sábado, 16 de abril de 2011

MÚSICA NOCTURNA / 6



AMERIKA, HACE CIEN AÑOS

Existe todavía hoy en Belfast la Harland & Wolff, compañía fundada en 1861 y que durante muchos años se dedició a la construcción naval. De sus gigantescos astilleros salieron en las primeras décadas del siglo pasado algunos de los mayores transatlánticos de la historia, entre ellos uno que zarpó para su único viaje, desde Southampton a Nueva York, el diez de abril de 1912. Su nombre era Royal Mail Steamship Titanic. Hace tiempo que la Harland & Wolff ya no fabrica grandes barcos, pues la crisis del sector desde los años 80 ha golpeado duramente a la empresa, que en esos años difíciles se concentró en el diseño y la ingeniería industrial, sobre todo en la construcción de puentes, como el James Joyce Bridge, en Dublín. Y desde hace unos años, tras una fuerte reconversión seguida de despidos masivos, se la considera como una de las compañías pioneras en el uso de nuevas tecnologías y en el desarrollo de energías renovables, tales como la turbina eólica y el aprovechamiento de la energía de las mareas.
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Un vapor que fue construido en Belfast por Harland & Wolff fue el SS Amerika, el cual fue botado en 1905 para la Hamburg Amerikanische Packetfahrt Actien Gesellschaft, y que durante muchos años prestó servicio entre Hamburgo y Nueva York. El 14 de abril de 1912 el Amerika transmitió por radio un mensaje advirtiendo de la existencia de témpanos de hielo en un lugar por el que el Titanic pasaría tres horas más tarde. Al iniciarse la I Guerra Mundial el Amerika fue trasladado a Boston para evitar que fuera embargado por la Royal Navy, y poco después, con la entrada en la guerra de Estados Unidos, fue transferido a la Marina para el transporte de tropas. En 1926, siendo propiedad de United States Lines, y mientras navegaba entre Bremen y Nueva York, sufrió un incendio, siendo reconstruido con un coste de dos millones de dólares y puesto de nuevo en servicio al año siguiente. En 1940, con la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial, fue reclutado otra vez por la Marina, e incluso siguió transportando tropas después del armisticio. Fue desguazado en 1957.
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Antes de eso, el 8 de abril de 1911, el Amerika partió de Nueva York para hacer uno de sus viajes transatlánticos hasta la vieja Europa. Entre los pasajeros figuraban Stefan Zweig, Ferruccio Busoni y Gustav Mahler, quien iba acompañado por Alma, su mujer; la hija de ambos, Gucki (Anna), y su suegra.
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En 1907, Mahler, harto de la campaña política urdida contra él en Viena, consideró la posibilidad de marchar a Nueva York, donde le reclamaban desde hacía tiempo. Ese mismo año sus hijas enfermaron de escarlatina y difteria. Anna estuvo dos semanas entre la vida y la muerte, aunque finalmente sobrevivió (sería una excelente escultora y fallecería en Londres en 1988), no así Maria, que murió el 12 de julio. También ese año a Mahler se le diagnosticó una enfermedad de corazón. Al final de ese verano cerró la villa de Maiernigg, donde había compuesto algunas de sus mayores sinfonías y a la que no volvió nunca, y se marchó a Nueva York, donde desembarcó en diciembre de 1907. En los años siguientes Mahler dirigió ópera y conciertos sinfónicos en Nueva York, regresando a Austria sólo los veranos para poder dedicarse a la composición. En Nueva York Mahler organizó una serie de conciertos para los trabajadores y los estudiantes, dirigió un ciclo con las sinfonías de Beethoven y estrenó gran cantidad de obras de autores contemporáneos, tanto europeos como americanos. Además llevó a la Filarmónica de gira, en primer lugar a Brooklyn, el barrio obrero de Nueva York en el que nunca antes había habido un concierto, y la gira continuó por algunas de las grandes ciudades de la costa Este, como Filadelfia, Cleveland y Boston, pero también por lugares como New Haven, Syracuse, Rochester y Utica. 
