miércoles, 22 de diciembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 15


BECKET, UNA FÁBULA

Hubo un tiempo en el que la novela de tema histórico se constituyó en extraordinaria novedad a la que desde el principio acompañó el éxito y cuya influencia se extendió a otros géneros, incorporándose a lo que habría de ser la novela moderna. Walter Scott acertó a combinar cierta atmósfera romántica, impregnada de la nostalgia de los tiempos caballerescos, con emocionantes intrigas en las que aparecían bandidos amables, elixires venenosos, pasiones y venganzas. Otros autores siguieron el modelo de Scott y lo perfeccionaron, llegando a crear un verdadero arquetipo de amistad y generosidad, encarnado en un trío de mosqueteros, o de sed insaciable de poder, envuelto este último en un malvado refinamiento y vestido con ropajes de cardenal. No sabemos si hubo en realidad mosqueteros tan bondadosos como los de Alejandro Dumas, ni si Richelieu era tan perverso como él lo imaginó, pero esto ya poco importa, pues los personajes de ficción han llegado a ser para nosotros más reales que los personajes históricos, de los que a menudo sólo conservamos el vago recuerdo de unos datos enciclopédicos y alguna losa sepulcral en el sombrío claustro de una iglesia. Desde entonces, casi todo lo que se ha hecho (y se hace) en el género de la novela histórica es burda imitación.
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Un palacio del siglo XIII en West Tarring, a las afueras de Worthing, en un modesto barrio que los lugareños llaman todavía “Thomas a Becket”, junto a una placa conmemorativa en el atrio de la catedral de Canterbury, lugar donde fue asesinado por orden del rey, parecería constituir hoy toda la memoria en piedra que se conserva de Thomas Becket, canciller de Inglaterra, arzobispo y santo, cuya festividad conmemoran el 29 de diciembre las iglesias anglicana y romana. Por suerte, no toda la memoria es de piedra, y el personaje en cuestión ha tenido una fecunda vida ulterior gracias al drama de T. S. Eliot Asesinato en la catedral, al que siguieron la obra de Jean Anouilh Becket o el honor de Dios (de la que Peter Glenville realizó una versión cinematográfica en 1964), una ópera de Ildebrando Pizzetti y la moderna recreación que de su vida y muerte ha hecho el incansable Ken Follet en Los pilares de la Tierra. A decir verdad, ignoramos cuánto nos queda por conocer de los signos que del paso de Becket quedaron dispersos por el mundo, y descubrimientos recientes nos han hecho saber que su fama llegó prontamente a España, en concreto a Soria, ciudad que en virtud de su matrimonio con Alfonso VIII pasó a ser propiedad de Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II, la cual, devota como era del ya por entonces santo, no obstante haber sido su padre el instigador de su muerte, ordenó que ésta se representara en un fresco de la parroquia de San Nicolás y, según parece, también en un relieve escultórico de la iglesia de San Miguel de Almazán. A todo lo dicho hay que añadir la novela de un autor para nosotros apenas conocido y mayormente olvidado, excepto en su patria natal, autor que sin embargo elevó el género de la novela histórica a una categoría que probablemente no alcanzó antes y que con seguridad no ha alcanzado después: el suizo Conrad Ferdinand Meyer, autor de Der Heilige (El santo), que ofrece una perspectiva totalmente original de Thomas Becket, alejada por igual de lo que de él nos cuentan los estudios históricos, los tratados de intención hagiográfica y los libros piadosos.
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Meyer (1825-1898) fue casi exacto coetáneo del también suizo Gottfried Keller, el autor de esa obra monumental e inexplicablemente casi ignota que se llama Enrique el Verde, que en su versión española tiene en común con El santo la traductora y la editorial: Isabel Hernández y Espasa Calpe. Nuestro Meyer fue poeta y un prolífico autor de novelas históricas, de las que sólo la que comentamos aquí (cosas de nuestro mundillo editorial) ha sido traducida al castellano.
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La biografía de Becket, como la de todos los santos, ha sido muy discutida e incluso ahora no carece de pasajes oscuros. Nació con seguridad en Londres en 1118, miembro de una próspera familia de origen normando, dato éste no del todo insignificante, ya que normando era también Enrique II, fundador de la dinastía de los Plantagenet, y como normandos eran los que por entonces imponían su voluntad sobre el territorio inglés. Según afirma el narrador de la novela, un viejo ballestero que conoció personalmente a los protagonistas de la tragedia, y que además estuvo presente en el asesinato de Becket, Gilbert, el padre de éste, joven y hábil mercader, había hecho fortuna comerciando en Oriente, pues no hay que olvidar el estrecho contacto, no sólo de carácter comercial, que los normandos tenían con el emperador de Bizancio. En una de sus expediciones comerciales, el hombre fue apresado por una tribu nómada y más tarde, hallándose en grave peligro de muerte, liberado furtivamente por la hija del cabecilla, con la que, cabe suponer, había mantenido ciertas relaciones durante su cautiverio. De vuelta en Londres, Gilbert siguió prosperando y se olvidó por completo de los padecimientos y placeres de su captura y de la persona que lo liberó. No por mucho tiempo, ya que tal persona, que entretanto había sido repudiada por su padre, fue llevada por el amor al normando hasta el mismo Londres, donde finalmente lo encontró tras larga y desesperada búsqueda. Esta admirable mujer, cuyo nombre original desconocemos, se convirtió al catolicismo, adoptó el nombre de Grazia, o Grace, y contrajo matrimonio con Gilbert a finales de 1117. Poco menos de un año después daba a luz a su primogénito: Thomas Becket.
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Antes de profesar las órdenes religiosas, e inspirado por su sangre materna, el joven Thomas se embarcó para visitar el califato de Córdoba, donde practicó la astrología y las ciencias ocultas, pues según un viejo relato hispano-árabe “un joven extranjero llegó procedente de una isla situada al norte y se ganó el favor del califa gracias al embrujo de su figura y sus palabras, y a su maestría en el juego del ajedrez”. Parece ser que, ya convertido en todopoderoso canciller de Inglaterra, y todavía después, como arzobispo de Canterbury, nunca abandonó del todo sus creencias musulmanas ni renegó de su origen sarraceno, lo que naturalmente dio argumentos a sus enemigos en la corte y alimentó las conspiraciones contra él. Su refinamiento, la elegancia de sus modales y su amplia cultura constrastaban poderosamente con la rudeza del rey, quien en modo alguno podía prescindir de las habilidades diplomáticas de su canciller, todo lo cual contribuía a hacerle aún más odioso a los ojos de los nobles normandos.
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Pero un episodio funesto vino a perturbar la relación entre el canciller y su rey. Éste, como es bien sabido, era un incorregible seductor, lo que ya le había ocasionado más de un grave conflicto con su esposa, Leonor de Aquitania, con la que tenía otros importantes intereses además de los conyugales, pues ella había aportado al matrimonio los feudos de Aquitania y Gascuña, entre otros. Y es que el rey, en una de sus cacerías, había tropezado por casualidad con un coqueto palacio erigido en lo profundo del bosque, y en el que algún personaje de elevada alcurnia mantenía oculta a la doncella más hermosa de Inglaterra, la cual lucía curiosamente unos rasgos moriscos y una larga cabellera negra. En su apartado retiro había recibido además una educación exquisita, guiada sin duda por la mano de algún sabio o tal vez de un brujo, como buenamente pudo fantasear la mente supersticiosa de un rey de la época. Que Enrique II cayera rendido ante las magnificencias de la joven no es cosa de la que haya que sorprenderse, como tampoco de que ella, que se llamaba Gracia, no fuera sino la hija de su canciller, fruto de los amores de éste con una mora cordobesa, la cual murió en el parto. En lo sucesivo el rey visitó regularmente a Gracia, siempre a escondidas y temeroso de los espías de la reina, que ya habían dado muerte a alguna de sus amantes. Por tal motivo, se hizo indispensable urdir un plan de fuga, episodio que tuvo que verificarse con nocturnidad y hallándose el palacio asediado por los hombres de la reina, pero que acabó en desastre: una flecha atravesó el corazón de Gracia, que murió en los brazos del ballestero real a quien su señor había encomendado la salvación de la joven. El mismo ballestero, por cierto, que narra en primera persona toda la historia en la novela de Meyer.
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El resto de la historia es conocido; se encuentra en las enciclopedias y en los libros de devoción. Años después Becket fue designado por el rey arzobispo de Canterbury, persuadido de que su ex canciller le respaldaría en sus conflictos con la Iglesia de Roma. Muy al contrario, Becket experimentó una incomprensible transformación, dejó de ser el diestro diplomático y el hombre de refinadas costumbres, amante de la buena mesa, el arte y los placeres; y se convirtió de pronto en un asceta que tuvo la osadía de soliviantar con su oratoria a los oprimidos sajones, los cuales amenazaron con rebelarse contra el rey. Por si fuera poco, se exilió a Borgoña, donde recibió la protección del papa y del rey de Francia. Una aparente reconciliación con Enrique II le permitió regresar a Inglaterra y a su puesto en la catedral de Canterbury, pero su obstinada conducta en contra de los intereses del rey acabó por precipitar su fin: fue asesinado por cuatro nobles normandos en la misma catedral, el 29 de diciembre de 1170, mientras asistía al oficio de vísperas. En contra de los usos de la Iglesia, fue canonizado sólo tres años más tarde.
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Meyer, a través del ballestero que narra la historia, deja traslucir la opinión de que el cambio radical de actitud de Becket con respecto al rey fue producto del secreto rencor que guardaba hacia él desde la muerte de su hija Gracia, el cual habría venido a ser como esos sordos resentimientos que se alimentan durante décadas en la intimidad, lo que suele expresarse con el dicho popular de que “la venganza se sirve fría”. En cualquier caso, más allá de las peripecias que se describen en El santo, la novela resulta inolvidable por contener una tan bella como terrible historia de amistad, así como la descripción de una vida (la de Becket) que es en sí misma una novela, novela de aventuras, sí, pero también realista, y cargada de una conmovedora profundidad psicológica. A lo que hay que añadir la sorprendente audacia de un escritor del siglo XIX que presenta a un santo de la Iglesia católica como filósofo escéptico y sarraceno camuflado, capaz al mismo tiempo de un amor ilimitado hacia su hija, para él el último reducto de pureza que quedaba en su vida corrompida de la corte, y del mayor odio hacia la persona de su amigo y señor. Qué hay de verdad en la fábula que nos cuenta Meyer es algo que permanece a oscuras y a la libre elección del fascinado lector.
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El 21 de diciembre se celebró en Copenhague un concierto de Navidad organizado por la Radio Danesa. Con el título La Navidad en el mundo, el programa incluía villancicos y fragmentos de El Mesías de Handel, pero en una versión muy especial, ya que los promotores del concierto quisieron aprovechar el carácter festivo del acontecimiento con una fusión entre la cultura occidental y la árabe. Ulla Munch dirigió el DR VokalEnsemble, acompañado por la Middle East Peace Orchestra. Intervino como solista la cantante egipcia Fatma Zidan y todo el tinglado fue dirigido por Henrik Goldschmidt, oboísta de la Real Orquesta de Dinamarca y fundador de la Middle East Peace Orchestra, que está formada por músicos de Israel, Palestina, Jordania, Líbano, Egipto, Irak, Siria y Escandinavia. El sorprendente resultado de este experimental Mesías árabe puede escucharse ahora íntegramente: aquí la primera parte; y aquí, la segunda.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 14

