martes, 27 de noviembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 80


LA VIDA ASESINA, AMOR Y TRAGEDIA DE UN HOMBRE CORRIENTE

“¿Por qué quiere la naturaleza que nosotros, los hombres, no podamos amar más que mediante la violencia?”, pregunta a su amante el joven Jacques Verdier, protagonista de esta inquietante novela, una de las tres que escribió su autor, que la redactó en 1907 y que nunca pudo ver publicada (se editó por primera vez en 1927, dos años después de su muerte). Si ni el protagonista ni su creador pudieron responder dicha pregunta, con lo que el asunto en cuestión quedó en la nebulosa esfera de lo que suele llamarse la fatalidad o el destino, es posible que ambos hubieran encontrado nuevos motivos de reflexión al respecto en el caso de haberse tropezado con el breve y famoso ensayo titulado Lo siniestro que Sigmund Freud escribió en 1919. En él se lee: “Esta cualidad sensitiva [la de lo siniestro] se da en grado extremadamente dispar en los distintos individuos”, por lo que su estudio sólo puede abordarse tras “despertar en uno mismo un estado de ánimo propicio a ella”. Según las observaciones filológicas de Freud, lo siniestro vendría a ser aquello que es contrario a lo familiar, a lo íntimo y hogareño, lo que también sería aplicable a ciertos animales en estado salvaje, es decir, “no domesticados ni acostumbrados a la gente”. Un hombre siniestro sería, pues, y ante todo, un hombre no asimilado, extraño y, en una palabra, asocial.

El suizo Félix Vallotton apenas es conocido como escritor, incluso en su país natal y en el ámbito de su lengua, el francés, y si su nombre hoy nos dice algo es en su calidad de pintor y grabador que fue miembro del grupo de los Nabis, aquella pequeña comunidad de artistas que solía reunirse en el Café Volpini de París y que poseía un órgano de expresión propio: La Revue Blanche. A este grupo, además de Vallotton, pertenecieron Édouard Vuillard, Pierre Bonnard, Odilon Redon y Puvis de Chavannes, y el escultor Aristide Maillol. Las obsesiones de los Nabis eran el color y las emociones a él asociadas, y de hecho el cuadro que adoptaron como estandarte, obra de Paul Sérusier, es un paisaje conformado por manchas de colores puros entre las que predomina el amarillo. El expresionismo y el arte abstracto están ya a la vuelta de la esquina, y es posible que en los cuadros de Vallotton, también cuando representan interiores burgueses de apariencia serena, pueda observarse ya algo de ese aire siniestro que tanto debió chocar a los asiduos del Salon des Indépendants de París y a los de la Sezession de Viena.

También precursora del expresionismo es esta novela que se desarrolla en una conciencia atormentada y que proyecta amenazadoras sombras entre las que ya casi pueden reconocerse las de M, el vampiro de Düsseldorf y el Doctor Mabuse. Su protagonista es un joven de provincias que marcha a París para continuar sus estudios. Allí da la impresión de que la vida le sonríe, y su existencia pública, nada llamativa, se ve pronto favorecida por su afición al arte, que le induce a frecuentar los ambientes bohemios. Es verdad que en ellos no hará ninguna verdadera amistad, pero esas mínimas relaciones le permitirán desplegar su talento como historiador del arte. En efecto, los artículos de Jacques Verdier sobre la escultura del siglo XII se publican en las revistas especializadas, merecen los elogios de los entendidos e incluso su autor recibe el encargo de redactar un libro. En medio de todo eso, y con sólo veintiocho años, Verdier aparece suicidado en su apartamento. Su único legado es un sobre que contiene un manuscrito con este título: Un amor. En opinión del comisario y del juez estas dos palabras bastan para explicar suficientemente la muerte del joven, y así el manuscrito permanece virgen y traspapelado, víctima del mismo escaso interés que suscitaba el difunto Verdier. De este olvido lo rescata por fin un editor imaginario “para ofrecerlo íntegramente y en todo su esplendor”.