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En principio, Mahler llegó a Nueva York como director de ópera. Hizo su debut en el Metropolitan el 1 de enero de 1908 con Tristán e Isolda. Poco después, en marzo, alcanzaría un gran éxito con su versión de Fidelio. Ese verano se instaló en Dobbiaco, en el Tirol. Había caído en sus manos una antología de poesía china del siglo VIII en una traducción de Hans Bethge, y enseguida se puso a trabajar en lo que sería La Canción de la Tierra
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Al acabar el verano y volver a Nueva York se enteró de que la administración del Met había contratado al intrigante Arturo Toscanini, quien iba a hacerse cargo de la mayor parte de las representaciones de esa temporada. De hecho, Mahler quedó reducido a la condición de una especie de director invitado. El público del Met prefería al dinámico y lleno de vitalidad Toscanini, experto además en los títulos más populares del repertorio italiano. En verano Mahler volvió a Europa para escribir la Novena Sinfonía. La temporada siguiente, otra vez en Nueva York, ya no se le permitió dirigir ópera, y se concentró en una larga y exigente campaña con la Filarmónica. Sin embargo, el público sinfónico tampoco compartía los gustos de Mahler, y la economía de la orquesta empezó a resentirse.
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En el verano de 1910 Mahler dirigió en Munich su Octava Sinfonía, última de sus obras estrenadas en vida. La interpretación fue un éxito, pero en esos días conoció casualmente la relación que Alma, dicienueve años menor que él, mantenía con el joven arquitecto Walter Gropius. Mahler pidió consejo a Freud, con el que se reunió en Viena, y propuso a Alma seguir junto a él; ella aceptó, pero siguió viéndose con Gropius en secreto.
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Mahler regresó a Nueva York acompañado de Alma, la madre de ésta y Gucki. Las desavenencias con la administración de la Filarmónica se habían agravado. El 12 de febrero de 1911 debía dirigir en el Carnegie Hall un concierto con un programa íntegramente italiano que incluía el estreno de la Berceuse elégiaque de Ferruccio Busoni, por el que Mahler sentía gran admiración. Busoni había cruzado el Atlántico para asistir a la interpretación de su obra. Desde hacía unas semanas Mahler padecía un agudo dolor de garganta y fiebre alta, por lo que los médicos le aconsejaron guardar reposo. En medio del concierto, sufrió un desvanecimiento. Trasladado al hotel, se le diagnosticó una endocarditis. En esa época anterior a los antibióticos, esta clase de infecciones no tenía cura. Pidió que le llevaran a Viena, y la Filarmónica de Nueva York, aliviada, anunció que la asociación de ésta con el maestro quedaba cancelada a causa de una ligera gripe.
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Stefan Zweig había acudido a Nueva York por consejo de su amigo Walther Rathenau, hijo del presidente de la Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft (AEG), que años después sería ministro de asuntos exteriores de la República de Weimar, y a cuyos asesinos Hitler erigió un monumento. Desde Nueva York, Zweig envió diversos artículos que fueron publicados por la prensa de Viena, en uno de los cuales describía una visita al Met para asistir a una representación de Parsifal. “En Nueva York, el público va a la Ópera con espíritu devoto (y un chicle en la boca).” Y añade: “Cae el telón. Una hermosa batalla de entusiasmos. Pero la segunda batalla se libra entonces en el vestíbulo para conseguir un helado, que realmente es lo mejor de América”.