EL VIAJERO NOCTURNO
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La leyenda del rey Cophetua se pierde en la larga y brumosa noche de los tiempos heroicos, cuando en la ya entonces vieja Inglaterra convivían difícilmente sajones y normandos, menesterosos y desarraigados aquéllos y orgullosos dominadores estos, unos y otros enfrascados en conflictos seculares que sirvieron de escenario, entre otros episodios históricos, a la muerte de Tomás Becket. Hoy la leyenda sajona del rey Cophetua nos sería desconocida si Shakespare no hubiera tenido a bien mencionarla en sus Romeo y Julieta, Trabajos de amor perdidos y Enrique IV, lo que a su vez dio pie a un poema de Tennyson y a un célebre cuadro de Edward Burne-Jones, el cual reproduce a la manera prerrafaelita la escena que es centro y motivo de la fábula: el rey aparece con su atuendo de guerra y la empuñadura de su espada apoyada en el pecho, sosteniendo la corona y sentado mansamente a los pies de una doncella descalza, hierática y misteriosa, la cual no mira al rey, sino al espectador, privilegiado y fugaz testigo de lo que acontece en lo que bien puede ser un aposento real. Otros pintores que trataron el tema, como Blair Leighton, situaron directamente el episodio en el salón del trono, y presentaron al rey de rodillas y ofreciendo ostensiblemente la corona a la mendiga, pues mendiga en efecto es esta mujer sin nombre a la que el rey Cophetua encontró casualmente y a la que en el acto, perdidamente enamorado, ofreció su reino.
.El asunto tiene todas las trazas que son propias de los mitos, en especial esa capacidad de sugerencia que permite fantasear y jugar con sus posibles lecturas, es decir, para llevar a efecto lo que en el arte de la música recibió hace siglos el muy noble nombre de “variación”. Así, no es de extrañar que el viejo cuento sajón despertara el interés de Julien Gracq, cuyas obras son en su totalidad variaciones sobre temas míticos y cuyo tono, desde la estructura que da a las mismas hasta la construcción de cada una de sus frases, participa de esas cualidades de misterio, ensoñación y oscuridad. Pues se diría que en las novelas de Gracq todo es mito, y los hechos que nos narra discurren en una dimensión que no es la realidad misma, sino en un lugar más profundo, el lugar de una “vida abisal”, como bien dice Jesús Ferrero en el prólogo de la novelita a la que nos referimos, un no lugar más bien en el que las cosas adquieren significados imprevistos, y, sobre todo, en el que nada es gratuito ni ocurre porque sí, ya que si de algo carece la literatura de Gracq es de una sola frase insignificante o banal.
.Y la llamo novelita por su dimensión, ya que no alcanza las cien páginas, lo que no impide que en tan breve espacio el autor nos comunique todo un mundo y toda una manera de ver el mundo, en especial sus dos misterios esenciales, que no son otros que el amor y la muerte. Por lo demás, su argumento es muy sencillo, y si no fuera por el título y por la descripción que se hace de un cuadro, apenas nos daríamos cuenta de que nos hallamos ante una variación de la leyenda del rey Cophetua.
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Gracq ha situado su historia en un período que le marcó de manera personal y al que de un modo u otro aluden todas sus narraciones: la guerra mundial, aquí, en concreto, la primera, que a la manera de lo que sucede en su novela Los ojos del bosque (ambientada sin embargo en la segunda) no viene a ser sino el escenario, la atmósfera, pero una atmósfera que se ha adueñado de los personajes y de sus almas, así como de la búsqueda interior que constituye el tema principal, el eje vertebrador de su obra. Aquí, un soldado que carece de nombre evoca la noche de Todos los Santos de 1917. Ese día él ha partido de París para encontrarse con su viejo amigo Nueil, aviador y compositor, el cual le espera en su casa de campo de Braye-la-Forêt, casa que se encuentra al borde mismo del bosque, y en la que durante toda la noche oirá el lejano cañoneo de la artillería. Su amigo no está en la casa, y le recibe una mujer también sin nombre con la que apenas intercambiará unas pocas palabras, cuyo rostro, a causa de la oscuridad reinante, no verá nunca con claridad y a la que él, un poco libremente, atribuye el papel de criada-amante de su amigo. Éste no vendrá, y el relato se constituirá así en su parte central en uno de los asuntos predilectos de Gracq, ya explorado magistralmente en su novela El Mar de las Sirtes: la espera. Pero en una espera que aquí tendrá finalmente su consumación, que, no podía ser de otra manera, ocurrirá en silencio y oscuramente.
.Quizá esa misteriosa relación entre el entorno bélico, aislado, tenebroso, y el universo sensitivo de los personajes no sea otra cosa que lo que en otro tiempo, y todavía en época de Gracq, se llamó “surrealismo”, un surrealismo que no estaba exento de carga política (Gracq militó en el Partido Comunista) y del que también forman parte el simbolismo de un Maurice Maeterlinck y el Romanticismo de estirpe alemana, tan proclive él a las sombras, los silencios, la noche y la niebla. Nada más apropiado que el hecho de que El rey Cophetua haya sido publicada por Nocturna Ediciones, en una cuidada edición que incluye el citado prólogo de Jesús Ferrero y cuya traducción, tarea nada fácil tratándose de la prosa de Gracq, ha corrido a cargo de Julià de Jòdar. Y es que todavía hay tesoros del pasado siglo que están por traducir y descubrir, no sólo por los lectores, sino también por los autores ávidos de buena literatura que quizá, quién sabe, tras la lectura de este libro conciban la idea de añadir una nueva variación a la ya rica saga del rey Cophetua.
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King Cophetua and the Beggar Maid (Edward Burne-Jones)
Según la tradición, Cophetua fue un rey africano que desdeñaba a las mujeres y era inmune al amor, hasta que un día fue seducido por los encantos de una joven mendiga a la que convirtió en reina. Para la composición de su cuadro, Burne-Jones se inspiró en dos fuentes: la balada isabelina de Richard Johnson A Song of a Beggar and a King, de 1612, y el poema de Tennyson The Beggar Maid. Las anémonas en la mano de la doncella son símbolo del amor, mientras que los personajes representan al propio pintor y a su esposa, Georgiana. Burne-Jones comenzó a trabajar en el cuadro hacia 1861 y lo acabó veinte años más tarde. En una ocasión escribió: "Trabajo todos los días en Cophetua y su mendiga. Me atormentan todos los días. Nunca sabré cómo pintarlos. Ninguna obra anterior me ayuda, pues cada nueva imagen es un rompecabezas nuevo y me pierdo y estoy desconcertado, pero todo es como era al comienzo. O me mato o Cophetua mirará como un rey y la mendiga como una reina, como el rey y la reina que deberían ser." Finalmente la pintura se exhibió en 1884 en la Grosvenor Gallery de Londres, y desde entonces se ha convertido en una de sus obras más populares.
No he encontrado la balada de Richard Johnson, pero en su lugar puede escucharse aquí la célebre Flow my tears de John Dowland, interpretada por Andreas Scholl

viernes, 22 de octubre de 2010

LECTURA POSIBLE /13


SATIE, EL MAMÍFERO

Cuesta imaginar en esta turbia época lo que pudo ser el ambiente de libre creación, y de asilvestrado florecimiento de novedades, que fue la vanguardia. Hace un siglo de ello, y sin embargo nos sigue fascinando la modernidad, la audacia y la libertad que, proyectadas en todas direcciones, coincidieron en ese período por lo demás breve, período de delicada inocencia infantil que sufrió ya un revés al tropezarse con la perversidad adulta de la Gran Guerra, y que pereció completamente con la llegada de los bárbaros al poder, pocos años después. Hoy el arte y lo que de utópico hay en los colgajos e hilachas de las ideologías sigue alimentándose de ese tiempo en el que Matisse y Vlaminck descubrieron el arte africano, Debussy el gamelán de Java y Bali, y en el que la exuberancia de nuevas formas en la expresión artística requirió improvisar un nuevo léxico del que todavía nos servimos: expresionismo, fauvismo, surrealismo. Y, no obstante, seguimos sin comprender muy bien qué fue la vanguardia, más allá del hecho de que fue favorecida por un cúmulo de avances tecnológicos (la fotografía, el cine, el automóvil), coetáneos de los que se operaron en otros ámbitos de la ciencia (el psicoanálisis), y por unos años en los que la atormentada Europa gozó de paz y de cierta prosperidad económica. Posiblemente, si hay alguien que ilustre por sí mismo, por su vida y obra, lo que fue la vanguardia, ese alguien sea Erik Satie.

Erik, con k, ya que este músico y poeta que nació “muy joven” en Honfleur siempre se sintió orgulloso de su ascendencia vikinga y de su terruño, al que dedicó una de sus primeras composiciones juveniles, Ma Normandie. Pero decir de él que fue sólo músico y poeta es empobrecer de entrada la imagen, pálida de todas formas, que hoy podemos tener de Satie, de quien Man Ray dijo que fue “el único músico con ojos”, que además tuvo a bien inventar “la música de mobiliario”, concebida para que nadie la escuchara, y que desplegó en toda su actividad un humorismo plenamente original, desconocido antes y después de él en el ámbito que mayormente frecuentó, el de la música significativamente llamada “seria”.

Si hay que entender a Satie, y a la vanguardia, es preciso leer este comentario hecho por él acerca de su paso juvenil por el Conservatorio: “De niño entré en vuestras clases; mi espíritu estaba tan tierno que no supisteis entenderlo; y a pesar de mi extrema juventud y mi deliciosa agilidad, con vuestra ininteligencia me hicisteis detestar el grosero arte que enseñáis. Por vuestra dureza inexplicable, me hicisteis despreciaros hace tiempo”. Curiosamente, a la edad de cuarenta años, y casi veinte después de concluir su tortura académica, este hombre que para entonces ya era un compositor reconocido, al que sus colegas recriminaban no haber ampliado su formación, se inscribe en la Schola Cantorum para seguir las clases de contrapunto de Albert Roussel y las de orquestación de Vincent D’Indy: “Estaba harto de oírme reprochar una ignorancia que yo creía tener, en efecto, puesto que las personas competentes la señalaban en mis obras… Heme aquí, en 1908, con un documento que me concede el título de contrapuntista. Mi primera obra de este género es un coral y fuga a cuatro manos. Me han insultado mucho en mi pobre vida, pero nunca fui tan despreciado como ahora. ¿Qué he ido a hacer con D’Indy? ¡Antes había escrito unas cosas de un encanto tan profundo! Y ahora…, ¡qué lata!, ¡qué pesadez!”