Paul Sérusier, El talismán, 1888
Este misterioso manuscrito constituye el cuerpo de la novela, por lo que la narración nos es dada en primera persona y de la propia pluma de Verdier. Éste evoca en el relato su infancia, una fotografía familiar que era lo único que conservaba de sus padres y que no sabe cómo ha perdido, una grave enfermedad (difteria) de la que se salvó casi de milagro, y enseguida nos describe el que sin duda es su primer recuerdo consciente: la guerra. “Todo esto permanece muy confuso y hago un esfuerzo por precisar recuerdos hasta ahora dormidos, mas de estos acontecimientos data la aurora de mi sensibilidad”. Las tropas llegan a la ciudad para hospedarse en las viviendas de los civiles, y en la memoria del niño Verdier queda impresionada para siempre la imagen de aquellos “harapientos, taciturnos, iluminados brutalmente durante un segundo inolvidable para volver a entrar al instante en la oscuridad hacia la que se apresuraba su pánico”. Y “vi a un desgraciado, con las dos piernas amputadas, traquetear dentro de un cuévano sobre los hombros de un amigo. Vi cómo se vendaban y desbridaban llagas; oí crujir de huesos, vi sangre, porquería y chorrear pus a lo largo de las aceras”.

Acabada la guerra, se encadenan tres acontecimientos que marcarán la infancia y la vida del personaje. En el primero, un compañero de juegos le acusa falsamente de un empujón que dio con él en las aguas del río. El segundo tendrá un final más trágico, ya que una inocente broma infantil provoca el accidente que cuesta la vida a un vecino. Es el tercero, sin embargo, el que deja una huella más perenne en Verdier, responsable involuntario ahora del envenenamiento y posterior muerte de su amigo Musso. El abrumador sentimiento de culpa que recae sobre el muchacho, junto al brutal descubrimiento de la fragilidad de la vida, se convierten en el bagaje con que poco después Verdier abandona su ciudad natal para ir a París.

Aquí el joven no tarda en dar muestras de retraimiento y de un recelo bien comprensible hacia la vida social. Y es que ha advertido que bajo la sensata, ordenada y pacífica apariencia de las cosas, no existe más que una acechante violencia dispuesta a aflorar en cualquier ocasión, una violencia que convierte instantáneamente en podredumbre todo lo bello y para la que él, Jacques Verdier, es la condición necesaria, tan destructiva como inocente. De este modo el personaje llega a contemplarse a sí mismo como el siniestro agente propagador del sufrimiento humano, un agente asesino que en especial tiene la facultad de imponer el dolor a aquello que ama. La confirmación de lo anterior le llegará a través de una muchacha, Jeanne Bargueil, que sirve de modelo a uno de sus conocidos, el pintor Darnac. Pues sucede que de nuevo un accidente en el que él participa, otra vez de manera inconsciente, causa a la joven horribles heridas que darán pie a una ulterior y enfermiza relación casi amorosa. “Casi”, ciertamente, porque los sentimientos de él ya están puestos en otra parte.

Félix Vallotton, Autorretrato, 1885
La señora Montessac es la dama mundana a la que admira con reverencia el joven de provincias, pero es también la esposa del director de la revista para la que escribe sus artículos. Desde el primer momento Verdier mantendrá una lucha interior a fin de eludir esa especie de imperativo irracional que le hace frecuentar y cortejar a la dama, pero esta vez la violencia soterrada que opera secretamente en su vida cobrará una forma nueva, los celos, que repartirán equitativamente el sufrimiento entre él y su amada. La relación entre ambos tiene todas las trazas que son propias del folletín decimonónico, a lo que se añade ese sentimiento amenazador que impera en la mente de Verdier, el cual se sabe expuesto a ser la causa de las aflicciones, y hasta de la muerte, de ella. Mientras tanto, no es de extrañar que el refugio de Verdier, al que vuelve una y otra vez, sean las esculturas que debe estudiar con vistas a la redacción de su libro. Las estatuas están faltas de vida y por tanto libres de accidentes. Y sin embargo, a medida que el estado de la conciencia del personaje se vuelve más delirante, puede parecer que dichas estatuas son ya cuerpos heridos, o mejor aún: cadáveres producto de alguna violencia anterior. Así, cerca ya del desenlace de la historia, durante su visita a Versalles, Verdier ve sólo “galerías funerarias, llenas de tumbas y bustos fríos, lóbregas representaciones de nuestro valor militar”. Huyendo de esas imágenes de pesadilla, el personaje sale a pasear por los jardines del palacio, “poblados de chiquillos, niñeras y militares; intenté que los retozos de ese mundo ingenuo me apasionaran, pero el esfuerzo fue vano, mi pensamiento recaía perpetuamente en sus lodos”.

