lunes, 4 de abril de 2011

DISPARATES / 17


LA ISLA DE ARNARSON
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Hace mucho tiempo que desde la política ya no llegan ideas. Y no sólo entre nosotros, en la mejor de las Españas posibles, ya que este es el signo general de nuestra época, a la que por algo llaman “el fin de la Historia”. En Europa, y en lo político, el último indicio de vida, la última onda de un encefalograma que ahora es plano, fue una socialdemocracia que en el norte adoptó la forma del “estado del bienestar”, el cual, es verdad, no tocó las causas de las desigualdades sociales, cosa que no se podía esperar de ella, pero que, al imponer una política fiscal y distributiva que en su momento fue considerada revolucionaria (y que hoy lo parece, vista retrospectivamente), sí intervino de hecho sobre sus consecuencias, creando una red asistencial que por una parte palió las necesidades de los menos afortunados, mientras que por otra los hizo más dependientes. Dicho de otro modo: los espectaculares avances sociales experimentados en el norte desde la postguerra eran producto de cierta visión socialdemócrata que consideraba al estado como un instrumento de su proyecto político. Éste tuvo éxito, y llevó a millones de europeos a vivir en condiciones con las que la mayoría no habría soñado antes de la guerra; pero tal éxito dependía de la instrumentalización del estado, y de la preponderancia de éste en las relaciones internacionales y en la economía..
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España, como sabemos, llegó a Europa en vísperas del fin de la Historia, lo que es lo mismo que llegar al cine cuando se acaba la película. De ahí que como muchas veces se ha señalado (lo ha hecho y lo hace incansablemente el economista Vicenç Navarro) aquí no haya existido nunca propiamente un estado del bienestar, sino a lo sumo un pálido reflejo, y esto por un motivo evidente: y es que nuestra socialdemocracia nunca ha instaurado una política fiscal progresiva ni remotamente parecida a la que en su día se instauró en los países del norte, y de la cual se nutrió el estado asistencial. De ahí también que los avances sociales vividos en España se hayan apoyado casi exclusivamente en el incremento del consumo, y no en una justicia distributiva inexistente. Esto equivale a decir que la socialdemocracia española renunció desde el principio, y a conciencia, a desempeñar el papel histórico que ingenuamente se esperaba de ella.
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Hoy el estado de cosas en el mundo parece una película, sí, pero una de terror que no habría podido ni imaginar en la peor de sus pesadillas un europeo de hace cuarenta años. Y es que el control de la economía ya no lo tiene el estado, de lo que se deduce que no hay proyecto socialdemócrata viable, privados como están los que pese a todo siguen llamándose socialdemócratas del instrumento necesario para la realización de su proyecto político, en el caso improbable de que todavía tuvieran alguno. A este nuevo panorama, que resultaría desconcertante para un Willy Brandt o un Olof Palme, los neoconservadores de hoy nos han enseñado a llamarlo así: “globalización”.
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Básicamente, el invento consiste en una transferencia de poder de lo público a lo privado. Y más que a lo privado habría que decir casi “a lo secreto”, si tenemos en cuenta que los financieros y especuladores que ejercen su dominio sobre la economía mundial son en gran parte desconocidos y realizan sus operaciones sirviéndose de entidades fantasmagóricas, sociedades interpuestas y paraísos fiscales. Constituyen de hecho una especie de sociedad secreta que compra y vende dinero cuando lo hay, y si no lo hay compra y vende acciones, títulos, valores y toda suerte de papeles (o de datos, porque a menudo los papeles ni siquiera existen) que presuntamente son la garantía, o la posibilidad más o menos razonable, de que alguna vez tal dinero aparezca, no se sabe dónde.