El academicismo, el adscribirse a un movimiento repelía a Satie y de hecho, si se piensa bien, a la propia vanguardia, la cual no fue otra cosa que una suma de talentos individuales a la que los críticos de turno (tan mediocres ellos, tan devotos del orden) pusieron nombres. ¿Qué tienen en común Picasso, Braque o Gris, todos ellos amigos de Satie, salvo el hecho de que fueron afectados por deslumbramientos comunes y más o menos fugaces, los cuales dejaron en cada uno un poso único y a veces irreconocible? Y sin embargo hasta el propio Satie, el más reacio a todo tipo de escuelas o movimientos, se convirtió sin quererlo en el cabecilla honorífico de uno de ellos. En efecto, el Grupo de los Nuevos Jóvenes se forma en 1917 en torno a la persona de Satie, que había sido demandado judicialmente por un crítico musical que asisitó al estreno de su ballet Parade. “Señor, no es usted más que un culo, pero un culo sin música”, fue la respuesta del compositor a los aspavientos del crítico. Al grupo pertenecen Auric, Durey, Honegger y Tailleferre, pero Satie permanecerá en él menos de dos años, lo que hará que el grupo se disperse (más tarde sus colegas volverían a reunirse, y esta vez junto a Darius Milhaud y Francis Poulenc formarían el Grupo de los Seis).

Lo mejor que nos ha dejado Satie son sus composiciones para piano, que tanta influencia tuvieron sobre Ravel y por las que hoy se le recuerda. A veces el Arte que merece ser escrito así, con mayúscula, muestra una juguetona dependencia del azar, lo que ocurre en este caso, pues es posible que tales obras no se llegaran a escribir si Satie no hubiera conocido al pianista catalán Ricardo Viñes. Éste estaba considerado como el mejor intérprete de música moderna (entiéndase por moderno lo escrito por Debussy y lo que vino tras él). A Viñes dedica gran número de piezas breves que escapan a toda catalogación clásica, y que son producto de los años que Satie pasó tocando el piano en los cabarets y cafés de Montmartre. Las indicaciones que anota en estas obras, y que deberían guiar al intérprete, son por un lado una buena demostración del personal humorismo de Satie, y por otro del grado de complicidad que le unía a Viñes: “casi invisible”, “como un ruiseñor con dolor de muelas”, “con un profundo olvido del presente”, “con dos manos”, “con la cabeza”, “permanezca (poco) justo delante de usted”, etc. Con el tiempo estas partituras fueron cuidadosamente editadas por Satie, no ya sólo con indicaciones del mismo estilo, sino incluso con verdaderos poemas que, en el caso de Sports & Divertissements, fueron ilustrados con viñetas del dibujante y grabador Charles Martin:
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El Columpio

Es mi corazón el que así se columpia.
No le da vértigo.
Qué pequeños son sus pies.
¿Querrá volver a mi pecho?

Satie solía llevar encima un cuadernito en el que hacía anotaciones, algunas de las cuales eran publicadas más tarde en las revistas parisinas. Estas anotaciones aparecían siempre bajo el título de Cuadernos de un mamífero, y una recopilación de las mismas fue editada hace algunos años por Ornella Volta, directora de la Fundación Erik Satie (edición en castellano: Acantilado, 2006).

Siempre es saludable volver a Satie, no sólo a su música, sino también a su humor, que a veces también es triste, y a su literatura. Pero sobre todo a su música, la cual, por el carácter absolutamente independiente (o lo que es lo mismo: vanguardista) de su autor, parece venir siempre de más allá de la música, un lugar en el que las obras musicales tienen forma de pera y se tocan subiéndose el intérprete sobre sus dedos, o sin salirse de su sombra: “Sea usted decente, haga el favor. Un mono le mira”.

viernes, 1 de octubre de 2010

DISPARATES / 15


ECUADOR: DÍA 1

Hace poco hablaba aquí del bicentenario del fin de la dominación española que ahora se cumple en América del Sur. Al contrario que la naturaleza, la Historia nunca (tampoco en estos dos siglos) ha sido generosa con aquella región, de lo que ayer tuvimos un triste e inquietante recordatorio con motivo del golpe de estado contra el gobierno constitucional de Rafael Correa. Este joven economista pertenece a la nueva generación de líderes americanos decidida a pasar página, tarea de gran dificultad para la que él, como sus colegas en el continente, dispone de dos instrumentos que se caracterizan por la ambigüedad de su eficiencia en la vida práctica, en las circunstancias en que ésta, en América, puede desarrollarse: una elevada conciencia ética y social y el apoyo popular. Pues tales cosas, en efecto, pueden poseer tanta fuerza hoy como debilidad mañana, siempre en función de otros factores externos, económicos, geoestratégicos e incluso climáticos, que (estos sí) suelen expresarse con la mayor contundencia, arrasando por igual ideas bienintencionadas, proyectos de estado, movimientos sociales y ciudades enteras, como tantas veces hemos visto. En sus años de gobierno, el presidente Correa ha puesto en marcha la llamada Revolución Ciudadana, que ha permitido a Ecuador, país asolado por la miseria y la emigración, avanzar en el camino de la justicia social y en el cumplimiento de los objetivos del milenio, concebidos por la ONU como meta universal para 2015.
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Nada de lo que sucede en América del Sur puede entenderse sin la influencia de dos realidades que han actuado en la región sin descanso durante estos doscientos años: las oligarquías locales y los poderes (económicos, políticos y militares) asentados en Washington. Y tampoco lo sucedido ayer en Ecuador tiene explicación plausible fuera de ese contexto.
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No está de más recordar que estas oligarquías son herencia de la dominación española y del mestizaje de las distintas oleadas de colonos, bien entre sí o bien con sectores privilegiados de las poblaciones nativas. La burguesía criolla, tras la independencia, se encontró con la propiedad exclusiva de los inmensos latifundios en los que se plantaba caña de azúcar o café, productos destinados a la exportación que devengaban gigantescos beneficios para los terratenientes, mientras que las clases humildes que trabajaban en dichos campos permanecían en un estado no muy distinto a la esclavitud. Hoy es común que estas oligarquías, formadas por un puñado de familias, posean más del ochenta por ciento de la riqueza nacional de sus países, además de la mayor parte de las escasas empresas productivas y de los medios de comunicación. Por supuesto, estas minorías han perpetuado sus privilegios durante dos siglos gracias a su extraordinaria capacidad para desarrollar métodos de todo tipo a fin de conservar, intacto, su poder político; métodos mafiosos y camaleónicos en muchos casos, propios de quienes consideran que su propiedad de los gobiernos, como de las tierras, es indiscutible. De ahí que los oligarcas vivan de hecho en un país aparte creado para el uso y disfrute exclusivo de ellos mismos. Esta burguesía carece por completo de identidad nacional, a diferencia de lo que ocurre con la burguesía europea, y por ello no ve necesario contribuir de ninguna manera al progreso del resto de la población, a la que no se siente unida por afinidad alguna. Física, cultural, moral, política y económicamente, esta burguesía vive aislada e instalada en una realidad a años luz de la realidad que podrían conocer, si quisieran, a pocos kilómetros de sus barrios residenciales, de sus yates y campos de golf. Incluso la programación de sus canales de televisión está repleta de periodistas, contertulios y actores de telenovela inmaculadamente blancos y de aspecto anglosajón, lo que resulta como mínimo exótico en países conocidos por su mestizaje y su abundante población indígena. Y es que las oligarquías sudamericanas, además de transnacionales, son profundamente racistas, hasta un punto que resulta difícil comprender para un espíritu europeo.
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En la última década han surgido en América del Sur diversos movimientos populares que, tras cuestionar seriamente ese estado de cosas, han cometido la temeridad imperdonable de tomar el poder, y de hacerlo de forma pacífica y democrática, lo que en principio deja poco margen de actuación a los amos de siempre, inhabituados a estar en la oposición y a perder elecciones. En principio.
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Tampoco la derecha de Estados Unidos se siente cómoda con esta nueva situación en su patio trasero. El demonio es hoy un personaje al que no es posible presentar como tal: un economista ecuatoriano o un sindicalista brasileño, a los que además hay que poner buena cara. Estos líderes no sólo promueven cambios en sus países, sino que también proyectan poner fin a la tradición según la cual dichos países deben existir enemistados y de espaldas entre sí, y esto mediante el sencillo pero nunca ejercido procedimiento de la integración y la cooperación mutuas. Como no deja de denunciar la derecha norteamericana, los Bush, padre e hijo, han tenido demasiado abandonada durante sus respectivas administraciones esta región tan próxima a su frontera y que posee los mayores recursos naturales de todo el planeta, contra cuyos gobiernos progresistas no se ha hecho otra guerra que la mediática, constante y enardecida, eso sí, pero sólo mediática. Numerosos artículos en diferentes e influyentes medios como el Washington Post señalan, desde el principio mismo de la presidencia de Obama, el error estratégico que han supuesto las diferentes aventuras militares emprendidas durante esos años a miles de kilómetros, estando Sudamérica como está tan a mano. Ya no basta con mantener un constante acoso mediático contra los gobiernos legítimos y díscolos de América, y urgiría, por tanto, volver toda la atención sobre esta parte del continente, a fin de poner en ella el orden necesario. La presión de la derecha norteamericana, ligada como es sabido a grandes intereses financieros, petroleros e industriales, y cómplice desde antiguo de las oligarquías locales, ha empezado a dar sus frutos, primero en Honduras, y ahora también en Ecuador. Pues Obama necesita hacer ciertas concesiones para poder sacar adelante su propio proyecto de reformas, en especial en la sanidad. De esta forma el golpe de estado contra el presidente Zelaya, y ahora contra Correa, se convierten en meros episodios de la política interior estadounidense. Pero la derecha norteamericana está lejos de sentirse satisfecha.
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Ayer, mientras el presidente Correa se hallaba secuestrado por los rebeldes de los cuerpos de seguridad del estado, la cadena CNN en español afirmó que lo sucedido en Ecuador constituía un “golpe de estado constitucional”, engendro semántico que se empleó por primera vez para justificar el golpe de estado en Honduras. Unas horas después, a la vista de que el golpe había fracasado, la misma cadena cambió el tono y afirmó que lo ocurrido era una pura escenificación, y que Correa se había dado un golpe a sí mismo. No dudo que la CNN tiene en su nómina a buen número de guionistas de Hollywood a los que hacen pasar por periodistas, los cuales (tampoco lo dudo) tienen un talento exuberante, que lo mismo les permite justificar constitucionalmente un golpe de estado que atribuir minutos después a un presidente inclinaciones masoquistas.
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Hoy, al día siguiente del golpe, casi toda la prensa española sigue obedientemente la línea marcada por CNN, y entre otras falsedades y medias verdades (como es habitual en ella) sugiere alguna intención dudosa en el presidente Correa y, de paso, justifica en parte las acciones violentas de los sublevados, supuestamente perjudicados por una Ley del Servicio Público de la que ningún redactor español ha leído no ya el contenido, sino ni siquiera el título. En general, los medios españoles, como muchos internacionales, han impuesto la creencia de que todo lo sucedido fue la obra improvisada de unos pocos policías furiosos y chapuceros, lo que no concuerda muy bien con ciertos hechos conocidos por otras fuentes: que ayer los cuerpos de seguridad tomaron todos los aeropuertos de Ecuador, que esta mañana permanecían cerrados; que cortaron los accesos a la ciudad de Guayaquil; que tomaron las instalaciones de comunicación vía satélite; que hicieron caer de sus servidores las páginas web de los medios públicos de información y que tomaron violentamente el edificio de la cadena nacional EcuaTV. Acciones todas ellas que no parecen propias de un grupo de exaltados movidos por una reivindicación laboral, sino más bien de un mando bien preparado y coordinado y con ambiciosos propósitos, mando que, en el momento presente, permanece en la sombra.
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Doscientos años no es nada, podría decirse parafraseando a Gardel. Cierto: no es nada si se piensa en lo poco que se ha avanzado en ese tiempo, pero muchísimo si reflexionamos acerca de los hábitos, vicios y perversiones que han arraigado en el mismo período. El oligarca de América del Sur, al tener hoy un ligero atisbo o vislumbrar lejanamente los resultados de las transformaciones sociales que se viven en su país: lucha contra el analfabetismo y la desnutrición, acceso de jóvenes de clases humildes a la Universidad, sanidad pública y gratuita, vivienda digna, ocupaciones de tierras ociosas, instauración de derechos civiles (válidos también para los más excluidos de siempre: mujeres e indígenas); al ver todo esto y compararlo con el estado del mundo en otro tiempo, el oligarca escondido en su pequeño y viejo país artificial, protegido por muros, alambradas y cámaras de seguridad, debe sentir, digo yo, que algo se conmueve dentro de él, como esos íntimos movimientos del alma que se experimentan al comprender que la vida seguirá después de nosotros; y no puede dejar de pensar que “mi país se hunde”. Y tiene razón.

