miércoles, 25 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 9


EICHENDORFF


La capital aportación que la literatura hizo a la música romántica alemana entre 1805 y 1808, cuando Achim von Armin y Clemens von Brentano, con la colaboración episódica de Eichendorff, recopilaron los textos de Des Knaben Wunderhorn, iba a unirse a la (quizá aún más importante) que el propio Eichendorff hizo en su calidad de cantor de la naturaleza. Su obra, escrita en su mayor parte en la atmósfera de la Restauración, se inscribe en el empeño de construcción teórica y práctica, y aunque fuese de manera tardía, de un romanticismo de carácter nacional (que en el caso de Eichendorff iba a adquirir un sesgo fuertemente católico) inspirado por igual en lo popular y en una concepción del mundo, en especial de la religión y de la autoridad, que procedía del barroco.

Joseph Karl Benedikt von Eichendorff nació en 1788 en el castillo que su familia poseía en Lubowitz, cerca de Ratibor, en Silesia. Tras cursar estudios de Derecho y filosofía en Halle y Heidelberg, se trasladó a Viena (donde conoció a Friedrich y Dorothea Schlegel) y más tarde a Berlín. Alistado en 1813 en el ejército prusiano, que le concedió el grado de teniente, combatió a los ocupantes franceses, siendo gratificado al acabar la guerra con diversas sinecuras que le permitieron consagrarse a la actividad literaria. Ya antes de la guerra había escrito el relato Die Zauberei im Herbste (Magia otoñal), aunque realmente no se daría a conocer hasta la publicación en 1815 de la novela, escrita cinco años antes, Ahnung und Gegenwart (Presentimiento y presente), en la que, siguiendo los pasos de Goethe y su Wilhelm Meister, describió un mundo de nobles sentimientos, viajes y amoríos, todo ello ambientado en la época anterior a la insurrección antinapoleónica. Pero la primera obra que daría una duradera fama a Eichendorff fue Das Marmorbild (La estatua de mármol), que se publicó en 1819 en el Frauentaschenbuch (El almanaque de las damas), que dirigía el barón de la Motte-Fouqué.

La estatua de mármol incorporaba ya uno de los ingredientes principales del romanticismo acerca del que teorizó Friedrich Schlegel, y que él mismo se ocupó en divulgar junto a su hermano August Wilhelm desde la revista Athenáum: el barroco, y especialmente la obra de Calderón. El concepto que los Schlegel tenían del barroco, que habría de ejercer gran influencia sobre buen número de autores, desde Tieck hasta los hermanos Grimm, presentaba al romanticismo como un movimiento literario esencialmente cristiano que, partiendo de la Edad Media, habría alcanzado su apogeo en el Siglo de Oro español. No es raro, pues, que por esos años se hicieran abundantes traducciones al alemán (algunas de ellas del propio Eichendorff) de obras de Calderón, Cervantes y Lope de Vega. Esta fascinación por el barroco español, que aún compartiría Grillparzer, y que incluso llegaría hasta Hofmannsthal, hizo que los literatos de la época (entre los que no faltaron las conversiones al catolicismo) poblaran sus páginas con misteriosas voces de ultratumba, héroes sobre los que pesaba una idea del destino como necesidad religiosa y existencias abocadas por fuerzas ocultas y superiores a una conclusión moral. Pero junto a la obvia carga de misticismo de tales ideas, que iba a dar lugar a la obra de Novalis, el romanticismo alemán entrañaba un segundo ingrediente que le confirió un aire de ligereza y de serenidad de espíritu que encontró su máximo cultivador en Eichendorff: el amor a la naturaleza.