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Esta economía de casino resultaría casi divertida, y sin duda merecería ser considerada como una de las grandes realizaciones de la humanidad, al mismo nivel que el Juicio Final de Miguel Ángel y las sonatas de Mozart, si no fuera por el detalle de que tales vaivenes de capital tienen la curiosa propiedad de incrementar el paro en un cinco por ciento aquí, echar a la calle a un siete por ciento de embargados allá, y cosas por el estilo. Eso por no hablar de otras consecuencias que la globalización tiene en el mundo, como por ejemplo la reaparición del esclavismo, la destrucción medioambiental o el estancamiento de muchas naciones, condenadas a ver cómo el precio de sus materias primas lo fijan entes invisibles ocupados en obtener de ellas el mayor beneficio. No obstante, dichos daños colaterales no parecen entrañar mucha gravedad, a juzgar por la poca atención que merecen de parte de la prensa y de los gobernantes, los cuales sí están dando la importancia requerida a otra de sus consecuencias, la cual será menor para algunos, pero que a resultas de dicha atención superlativa ha adquirido un rango de verdadera y literal espectacularidad: me refiero a la quiebra de los estados.
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Y es que los caudales públicos no resultan tentadores solamente para los quintacolumnistas que, desde el interior del estado, echan el ojo a una caja de ahorros o a una partida presupuestaria, sino también, claro está, para estos especuladores que maniobran en la sombra y que saben que pueden esperar mucho de la complicidad de aquellos señores. Ahí está, si no, el buen amigo José María Aznar, que cobra 200.000 euros al año como consejero de la Endesa que él mismo privatizó. O el también buen amigo Emilio Botín, cuyo banco, primero de España y de la eurozona, tiene una deuda de 25.000 millones.
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Habiendo tantos agujeros que tapar, ¿a quién puede sorprender que los estados se arruinen? Primero cayó Grecia, después Irlanda, ahora Portugal se tambalea, y en España la solución ofrecida por la llamada socialdemocracia en el gobierno es el recorte de las pensiones. Mientras tanto, se anuncian nuevos recortes para el próximo año, y por si fuera poco desde el sector empresarial se exigen nuevas reducciones de impuestos. Ante tales cosas, era lógico que algunas noticias que llegan por vías no oficiales acabaran por llamar la atención de muchos españoles hacia cierta pequeña isla que se encuentra al norte y en la que al parecer han decidido seguir un camino totalmente diferente. Esta isla la conocemos aquí por su selección de fútbol, que es de las peores de Europa; por el frío gélido que hace la mayor parte del año, según cuentan algunos erasmus que han estado allí y han sobrevivido; y sobre todo por la cantante Björk.
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El noruego Ingólfur Arnarson fue al parecer el fundador del primer asentamiento humano en Islandia, a finales del siglo IX. Más tarde se instalaron en la isla otros pueblos que han vivido desde entonces de la pesca y la agricultura. Islandia, con poco más de 300.000 habitantes, ha sido uno de los modelos del estado del bienestar, con un nivel de desarrollo humano considerado por las Naciones Unidas como el primero del mundo, un PIB nominal per cápita de más de 55.000 dólares (el séptimo del mundo), asistencia sanitaria y educación superior gratuitas, y un desempleo del 1,5 por ciento. Todo esto cambió en 2008.