El 8 de abril, como ya sabemos, el Amerika partió de Nueva York. A bordo, Zweig hizo amistad con Busoni y obtuvo de él un manuscrito para su colección de autógrafos, tres páginas que contenían una partitura para piano llamada Indianisches Erntelied (Canción india de la recolección), en la que el compositor escribió el día 12 la siguiente dedicatoria: “Esta obra se puso por escrito expresamente para el señor Stefan Zweig, para que se acuerde de América y de Ferruccio Busoni”.
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Más tarde Zweig hizo un relato de aquel viaje: “El comienzo de la primavera se palpaba en el aire. El barco avanzaba suave por un mar azul con un ligero oleaje”. Y un poco más adelante: “Queríamos estar contentos, pero abajo, en el fondo del barco, él languidecía protegido por su mujer, y nosotros lo sentíamos como una sombra sobre nuestra vida fácil. A veces, cuando reíamos, alguien decía: «¡Mahler! ¡El pobre Mahler!», y entonces enmudecíamos. Bien abajo yacía él, un ser desahuciado, ardiente de fiebre, y sólo una llama pequeña y luminosa de su vida palpitaba arriba, al aire libre de la cubierta: su hija, que jugaba despreocupada, feliz e inconsciente. Nosotros, sin embargo, lo sabíamos: como en una tumba lo sentíamos allá abajo, bajo nuestros pies”.*
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Todavía adolescente, Zweig había visto dirigir a Mahler en la Ópera de Viena e incluso se había cruzado con él a menudo por la calle, aunque nunca le dirigió la palabra. Para él, como para toda la juventud vienesa de la época, Mahler era el símbolo de la modernidad, el espejo en el que el arte debía mirarse; y también un espejo moral. Por ese motivo (y quién sabe si también con el propósito de obtener de él un autógrafo para su colección), Zweig, por intermedio de Busoni, que era el único pasajero autorizado a acercarse a Mahler, ofreció sus servicios a Alma, por si eran necesarios, a lo que ésta había respondido que tal vez pudiera servir de ayuda en el desembarco, a la llegada a Cherburgo. 
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En el artículo Gustav Mahlers Wiederkeher (El retorno de Gustav Mahler), que más tarde sería publicado en Viena, Zweig describió cómo la compañía naviera había tomado medidas especiales para el cuidado del enfermo. En un recinto acondicionado en la toldilla se podía ver de lejos a Mahler en una tumbona, acompañado por Alma y su suegra. Si su estado lo permitía, se levantaba y daba algunos pasos. En la misma tumbona fue trasladado al bote que conducía a los pasajeros del Amerika a tierra. Zweig escribió: “Él yacía ahí, pálido como un moribunbdo, inmóvil, con los párpados cerrados. El viento había revuelto su pelo grisáceo, clara y osada resaltaba la abombada frente, y debajo la recia barbilla, en la que se asentaba la energía de su voluntad. Las manos macilentas yacían juntas sobre la manta, por primera vez vi débil al apasionado. Pero esa silueta suya (¡inolvidable, inolvidable!) se recortaba contra la inmensidad gris de cielo y mar; una aflicción sin límites había en esa escena, pero también algo que exaltaba por su grandeza, algo que en lo sublime expiraba como la música. Yo sabía que lo veía por última vez. Una profunda emoción me empujaba a acercarme, la timidez me mantenía retirado, sólo de lejos debía mirar y mirar, como si en aquella mirada aún pudiera recibir algo de él y estar agradecido”.*
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Zweig no se dio cuenta de que sus intentos de acercarse a Mahler en esas circunstancias eran de lo más inoportunos. Precisamente para evitar miradas curiosas se había amontonado gran cantidad de maletas y de baúles alrededor del enfermo. Alma Mahler escribió: “En el vapor había un joven austríaco que, a través de Busoni, nos ofrecía sus servicios. Le hice saber que en el barco no precisaba ninguna ayuda, pero que tal vez sí la necesitara al desembarcar”. Y añade: “Sin embargo, en el momento del desembarco no se le veía por ningún lado a pesar de que había sido el único que, en el bote, había mirado receloso hacia Mahler por encima de las maletas. Mahler se dio la vuelta para que no pudiera verlo. Pero en Cherburgo lo vimos correr apresurado hacia la aduana. Cuando yo llegué, él acababa de terminar. Entonces pensé que me ayudaría. ¡Ni pensarlo! Desapareció y lo encontré contándole no sé qué cuentos a Gucki en voz bastante alta. Mahler se sintió molesto y me pidió que rogara al joven que se callara.”** 
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Más tarde Zweig puso a su poema Der Dirigent (El director de orquesta), que había escrito el año anterior, el subtítulo de “In Memoriam Gustav Mahler”. En el poema, el maestro pilota una barca por el mar de los sonidos transmitiendo al auditorio ilusiones y presentimientos hasta que cae el telón. Entonces se encienden las luces, se oyen los aplausos y el espectador regresa del mundo onírico al presente: “Estamos en una playa, en ella han quedado varados nuestros sueños”. Mahler falleció el 18 de mayo a la edad de cincuenta años. El estreno de La Canción de la Tierra tuvo lugar el 20 de noviembre de 1911 en la Tonhalle de Munich bajo la dirección de Bruno Walter.
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*Oliver Matuschek, Las tres vidas de Stefan Zweig (Papel de liar, 2009)
**Alma Mahler, Recuerdos de Gustav Mahler (El Acantilado, 2007)

