miércoles, 29 de febrero de 2012

DISPARATES / 30




ROMAIN ROLLAND: DOS IDEAS SOBRE LA GUERRA

La memoria tiene como es sabido sus debilidades, entre ellas la de ser selectiva, lo que explica que a veces un acontecimiento que no es sino la variación de uno anterior se nos aparezca como novedad ante la que es fácil sentirse inerme, cosa que podría evitarse si los datos seleccionados por nuestra memoria fueran otros. Así ocurre con los modos en los que, desde hace por lo menos un siglo, se gestan las guerras.

Cuando se conoció el doble asesinato en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, del príncipe Francisco Fernando y su esposa la noticia no ocasionó un gran revuelo en la sociedad centroeuropea, pues ninguno de los dos era muy popular. Sólo unos días después los principales periódicos de Viena, tímidamente, empezaron a culpar del atentado a los nacionalistas serbios, en particular a la llamada Mano Negra, organización que fue creada en 1911 y que reclamaba la reunificación de Serbia, incluyendo Bosnia-Herzegovina. En cuestión de semanas la prensa no sólo dio por seguros los vagos rumores acerca de la responsabilidad del atentado, sino que además comenzó a exigir que el mismo, de algún modo, no quedara impune. Presionado por la prensa, por parte del ejército y por los magnates de la industria del armamento, el gobierno del decadente imperio austro-húngaro se vio obligado el 23 de julio a dirigir a Serbia un ultimátum redactado en tales términos que hacían totalmente imposible su cumplimiento. A esto sucedió una declaración de guerra que muy pocos tomaron en serio, pero que, en virtud de las alianzas internacionales del momento, hizo que casi toda Europa, desde Inglaterra y Francia hasta Rusia, y luego también Turquía, proclamaran sus respectivas declaraciones de guerra, todo esto mientras los pueblos de dichas naciones permanecían por completo ajenos a lo que ocurría, pues casi nadie en Europa sabía quién era Francisco Fernando, y a casi nadie le importaban los eternos conflictos en los Balcanes.

Más tarde se supo que Gavrilo Princip, autor del magnicidio de Sarajevo, no pertenecía a Mano Negra, pero esto ya no importaba. La guerra mundial estaba en marcha, y en ella se experimentó con nuevas armas (entre ellas algunas químicas) que causaron una destrucción nunca vista anteriormente. Por lo demás, no era la primera vez que una campaña periodística masiva, alentada por ciertos intereses económicos que preferían mantenerse en la sombra, daba como resultado una guerra. El primer caso bien documentado se había producido en 1898, cuando el gran imperio mediático de William Randolph Hearst decidió que el hundimiento del acorazado Maine, frente a la Habana, era producto de un arma “infernal y secreta” del enemigo. La guerra consiguiente permitió a Estados Unidos capturar las islas de Cuba y Puerto Rico, además de Filipinas, y causó a España un trauma del que tardaría décadas en recuperarse. Por unos documentos secretos que fueron desclasificados por Washington hace medio siglo, hoy sabemos que el hundimiento del Maine fue obra del propio gobierno estadounidense, necesitado como estaba de una excusa para declarar la guerra.

Algunos acontecimientos recientes del mismo estilo son bien conocidos y no es preciso insistir sobre ellos. Ante hechos semejantes la actitud de los sectores antimilitaristas nunca es fácil, en primer lugar porque la avalancha mediática ahoga cualquier opinión contraria, pero también porque en el caso de las guerras imperialistas (y los dos ejemplos que he expuesto lo fueron) suele ocurrir que una parte de la sociedad desea que lo que le cuentan sea cierto, alimentando así la expectativa, aunque sea en privado, de obtener de la guerra algún beneficio, bien sea material –en forma de materias primas baratas, territorios susceptibles de ser colonizados, nuevos mercados para los productos nacionales–, o bien intangible –prestigio nacional, seguridad frente a cierta amenaza real o inventada, etc.– En situaciones como las descritas es sumamente improbable que los pacifistas puedan desarrollar y expresar eficazmente un discurso contra la guerra que sea a la vez coherente y creíble, y de ahí el gran valor que entrañan las experiencias de las que disponemos al respecto. Una de esas experiencias es la que nos suministra Romain Rolland.

Durante la I Guerra Mundial Rolland asumió el liderazgo del movimiento pacifista, el cual tuvo la propiedad de ser el primer ejemplo de crítica de la guerra moderna, y del relevante papel desempeñado por la prensa en la gestación de la misma. Los orígenes antimilitaristas de Rolland estaban muy arraigados en la conciencia mundial, e incluían referentes como la obra de León Tolstói, la doctrina de Bahá'u'lláh (fundador del bahaísmo) y la filosofía hindú, que Rolland conocía muy bien, especialmente la llamada escuela Vedānta, cuyo texto principal es el Vedānta Sūtra. A su vez Rolland tendría gran influencia sobre el pensamiento de Gandhi y de Martin Luther King.