A las estatuas y a su siniestra apariencia de cuerpos animados se refería Freud en el ensayo al que aludíamos, y que Vallotton pudo leer (aunque sólo después de redactar su novela). “Mi pasado, doloroso o pueril, mis exiguas dichas, mis remordimientos, Jeanne, el olor a cadáver de mi vida, el porvenir, todo eso al fin se deslizaba, se fundía, se derrumbaba en cascada a lo largo de mi ser, como la ropa fatigada de mi cuerpo”, termina por escribir Jacques Verdier, próximo a despojarse ya de esa envoltura siniestra que para él es la vida. 

Esta perturbadora novela de Vallotton se nos presenta como uno de los relatos más sombríos y pesimistas que se han escrito (sea Verdier o no un neurótico) acerca de la naturaleza humana. Pero también es un libro vanguardista cuya excelencia no está en lo que podríamos llamar su acabado, sino en lo que propone y sugiere al lector atento, que no es otra cosa que una manifestación del eterno conflicto entre Eros y Tánatos. Parece que el libro, como el manuscrito Un amor redactado por Verdier antes de su muerte, se ha traspapelado en alguna parte y no cuenta con el favor, ni de público ni de crítica, que merece, lo que quizá obedezca a aquello que decía Borges de que cada libro debe encontrar al lector para el que fue escrito. Y La vida asesina todavía no ha encontrado al suyo.

martes, 20 de noviembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 79


ELSA MORANTE, MEMORIA RECOBRADA

Pocas veces como en la obra narrativa de Elsa Morante, que abarca un período que se inicia en 1941, cuando redacta los cuentos de su volumen Il gioco segreto, y que culmina en 1982 con su última novela, Araceli, se encontrará en una similar (por lo extensa) carrera creativa una comunión tal de intereses, de temas y de impulsos poéticos. Ya los cuentos del volumen citado, de los que algunos serían recuperados en un libro que apareció en 1963 bajo el título de El chal andaluz, anuncian el contenido y el aliento de toda su obra, un aliento del que la propia autora ha dejado pistas esparcidas aquí y allá, por ejemplo en su novela Mentira y sortilegio, de 1948, en la que su protagonista y narradora se presenta así: “Aunque ustedes, queridos lectores, encontrarán en estas líneas a más de un personaje contagiado por el morbo de la imaginación, sepan que ya han conocido al enfermo más grave, pues aquí me tienen: soy yo, Elisa”. A lo que también alude un personaje de Araceli: “A veces puede parecer que las memorias son producidas por la fantasía, mientras que, en realidad, la fantasía siempre es producida por las memorias”. Sucede que esa mezcla de fantasía y realidad, presente en estas novelas separadas entre sí por casi cuarenta años, es la materia prima de la que se sirve en abundancia la autora, lo que la convierte en maestra, y creadora avant la lettre, de un estilo cuyas claves, sin dejar de ser propias, comparte con las de ese llamado “realismo mágico” al que algunos autores dieron carta de naturaleza en otro hemisferio, cuando Elsa Morante ya había escrito más de la mitad de su obra.

