los proyectos comunitarios, las microempresas y la economía local. Base de estas actividades es hoy la que fue vivienda de los Boggs, donde se halla el Boggs Center to Nurture Community Leadership. Grace, pese a su avanzada edad, siguió escribiendo una columna semanal para el periódico Michigan Citizen hasta 2005, y su vida ha sido el tema de un documental, American revolutionary. The evolution of Grace Lee Boggs, que se estrenó hace ahora dos años.

La obra literaria de Grace es extensa e ilustra no sólo la evolución de su pensamiento y de su activismo, sino también una parte considerable de las luchas socioeconómicas de las últimas décadas. Es coautora, con el pseudónimo de Ria Stone, de dos libros imprescindibles para conocer la “Tendencia Johnson-Forest” (los “johnsonitas” del Workers Party), una de las aportaciones más relevantes del socialismo norteamericano: The invading socialist society (1947) y State capitalism and world revolution (1950), que escribió junto a C.L.R. James y Raya Dunayevskaya. Son libros escritos bajo una perspectiva trotskysta y bajo los efectos de la invasión de Finlandia por la URSS, y en ellos se analizan las sociedades del Este europeo bajo el dominio imperialista soviético. De 1958 es Fancing reality, escrito en colaboración con Cornelius Castoriadis, y de 1974, en lo que fue el inicio de sus fecundos trabajos con Jimmy Boggs, Revolution and evolution in the twentieth century.

Éste último, convertido ya en un clásico de la literatura socialista americana, ofrece una revisión tan concisa como instructiva de las revoluciones del siglo XX, en particular las de Rusia, China, Guinea-Bissau y Vietnam. El libro incorpora un capítulo de síntesis sobre la dialéctica de la revolución, en el que los autores proporcionan un panorama de los principales aspectos del leninismo, del maoísmo y de otras corrientes marxistas activas en las revoluciones de nuestro tiempo. En una segunda sección, dedicada a Estados Unidos, los autores hacen un recorrido por la correlación de las fuerzas de clase en la historia estadounidense, con especial atención a la población negra esclavizada. Se advierte aquí de la convivencia en Estados Unidos de una sociedad capitalista avanzada con formas arcaicas de relaciones socioeconómicas que, por ser propicias a la marginación y la exclusión social, otorgarían un matiz específico a la naturaleza y las tareas de la revolución americana.

Women and the Movement to build a New America, de 1977, es una breve reflexión acerca del papel histórico de las mujeres y del modo en que la lucha por su propia emancipación configuraba ya en esos años el escenario de cambios que se vivían en Estados Unidos. El mismo tema reaparecería en su libro autobiográfico Living for change, que se publicó en 1998. Grace describe aquí su propia vida de mujer que trasgredió las fronteras raciales y de clase en un período de grandes turbulencias marcado por la Guerra Fría, la lucha por los derechos civiles, la aparición del Poder Negro y de la Nación del Islam, los Panteras Negras y los esfuerzos presentes para reconstruir las desmoronadas comunidades urbanas. El libro, que puede leerse como un diario de la sociedad estadounidense a lo largo de casi un siglo, contiene gran cantidad de anécdotas e información acerca de los complejos y contradictorios procesos experimentados por las luchas sociales de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, Grace nos cuenta cómo intentó persuadir a Malcolm X para que se presentara como candidato al Senado en 1964, o cómo el Workers Party intentó infructuosamente aproximarse a los comunistas antes del abandono definitivo del trotskysmo.

El último libro de Grace Lee Boggs, aparecido en 2011, es The next american revolution, en el que nos habla de un mundo hasta ahora dominado por Estados Unidos e impulsado por el petróleo barato, el crédito fácil y el consumo, y el cual se desploma ante nuestros ojos. Aquí Grace evalúa la crisis económica, política y medioambiental, y se interroga acerca del cambio radical que necesitamos para hacer frente a estas nuevas realidades. En esta obra, que como el resto de las citadas aquí no ha sido traducida al castellano, la autora pone su pensamiento crítico al servicio de una redefinición del concepto de revolución practicable en este tiempo, para lo que ofrece diversas experiencias tomadas de sus luchas en Detroit, donde “la esperanza y la creatividad están logrando vencer a la desesperación y a la decadencia de la comunidad urbana” por medio del reparto del trabajo y de las formas alternativas del mismo, así como por medio de la acción colectiva y democrática. Ella nos dice que la revolución no sólo es necesaria, sino que además es posible y que en algunos lugares del centro mismo del capitalismo neoliberal está ya en ciernes. Pues el concepto de revolución de 1917, entendido en términos de toma del Estado, ya ha dado suficientes signos de su fracaso.