martes, 12 de abril de 2011

DISPARATES / 18

ISLANDIA, ALGO MÁS
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Los islandeses han vuelto a rechazar el pago de la deuda de sus bancos en el referéndum del día 9. Que Islandia sea una pequeña isla, fuera de la Unión Europea, no debería limitar los efectos de esta decisión, que el poder económico intentará impugnar en los próximos días, y que tendría que servir de modelo a imitar por el resto de países que están sufriendo los desmanes de estos bandoleros de las finanzas y de los gobiernos que los amparan. Hay que insistir, como dice la autora del siguiente artículo, en que los islandeses han podido hacer uso de la democracia porque su país no pertenece a la Unión Europea, entidad que cada día que pasa demuestra más claramente no ser más que un instrumento del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de los poderes financieros. Una cuestión que habrá que plantearse, a la vista de esta subordinación de la burocracia europea a los grandes intereses financieros, es: ¿Para qué sirve Europa?

Islandia, ejemplo de reacción

Rosa María Artal – ATTAC

Los islandeses siguen dando ejemplar muestra de cordura y dignidad. De libertad. Por segunda vez han rechazado pagar las deudas de sus bancos privados caídos en bancarrota por aplicar la estrategia neoliberal. Les suponía pagar 13.300 euros por cabeza. En la primera ocasión los acreedores –bancos británicos y holandeses que habían apostado en el casino bancario islandés los planes de pensiones de sus ciudadanos– les pedían un interés del 5,5%, ahora lo habían rebajado al 3% y les daban muchos más años para reembolsarlo. Pero los islandeses siguen diciendo no. Tienen la inmensa fortuna de no pertenecer a esta UE que aprisiona a la Europa real –y cuya apuesta es defender a los bancos y “mercados” por encima de los ciudadanos– y aún pueden rebelarse. Algunas voces sensatas alertan en Islandia de que el inmenso poder fáctico que hoy manda en el mundo –con la connivencia de los gobiernos– no se conformará y dictará represalias. Los acreedores además están dispuestos a llegar a juicio. En ese pulso están.