La memoria a la que se refiere la autora es ante todo una memoria familiar, compuesta por historias que participan de un mismo impulso vital, ya que en el universo creativo de Morante la vida es lo mismo que la literatura, una recreación continua que se niega a extinguirse y que busca en las palabras, además de su explicación, su propia e infinita pervivencia, lo que otorga a su narrativa, junto a esa combinación de realidad y magia (una magia llamada a conjurar y prolongar la vida) una aureola proustiana de indagación y de búsqueda de los orígenes. A todo ello se refirió la profesora Stefania Lucamante en un ensayo de gran utilidad para comprender la obra narrativa de la autora y que permanece inédito en castellano.*

Proust planea sobre estas páginas que adoptan por lo general la forma de una evocación de lo doméstico, entendiendo esto no sólo como lo que es perceptible a primera vista, lo que puede ser transferido mediante una descripción apegada al tradicional realismo, sino también por aquello que pertenece a la biografía íntima de los personajes, los sueños y las pesadillas que subsisten y se alimentan subterráneamente, y que en la vida real suelen permanecer en la esfera de lo incomunicable. A esto hay que añadir la voluntad de la autora de reproducir fielmente el habla de sus personajes, lo que en el caso del Manuele de la novela Araceli, hijo de una andaluza cuyo nombre da título al libro, da pie a un recorrido hereditario por cierta tradición oral compuesta por nanas, refranes y palabras en español que formarán parte del viaje interior y exterior del protagonista. Todo ello a fin de dar al lector una imagen más completa de la rica subjetividad, hecha tanto de fantasía como de memoria, que atraviesa a sus personajes.

Elsa Morante nació en Roma hace ahora cien años. De 1933 datan sus primeros poemas y relatos, que aparecieron en diversas publicaciones. Al ya mencionado Il gioco segreto, su primer libro, sucedió unos años más tarde una fábula infantil, Le Bellissime Avventure di Caterì dalla Trecciolina, que revisó en 1959 y que en español se ha publicado con el nombre de Las extraordinarias aventuras de Caterina. En 1941 se casó con Alberto Moravia, que la ayudó a introducirse en los círculos literarios romanos; trabó amistad con Pier Paolo Pasolini y durante la ocupación alemana se trasladó al sur de Lacio, donde tradujo a Katherine Mansfield y empezó a redactar la novela que la haría célebre, Mentira y sortilegio.

Esta novela aparece como una rara avis en la literatura de postguerra. Hoy se ha convertido en un tópico citar a Natalia Ginzburg, que entonces era lectora de la editorial Einaudi, al tratar de esta Mentira y sortilegio: “La leí de un tirón y me gustó inmensamente, pero no estoy segura de haber tenido entonces plena conciencia de su importancia y esplendor”. En medio de la sobria narrativa neorrealista de la época, aquel libro de más de mil páginas llegó a Einaudi como caído de otra galaxia, una en la que estaban admitidas la luminosa desmesura y una no menos luminosa imaginación, mediante las cuales se hacía posible abarcar la dura realidad de postguerra desde una nueva perspectiva en la que cohabitaban la novela decimonónica y el cuento de hadas, y que poseía, según Ginzburg, “la intensidad desgarradora y dolorosa de nuestra existencia cotidiana”. En ella, el personaje de Elisa es el alma creadora de una historia familiar concebida a imagen de las novelas de aventuras y las sagas pobladas por héroes caballerescos y doncellas, libros que, en su calidad de mujer joven y huérfana, lee obsesivamente. Dichas lecturas, por medio de una metamorfosis quijotesca, terminan por convertir a sus anodinos padres, abuelos, y a la mujer que se ocupó de la narradora en su infancia, en personajes de leyenda. También el mediocre entorno se transfigura, sublimándose en un relato que no deja de ofrecer sorpresas y que constituye un mundo tan prolijo como fascinante. Así, al referirse a estas invenciones y transfiguraciones de la realidad, la narradora puede afirmar que “mi mayor gloria consistía en que, aun creyendo en ellas y profesándome hipócritamente su súbdita fiel, me consideraba su emperatriz, y casi su diosa, y no dudada en sostener entre los dedos el hilo de sus vidas arrogantes”. A lo que añade: “Pero aquellos fantasmas se vengaron de mi orgullo tomándose al mismo tiempo la revancha contra la necia Elisa mediante la razón y la realidad”. El libro se publicó gracias a la influencia de Cesare Pavese y ha aparecido por primera vez entre nosotros este mismo año.