sábado, 18 de septiembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 12

EL PASEO

“Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle.”
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Así empieza una de las narraciones más bellas e innovadoras del siglo XX, de segura actualidad hoy y no menos segura pervivencia en el futuro: El paseo, de Robert Walser, de la que el lector en castellano dispone de una excelente traducción debida a Carlos Fortea (Siruela, 1996). En las 79 magistrales páginas de este relato o novela corta, Walser consiguió un milagro de virtuosismo narrativo, de sencillez, de ironía, de profundidad psicológica y de humor, todo lo cual coloca a El paseo, sin exageración, a la altura de los mejores relatos con héroe andariego: el Quijote cervantino o el Ulises de Joyce.
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El mismo Walser, que en sus escritos recurrió a menudo a referencias y alusiones autobiográficas, es quien da este memorable paseo narrado en primera persona y quien, como en un viaje iniciático, debe recorrer una serie de estaciones que el paseante evoca más tarde con un estilo que es una exquisita parodia del lenguaje jurídico (de ahí el inicial “declaro”). Walser describe el encuentro con un profesor; visita una librería en la que pide que le muestren el “libro exitosísimo” del momento (que al final no compra); se presenta en un banco y se entera de que unas amables señoras han depositado cierta cantidad en su cuenta; se subleva ante el mal gusto con que anuncia su negocio un panadero; se encuentra con unos niños que juegan en la calle; lanza una diatriba contra los automóviles, ya que “es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie”; conoce a una mujer a la que atribuye, equivocadamente, el oficio de actriz y a la que dirige un largo discurso; tropieza con el gigante Tomzack, personaje “fúnebre y horripilante”; es seducido por el canto armonioso de una joven, a la que exhorta a perseverar en su afición cantarina; es invitado a almorzar por su amiga la señora Aebi; echa una carta al correo; acude a una sastrería donde le están haciendo un traje y discute acaloradamente con el sastre; se presenta en una oficina de Hacienda para comunicar al funcionario de turno que “como pobre escritor y plumífero disfruto de unos muy cuestionables ingresos”, y pedir que “estime mi capacidad de pago tan bajo como sea posible”; etc. Finalmente, el paseo de Walser se convierte en un paseo por la vida, o, como dijo Kafka refiriéndose a otro héroe walseriano: “¿Acaso Simon Tanner no vagabundea, nadando en la felicidad, para no producir nada, a no ser el goce del lector?” Y es que el vagabundear es caprichoso y a la vez inútil, benéfico para la salud, pero sobre todo libre. Pues sucede que estos caminantes incansables, siempre dispuestos a interpelar a todo lo que se encuentran, ya sean personas, animales o cosas, aman todo lo que ven y oyen, y, como caballeros andantes, no dudan en involucrarse en las aventuras que el paseo les ofrece.
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Si es cierto que Kafka, según escribió Hanna Arendt, es el autor del que no puede prescindir nadie que se llame moderno, también lo es que Kafka no habría sido él mismo sin Robert Walser. Pues este suizo nacido en 1878, que fue dueño de una escritura original e inconfundible, cuya vida de escritor en activo fue breve, es uno de los autores más influyentes en lengua alemana. Su obra, no obstante ser todo un monumento, es exigua, ya que fue víctima de un trastorno mental que empezó a manifestarse en 1925 y que pronto le inutilizó para la literatura, ingresando primero en el manicomio de Waldau y más tarde, en 1933, en el de Herisau, donde fallecería en 1956.
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El paseo se despliega ante el lector como una fantasía o improvisación musical, cuya compleja estructura sólo salta a la vista tras detenido examen. Los temas de la composición son apenas enunciados y a veces es preciso que pasen varias páginas hasta que llegan a desarrollarse. Del mismo modo, algunos temas ya expuestos tienen una ulterior reexposición en la que aparecen modificados, observados desde otro punto de vista. En este proceso musical hay gran variedad de registros, desde el épico hasta el humorístico, y el mismo se resuelve finalmente en un tono menor, lírico y melancólico. No creo que exista otra pieza literaria que haya sido escrita tan musicalmente. Por el mismo motivo, no hay otra narración tan decididamente vanguardista y a la vez de tan fácil, amena lectura; tan carente de pretensiones en apariencia y tan ambiciosa en el fondo. Rasgos, por otra parte, que son comunes a toda su obra, de la que al menos hay que mencionar algunas de sus novelas, todas ellas obras maestras: Los hermanos Tanner, Jakob von Gunten, El ayudante.
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Pero esta música apacible encierra también tonos sombríos. Y es que ¿cómo se pueden conservar la libertad y la dignidad en esta vida, siendo como es ésta la oportunidad que se nos ofrece de ver y conocer el mundo, pero que a la vez tiene sus frías exigencias? Porque si los personajes de Walser son diestros para errar sin rumbo, sin responsabilidades ni ataduras, también son ineptos a fin de cuentas para todo lo que socialmente se considera sensato y práctico. Por la misma razón, el paseo se convierte en una mirada crítica al entorno, y no me refiero aquí al omnipresente entorno natural, sino al social y económico. Así, la mirada lúcida y distanciada del paseante, como vemos en todas las novelas de Walser, termina siendo un eficaz instrumento para desentrañar las relaciones humanas, en las que siempre, en una variedad infinita de proporciones, se mezclan la dominación (y por tanto la humillación) y la servidumbre. El hecho de que sus héroes pertenezcan al grupo de los que sirven a otros, de lo que a veces extraen un inquietante placer, hace de ellos seres siempre en camino de realizarse, en proceso de llegar a una consumación que nunca es completa. Y este rasgo walseriano les confiere una naturaleza apátrida, marginal y hasta subversiva.
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Es muy difícil rastrear los antecedentes de la obra de Walser, que aparece ya madura y completa, sin los balbuceos que son propios de los autores en sus obras primerizas. Su mundo narrativo, pues, constituye una expresión propia en la que predomina la alegría de la vida, y que, si acaso, podría entroncar con los simpáticos holgazanes de nobles sentimientos esparcidos por el Wilhelm Meister y con el protagonista de Escenas de la vida de un tunante, de Eichendorff; o con el humorismo de Jean Paul. Tengo para mí que el mal que padeció no fue otro que un exceso de cordura, el cual tenía que resultar incompatible con cualquier sociedad humana. Así, el Robert Walser real, cual personaje ficticio de sí mismo, parecía llevar escrito ya su desenlace en este paseo por la vida: murió en la nieve un día de Navidad, en los alrededores del manicomio de Herisau, mientras paseaba.
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sábado, 11 de septiembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 11