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lunes, 4 de abril de 2011

DISPARATES / 17


LA ISLA DE ARNARSON
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Hace mucho tiempo que desde la política ya no llegan ideas. Y no sólo entre nosotros, en la mejor de las Españas posibles, ya que este es el signo general de nuestra época, a la que por algo llaman “el fin de la Historia”. En Europa, y en lo político, el último indicio de vida, la última onda de un encefalograma que ahora es plano, fue una socialdemocracia que en el norte adoptó la forma del “estado del bienestar”, el cual, es verdad, no tocó las causas de las desigualdades sociales, cosa que no se podía esperar de ella, pero que, al imponer una política fiscal y distributiva que en su momento fue considerada revolucionaria (y que hoy lo parece, vista retrospectivamente), sí intervino de hecho sobre sus consecuencias, creando una red asistencial que por una parte palió las necesidades de los menos afortunados, mientras que por otra los hizo más dependientes. Dicho de otro modo: los espectaculares avances sociales experimentados en el norte desde la postguerra eran producto de cierta visión socialdemócrata que consideraba al estado como un instrumento de su proyecto político. Éste tuvo éxito, y llevó a millones de europeos a vivir en condiciones con las que la mayoría no habría soñado antes de la guerra; pero tal éxito dependía de la instrumentalización del estado, y de la preponderancia de éste en las relaciones internacionales y en la economía..
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España, como sabemos, llegó a Europa en vísperas del fin de la Historia, lo que es lo mismo que llegar al cine cuando se acaba la película. De ahí que como muchas veces se ha señalado (lo ha hecho y lo hace incansablemente el economista Vicenç Navarro) aquí no haya existido nunca propiamente un estado del bienestar, sino a lo sumo un pálido reflejo, y esto por un motivo evidente: y es que nuestra socialdemocracia nunca ha instaurado una política fiscal progresiva ni remotamente parecida a la que en su día se instauró en los países del norte, y de la cual se nutrió el estado asistencial. De ahí también que los avances sociales vividos en España se hayan apoyado casi exclusivamente en el incremento del consumo, y no en una justicia distributiva inexistente. Esto equivale a decir que la socialdemocracia española renunció desde el principio, y a conciencia, a desempeñar el papel histórico que ingenuamente se esperaba de ella.
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Hoy el estado de cosas en el mundo parece una película, sí, pero una de terror que no habría podido ni imaginar en la peor de sus pesadillas un europeo de hace cuarenta años. Y es que el control de la economía ya no lo tiene el estado, de lo que se deduce que no hay proyecto socialdemócrata viable, privados como están los que pese a todo siguen llamándose socialdemócratas del instrumento necesario para la realización de su proyecto político, en el caso improbable de que todavía tuvieran alguno. A este nuevo panorama, que resultaría desconcertante para un Willy Brandt o un Olof Palme, los neoconservadores de hoy nos han enseñado a llamarlo así: “globalización”.
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Básicamente, el invento consiste en una transferencia de poder de lo público a lo privado. Y más que a lo privado habría que decir casi “a lo secreto”, si tenemos en cuenta que los financieros y especuladores que ejercen su dominio sobre la economía mundial son en gran parte desconocidos y realizan sus operaciones sirviéndose de entidades fantasmagóricas, sociedades interpuestas y paraísos fiscales. Constituyen de hecho una especie de sociedad secreta que compra y vende dinero cuando lo hay, y si no lo hay compra y vende acciones, títulos, valores y toda suerte de papeles (o de datos, porque a menudo los papeles ni siquiera existen) que presuntamente son la garantía, o la posibilidad más o menos razonable, de que alguna vez tal dinero aparezca, no se sabe dónde.
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Esta economía de casino resultaría casi divertida, y sin duda merecería ser considerada como una de las grandes realizaciones de la humanidad, al mismo nivel que el Juicio Final de Miguel Ángel y las sonatas de Mozart, si no fuera por el detalle de que tales vaivenes de capital tienen la curiosa propiedad de incrementar el paro en un cinco por ciento aquí, echar a la calle a un siete por ciento de embargados allá, y cosas por el estilo. Eso por no hablar de otras consecuencias que la globalización tiene en el mundo, como por ejemplo la reaparición del esclavismo, la destrucción medioambiental o el estancamiento de muchas naciones, condenadas a ver cómo el precio de sus materias primas lo fijan entes invisibles ocupados en obtener de ellas el mayor beneficio. No obstante, dichos daños colaterales no parecen entrañar mucha gravedad, a juzgar por la poca atención que merecen de parte de la prensa y de los gobernantes, los cuales sí están dando la importancia requerida a otra de sus consecuencias, la cual será menor para algunos, pero que a resultas de dicha atención superlativa ha adquirido un rango de verdadera y literal espectacularidad: me refiero a la quiebra de los estados.
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Y es que los caudales públicos no resultan tentadores solamente para los quintacolumnistas que, desde el interior del estado, echan el ojo a una caja de ahorros o a una partida presupuestaria, sino también, claro está, para estos especuladores que maniobran en la sombra y que saben que pueden esperar mucho de la complicidad de aquellos señores. Ahí está, si no, el buen amigo José María Aznar, que cobra 200.000 euros al año como consejero de la Endesa que él mismo privatizó. O el también buen amigo Emilio Botín, cuyo banco, primero de España y de la eurozona, tiene una deuda de 25.000 millones.
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Habiendo tantos agujeros que tapar, ¿a quién puede sorprender que los estados se arruinen? Primero cayó Grecia, después Irlanda, ahora Portugal se tambalea, y en España la solución ofrecida por la llamada socialdemocracia en el gobierno es el recorte de las pensiones. Mientras tanto, se anuncian nuevos recortes para el próximo año, y por si fuera poco desde el sector empresarial se exigen nuevas reducciones de impuestos. Ante tales cosas, era lógico que algunas noticias que llegan por vías no oficiales acabaran por llamar la atención de muchos españoles hacia cierta pequeña isla que se encuentra al norte y en la que al parecer han decidido seguir un camino totalmente diferente. Esta isla la conocemos aquí por su selección de fútbol, que es de las peores de Europa; por el frío gélido que hace la mayor parte del año, según cuentan algunos erasmus que han estado allí y han sobrevivido; y sobre todo por la cantante Björk.
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El noruego Ingólfur Arnarson fue al parecer el fundador del primer asentamiento humano en Islandia, a finales del siglo IX. Más tarde se instalaron en la isla otros pueblos que han vivido desde entonces de la pesca y la agricultura. Islandia, con poco más de 300.000 habitantes, ha sido uno de los modelos del estado del bienestar, con un nivel de desarrollo humano considerado por las Naciones Unidas como el primero del mundo, un PIB nominal per cápita de más de 55.000 dólares (el séptimo del mundo), asistencia sanitaria y educación superior gratuitas, y un desempleo del 1,5 por ciento. Todo esto cambió en 2008.