Cinco años antes, aprovechando sus ventajosas condiciones económicas, con uno de los mercados más liberalizados del mundo y una moneda fuerte, los tres principales bancos islandeses empezaron a ofrecer “sofisticados servicios financieros”, realizando operaciones, en parte en el extranjero, que llegaron a representar diez veces el PIB nacional, y que valió a los ejecutivos de tales bancos el apodo de “los vikingos de la expansión”. Sus prácticas incluían los llamados “préstamos bola”, que consistían en créditos millonarios que se otorgaban a empresas, las cuales quedaban obligadas a comprar acciones del mismo banco. También el negocio inmobiliario se benefició, llegando a concederse préstamos hipotecarios por valor del cien por cien del inmueble; y no sólo eso: del mismo modo financiaron la compra de automóviles y hasta las vacaciones. La inmensa burbuja explotó cuando los bancos islandeses empezaron a retirar los depósitos de sus clientes en Inglaterra y Holanda, operación que fue frenada por el alarmado gobierno inglés, el cual a tal fin hizo uso de las leyes antiterroristas.

Al llegar a este punto, el gobierno islandés decidió intervenir los tres bancos más poderosos del país, medida que no calmó a la arruinada población, que entretanto había visto aumentar el paro hasta el 8,5 por ciento. Los islandeses se echaron a las calles y forzaron la dimisión del gobierno, al que sucedió un gabinete interino que convocó elecciones, las cuales se celebraron en abril de ese mismo año y supusieron un triunfo de la izquierda. Pero el nuevo gobierno nacía ya enfrentado a una grave exigencia: la de pagar la deuda de 4.000 millones de euros contraída por los bancos en el extranjero. Tras negociar con las autoridades británicas y holandesas, el gobierno aprobó una ley para hacer efectivo el pago (con fondos públicos, como es natural), ley que debía ser sancionada por el presidente de la república, el ex comunista Ólafur Ragnar Grímsson. Éste se negó a firmar la ley, dando lugar a que fuera sometida a plebiscito. El acuerdo fue rechazado por el 93 por ciento de los votantes. Sin embargo, ya antes de que se celebrara el referéndum el gobierno había empezado a renegociar la deuda, esta vez en unas condiciones menos gravosas para Islandia. Al día de hoy está más o menos aceptada la opinión de que la deuda deberá pagarse de todos modos, aunque la decisión final (o quizá no) dependerá de un nuevo referéndum que está convocado para el próximo día 9.

La liberalidad con que había actuado la banca, y que puso al país en una situación crítica, hizo que se extendiera la creencia de que era preciso modificar las leyes, empezando por la misma Constitución. Así, paralelamente a lo anterior, la presión popular logró la convocatoria de unas elecciones constituyentes en las que se eligieron veinticinco ciudadanos (al margen de los partidos) que deberían participar en la redacción de una nueva Carta Magna. Por desgracia el Tribunal Supremo anuló estas elecciones, y finalmente los representantes de los ciudadanos ya no podrán ser elegidos de manera directa, sino que serán designados por los diputados.

No parece, a la vista de todo esto, que esté justificado el nombre de “Revolución Silenciosa” que se ha dado a los acontecimientos de Islandia, donde la izquierda gobernante no está haciendo gran cosa más allá de lo que el Fondo Monetario Internacional le sugiere al oído. Si acaso, la originalidad islandesa estribaría en la actitud del jefe del estado, el cual, por ser el suyo un cargo más bien honorífico, no podrá impedir que los acuerdos del gobierno, por un camino u otro, lleguen a buen puerto. Sí es cierto en cambio, y eso ya es algo, que algunos de los banqueros implicados en las operaciones que han ocasionado la actual crisis del sistema financiero islandés están presos (otros han huído al extranjero). Que no se pueda hablar seriamente de revolución, ni siquiera silenciosa, no implica que deba desdeñarse sin más lo conseguido en Islandia, y conviene recordar que estos logros, por modestos que sean, no habrían sido posibles sin la movilización popular.

Por lo demás, el ver en estos acontecimientos una revolución es más producto del deseo que de un verdadero conocimiento de la realidad. Y es que esa falta de ideas de la que hablaba al principio a veces puede ser causa de que algunos sean víctimas de espejismos como el de ver revoluciones donde no las hay, o a la inversa. Lo notable de los acontecimientos de Islandia consiste en el protagonismo de un movimiento social que no ha encontrado, ni podía encontrar, eco en la política, ni siquiera en la izquierda, ya que ésta se encuentra demasiado ocupada en el gobierno, es decir, recogiendo los cristales rotos de la economía.

Y es que hace tiempo que la economía dejó de ser un procedimiento de regulación de ciertas actividades humanas. Hoy la economía va por su lado, es una actividad totalmente independiente de lo humano. Los estados no podrán soportar por mucho tiempo el triste papel de hacer pagar a los ciudadanos las deudas contraídas por las locuras de la economía, y si ésta se obstina en proseguir su marcha al margen, y en contra, de la vida, la forma en que la sociedad se ha organizado al menos desde el siglo XVIII, o sea, lo que llamamos el estado moderno, tendrá que desaparecer, o transformarse en algo muy distinto de lo que hoy entendemos por estado. Y la misma suerte correrán los grupos políticos que pretendan seguir uniendo su suerte a la de los estados. ¿Tal vez Afganistán e Irak, dos naciones sin estado que han sido devueltas por la barbarie de la guerra a una primitiva sociedad medieval, son hoy los modelos de nuestro futuro, las utopías con las que nos está permitido soñar para un futuro no muy lejano? La política de los neoconservadores apunta hacia algo que puede confundirse con la utopía anarquista: la abolición del estado, pero de manera muy diferente, ya que los anarquistas contemplaban la superación de éste como producto de la educación de los individuos, convertidos así en hombres libres. Los neoconservadores, por el contrario, para quienes el estado no es más que un obstáculo a sus negocios, sueñan con su desaparición a fin de que nada estorbe sus saqueos ni su predominio absoluto.