DANTE MUSULMÁN

Hay un campo científico que hoy parece poco menos que abandonado y en el que investigadores españoles, o sus alumnos, han tenido una presencia destacada e incluso preponderante durante decenios: el arabismo. Caso excepcional en la esclerótica ciencia española, que en tantas otras materias, incluso en las que nos atañen más de cerca, ha tenido que ir mayormente a la zaga de hispanistas foráneos. Un arabista que removió las bases del conocimiento europeo del Islam, y de su relación con Occidente, fue el aragonés Miguel Asín Palacios (1871-1944), de quien, en el caso de que alguien se hubiera acordado de él, habría podido conmemorarse el aniversario de su muerte el pasado agosto.
.Asín era jesuita y catedrático de lengua árabe en la Universidad de Madrid. Fue miembro de la Real Academia Española y de otras instituciones, entre ellas la Hispanic Society of America, el Comité International d’Histoire des Sciences y la Academia Árabe de Damasco. En tiempos de Alfonso XIII formó parte de la Junta Constructora de la Ciudad Universitaria madrileña, y en 1939 le nombraron vicepresidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Su archivo y su biblioteca forman hoy parte de los fondos de la UNED.
.En su obra El Islam cristianizado (1931) estudió el vínculo entre una de las ramas del Islam, el sufismo, y la ascética cristiana del siglo XVI. Su Abenhazan de Córdoba y su historia crítica de las ideas religiosas (1932) es un esclarecedor estudio de la obra filosófica y poética del cordobés Ibn Hazm, quien, con motivo de la quema de sus libros en Sevilla, escribió: “Dejad de prender fuego a pergaminos y papeles, y mostrad vuestra ciencia para que se vea quién es el que sabe.” Asín fue también el traductor, y casi descubridor, del filósofo zaragozano Avempace, y no dejó de divulgar el conocimiento de la cultura hispano-árabe desde las páginas de la revista Al-Andalus, que fundó en 1933. Pero Asín Palacios fue sobre todo el causante de una agria polémica internacional desatada a consecuencia de la publicación de su libro La escatología musulmana en la Divina Comedia (1919), en el que defendía la hipótesis de que Dante “plagió” en su obra unos textos del murciano Ibn al-Arabi.
.Que Dante es, como suele decirse, uno de los pilares de la cultura occidental, como Carlomagno o Juana de Arco, es algo que está fuera de toda duda. A personajes así, también en nuestros tiempos, se les presupone una especie de incuestionable pureza de sangre no sólo física, sino también espiritual, pureza que excluiría naturalmente cualquier clase de mezcolanza o de influencia ajena, pues es bien sabido que ni la más mínima partícula extraña puede tener cabida en los cimientos de nuestra inmaculada civilización. ¿Se aceptarían un poco de sangre judía en Isabel la Católica o una ascendencia literaria árabe en El Quijote? Por las mismas (sin)razones los estudiosos italianos de la época de Asín Palacios pusieron el grito en el cielo al conocer su hipótesis, que además formuló con un alarde de rigor que a ellos les resultó ultrajante, por no decir herético. Pues La Divina Comedia, con su viaje simbólico por el cielo, el purgatorio y el infierno, no es sino “una visión cristiana del destino temporal y eterno del ser humano”. Con ella, por añadidura, Dante señaló el futuro curso del desarrollo de la literatura y hasta de la propia lengua italiana, que durante varios siglos habría de convertirse en el lenguaje literario de media Europa. A los contemporáneos de Asín les pareció inconcebible que su obra pudiera estar inspirada en la de un moro murciano.
.Ibn al-Arabi, filósofo, poeta y viajero, se educó en Sevilla, donde se familiarizó con el misticismo sufí. Recorrió Al-Andalus y después el norte de Marruecos, El Cairo, Jerusalén, La Meca, Bagdad, Konya y Damasco, donde murió, siendo hoy su tumba lugar de peregrinación para los musulmanes. En sus obras (más de doscientas) logró un compendio de la metafísica islámica, y, entre otras, se hizo eco de una tradición recogida en el llamado Libro de la Escala, en el que se narra lo que algunos discípulos oyeron contar a Mahoma respecto al viaje nocturno que realizó a los cielos e infiernos sobre una yegüa alada con cabeza de mujer, la cual era conducida por el arcángel Gabriel. A lo largo de su periplo conoció a anteriores profetas y tuvo ocasión de hablar con el mismo Dios, que le dictó los preceptos del Islam.
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No es este el lugar para analizar las semejanzas entre el Libro de la Escala y La Divina Comedia, tarea en la que Asín Palacios fue pionero y que más tarde ha sido ampliamente continuada por los estudiosos. Lo cierto es que esta influencia, sin la que el florentino nunca habría escrito su obra, ya no se discute, en especial desde que se encontró una traducción provenzal del Libro de la Escala, así como otras traducciones de obras hispano-árabes que tuvieron divulgación en Florencia y que Dante conoció (descubrimientos, dicho sea de paso, hechos después de la muerte de Asín Palacios). Hoy sabemos que el autor de La Divina Comedia conocía a fondo el Islam, al menos lo referente a su escatología, y que estaba al corriente de los hechos de la vida del Profeta. Asín escribió: “En la misma corte de Federico de Sicilia –un hombre que hablaba árabe– nació la escuela poética siciliana, la primera que usó la lengua vulgar, y de la que arranca la tradición de la literatura nacional de Italia, imitando la moda de la brillante corte musulmana de España. Federico se rodeó de poetas árabes, espléndidamente pagados, que en su propia lengua arábiga cantasen el elogio de las empresas imperiales y deleitasen su espíritu con amorosas rimas”. Igualmente, es bien sabido que el maestro de Dante, Joaquín Difiore, buen conocedor de la obra de Ibn al-Arabi, se convirtió al Islam.
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No existen las civilizaciones puras, excepto en las fantasías hitlerianas. Y, como escribió Asín, “es un hecho muy sugestivo para la Historia el contagio de ambas literaturas, cristiana e islámica, la convivencia de los trovadores árabes con otros cristianos que en la lengua vulgar naciente trataban de emularse”. Hoy es un hecho automático admitido, sin crítica, incluso sin reflexión, que hay una civilización occidental y cristiana y otra oriental e islámica. Una vez aceptado esto, es fácil creer que dichas civilizaciones están enfrentadas entre sí, y que la convivencia entre las mismas resulta poco menos que imposible. De este modo, la idea predominante que se sigue teniendo de Europa, en contra de toda evidencia científica, es la de un continente en el que reinaría una supuesta hegemonía religiosa y racial, y cuyas Historia y realidad podrían explicarse sin apelar a factores que no tuvieran sus raíces en la propia Europa; es decir: como si ésta se hubiera hecho a sí misma. Esto es lo que nos dicen. Sin embargo, quien así opina ignora por completo la realidad de casi un milenio de convivencia, de intercambio, de contagio y de mestizaje. Pretender separar hoy lo que corresponde a un lado de lo que corresponde al otro es, eso sí, tarea imposible.
.Es una lástima que el gobierno español, inventor del concepto de “alianza de civilizaciones”, pase por alto a Asín Palacios y su obra, cuya difusión en los centros de enseñanza sería en nuestro tiempo de la más saludable utilidad. Pero es que el jesuita aragonés, como otros muchos que han estudiado con seriedad el tema, no creía que lo cristiano y occidental y lo musulmán y árabe fuesen civilizaciones diferentes, y no sólo porque ambas proceden del mismo Libro, sino porque el lugar físico y espiritual en el que se han desarrollado es un espacio común rebosante de contacto vital y de influencia mutua. Más bien parece que lo cristiano y lo musulmán florecieron juntos, lo que quiere decir: en el mismo lugar y en el mismo tiempo, quizá porque lo uno no pudiera entonces, ni pueda ahora, vivir sin lo otro, lo que cabría recordar a cierto pastor norteamericano que en estos días ha decidido saltar a la fama anunciando la quema del Corán. A él también podrían dirigirse las palabras de Ibn Hazm: “Mostrad vuestra ciencia para que se vea quién es el que sabe”.
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Aquí puedes leer un documentado artículo sobre la cultura musulmana y La Divina Comedia.

El libro de Miguel Asín Palacios La escatología musulmana en la Divina Comedia ha sido digitalizado por Google y puede consultarse en su Biblioteca de Arabismo.

A la editorial Hiperion se debe la última reedición en castellano del libro La escatología musulmana en la Divina Comedia (1984, 4ª edición).

domingo, 5 de septiembre de 2010

DISPARATES / 14

NOTICIAS PERDIDAS
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Santiago Alba Rico, como guionista del mítico programa de TVE, La Bola de Cristal (1984-1988), dirigido por su madre, Lolo, intentó por medio de los Electroduendes despertar las conciencias, tanto infantiles como adultas. El programa fue suprimido pero Santiago continúa, mediante sus escritos y libros, haciendo una crítica de una sociedad cada vez más conformista y "acarajotada".

Santiago Alba Rico, Comité de Apoyo de Attac España, Público.

Entre el 1 y el 29 de agosto el diario Público reprodujo estas breves noticias inventadas por el autor que a veces parecen menos fantasiosas y desde luego mucho más reveladoras que las de nuestros periódicos. El último libro de Santiago Alba (Caballo de Troya, 2010) se llama precisamente Noticias y explota este formato para exponer y denunciar, como decía Kafka, “un estado del mundo y un estado del alma”; es decir, el capitalismo.

1 de agosto de 2010

SUCESOS

Otra vez el viento
Entra por la ventana y ordena los papeles

No parece cansarse nunca ni dejarse intimidar por requerimientos y amenazas. Se le creía vencido o al menos amainado, pero una vez más, burlando a sus perseguidores, el viento ha hecho una de las suyas.
Según nuestro corresponsal en Washington, ayer a las 13.00 h. Paul Hunter Jr., alto directivo del IDAF, abandonó su despacho para una comida de negocios. A sus espaldas, sobre las mesas y en los cajones de su oficina, dejó como siempre miles de cartas sin responder, cientos de peticiones olvidadas, una multitud de documentos acumulados durante años en confuso desorden. De pronto, el viento abrió la ventana y, ante la perplejidad de secretarios y ordenanzas, levantó, arremolinó y ordenó todos los papeles.
“Llevábamos años trabajando”, ha declarado Hunter. “El daño es irreparable. Ahora tendremos que empezar de nuevo a desordenar el mundo”.
Se ha informado de otros dos sucesos semejantes acaecidos a la misma hora. En Budapest, Rania Ionescu, huérfana de 13 años que pedía limosna en un semáforo, vio su rostro reflejado en el cristal ahumado de un Mercedes y se echó a llorar. Hacía mucho tiempo que no tenía peine. En ese instante el viento sopló sobre su cabeza, dividió limpiamente su pelo negro y se lo peinó en una apretada y alegre coleta.
En Manila, cinco soldados del ejército estadounidense habían pagado a Minelda Arenas, camarera de 25 años, para que se desnudase lentamente. De repente el viento entró por la ventana, le recompuso la camisa y le devolvió púdicamente la falda.
“No podemos permitir que el viento ordene nuestros papeles”, ha declarado Javier Solana.
“No podemos permitir que el viento peine a nuestras mendigas”, ha declarado Merkel.
“No podemos permitir que el viento vista a nuestras mujeres”, ha declarado Berlusconi.
“Antes de fin de año lograremos detener el viento”, ha prometido el jefe de la Interpol.

2 de agosto de 2010.

CULTURA
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A las 16.30 en El Corte Inglés
Patricia Alvarado firma su obra

Nacida hace 43 años en Guatemala y afincada en Madrid desde el año 2007, Patricia Alvarado vio morir a sus padres, asesinados por el ejército, cuando sólo contaba 12 años. Esta trágica experiencia, junto a la separación de su hijo, al que no ha vuelto a ver desde que abandonó su país, han marcado todo su pensamiento, caracterizado por esos conocidos giros penumbrosos y esas personalísimas melancolías de jungla húmeda. Para algunos sus frases son demasiado duras y pedregosas y su visión del mundo contemporáneo, y de Europa en particular, de un pesimismo casi caricaturesco. Para otros, en cambio, su expresión habitualmente puntiaguda realza aún más esos momentos líricos, frondosos, jubilosos, igualmente típicos de su estilo. A veces parece que va a contraerse hasta la extinción y otras que va a expanderse hasta la floración.
Algunos aseguran haberla visto bailar merengue y regatón hasta las cinco de la madrugada en un bar de la plaza de Callao.
Algunos dicen que ama a Juan José, un albañil ecuatoriano que los sábados por la noche da candela a su cuerpo, con dedos y labios, sobre un colchón de gomaespuma.
Algunos la han oído reírse a carcajadas, en un locutorio de Lavapiés, mientras escuchaba una voz infantil procedente del Quiché.
Hoy firma su obra en El Corte Inglés, en la planta sexta, juguetes y complementos, en el aseo de caballeros. Allí, en la pared, a la izquierda del lavabo, en la hoja de Control de Limpieza, figura su nombre tembloroso, “Patri”, junto a la x que confirma que ha renovado el suministro de papel higiénico y de jabón.
Hoy, a las 16.30, Patricia Alvarado ha firmado su obra por última vez.

3 de agosto de 2010.

CRÓNICA

Sigue la polémica
¿Por qué no murió ayer Mirco Sandíbulo?

Todos están de acuerdo en afirmar que Mirco Sandíbulo, 52 años, comerciante de Hergesia (Filardia), no murió ayer. Pero no deja de crecer el debate acerca de las verdaderas causas de un suceso que, por lo demás, viene repitiéndose, día a día, desde 1958.
Según grupos de oposición, Mirco Sandíbulo salía de su casa a las 9 de la mañana, listo para empezar una nueva jornada laboral, cuando se detuvo un instante en el portal para ajustarse la corbata. En ese mismo instante, en el edificio de enfrente, Barrunón, uno de los francotiradores, cargó su fusil y apuntó al corazón del sr. Sandíbulo. El francotirador pulsó el gatillo y estuvo a punto de disparar. Pero en el último momento, cuando ya nadie podía salvar al comerciante, cambió de opinión y le perdonó la vida. Al parecer, esta misma situación se habría repetido todas las mañanas desde hace al menos 23 años. “Si Mirco Sandíbulo sigue vivo es porque Barrunón, el francotirador, cambia siempre de idea en el último instante”, sostiene Groug Dohak, secretario general del POUP. “Pero nada garantiza que mañana no vaya a disparar”.
Por su parte, el presidente de Filardia acepta como inexplicable el hecho de que Mirco Sandíbulo no muriera ayer, pero desmiente la existencia de los francotiradores. El propio Sandíbulo, consultado por este periódico, no cree en ellos y se burla de unos rumores que él atribuye a la voluntad desestabilizadora de los enemigos del gobierno.
La denuncia, en todo caso, ha sido escuchada en el exterior. Algunas investigaciones independientes han calculado que sólo en Hergesia, la capital del Estado, habría en torno a 183.000 francotiradores apostados en las azoteas y los tejados, siempre a punto de disparar.
“Es la única explicación posible de que toda este gente no haya muerto ya”, concluye el informe de la Agencia Integrada de Mortalidad Global.