Más allá de la irrelevancia y la ineficacia de los viejos dogmas ideológicos, Grace Lee Boggs nos ha dejado en sus libros y en su vida una potente y fresca llamada a lo civil para encarar los tiempos difíciles, incluida la guerra global, con sentido de la historia, con un sólido conjunto de valores democráticos y confianza en nuestro propio poder restaurador y creativo.

martes, 17 de noviembre de 2015

DISPARATES / 142

BERNARD-MARIE KOLTÈS: REGRESO A LA GUERRA

Hay un lugar, la Maison de la Poésie, que se encuentra en el distrito III de París, lindante por el norte y el este con los X y XI, distritos modestos, menos monumentales, aunque no menos históricos, que otros de la capital francesa, y que han alcanzado repentinamente la celebridad desde la semana pasada. Mientras en la Bolsa bajan las acciones de las grandes corporaciones hoteleras y de las líneas aéreas, estas calles animadas y mestizas recobran su pulso y su colorido, hecho con tonos de piel diversos, lenguas plurales y orígenes remotos. La Maison de la Poésie, en el Passage Molière, en la rue Saint-Martin, ha cerrado sus puertas durante el pasado fin de semana. Reabiertas el lunes, se ha celebrado un debate sobre “los niños de los libros”, al que ha seguido una lectura de poemas de Anna Ajmátova con un fondo musical de violonchelo y piano. Sucede que tras su humilde fachada hay variados espacios en los que se realizan actividades simultáneamente, a diario, otorgando un sentido “curioso, audaz y acogedor” al propio nombre de la institución, según palabras de su director, Olivier Chaudenson. Entre los actos programados en los próximos días figura uno en el que tomará parte François Koltès, hermano del dramaturgo Bernard-Marie, de cuya muerte se cumplirán veinticinco años en 2016.

En su breve vida Koltès escribió sobre temas poco gratos al oído del francés y en general del hombre de Occidente, particularmente sobre el tema colonial. Que el hombre de Occidente ama el orden, y que se imagina habitante de un mundo de ensueño en el que el petróleo debería estar a nuestra disposición siempre en abundancia y a buen precio, son cosas que Koltès sabía, como sabía que no puede garantizarse lo anterior si se prescinde de algunas de nuestras guerras familiares, esas viejas guerras que tienen lugar a miles de kilómetros y que a veces nos provocan una mueca de repugnancia a la hora de la cena, cuando vemos las noticias. Sabía bien Koltès que estas guerras nuestras a veces requieren aliados sospechosos e incluso indeseables, y por eso escribió sobre uno de los asuntos que más ofenden al oído del francés corriente, esa OAS que cometió más de dos mil asesinatos, la mayoría de ellos de musulmanes. E igualmente sabía Koltès que estas guerras lejanas, de un modo u otro, acaban siempre por comparecer en nuestras calles y plazas, en nuestros cafés y nuestros teatros. Por eso escribió Regreso al desierto.

Koltès era un poco en las letras y el teatro francés lo que en las letras y la música americanas era Jim Morrison, al que se daba un aire. Ambos murieron en París, y si en vida la distancia que había entre dos de sus temas favoritos es la que hay entre Argelia y Vietnam, la que hay entre sus domicilios actuales es la que separa el cementerio de Montmartre del de Père Lachaise. A finales de la primavera pasada se publicó en Francia L’affaire Koltès, de Cyril Desclés, último de los libros hasta ahora que se ha acercado a la controversia de este hombre con su país y con el teatro. Desclés, que es escenógrafo, ha construido este libro a partir del conflicto surgido en 2007, cuando la Comédie-Française volvió a poner en escena Regreso al desierto. Sucedió entonces que el beneficiario de los derechos de autor, François Koltès, se negó a renovar el contrato, alegando para ello su desacuerdo con la elección de uno de los actores a causa de su origen étnico. El autor del libro ha investigado pacientemente las razones de la polémica, así como el modo en que fue divulgada por los medios de comunicación, dando como resultado una hermosa reflexión acerca de lo que significa el acto de la puesta en escena, y también acerca de los derechos y deberes de los herederos de una obra artística.