Rolland, que nació en Clamecy (Borgoña) en 1886, escribió teatro, novelas y ensayos, pero la mayor parte de su obra estuvo consagrada a divulgar las ideas de fraternidad y solidaridad entre los pueblos, y en 1915, en plena guerra, recibió el Premio Nobel de literatura, lo que constituyó una afrenta para todas las partes en conflicto. En esos años el centro de sus actividades se encontraba en la neutral Suiza, donde pronunció conferencias a favor de la paz, impulsó iniciativas en defensa de los prisioneros de guerra y alentó a escritores refugiados de ambos bandos a que participasen en actos públicos de denuncia de los intereses ocultos de la guerra y en pro del desarme. Ni que decir tiene que estas actividades fueron silenciadas por la prensa belicista, aunque no siempre con éxito.

En Suiza, en 1917, durante una polémica con el también pacifista Stefan Zweig, Rolland aportó al pensamiento antibelicista dos argumentos propios, de absoluta vigencia en la actualidad y que previsiblemente seguirán siéndolo en el futuro.

Ante todo, como ciudadanos, es obvio que los individuos deben someterse a ciertas reglas dictadas por el estado, las cuales son más legítimas cuanto más democrático es éste. Un principio elemental en la relación individuo–estado obliga a ambos al  cumplimiento de las leyes, relación que hace intervenir al estado cuando el ciudadano las incumple, pero también a la inversa. Pues existe un último reducto en el que el ciudadano es libre de guiarse por los principios en los que se basa la convivencia, aunque estos entren en contradicción con el estado. Ese último reducto es “la ciudadela” de la que habló Goethe y en la que jamás debe entrar un extraño. “Esa ciudadela es la conciencia moral, esa última instancia que no acepta la obligación de odiar o amar”. Rolland se negaba a odiar por mandato del estado, y consideraba que tal derecho a la objeción tenía el mismo rango que cualquier otro de los que universalmente se atribuyen al hombre, empezando por el derecho a la propia vida.

Por otra parte, Rolland cuestionaba la creencia general acerca de los beneficios que deben desprenderse de la victoria bélica. Y es que, en efecto, suele suceder que la victoria en la guerra se presenta como la panacea que resolverá todos los problemas de las sociedades en tiempo de paz. Como escribió en una ocasión: “La historia mundial nos demuestra una y otra vez que los victoriosos siempre hacen un mal uso del poder adquirido”. Conviene desconfiar de una victoria alcanzada en la guerra, con independencia de las ideas que la hayan sustentado, pues en una victoria militar las victoriosas son las armas, y no las ideas. La victoria, para él, e igual que la derrota, no es sino “un peligro moral”, como en su momento también había argumentado Nietzsche. La victoria, que siempre se conseguirá sin demasiadas bajas, sin un gasto excesivo y en poco tiempo, es la añagaza con que la prensa embauca a los ciudadanos a fin de hacerles sentir –y de justificar– la necesidad de la guerra, la cual, una vez terminada –con un gran número de bajas, con un gasto excesivo y tras mucho tiempo– no garantiza ningún provecho para los vencedores, como tampoco para los vencidos. A lo que podría añadirse, con respecto a las guerras de hoy, que éstas ni siquiera tienen la virtud de acabarse, de manera que la violencia llega a convertirse en una especie de estado crónico, aceptado por la mayoría por la simple fuerza de la costumbre.

Romain Rolland perteneció a una generación de europeos cuya identidad era definida especialmente por su internacionalismo. La existencia de fronteras, la persistente necesidad de pasaportes, visados, y las limitaciones impuestas al libre movimiento de personas formaban parte de un absurdo histórico al que la modernidad debía dar fin. Nunca antes existió una conciencia tan avanzada de la naturaleza de Europa como mosaico de culturas, etnias y religiones, en cuya configuración participaban eslavos, judíos, nórdicos, latinos, otomanos y un sinfín de minorías. Las inquietudes de Rolland iban incluso más lejos, pues no había motivo alguno para que dicho internacionalismo se ciñera en exclusiva a la vieja Europa. Él no tuvo duda de que conocer al “otro” implicaba en el acto desbaratar todos los argumentos falaces a favor de la guerra.  

Hacemos mal en tener casi olvidado a Romain Rolland, el peso de cuyas ideas es superior al de sus obras, lo que en todo caso no justifica que el lector en castellano disponga en la actualidad sólo de tres de sus títulos, entre los que faltan algunos de los más representativos. Pues la reflexión y la rectitud moral que dedicó a los desastres de su época, de los que no quiso permanecer al margen, siguen siendo una fuente inagotable para la reflexión presente y futura.

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