4 de agosto de 2010

SOLIDARIDAD INTERNACIONAL
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Gran descubrimiento del Fondo Monetario Internacional
“Afeitarse en Madrid reduce el hambre en el Tercer Mundo”
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Hasta ahora sólo había podido probarse la conexión negativa entre el gesto de un dedo y la destrucción de un país. Pero por primera vez investigaciones del FMI permiten hablar de una “bomba atómica invertida” o “bombardeo curativo”; es decir, de la relación solidaria entre banales gestos cotidianos y las condiciones de vida de los menos favorecidos. Se puede también pulsar un botón, sí, y hacer reverdecer los árboles o multiplicar los panes y los peces.
Antes había que apadrinar un niño etíope a través de una cuenta bancaria. Sin gastos y sin esfuerzo, hoy podemos ayudar al Tercer Mundo manteniéndonos -por así decirlo- en nuestro propio cuerpo. “Fue un descubrimiento casual, como el de Newton”, dice Brian Discounter, economista del FMI. “Un día, mientras me rascaba el mentón, observé una mejoría en tiempo real de las cifras del deficit público en Senegal”.
A partir de ahí, los descubrimientos se sucedieron en cadena. Es verdad que no se pudo probar la relación entre el saludo militar en EEUU y el aumento de las cosechas en Indonesia, pero sí entre el afeitado a navaja en Madrid y el descenso de la desnutrición en Haití. “Hoy se ha demostrado la relación causal”, añade Discounter, “entre una decena de gestos occidentales y el alivio de la situación económica en Africa, Asia y América Latina”. Y añade: “Los países del sur de Europa, más expresivos, son sin duda los más solidarios: gestos como la higa o la manipulación de los testículos, tan típicos de España o Italia, han salvado ya miles de vidas en todo el mundo”.
“La riqueza gestual de los españoles durante la celebración del Mundial de Fútbol”, concluye, “ha aumentado la producción lechera de Mauritania y rebajado la mortalidad infantil en Gaza”.
Una empresa estadounidense reclama ya la patente del corte de mangas.

5 de agosto de 2010

ESPECTÁCULOS

Un caso insólito
Apareció donde todos lo esperaban

Ayer el sol, como todos los días, cambió su curso. Los ríos, como todos los días, cambiaron de cauce y dirección. Las casas, como todos los días, cambiaron de posición. Las sillas, como todos los días, cambiaron de forma y de color. Los políticos, como todos los días, cambiaron de opinión. Los periódicos, como todos los días, cambiaron los hechos. Los seres humanos, como todos los días, cambiaron de trabajo, de nación, de familia, de cuerpo. El mundo, como todos los días, cambió las especies, los continentes, la composición química del agua, de la sangre y de la arcilla.
“Es demasiado previsible ya”, se queja un espectador, “nunca sabes lo que te va a ocurrir”.
“Es un poco infantil”, asevera el conocido crítico Bretio Bertoldo, “del grifo sale un día salsa tártara, otro fuego, otro crin de caballo, otro un vuelo de palomas. Y detrás de la puerta de tu cuarto puede estar el Museo del Prado o una celda de Abu Ghraib”.
“Tardé diez años en volver a encontrar las llaves en el bolsillo”, se lamenta Gabriel Goldoni, conductor de ambulancia.
El llamado Ajuste Geológico Global, patrocinado por Monsanto y Coca-Cola y del que se cumple hoy un año, sólo ha dejado fuera algunas zonas del planeta.
En Bula Dakrur, suburbio de El Cairo, Ahmed Yahin, de 5 años de edad, rompió a llorar en mitad de la noche. Al lado de su cama, no apareció entonces Micky Mouse ni un elefante rosa ni la banda municipal; de repente, entró quien se esperaba: una mujer gorda y malhumorada, que hizo también lo que se esperaba. Regañó al niño, lo arropó y se lo comió a besos.
En Sintopía, un suburbio de Utopía, un hombre amasó deshonestamente una fortuna, invadió tres países, mató a miles de personas. No recibió por ello medallas ni acciones de la Shell ni la visita de una actriz desnuda. Ocurrió exactamente lo que se esperaba: entró el pueblo e hizo justicia.

Puedes leer más fragmentos del libro de Santiago Alba Rico en la página web de Attac Madrid.

lunes, 30 de agosto de 2010

MÚSICA NOCTURNA / 5


FESTIVALES

No recuerdo quién inventó la expresión “música camelística”, que he escuchado hace poco en referencia a un par de conciertos del Festival de Santander. Estos conciertos se presentaron bajo el título genérico de A salute to Broadway y, como su nombre indica, contenían piezas del musical americano, sobre todo de George Gershwin y Leonard Bernstein. Lo de la música camelística suena un poco a camelo, pero si esta era la idea de quien acuñó el término, está claro que el mismo no era aplicable a estos conciertos, en los que hubo buena música servida espectacularmente por la Philadelphia Pop Symphony Orchestra (nombre que para estos conciertos populares adopta la Orquesta de Filadelfia), el director y excelente pianista Peter Nero y la soprano Lisa Vroman, una de las mejores voces del teatro musical americano. Creo que más bien el adjetivo camelístico alude al tabaco Camel y a la música que se escuchaba en cierto célebre anuncio televisivo de esta marca, y que algunos lectores calvos de este blog recordarán.

Lo malo del primero de estos conciertos no fue la música, ni los intérpretes, sino la amplificación eléctrica a que fueron sometidas las voces de los cantantes, cosa de lo más abominable teniendo en cuenta que se celebraron en la Sala Argenta del Palacio de Festivales. Tal amplificación habría tenido sentido de celebrarse los conciertos al aire libre, en el caso improbable de que en Santander quede algún espacio que no haya sido privatizado todavía. La Península de la Magdalena, por ejemplo, sería un espacio ideal para estos espectáculos del verano, en los que de lo que se trata sobre todo es de divertirse, siempre que las privatizaciones y el tiempo lo permitan. Y es que el espectáculo que se ofrece en los festivales se adapta naturalmente a la forma de la ciudad: a unas terrazas frente al mar, al claustro de una iglesia, al patio ajardinado de un palacio. En esos lugares reinan una relajación y una especie de felicidad universal que también, digo yo, deben afectar al repertorio, pues no todo en la vida es la profundidad y el sentimiento oceánico de un Mahler o un Bruckner. Con el mismo criterio, la divínisima Jessye Norman cantó a su excelsa manera música de Duke Ellington en el Festival de Jazz de Donostia. Qué sería de nosotros sin la música camelística y sin la nunca privatizable (toquemos madera) Radio Clásica.
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Hay un público para los festivales, sobre todo cuando estos tienen ya más de medio siglo de historia, como saben bien en las ciudades citadas más arriba y en Granada, y en tantos otros lugares. Un público que no es sólo nativo, sino también foráneo, y que conforma esa rara y codiciada especie de turistas a los que atrae algo más que una playa, una salmonella y una insolación, lo que en su jerga los políticos municipales llaman “turismo de calidad”, es decir, de alto poder adquisitivo y cuya estancia se prolonga durante todo el festival, o por lo menos durante una parte del mismo. Claro, son ciudades que ofrecen algo más que música (en el caso de Granada música y danza): si son ciudades históricas y monumentales ya tienen otra razón para que el visitante prolongue su estancia; y si no lo son tienen a su favor un verano suave, mar, montaña y una gastronomía de quitar el hipo. ¿Qué más se puede pedir? Y esto sin salir de España, porque no hay ciudad costera, o monumental, o histórica, o lo que sea, en Europa, al este y al oeste, que carezca de su festival veraniego. ¿Y Toledo?
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Ay. Si exceptuamos a la Orquesta Excelsior, que todos los años ameniza la verbena de la Feria con los inevitables éxitos de los 60 y los 70, y el escuálido festival de jazz (las intenciones son buenas, pero no bastan) el páramo musical del verano toledano es sólo comparable al… mismo páramo del resto del año. Cosa difícil de explicar en una de las ciudades más monumentales e históricas de Europa, capital autonómica por añadidura, y en la que el influyente gremio hotelero, con razón, no deja de quejarse precisamente de la falta de turismo de calidad, y no sólo de eso, porque el número de viajeros que pernoctan varios días en ella sigue siendo irrisorio en comparación con el de visitantes de un solo día. Y es que la razón se pierde cuando faltan totalmente la iniciativa y la imaginación; y hasta, lo que ya es el colmo, las ganas de plagiar a otros.
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Cualquier alcalde corriente daría un brazo (es un decir) por una cualquiera de las dos docenas de plazas públicas, medievales, mudéjares, barrocas, románticas y neoclásicas que hay en nuestra ciudad, y en las que podrían celebrarse diversas actividades culturales, plazas que no han sido privatizadas pero que nos resultan igualmente invisibles e inhabitables, ya que todas ellas han sido reducidas a la triste condición de aparcamientos. Porque resulta que en Toledo es más cómodo ser coche (sobre todo si está parado) que viandante o usuario del espacio público. ¿Y qué decir de los patios renacentistas de Toledo, tan infrautilizados? En ausencia del más remoto e incierto proyecto de recuperación de dichos espacios para la vida ciudadana, el toledano y el foráneo se van un año sí y otro también con la música a otra parte, y el silencio de calles, plazas y patios sólo es interrumpido aquí y allá por el ruido de algún motor: alguien va al botellón, o vuelve de él. ¡Bonito panorama para la hostelería, principal y casi única industria toledana!
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A falta de espacios para la música al aire libre, la excusa socorrida para que la actividad musical en Toledo brille únicamente por su ausencia es la falta de espacios cerrados. Los actuales gestores del Teatro de Rojas no parecen sentir gran afición por el arte de Euterpe, no obstante ser dicho teatro idóneo para la música camerística, e incluso camelística (sin amplificadores, por favor). De las exóticas representaciones de óperas verdianas y puccinianas (¡Aida!, ¡Madama Butterfly!) en el diminuto escenario del Rojas, que además carece de foso, no digo nada. Pero la mencionada excusa dejará de tener valor en algún momento de este siglo, o eso cabe esperar, cuando por fin se inaugure el auditorio del Miradero, el cual dispondrá, suponemos, de un escenario en condiciones en el que podrán representarse incluso óperas con dignidad. O sea, lo mismo que ya sucede en Jerez de la Frontera, o en Sabadell, o en Murcia. Ahora bien, aquí la proverbial transparencia de nuestra Casa Consistorial no nos deja ver ni vislumbrar absolutamente nada, y si existe algún plan acerca de la futura función del edificio de Moneo a nosotros, la vulgar plebe, no se nos ha dicho ni media palabra. Lo cual, ciertamente, nos hace temer lo peor, a saber: que no existe ningún plan ni existirá, lo que aboca al Miradero a una privatización más o menos encubierta que servirá, sin ninguna duda, a intereses particulares, pero no a los públicos. Con todo derecho semejante despropósito podría ser interpretado por los sufridos toledanos como una pura y simple estafa, más grave cuanto que el alto precio que está costando la reconversión del Miradero lo pagan los ciudadanos, y previsiblemente lo seguirán pagando varios lustros después de su terminación, en el siglo presente.
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¿Música en verano? Quienes supieron acomodarse a la demanda de un turismo cultural, y han sabido mantener y asentar sus festivales, convertidos ya en tradición, tienen mucho ganado. Incluso en plena crisis, las noticias que llegan de los festivales de este verano vuelven a mostrar el éxito de una fórmula que no por extendida deja de ser menos eficaz: entradas agotadas, plazas hoteleras cubiertas. ¿Y en Toledo? Música callada, en todo caso, como la de San Juan de la Cruz y la de Federico Mompou, a lo que hay que añadir la soledad sonora de las vías públicas desde primeras horas de la noche (cuando cierran los comercios), también en otoño, invierno y primavera, pues no hay adónde ir ni qué hacer, y en vano busca en google el futuro turista la agenda cultural del Toledo veraniego; el interés añadido que ofrece cualquier ciudad mediana, y que aquí se manifiesta sólo en forma de escombros; las actividades de ocio en las plazas públicas, convertidas en lugares de desencuentro; la actividad cultural transfigurada en música, o teatro, o algo; el atractivo nocturno de la ciudad afónica que, de tan enferma, durante tantos años, parece muerta.