El causante involuntario de la controversia fue el personaje de Aziz, que en la obra es el criado árabe de la familia francesa protagonista. Aziz muere en un atentado de la OAS, y Koltès, por motivos políticos, tanto como por otros éticos y estéticos, dejó claro su deseo de que el personaje fuera interpretado por un actor árabe, el cual debía decir una parte de su papel en su propia lengua. A ello se refirió abundantemente en las entrevistas que fueron recogidas en el volumen Une part de ma vie, que publicó en 1999 Editions de Minuit. En el montaje de la Comédie-Française el personaje fue asignado a Michel Favory, actor entre cuyos muchos atributos no figura el de ser de ascendencia árabe. Con motivo de la defensa de la voluntad de su hermano, François Koltès se vio entonces envuelto en un airado debate en el que llegó a acusársele de racismo, que concluyó (aparentemente) en los tribunales y que fue mucho más allá de lo referido a la puesta en escena de una obra teatral. En él tomaron parte no sólo gentes del teatro, como Patrice Chéreau, el habitual escenógrafo de las obras de Koltès, sino también gran número de periodistas, editorialistas y tertulianos de los que pueblan en la actualidad nuestro mass media global.

Con respecto a esta polémica, que finalmente se resolvió por vía de una mediación y de común acuerdo, el dramaturgo Georges Lavaudant escribió en Le Monde: “Que una mujer haga el papel de un hombre, un alto el de un bajo, un sueco el de un griego, o un negro el de una blanca, son cosas que enriquecen y relativizan extraordinariamente las interpretaciones y embellecen el arte del teatro. El actor puede interpretarlo todo… Pero, casualmente, siempre es el papel de los árabes el que se sacrifica. Y eso, Bernard-Marie Koltès no lo quería. Él quería que en cada una de sus obras un negro o un árabe estuviera presente en escena, y esto, en su caso, es a la vez política, amor, ontología, estética… Ya hemos experimentado todo eso con Genet y Beckett, lo conocemos bien. Pero en Koltès hay algo más que es central, que es decisivo como parte del deseo de un teatro que no lo interpretan sólo blancos civilizados para otros blancos civilizados”. Y Lavaudant añade: “Algunos opinan que hoy en día las indicaciones retrógradas de Koltès han sido superadas, que esa clase de discriminación positiva era sin duda útil cuando escribió sus obras, pero que ahora Francia ha sido capaz de llevar a cabo su conversión al multiculturalismo y que, por tanto, este tipo de controversia ya no es relevante… Pero debo confesar que yo no comparto este entusiasmo. Koltès quería introducir algunos cambios en el teatro, y el principal de ellos es el color de la piel”. En este contexto, la Dirección de Música, Danza y Teatro encargó entonces un estudio de las tareas y propuestas necesarias para asegurar “una mayor y mejor visibilidad de los diferentes componentes de la población francesa en las artes escénicas”. A día de hoy, no se conocen los resultados de dicho trabajo.

La acción de Regreso al desierto se sitúa en Metz en 1961, durante la guerra de Argelia. Después de quince años, Mathilde ha tenido que huir de Argel con sus hijos y se halla de vuelta en su ciudad natal, donde encuentra a su hermano, Adrien, quien dirige un negocio familiar. La casa está rodeada por un muro que ha hecho levantar Adrien, el cual mantiene reuniones secretas, a fin de realizar un atentado, con personas notables de la ciudad, entre ellas el prefecto de policía. La relación entre los hermanos, que siempre ha sido difícil, empeora tras su reencuentro, de lo que son testigos y copartícipes los hijos de ambos. Mientras Fatima, la hija de Mathilde, tiene visiones en el jardín, donde se encuentra con la primera y difunta mujer de su tío, los chicos se encomiendan a Aziz, el joven criado árabe, para que les conduzca a los cafés y burdeles de la ciudad. En uno de ellos, hallándose en su interior Aziz y los hijos de Mathilde y Adrien, estalla una bomba, la cual, además de sus víctimas, tiene la propiedad de hacer que Mathilde y su hermano inicien una especie de reconciliación.