Tal vez sociedades que consideramos atrasadas, como la de Yemen, país que se encuentra sumido en una permanente guerra tribal, representen hoy por hoy el porvenir posible de la humanidad. Quienes todavía, en este fin de la Historia, se sienten parte de una nación, e identifican su propia suerte con la de un símbolo (un escudo, una bandera), podrían verse convertidos mañana en guerreros tribales en lucha con las tribus vecinas, unos y otros sometidos al interés y la ambición de su protector: un señor de la guerra como los que conocemos por los relatos de la era feudal. Un señor como el noruego Arnarson, el cual llevó a sus vasallos hasta una isla de hielo, donde fundó una ciudad. Sin embargo, también sabemos por los griegos, padres de nuestra civilización, lo que significa una ciudad, una polis, una política. Habrá que oponer a los nuevos bárbaros ese antiguo conocimiento ciudadano, cuya puesta en práctica hoy es lo más parecido a un deber cívico, tan sano como ineludible.

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Björk: All is full of love

1 comentario:

  1. Parece que los islandeses no se fian de su sistema bancario. No son los unicos. En el proyecto de union europea ya no creen ni los propios eurodiputados que si gozan aun de un sistema de sociedad del bienestar. En otras epocas anteriores fue la iglesia la que si merecio el favor de los impuestos de los ciudadanos europeos, asi ellos se prodigaban en obras de caridad a favor de los ciudadanos mas desfavorecidos, y con ello los estados y sus gobiernos eran legitimos, claro hasta que llego la Ilustracion, pero todo lo que no se asegura luego se olvida y parece que estamos olvidando los logros sociales, economicos y politicos.
    Y ahora que solo hay un bloque desde que desaparecio la URSS,el poder se alia con los espculadores, las bolsas de valores que venden papeles cuyo valor siempre esta en entredicho y de ello se benefician los gobiernos, y los mas humildes siguen pagando lo que podriamos llamar "diezmo", ven hipotecadas sus viviendas, su futuro profesional, sus sueldos. Y es que si los logros no se refuerzan seguro que los seguiremos perdiendo. ¿Dónde hemos llegado?
    A nadie se le ocurre que hacer para impedir esta sucesión de estafas. Parece que Europa ha sido raptada por un Zeus, o engañada ante su vistoso poder ( en lo economico y todos intentan comulgar con los productos de los mercados financieros y ahí esta la trampa, porque son mercados desregulados y todo cabe). Las conquistas son como las acuarelas que si no se acaban y se secan bien con un baño de agua se desdibujan y se convierten en obras borrosas, igual que los que va a pasar con los derechos sociales. No hay para todos para tapar agujeros de los bancos con sus tranmpas y para procurar una sanidad y una cultura para todos, o cañones o mantequilla, todo a la vez no hay presupuesto que lo resista.
    Tanto Miguel Anguel llego a trabajar bien y la iglesia le protegió un papa Julio no se que numero hacia. Bach ,tambien nos encantaba incluso hoy con sus misas embelesadoras hasta de los oidos mas agnosticos, y los protestantes estaban detras. Ahora ya no se valora nada de nada. No se sabe si hacer una revolucion silenciosa o una que meta muchisimo ruido.
    Pero lo realmente peligroso son los especuladores esos que se dedican a vender papel o trozos de hipoteca o lo que quierean porque como no hay nada regulado: que paguen los de siempre.
    Felicitaciones por tu pagina, esta bien encontrar a alguien que sabe lo que dice. Muchos animos. Y a seguir.

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