Cinco años antes, aprovechando sus ventajosas condiciones económicas, con uno de los mercados más liberalizados del mundo y una moneda fuerte, los tres principales bancos islandeses empezaron a ofrecer “sofisticados servicios financieros”, realizando operaciones, en parte en el extranjero, que llegaron a representar diez veces el PIB nacional, y que valió a los ejecutivos de tales bancos el apodo de “los vikingos de la expansión”. Sus prácticas incluían los llamados “préstamos bola”, que consistían en créditos millonarios que se otorgaban a empresas, las cuales quedaban obligadas a comprar acciones del mismo banco. También el negocio inmobiliario se benefició, llegando a concederse préstamos hipotecarios por valor del cien por cien del inmueble; y no sólo eso: del mismo modo financiaron la compra de automóviles y hasta las vacaciones. La inmensa burbuja explotó cuando los bancos islandeses empezaron a retirar los depósitos de sus clientes en Inglaterra y Holanda, operación que fue frenada por el alarmado gobierno inglés, el cual a tal fin hizo uso de las leyes antiterroristas.

Al llegar a este punto, el gobierno islandés decidió intervenir los tres bancos más poderosos del país, medida que no calmó a la arruinada población, que entretanto había visto aumentar el paro hasta el 8,5 por ciento. Los islandeses se echaron a las calles y forzaron la dimisión del gobierno, al que sucedió un gabinete interino que convocó elecciones, las cuales se celebraron en abril de ese mismo año y supusieron un triunfo de la izquierda. Pero el nuevo gobierno nacía ya enfrentado a una grave exigencia: la de pagar la deuda de 4.000 millones de euros contraída por los bancos en el extranjero. Tras negociar con las autoridades británicas y holandesas, el gobierno aprobó una ley para hacer efectivo el pago (con fondos públicos, como es natural), ley que debía ser sancionada por el presidente de la república, el ex comunista Ólafur Ragnar Grímsson. Éste se negó a firmar la ley, dando lugar a que fuera sometida a plebiscito. El acuerdo fue rechazado por el 93 por ciento de los votantes. Sin embargo, ya antes de que se celebrara el referéndum el gobierno había empezado a renegociar la deuda, esta vez en unas condiciones menos gravosas para Islandia. Al día de hoy está más o menos aceptada la opinión de que la deuda deberá pagarse de todos modos, aunque la decisión final (o quizá no) dependerá de un nuevo referéndum que está convocado para el próximo día 9.

La liberalidad con que había actuado la banca, y que puso al país en una situación crítica, hizo que se extendiera la creencia de que era preciso modificar las leyes, empezando por la misma Constitución. Así, paralelamente a lo anterior, la presión popular logró la convocatoria de unas elecciones constituyentes en las que se eligieron veinticinco ciudadanos (al margen de los partidos) que deberían participar en la redacción de una nueva Carta Magna. Por desgracia el Tribunal Supremo anuló estas elecciones, y finalmente los representantes de los ciudadanos ya no podrán ser elegidos de manera directa, sino que serán designados por los diputados.