Regreso al desierto es una obra sobre la identidad y sobre el colonialismo. Aziz, al que llaman “el árabe”, no se considera árabe; y cuando a Mathilde intentan hacerle ver dónde están sus raíces, ella contesta: “¿Qué raíces? Yo no soy un árbol”. Como toda reflexión sobre el colonialismo, lo es también sobre los valores imperantes en nuestra sociedad occidental y sobre la violencia que ésta ejerce, y que tarde o temprano se vuelve contra ella. Artífices de esta violencia son Adrien y el resto de los notables de la ciudad, además de un paracaidista negro, personaje episódico que en su único parlamento anuncia: “Amo esta tierra, burgués, pero no me gusta la gente que la habita. ¿Quién es el enemigo? ¿Eres un amigo o un enemigo? ¿A quién debo defender y a quién debo atacar? Como no sé dónde está el enemigo, dispararé contra todo lo que se mueva”.

La obra fue estrenada en 1988 en el Festival de Otoño de París, habiendo sido dirigida en aquella ocasión por Patrice Chéreau y contando entre sus intérpretes con Jacqueline Maillan y Michel Piccoli. Una producción de esta obra actual y tristemente profética ha estado en gira por Francia hasta hace unas semanas. Responsable de la misma ha sido Arnaud Meunier, quien ha dicho de ella que es “una invocación de nuestra memoria colonial y de sus zonas sombrías, una pieza sobre nuestra culpabilidad, sobre aquello que no queremos asumir y que preferimos olvidar”. Ambientada en una población rural de la Francia de hoy, dominada por la extrema derecha, la obra adquiere tintes de comedia negra. Para Meunier Regreso al desierto “es un ovni, una mezcla de comedia y drama, de intimismo y de gran historia, de realismo y fantasía”. Una farsa, diríamos nosotros, que viene a ser la forma más valiente de representar la aridez de la realidad.

martes, 10 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 198

LOS CUENTOS DE E.L. DOCTOROW

El pasado verano, el 21 de julio, murió en Nueva York Edgar Lawrence Doctorow, autor estadounidense al que se deben diversas novelas esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX, entre ellas El libro de Daniel y Ragtime. El conjunto de su obra ofrece todo un panorama crítico de su país y de la sociedad contemporánea, crónica escrita con tanta pasión como rigor histórico y por la que recibió casi todos los premios que en Estados Unidos se conceden a la obra de ficción, entre ellos, el año pasado, el de la Biblioteca del Congreso. En castellano se han reunido por primera vez todos los cuentos de Doctorow en un solo volumen, en una edición que ha corrido a cargo de la joven editorial Malpaso.

Nacido en Nueva York en 1931, nieto de inmigrantes judíos rusos, Doctorow se crió en el Bronx. Tras pasar por la Universidad de Columbia, fue reclutado y enviado a Alemania, siendo destinado al cuerpo de señales del ejército de ocupación, con rango de cabo. A su regreso fue empleado por Columbia Pictures como lector de guiones, y producto de esta experiencia, según comentó más tarde, resultó su primera novela, Welcome to hard times (cuyas traducciones al castellano se han publicado con los títulos de El hombre malo de Bodie y Cómo todo acabó y volvió a empezar), parodia de las películas del Oeste que se publicó en 1960. Editor en esa década de New American Library y, luego, de Dial Press, se dio a conocer en 1971 con El libro de Daniel, ambiciosa novela a la que incorporó algunas técnicas vanguardistas y en la que libremente intentó hacer una reconstrucción de la vida y el proceso que sufrieron Julius y Ethel Rosenberg, militantes del Partido Comunista americano acusados de espionaje que fueron ejecutados en 1953 en la silla eléctrica. A esta obra seguirían Ragtime (1975), Billy Bathgate (1989) y La gran marcha (2005), entre otras.

Quizá, fuera de su país, la obra de Doctorow sea más conocida por las adaptaciones cinematográficas basadas en sus novelas que por sus propios libros. La versión para el cine de El libro de Daniel fue dirigida por Sidney Lumet en 1983; y la de Billy Bathgate se estrenó en 1991, siendo protagonizada por Dustin Hoffman. Pero entre las adaptaciones basadas en novelas de nuestro autor fue Ragtime, que Miloš Forman rodó en 1980, la que alcanzó mayor éxito, no sólo en el cine, sino también como musical de Broadway, que recibió cuatro premios Tony. Doctorow era pese a sus posiciones políticas y a su visión poco benévola de la sociedad estadounidense una institución en su país, como manifestó al entregarle la medalla de oro de la Academia de las Artes y las Letras Americanas el presidente Barack Obama, quien al tener noticia de su fallecimiento reconoció lo mucho que había aprendido con la lectura de su obra. Hay, sin embargo, dos aspectos de ésta en gran parte ignorados: sus colaboraciones en la prensa y sus relatos.