A la manera de Lope de Vega, que tenía afición a insertar en sus comedias tonadas que imitaban a los romances medievales, y que en algunos casos llegaron a ser tan populares como estos, Eichendorff adornó sus novelas con canciones que, por su forma y contenido, se confundían con las de origen popular recopiladas en Des Knaben Wunderhorn. Muchas de ellas, más tarde puestas en música, participan de aquellos “sentimientos placenteros al llegar al campo” que Beethoven había expresado musicalmente en 1808 en su sinfonía “Pastoral”. Así, en la obra más célebre y reeditada de Eichendorff, Aus dem Leben eines Taugenichts (Escenas de la vida de un tunante), de 1826, la carga moralizante queda en muchos momentos eclipsada por la relación ingenua y gozosa que su protagonista establece con la vida. Éste, un joven que decide abandonar su pequeña aldea para recorrer mundo, y que lleva como único equipaje un violín del que se sirve con frecuencia en las situaciones más dispares, resulta sentir una atracción irresistible por las praderas, en las que suele dormir, y por los árboles, a los que se encarama con cualquier pretexto. En medio, las andanzas del héroe permiten al autor describir las sencillas fiestas campesinas, en oposición a la existencia rígida e inaccesible de la nobleza. Entre los compositores que durante todo el siglo XIX se sintieron atraidos por la poesía y por la visión de la naturaleza de Eichendorff figuran Robert Schumann, Felix Mendelssohn y Hugo Wolf. Sin embargo, las dos obras hoy más célebres sobre textos de Eichendorff fueron compuestas en el siglo XX.

En 1921 Hans Pfitzner compuso la cantata Von deutscher Seele (Del alma alemana), que sería estrenada al año siguiente en la Philharmonie de Berlín. Dividida en dos partes, Mensch und Natur (Hombre y Naturaleza) y Leben und Singen (Vida y canción), se trata de una partitura monumental para solistas, coros, orquesta y órgano. El subtítulo de “cantata romántica” no es gratuito, y no alude sólo al texto de Eichendorff y al espíritu del mismo, sino también a la música. Es sabido que Pfitzner vino a ser en el panorama de su época el máximo representante de la reacción tradicionalista frente a las innovaciones de Busoni y, más tarde, de Schoenberg. Sin embargo, ni ese carácter conservador, ni su aparente colaboracionismo con los nacionalsocialistas explica de manera convincente el semiolvido en que hoy se encuentra su abundante producción, que incluye, además de la todavía hoy representada Palestrina (1917), otras cuatro óperas, además de la cantata Das dunkle Reich (El reino oscuro), a lo que habría que añadir varias obras sinfónicas y de cámara y un corpus liederístico que es de lo mejor en este género del siglo pasado.

Pero la fama musical de Eichendorff reside hoy en un solo poema. En 1946, trasladado a Suiza, cayó en manos de Richard Strauss Im Abendrot (En el crepúsculo), sobre el que escribió una música para soprano y orquesta que dedicó a su esposa, la soprano Pauline de Ahna. La pieza ya estaba concluida cuando, en 1948, en Montreux, Strauss decidió poner música a tres poemas de Hermann Hesse: Frühling (Primavera), Beim Schlafengehen (Al ir a dormir) y September (Septiembre). Unos meses más tarde Strauss moría en la localidad bávara de Garmisch Partenkirchen, sin haber escuchado estos cuatro últimos lieder. Más tarde, al editor londinense de Strauss, Ernst Roth, se le ocurrió que las cuatro piezas podían formar un ciclo unitario, y tal opinión se vio confirmada por el éxito obtenido el día de su estreno en Londres, en mayo de 1950, por Kirsten Flagstad y la orquesta Philharmonia, bajo la dirección de Wilhelm Furtwängler.

Un buen término para una vida musical y para toda una corriente romántica que había empezado a dar sus frutos un siglo y medio antes. Eichendorff había muerto en 1857, siendo considerado desde entonces como el creador literario del paisaje romántico alemán, un paisaje que descubre la paz interior del sentimiento cristiano, para el que lo temporal es sólo manifestación sublime de lo eterno. En ese paisaje, también el adiós a la vida llega amigable y serenamente, como una parte más de la naturaleza sumergida en lo divino. Así, Im Abendrot concluye: “¡Oh paz inmensa, tranquila! / ¡Tan profunda al crepúsculo! / Qué cansados estamos de vagar. / ¿No será esto la muerte?”













Im Abendrot.

Kirsten Flagstad – Georges Sebastian (1952)



Lisa della Casa – Karl Böhm (1958)



Elisabeth Schwarzkopf – George Szell (1964)

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