No parece, a la vista de todo esto, que esté justificado el nombre de “Revolución Silenciosa” que se ha dado a los acontecimientos de Islandia, donde la izquierda gobernante no está haciendo gran cosa más allá de lo que el Fondo Monetario Internacional le sugiere al oído. Si acaso, la originalidad islandesa estribaría en la actitud del jefe del estado, el cual, por ser el suyo un cargo más bien honorífico, no podrá impedir que los acuerdos del gobierno, por un camino u otro, lleguen a buen puerto. Sí es cierto en cambio, y eso ya es algo, que algunos de los banqueros implicados en las operaciones que han ocasionado la actual crisis del sistema financiero islandés están presos (otros han huído al extranjero). Que no se pueda hablar seriamente de revolución, ni siquiera silenciosa, no implica que deba desdeñarse sin más lo conseguido en Islandia, y conviene recordar que estos logros, por modestos que sean, no habrían sido posibles sin la movilización popular.

Por lo demás, el ver en estos acontecimientos una revolución es más producto del deseo que de un verdadero conocimiento de la realidad. Y es que esa falta de ideas de la que hablaba al principio a veces puede ser causa de que algunos sean víctimas de espejismos como el de ver revoluciones donde no las hay, o a la inversa. Lo notable de los acontecimientos de Islandia consiste en el protagonismo de un movimiento social que no ha encontrado, ni podía encontrar, eco en la política, ni siquiera en la izquierda, ya que ésta se encuentra demasiado ocupada en el gobierno, es decir, recogiendo los cristales rotos de la economía.

Y es que hace tiempo que la economía dejó de ser un procedimiento de regulación de ciertas actividades humanas. Hoy la economía va por su lado, es una actividad totalmente independiente de lo humano. Los estados no podrán soportar por mucho tiempo el triste papel de hacer pagar a los ciudadanos las deudas contraídas por las locuras de la economía, y si ésta se obstina en proseguir su marcha al margen, y en contra, de la vida, la forma en que la sociedad se ha organizado al menos desde el siglo XVIII, o sea, lo que llamamos el estado moderno, tendrá que desaparecer, o transformarse en algo muy distinto de lo que hoy entendemos por estado. Y la misma suerte correrán los grupos políticos que pretendan seguir uniendo su suerte a la de los estados. ¿Tal vez Afganistán e Irak, dos naciones sin estado que han sido devueltas por la barbarie de la guerra a una primitiva sociedad medieval, son hoy los modelos de nuestro futuro, las utopías con las que nos está permitido soñar para un futuro no muy lejano? La política de los neoconservadores apunta hacia algo que puede confundirse con la utopía anarquista: la abolición del estado, pero de manera muy diferente, ya que los anarquistas contemplaban la superación de éste como producto de la educación de los individuos, convertidos así en hombres libres. Los neoconservadores, por el contrario, para quienes el estado no es más que un obstáculo a sus negocios, sueñan con su desaparición a fin de que nada estorbe sus saqueos ni su predominio absoluto.

Tal vez sociedades que consideramos atrasadas, como la de Yemen, país que se encuentra sumido en una permanente guerra tribal, representen hoy por hoy el porvenir posible de la humanidad. Quienes todavía, en este fin de la Historia, se sienten parte de una nación, e identifican su propia suerte con la de un símbolo (un escudo, una bandera), podrían verse convertidos mañana en guerreros tribales en lucha con las tribus vecinas, unos y otros sometidos al interés y la ambición de su protector: un señor de la guerra como los que conocemos por los relatos de la era feudal. Un señor como el noruego Arnarson, el cual llevó a sus vasallos hasta una isla de hielo, donde fundó una ciudad. Sin embargo, también sabemos por los griegos, padres de nuestra civilización, lo que significa una ciudad, una polis, una política. Habrá que oponer a los nuevos bárbaros ese antiguo conocimiento ciudadano, cuya puesta en práctica hoy es lo más parecido a un deber cívico, tan sano como ineludible.

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Björk: All is full of love