En los últimos veinte años Doctorow fue columnista de diversas publicaciones americanas, en especial de New Yorker, revista en la que, junto a abundantes reflexiones acerca de la actualidad política, dejó caer a veces algunas ideas acerca de su propia creación literaria. Así, junto a artículos referidos a la investigación seguida contra el ex presidente Clinton  por su asunto con la becaria Lewinsky –episodio que según sus palabras le recordó la época del senador McCarthy y los juicios de brujas en Salem– aparecieron en New Yorker diversos textos vinculados a la creación de su novela El arca de agua, narración histórica ambientada en la Manhattan de 1871. En uno de ellos escribió que, “cuando se escribe sobre el pasado, siempre se está reflejando el propio presente”, observación que conviene tener en cuenta al respecto de sus relatos sobre tema histórico, en los que Doctorow acertó a abolir la distancia temporal entre los hechos narrados y el lector contemporáneo. Igualmente, otro rasgo característico del pensamiento de nuestro autor, su escepticismo, puede rastrearse en el comentario que Doctorow escribió a propósito de la novela Huckleberry Finn, un libro en el que “la civilización resulta ser una perversa estafa que explota en su beneficio la ignorancia de la gente”. Y en New Yorker nuestro autor publicó además ocho relatos, entre ellos Heist, Una casa en la llanura y Wakefield, acerca de los cuales intercambió una serie de correos electrónicos, que más tarde fueron publicados, con Deborah Treisman, directora de las páginas de ficción de la revista.

Con motivo del fallecimiento en 2009 de otro de los grandes de la narrativa norteamericana, John Updike, nuestro autor publicó una carta que su colega le había escrito años atrás y en la que, tras la recepción de un importante premio literario, le confesaba sentirse “paralizado por el pensamiento del gran número de autores actuales que saben cosas que yo no sé y hacen cosas que yo no sé hacer”. Doctorow se sentía representado en estas palabras, lo que no le impidió seguir escribiendo, ya que, como anotó entonces, la modestia implícita en ellas “es buena indicación de la duda, el motor que nos mueve a todos”.

Doctorow es partícipe destacado de una corriente del realismo americano caracterizada por su lenguaje directo, la construcción fragmentaria de las historias, los frecuentes saltos espacio-temporales y por una concepción coral de la ficción literaria. A menudo estas construcciones aparecen en forma de collage que, mediante materiales de diversa procedencia, hilvanan una trama compleja observada desde diferentes puntos de vista. Se trata de una literatura “democrática” de noble tradición en las letras norteamericanas, cuya reconocida eficacia reside en la capacidad del autor para enriquecer el asunto del que se trata sirviéndose del detalle a veces costumbrista y de la polifonía, dando como resultado una unidad que es tanto temática como formal y que tiene la virtud de no ser unívoca, sino múltiple. Esta multiplicidad es la que otorga a sus personajes una realidad profunda y contradictoria, es decir, humana, y gran parte de esta maestría para la creación de personajes sumidos en sus ideas y en su historia es la que exhibe Doctorow en sus relatos.

Escribe Eduardo Lago en el prólogo al volumen que comentamos que leer los cuentos de Doctorow es una experiencia estética “desasosegante”, no porque falte nada en ellos, sino porque parecen reclamar que suceda algo más, “cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página”. Sus protagonistas son perdedores, gentes situadas un poco o un mucho al margen, personas criadas en circunstancias anómalas –tema este que es recurrente en la obra de Doctorow– y que han quedado marcadas por ello. Pero son también luchadores, lo que emparenta a nuestro autor con su admirado Jack London, con quien compartía una noción radical de la escritura, dirigida a retratar a héroes hechos a sí mismos, enfrascados en una lucha por la supervivencia en la que difícilmente caben la esperanza y el mirar atrás. En comparación con la novela, “el cuento”, escribió Doctorow, “es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas”.