Jessye Norman canta September Song, de Kurt Weill. Piano: John Williams

sábado, 14 de agosto de 2010

DISPARATES / 13


BICENTENARIO

La información desnuda, la de los hechos históricos así como la de los pequeños acontecimientos diarios, próximos o lejanos, constituyó hace tiempo una parte no menor del conocimiento que podía (y que debía) encontrarse en las personas inquietas, aquéllas que no se alimentan sólo de entretenimiento y que están dotadas de esa curiosidad que contribuye a hacernos mejores, ya que acrecienta nuestra libertad de criterio y, en suma, nuestra cultura. Que ese tiempo pasó es algo que salta a la vista cuando se presta un poco de atención a nuestra prensa o cuando se escuchan las conversaciones más frecuentes en las distintas modalidades de botellón (juvenil, para adultos y para la tercera edad) y otros eventos etílicos con los que nuestras corporaciones municipales tienen a bien obsequiarnos para aliviar los rigores del verano. De este modo, el desierto actual de la cultura es también el de la información.
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Así, en efecto, si nuestra única fuente de noticias fuese la prensa nacional no tendríamos ni idea de que América del Sur está celebrando en estos días el Bicentenario de su independencia, mientras aquí, como siempre, nos deleitamos en nuestra gran especialidad: desconocernos a nosotros mismos. Resulta llamativo, incluso para quienes estamos sobradamente familiarizados con el carácter español, comprobar de nuevo esa obsesión tan nuestra por ignorar, ocultar, y, llegado el caso, negar sin más ni más la realidad de la que procedemos. Comparativamente, Inglaterra, que también poseyó un gigantesco imperio, muestra una actitud más saludable hacia su propia Historia. ¿A quién no le suena, incluso entre nosotros, La carga de la Brigada Ligera, el poema patriótico de Tennyson? Media legua, media legua, / Media legua más allá, / En el valle de la Muerte, / Cabalgaron los seiscientos. Como todo imperio, el suyo también cometió atrocidades, lo que nadie niega, y en sus actos hubo sin duda mezquindad, lo mismo que generosidad y heroísmo, de todo lo cual nos han puesto al corriente los mismos ingleses por medio de la literatura y el cine. ¿Por qué no así los españoles?
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En lo que se refiere al proceso de independencia de las colonias americanas, nuestros libros de texto son hoy idénticos a los que se adoptaron en los años cuarenta del siglo pasado, inmediatamente después de la victoria franquista, sin que ninguna oficina ministerial y ningún sindicato de profesores, por no hablar de las asociaciones de padres, hayan no ya puesto el grito en el cielo, sino ni siquiera pedido una revisión. La enseñanza universitaria no va mucho mejor, y, hablando con suavidad, puede afirmarse que nuestra investigación académica no pasa en este campo de irrelevante. Por si fuera poco, la actual moda de la novela histórica no ha afectado a este período, y se diría que nuestros prolíficos autores de mamotretos históricos, todos ellos en busca del bestseller del año, huyen del asunto de la independencia americana como de la peste. Por otro lado, entre los grandes fastos del Bicentenario en América del Sur (celebrados sin representación del reino de España), se han editado numerosos libros que hacían falta y que conforman una bibliografía que ya es considerable.
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No es extraño, pues, que muy pocos entre nosotros puedan decir algo sensato acerca de Simón Bolívar, José de San Martín o Francisco de Miranda (que por cierto está enterrado en una fosa común en Cádiz, donde murió prisionero de Fernando VII). Estos hombres combatieron no sólo a la metrópolis opresora, sino también a la Inquisición y al tráfico de esclavos. Además de libertadores, fueron liberales, razón suficiente para que se les unieran algunos liberales españoles y para que todos ellos, en la España integrista y embrutecida de la época, fueran pintados como enemigos de la patria, ingratos y herejes. Parece ser que esa es la idea que en el siglo XXI tenemos todavía de ellos.
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Y no podemos sorprendernos de que esto sea así, ya que América del Sur sigue siendo hoy para España una tierra conquistada sobre la que se dirige una mirada de desprecio y de superioridad racial. De esa tierra conquistada nos interesan hoy, como entonces, su mano de obra dócil y barata y, sobre todo, sus riquezas naturales, de lo que son buena prueba los millonarios beneficios obtenidos por transnacionales como Telefónica (hace pocas semanas adquirió una empresa de telefonía brasileña) y Repsol, cuya propiedad de la que fue empresa nacional de petróleos de Argentina (YPF) enriquece tanto a sus accionistas como empobrece a los argentinos.
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América del Sur sigue conquistando hoy su independencia, ardua tarea que no ha podido completarse en doscientos años, cuyo futuro está erizado de dificultades y que sin embargo nunca se había vislumbrado tan posible como ahora. Estados que han vivido de espaldas, divididos y hasta enemistados artificiosamente por obra y gracia de las sucesivas potencias coloniales, vuelven ahora a mirarse y a descubrir sus semejanzas, así como las enormes riquezas que todavía atesoran, y que ya no deberían ser explotadas en beneficio ajeno. Riquezas entre las que la menor no es la étnica, como por fin empieza a reconocerse, lo que permitirá en el futuro una verdadera integración de minorías hasta hace poco excluidas: afrodescendientes e indígenas. Esta América del Sur se perfila como una potencia económica y diplomática con presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que forzosamente hará reconsiderar a las autoridades de este lado del Océano su actitud, sus formas y el fondo de sus relaciones, empezando por esa risible farsa anual que es la Cumbre Iberoamericana. Sería deseable, en interés propio, que España supiera participar de los nuevos vientos que soplan en América del Sur, y que fuera capaz, pese a la desinformación a la que ya estamos acostumbrados, de mostrar hacia aquellas naciones, y sus pueblos, el respeto que ahora exigen y que no hemos sabido manifestarles desde hace quinientos años.

sábado, 10 de julio de 2010

LECTURA POSIBLE / 10


CLÁSICO Y ROMÁNTICO

Existe un bello y no muy conocido libro que se titula Conversaciones de emigrados alemanes. Goethe lo escribió en 1795, una época en que Alemania vivía grandes turbulencias a causa de los ejércitos napoleónicos. Hay una baronesa viuda que debe huir junto a sus hijos y algunos amigos, para al fin instalarse todos en una lejana propiedad que se considera segura. Las circunstancias de la guerra no tardan en hacerse presentes, provocando graves querellas entre los exiliados, algunos de ellos partidarios acérrimos del Antiguo Régimen; otros, por el contrario, exaltados librepensadores. Como la convivencia amenaza con hacerse imposible, la baronesa propone una solución imparcial: que cada uno de sus invitados cuente una historia, producto de sus propias experiencias o de algún otro conocimiento indirecto, a condición de que no guarde relación alguna con la desagradable situación que les aflige. El resultado, como cabe esperar, es un jugoso libro bocacciano lleno de ingenio y de enseñanza moral. Me parece inevitable evocar esta obra después de leer las novelas de Eduard von Keyserling.
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Sucede que, entre las lagunas inexplicables de nuestra literatura, tan fecunda por lo demás en libros superfluos, llamaba la atención hasta hace poco la de este autor nacido en Curlandia en 1855, cuyo nombre completo era Eduard Graf von Keyserling y cuya obra permanecía inédita en castellano. En primer lugar apareció Olas (Minúscula, 2004), novela que se anticipó dos décadas a Las olas de Virginia Woolf, y este mismo año Nocturna Ediciones, en su colección de título petersburgués “Noches blancas”, ha publicado dos más: Princesas y Un ardiente verano.
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Durante la Edad Media la presencia alemana en Curlandia había sido lo bastante relevante como para que allí se creara la Orden de los Caballeros Teutones. Pero la provincia pasó a ser polaca y, ya en época de Keyserling, rusa. Para entonces aquella en otro tiempo prominente colonia germánica no era más que un anacrónico residuo de la Historia, una comunidad de exiliados que físicamente estaban muy cerca de San Petersburgo, que vivían a orillas del Báltico en una región fría y húmeda en la que no es raro que en sus largos inviernos la temperatura llegue a cuarenta grados bajo cero, pero que culturalmente pertenecían por entero a Viena, Berlín y Munich. Esa pequeña colonia báltica dio gran cantidad de alemanes ilustres al mundo de las letras, las artes y las ciencias, entre ellos el filósofo Hermann Keyserling, primo de nuestro autor, quien visitó España en 1926 y 1930, donde causó sensación al afirmar que “España es África”, que Toledo es “un castillo en el desierto” y que “el primitivismo español es la esperanza de Europa”.