La ordenación de los cuentos aquí recogidos responde a la voluntad del autor, quien en sus últimos años colaboró con el editor en la preparación de este volumen. Si en sus novelas Doctorow puso su pluma al servicio de la recreación de un acontecimiento de la historia americana –siempre, de hecho, uno de esos acontecimientos que apenas se molestan en  registrar los libros de Historia, sino más bien de aquellos que forman parte de su cara oculta–, aquí se nos aparece sorpresivamente un Doctorow más personal, íntimo y a veces poético, a menudo misterioso, el cual nos habla desde diferentes lugares estéticos y con distintas voces. El relato breve le resultó a nuestro autor más propicio a la interiorización, a la visita a la conciencia de los personajes, que la novela, mucho más inclinada a la descripción de acciones y cuyo toque personal se hallaba, como se ha apuntado, en la visión de conjunto, en la compleja arquitectura de sus narraciones históricas. Cierto que estos personajes podrían ser habitantes de aquéllas y de hecho lo son en algún caso, pero aquí se nos muestran contemplados desde un interior por el que pasamos fugazmente, aceptando que del mismo es menos lo que comprendemos que lo que se nos sugiere. Ejemplo de ello es Willi, que viene a ser una ensoñación en la que se manifiestan violentos conflictos de familia, o el que cierra el volumen, Vidas de los poetas. En El cazador se nos presenta una maestra derrotada por la vida, y en el ya citado Una casa en la llanura asistimos a la huida de una madre y su hijo. Más próximos al estilo de sus novelas son El escritor de la familia, Jolene: una vida e Integración. El primero narra la historia de un adolescente y la peculiar relación que establece con su abuela, recluida en un asilo; el segundo trata de una joven dramáticamente enfrentada a su propia sexualidad; y el tercero nos describe un matrimonio de conveniencia entre inmigrantes que incluye uno de los raros finales esperanzadores de toda la producción de Doctorow.

Uno de los personajes que afloran en estos cuentos y que procede de la novelística de nuestro autor es el protagonista de Glosas a las canciones de Billy Bathgate, de quien se nos dice que “mientras el niño va olisqueando vidas ajenas al pasar ante las casas del barrio, distinguiendo el olor de las naranjas del de los quesos, los pollos, el pescado y los zapatos nuevos hechos con materiales baratos, debe vigilar con pericia lo que tiene detrás y lo que tiene delante. Sólo lleva seis o siete años en este planeta, pero ya es víctima de los chicos mayores (negros, irlandeses, italianos) que acechan, merodean y pinchan, invisibles como las agujas de zurcir, de los policías; del encargado de vigilar a los niños que hacen novillos; del Castigo, que le tira de las orejas para arrastrarle de vuelta al orfanato que está a varias colinas de distancia, a varios valles profundos (muy profundos) de distancia, con ascensos y descensos demasiado empinados, demasiado angostos para unos zapatos de goma tan pequeños, para unos calcetines tan caídos, desmadejados”.

Frases que son buen ejemplo de la prosa y del sentir de Doctorow, cuyas miniaturas americanas componen en este libro un heterogéneo y tumultuoso, y a la vez silencioso y solitario, compendio de vida contemporánea, vida menor que dibuja el contorno de las grandes cosas.

martes, 3 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 197

EL ALMA DE LAS MARIONETAS, DE JOHN GRAY

En 1988 Jorge Riechmann tradujo para la editorial Hiperión unos textos de Heinrich von Kleist desconocidos en su mayoría para los lectores en castellano: bajo el título de Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, se reunieron diversos escritos que contenían lo esencial de la poética de este autor de vida breve, soldado prusiano de los ejércitos que combatieron a Napoleón, inspirador de revistas sin éxito y autor dramático que nunca vio sus obras en el escenario, y que se suicidó en 1811, a la edad de treinta y cuatro años.

A Kleist, hombre de la Ilustración, amante de la cultura como único medio para el conocimiento de la verdad, le torció la vida el naciente Romanticismo y en especial la lectura de la obra de Kant, que todo lo relativizó y que hizo necesaria la acuñación de un nuevo término para explicar el desamparo y la impotencia ante las cosas: el nihilismo. “No podemos decidir”, escribió Kleist, “si lo que llamamos verdad es ciertamente la verdad o si sólo es algo que así nos parece. Si lo último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una virtud que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde que entró en mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso por mi habitación, me senté inactivo junto a la ventana abierta y salí a caminar sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de distraerme… Y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma en ese tumulto exterior y al que le daba vueltas con una angustia ardiente era este: tu única meta, tu meta suprema, se ha desvanecido”.

El texto principal del libro al que nos referíamos más arriba, el ensayo Sobre el teatro de marionetas, es el producto genial, inspirador, de uno de esos paseos sin rumbo. En el invierno de 1801, el poeta se encuentra en un parque con un hombre que resulta ser el primer bailarín de la Ópera de la ciudad. Tras entablar conversación, Kleist descubre con sorpresa el gusto del bailarín por el modesto teatro de marionetas que se ha instalado en la plaza del mercado, el cual ofrece al público pequeñas y sencillas farsas, seguramente indignas de un espectador cultivado. Al otro, sin embargo, esas pantomimas le complacen, y le da a entender que un bailarín deseoso de mejorar su formación podría aprender mucho de ellas. El arte del titiritero, le dice, no es sólo una habilidad mecánica dirigida a crear una ilusión por medio de los hilos que maneja, sino que requiere igualmente una sensibilidad cuyo propósito no es otro que el de revelar “el recorrido del alma del bailarín”. Así pues, también el titiritero baila, desafía a la gravedad, libera un potencial de inocencia, divino, que estaba escondido. La contemplación de la “gracia” de una marioneta, de un adolescente o de un animal es lo más cerca que podemos estar de la verdad, lo que resulta tanto más difícil cuanto que esa gracia es natural e irrepresentable, y por tanto no puede reproducirse por medios mecánicos. Estos muñecos y estos seres que a diferencia de nosotros no han comido del Árbol del Conocimiento poseen la sencillez, la pureza y la ausencia de afectación de las que carece el hombre, “para quien el paraíso está cerrado con siete llaves”. Por eso “la gracia se presenta sólo cuando el conocimiento ha pasado por el infinito, de manera que se manifiesta con la máxima pureza al mismo tiempo en la estructura corporal humana que carece de toda inocencia y en la que posee una conciencia infinita, esto es, en el títere y en el dios”. Tras escuchar estas palabras, Kleist pregunta si, según eso, el hombre debe acaso volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia. A lo que su interlocutor replica: “Sin duda. Ése es el último capítulo de la historia del mundo”.

Esta historia del mundo, que todavía no ha terminado, es la de nuestra modernidad, causa del desasosiego que a Kleist le empujó a las calles y las plazas donde ponían sus teatrillos los titiriteros. El cuento de Kleist, dirigido triplemente al arte, a la ciencia y a la filosofía, ha dado lugar a no pocas reflexiones desde que se publicó en 1810, la última de las cuales ha sido obra de John Gray, filósofo y politólogo británico del que la editorial Sexto Piso ha publicado El alma de las marionetas. Un breve estudio sobre la libertad del ser humano.

John Gray es profesor en la London School of Economics y colaborador habitual de The Guardian. En 1998 publicó el ensayo Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, libro que tuvo gran eco en los países anglosajones y al que siguió en 2003 Perros de paja, en el que se dedicó a desmontar los mitos “religiosos” del humanismo y el antropocentrismo, y en cuyas páginas describió a la humana como una especie voraz consagrada a devastar toda forma de vida natural. No menos influyente es su libro Misa negra, crítica de un concepto de progreso caracterizado por su autor como otro de los mitos que tiene su origen en las ideas apocalípticas de los primeros cristianos, que se perpetuó en la Edad Media y que, tras dar como resultado los totalitarismos del siglo XX, se manifiesta ahora en los principios que rigen los llamados “estados democráticos”, y en especial en la guerra contra el terrorismo y en la guerra de Irak.

El profesor de la Universidad Nacional de Colombia Luis Eduardo Hoyos escribió hace algunos años, cuestionando que el del atormentado Kleist fuera un “suicidio filosófico”, que si él se apropió de forma tan dramática de la filosofía kantiana, tendríamos que esperar que también hubiera sabido concluir de ella que “tiene que volver a nosotros la conciencia de la libertad”.* Cierto es que si una mente sensible puede interiorizar tan trágicamente el pensamiento kantiano, también puede reaccionar con vértigo y hasta con horror a la expectativa misma de la libertad, cosa que no hace más fácil la vida, a lo que Hoyos añade enseguida: “Pero la hace posible”. Esta posibilidad es el punto de partida del estudio de Gray, para quien a la inversa de como podría creerse apresuradamente la libertad realmente practicable no es la que llegará cuando dejemos de ser marionetas, sino la que, porque no somos marionetas, es posible de acuerdo con nuestra naturaleza. El que nos ocupa es un titiritero interior que habita nuestra propia conciencia, y que nos hace sentir la falta de libertad por medio de hilos que nos mueven y que son manejados por nuestra historia y nuestras ideas. Sin embargo, según Gray, “nada impide que podamos eludir las barreras que determinan nuestros actos en el mundo”.