.Al novelista Keyserling le han colgado el sambenito de “autor impresionista”, concepto que si está sólidamente argumentado en la pintura y, un poco menos, en la música, no lo está en absoluto en la literatura. Por el contrario, junto a alguna veta naturalista propia de su época, lo que se advierte en sus novelas es, aparte de esa sensación opresiva de pequeño mundo en extinción, un continuo sentimiento de exilio y de conflicto entre el Antiguo Régimen (todavía) y una modernidad que apenas empieza a asomar y cuyo éxito se antoja incierto. En la prosa de Keyserling hay acontecimientos y sobre todo esperanza de acontecimientos, los cuales se expresan a menudo a través del mundo interior de los personajes (cosa que por cierto también fue propia de Virginia Woolf, a quien nadie que yo sepa ha llamado nunca impresionista). Con frecuencia esos acontecimientos ocurren sutilmente (como en la obra de Henry James, otro que tampoco ha sido nunca impresionista), y por lo general responden a eso que la literatura romántica, en particular la alemana, solía llamar “movimientos del alma”. Una literatura alemana de la que Keyserling es heredero y continuador natural, de lo que dieron buen testimonio autores como Hermann Hesse y Thomas Mann. Igual que Goethe cien años antes, Keyserling está a medio camino entre lo clásico y lo romántico, siempre y cuando se sustraiga de esta palabra todo lo que la mala literatura y el peor cine han arrojado sobre ella. Sí, las novelas de Keyserling son profundamente sentimentales, sensitivas, y están cargadas de esos paseos en barca, excursiones campestres y súbitos enamoramientos (como los que vemos en Las afinidades electivas) que conforman la peculiar melancolía de estirpe germánica.
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Por otra parte, los personajes de Keyserling están poseídos de una sed insaciable de libertad y hasta algunos consiguen ser realmente libertinos, por lo que es probable que en nuestra época no estén muy bien vistos; no es sólo que hablen frecuentemente del amor y que lo practiquen: lo peor es que además fuman. Por Keyserling sabemos, quizá demasiado tarde para nosotros, que no es conveniente dejar a una mujer sola con sus sueños. Estas mujeres sometidas, reducidas a la condición irrevocable de una permanente minoría de edad, expresan sus deseos ardientes a través de lo que llaman “necesidades poéticas”: el aire que las rodea, incluso en las situaciones en apariencia más inocentes y triviales, está cargado de fuego y tensión. La sangre ardiente circula por las venas de estos personajes, y por ello sufren; sin embargo, sufren más aquellos en cuyas venas el fuego se ha apagado.
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En las novelas de Keyserling hay, como cabe suponer, baronesas y condesas, gente vigilante del orden establecido y vigilante ante todo de que cada uno ocupe y conserve su sitio e interprete debidamente su papel. Pero todo ese mundo artificioso y por entonces ya crepuscular, por no decir decadente, constituye sólo el telón de fondo ante el que actúan sus protagonistas: personajes jóvenes y adultos infieles. Estos últimos vivían en una época en que la infidelidad implicaba fatalmente la pérdida de la posición social. A veces uno de esos espíritus atormentados se encarna en un hombre adulto, el cual puede ser un viejo consejero ya retirado y además contrahecho, otro ser marginal, pues, en cuyos labios el autor pone esta apasionada frase: “Lléveme a mí, maestro; mi alma hace juego con cualquier mar”. De otro, que a una edad avanzada ha soñado revivir con el amor de una muchacha, se dice que “no ha sabido adaptarse”. Pues estos protagonistas son seres que aún están por hacer o que ya han caído, lo que significa que ni ocupan su sitio ni se saben su papel. Vagabundos en una transición, se ven forzados a improvisar, a intentar construir pequeños e íntimos reductos de vida estable en un mundo que desconoce y rechaza todo experimento, mundo por lo demás en descomposición, y esto por partida doble, ya que lo que se estaba desmoronando mientras Keyserling escribía era, por supuesto, esa ínfima isla germánica y aristocrática a orillas del Báltico (en la actual Letonia), pero también, ciertamente, el cuerpo principal que era centro sostenedor de ese viejo mundo, al que aquél estaba unido por profundos y umbilicales vínculos de dependencia y que sería borrado completamente del mapa a la vuelta de unos años.
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Keyserling, por tanto, es otro cronista del desmoronamiento, igual que lo fueron Stefan Zweig y Joseph Roth. Al primero de ellos le une además una sensibilidad exquisita para desvelar la psicología femenina, lo que le convierte en autor de magníficos retratos de mujeres, como la Doralice de Olas o la joven Marie de Princesas. Este mundo, que también es musical, ha sido reflejado en dos óperas del compositor francés André Casanova: Dumala y Le murmure de la mer, basadas en novelas de Keyserling todavía inéditas en castellano. Y es que, por sorprendente que pueda parecer, queda todavía mucha obra de Keyserling por traducir, por no hablar de la adaptación televisiva de su novela Olas, que fue realizada en 2005 por Vivian Naefe y que se ha emitido en varios países.
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Algún lector, al coger entre sus manos un libro de Keyserling, podría tener la extraña y perturbadora sensación de encontrarse, de pronto, con un ser humano que tiene esperanzas y sufre. Sospecho que el von de su apellido, con su carga de Historia, de afectación, de buenas maneras, de paradójica servidumbre, le pesaba demasiado, quizá más que la sífilis que le consumió durante largos años. Pues Keyserling, como sus personajes, no se adaptó al papel que le impusieron y que esperaban de él. Su vida fue como una novela de formación frustrada, en la que él, igual que sus personajes, no llega realmente a formarse ni a integrarse, sino que se desvía. O como la mujer ya un poco ajada a la que alguien se acerca en una de sus novelas y le dice: “Me llama la atención, condesa, que ahora que todos están ya medio dormidos, sus ojos continúen tan despiertos; todavía esperan”.

martes, 22 de junio de 2010

LECTURA POSIBLE / 9


UN COFRE MÁGICO

En su Oda a Nightingale, John Keats habla de los cofres mágicos que contienen los momentos que dan sentido a nuestra vida; esos tesoros están ahí bien guardados, listos para deparar consuelo, o nostalgia. En otro lugar, Keats describe el encantamiento causado por el ser amado como un himno que con el tiempo acaba enmudeciendo, cuyo sonido, sin embargo, uno quisiera que perdurase: “¿Fuiste una visión, o te soñé despierto? / Siga tu música, y yo te seguiré soñando”. Las mismas palabras podrían aplicarse a algunos libros, en especial a aquéllos que una vez nos deslumbraron y a los que a veces volvemos, abriendo sus tapas como si abriésemos un bello recuerdo.
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Es, o así me parece, inevitable evocar estos cofres de Keats cuando uno empieza a pasearse, o a pasmarse, por las páginas de Manuscrito encontrado en Zaragoza, obra cuyo desconocimiento no tiene excusa y de la que disponemos en castellano de dos ediciones igualmente recomendables (Pre-Textos y Valdemar). Por tratarse de un libro que ha tenido una difusión más que azarosa, el Manuscrito es hoy uno de esos raros y sabrosos descubrimientos que todavía podemos hacer en la edad adulta, lo que nos permite casi, puede decirse sin exageración, disfrutar de él como si nos asomáramos por primera vez al placer de la lectura. ¿Cómo es posible que este libro no haya alcanzado la fama universal que sí tienen Las mil y una noches o El Decamerón, con los que está emparentado por muchas razones?

Jan Potocki (1761-1815) fue un aristócrata polaco de origen judío nacido en Podolia, hoy Ucrania, y que recibió una excelente formación en la lengua internacional de la nobleza de su época: el francés. Capitán del Ejército polaco, masón, hombre de gran curiosidad y amplia cultura, el conde Potocki tuvo a bien consagrar la mayor parte de su existencia al viaje. Así, ha podido describirse la suya como “la vida errabunda de un cosmopolita ilustrado”. Pero sus viajes, tras abandonar la carrera de las armas, constituyeron para él mucho más que el pasatiempo de un aristócrata ocioso. Profundamente interesado por las entonces nacientes ciencias de la antropología y la etnología, visitó Marruecos, Túnez, Sicilia, España, Turquía, Egipto y Mongolia, familiarizándose en cada uno de esos lugares con las lenguas, costumbres y creencias de sus habitantes. Instalado en París, no tardó en escribir algunos libros de viajes, un Ensayo sobre la historia universal (1789) e incluso una opereta: Los gitanos de Andalucía, que se estrenó en el castillo de Enrique de Prusia en 1794.

Potocki empezó a trabajar en el Manuscrito en 1797, y siguió añadiéndole nuevos capítulos hasta poco antes de su muerte. El autor llegó a ver impresos algunos fragmentos, en 1805 en San Petersburgo, en 1809 en Leipzig y en 1813 en París, pero moriría sin conocer una edición completa de la obra, a la que sucedieron inmediatamente numerosas ediciones espurias, además de escándalos y pleitos judiciales, con lo que el Manuscrito acabó apareciendo al público europeo rodeado de una aureola de fama, misterio y escándalo. A todo esto habría que añadir la censura que en diversas épocas y lugares se cebó sobre el espíritu libre y volteriano de Potocki. Éste, además de lo dicho, fue también un estudioso de la cábala, lo que ha dado pie a que en la estructura laberíntica del Manuscrito se quisieran ver intenciones ocultas, sugerencias inquietantes y turbios enigmas. Esto último puede ser todavía hoy motivo de estudio, pero no suma ni resta nada a las sorprendentes virtudes literarias de la obra, pieza única de un género que empieza y termina con ella, que tiene un pie en la Ilustración y otro en el Romanticismo, pero que pone su horizonte mucho más allá (o más acá), habiéndose constituido en referencia obligada para la novela moderna y en especial para diversos experimentos literarios del siglo pasado. En parte, sin embargo, el descubrimiento de su modernidad, como ha ocurrido otras veces, se debe al cine.

El director polaco Wojciech Jerzy Has, que había estudiado junto a Andrzej Wajda en la Academia de Bellas Artes de Cracovia (donde también estudiaría Roman Polanski) adaptó el Manuscrito en 1965. La banda sonora fue encargada a Krzystof Penderecki, y en el film participaron algunos de los mejores técnicos y artistas del por entonces pujante cine polaco. La película, que estaba basada sólo en una parte del Manuscrito, sufriría diversas mutilaciones antes de que pudiera estrenarse íntegra en 1997, gracias a la intervención de Martin Scorsese y Francis Ford Coppola. Esta copia original de más de tres horas, que estuvo perdida, ha podido verse recientemente en la Filmoteca Nacional.
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La película de Has es sin duda otro cofre mágico que tiene para el público español el atractivo añadido de ser una de las más imaginativas reconstrucciones cinematográficas que se han hecho de nuestro siglo XVIII. Y sin embargo, aunque sólo sea porque está basado en menos de la tercera parte de la novela, el conocimiento del film no da más que una idea palidísima y deficiente de las maravillas que se encuentran en ésta, por mucho que sus más de ochocientas páginas se acaben demasiado pronto.

Lo que Potocki nos cuenta es la historia (o leyenda) de Alfonso van Worden, capitán de la Guardia Valona que debe llegar a Madrid para ponerse al servicio de Felipe V. Retenido en Sierra Morena por circunstancias reales o imaginarias, el capitán encontrará a diversos personajes que le narrarán sus historias y las de otros personajes desconocidos, envolviéndole en una especie de telaraña espacio-temporal sin salida posible. Y es en esa variedad de historias donde se ponen de manifiesto la cultura, la inventiva y la ironía de Potocki, quien termina por ofrecernos una vasta visión del mundo, en la que nada es lo que parece y en la que la vida adopta la forma de un relato universal: todo lo vivo cuenta una historia, parece decirnos el autor; y todos somos parte de la misma historia.
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Inclasificable, el Manuscrito encontrado en Zaragoza está lleno, por supuesto, del Siglo de las Luces, pero también de la penumbra romántica que estaba a la vuelta de la esquina, de lo que Goethe llamaría “sueño y verdad”; y lleno incluso de una fuerza visionaria que traslada el concepto mismo de novela a nuestro presente (¿será la obra de Potocki una de las fuentes de las que habrá que beber en nuestro siglo y en los futuros?). Libro de libros, cargado de aventuras, misterio, erotismo, filosofía, humor, Historia, magia, y quién sabe de qué más, el Manuscrito es de esos fenómenos inagotables que se disfrutan con una sonrisa cómplice, y que restauran nuestra confianza (de la que tan necesitados estamos) en la literatura y en la vida.