Al repasar diversas concepciones de la libertad humana, desde la formulada por los gnósticos hasta la de los nuevos milenaristas, Gray concluye que estas propuestas “liberadoras” que en algún momento deberían dar lugar al comienzo de una nueva era de libertad humana y de plenitud no son en realidad sino las principales ataduras del hombre moderno. Es, pues, la lucha sin esperanza que nos lleva a depositar vanas ilusiones en el progreso del conocimiento intelectual y de la razón la fantasía que nos convierte en marionetas ignorantes de sus propios condicionantes inconscientes y biológicos, los cuales constituyen las líneas que demarcan la libertad posible, y con las que, en consecuencia, estamos obligados a convivir. El problema que nos plantea esta limitación de nuestro libre albedrío no es la limitación propiamente dicha, sino el hecho de que hayamos decidido desconocerla para poner todas nuestras expectativas en grandes construcciones intelectuales y en el progreso de las mismas. La frustración inherente a esas expectativas nunca cumplidas sería, según nuestro autor, la causa de la desmoralización y los miedos que aquejan al conjunto social, y el vivero de los fundamentalismos seculares en los que bebe el capitalismo a la deriva. Pues el ser humano, escribe Gray, “es el único de los animales que recurre a la violencia para sofocar el vacío interno”, vacío que tiene la propiedad de reducir al hombre a “una lucha contra la falta de sentido en su vida, y a matar y morir en aras de creencias sin sentido. En tiempos modernos”, añade, “el mayor de estos absurdos consiste en la idea de una nueva humanidad”.

Afirma nuestro autor que si los seres pensantes en que nos hemos convertido, tras probar el fruto del Árbol del Conocimiento, no somos capaces de aunar visiones divergentes, sí podemos, en cambio, volvernos conscientes de ellas y decidir qué hacer. A la sensación de hallarnos ante un impasse en nuestra capacidad para entender el mundo e intervenir en él, hay, según nuestro autor, que contraponer “orden en el caos que parece regir el progreso, y tal vez así demos inicio a la siguiente fase de transformación individual y colectiva”. En tal empeño conviene saber que las ideas no eliminan los obstáculos ni dan alas para sobrevolarlos, pero sí otorgan elementos que permiten anular su carácter de obstáculos. Porque no son volatineros ni seres ingrávidos, los hombres deben ser conscientes de lo infructuoso de su desafío a la gravedad, concluye Gray, porque, “al no pretender ya ascender a los cielos, quizá encuentren la libertad cayendo a tierra”.

Las propuestas contenidas en El alma de las marionetas conjugan originalidad y erudición, y, como el cuento de Kleist, terminan por componer una visión del mundo y de la humanidad que huye por igual de las grandes construcciones filosóficas y de la moderna biología escolástica que desde hace tiempo viene estableciendo los límites del análisis científico. Es un libro poético por el que desfilan Giacomo Leopardi, Stanislaw Lem, Mary Shelley, Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, y, como libro poético, queda abierto a lecturas múltiples y a inesperadas sugerencias. Pues sucede que Gray, crítico tenaz de los mitos edificantes de la razón y el progreso humano, viene a ser un tardío y raro ejemplar de ese oscuro Romanticismo al que sucumbió Kleist. Lo que nos sugiere el autor es que aquello que escapó a la comprensión del poeta alemán, el hecho problemático de que lo singularmente humano es el conflicto interno, puede también ser fuente liberadora de autoconciencia y creatividad. O, como escribió Albert Camus: “que si hay un pecado contra la vida, tal vez este no consista tanto en la desesperación ante la vida que tenemos como en la esperanza de otra, y en eludir la grandeza implacable de esta vida”.
_________________

* Ideas y valores, vol. LX, nº 146, Bogotá, 2011