De 1974 es La Historia, que la autora escribió años después de separarse de Moravia y que está ambientada en la Roma de la II Guerra Mundial, una Roma que “en los últimos meses de la ocupación alemana tomó el aspecto de ciertas metrópolis indias, donde sólo los buitres se alimentan hasta la saciedad y no existe ningún censo de vivos y muertos”. Esta novela coral, en la que se cruzan los destinos de la joven judía Ida Ramundo y Useppe, su hijo bastardo, la familia Marrocco, el anarquista Davide y una amplia nómina de personajes secundarios, es herencia de algunas de las obras seminales del siglo XX, entre ellas Berlin Alexanderplatz y Manhattan Transfer (y, no con menos motivo, de los Campos de nuestro Max Aub). En ella, como sucede con Berlín y Nueva York en las novelas de Döblin y Dos Passos, se nos ofrece una reconstrucción literaria de la Roma en guerra, ciudad mísera en la que las historias personales de sus habitantes se yuxtaponen entre sí y a la vez con los grandes acontecimientos de la época, para lo que la autora se sirve de gran variedad de recursos (carteles, noticiarios radiofónicos, recortes de prensa) que terminan por componer un inmenso collage en el que la vida y la muerte bullen incansables, reproduciendo un emocionante cuadro de las penalidades y los anhelos humanos en tiempo de guerra.

Araceli, la última novela de Morante, es ya ilustración de otra Europa, la de los años ’70, e ilustración también de lo que podríamos llamar la conexión española de la autora, una conexión establecida a raíz de su amistad con la malagueña exiliada María Zambrano, de cuya hermana tomaría prestado el nombre para dar título a este libro. Ambas hermanas vivían por entonces en un apartamento del barrio de Trastevere, en el que la filósofa entabló con Morante profundas “relaciones de pensamiento y de emoción”, de lo que resultó que ambas autoras fundieron “en la misma ‘llama de amor vivo’ su compromiso político contra el fascismo, contra la injusticia y contra el mal de la Historia”.**

La novela cuenta la peripecia de Manuele, quien viaja a Andalucía para rastrear las huellas dejadas por su madre. A la manera de un contrapunto, la narración de los hechos del presente (el viaje a Almería y después a la aldea donde nació Araceli) se alterna con una indagación en la memoria en busca de los propios orígenes. El libro viene a ser una reflexión sobre la crisis existencial del individuo, salvado de la disolución sólo por medio del amor, todo ello ambientado en la España de noviembre de 1975, en vísperas de la muerte del general Franco, y en una Andalucía que se nos muestra como paradigma y encarnación del Sur, un territorio mágico opuesto a la hostil tecnocracia anglosajona.

Elsa Morante murió en su ciudad natal en 1985. Para el lector español su obra es un descubrimiento tan tardío como estimulante, no sólo por esa conexión española a la que nos hemos referido a propósito de Araceli y que también está presente en otras obras de la autora, sino igualmente, y sobre todo, por el coraje con que escribió siempre contra corriente, por la libertad de su invención y porque la fantasía de su escritura nos sirve paradójicamente para iluminar las oscuras regiones de la memoria. Su obra, incluso en los pasajes más trágicos y conmovedores, transmite un fervor apasionado por la vida, y por lo que por ésta puede hacer la literatura. Acercarse ahora a su obra significa conocer uno de los tesoros escondidos de la novela italiana del siglo XX.
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* Stefania Lucamante, Elsa Morante e l’eredità proustiana, Fiesole, Cadmo, 1998
** Elisa Martínez Garrido, De nuevo acerca de Elsa Morante y María Zambrano. Algunas consideraciones sobre el amor, la piedad y la historia. Cuadernos de Filología Italiana, 16, 2009

martes, 13 de noviembre de 2012

DISPARATES / 50


ZYGMUNT BAUMAN: NUEVAS PROPUESTAS PARA UN PENSAMIENTO SOCIAL

Hace dos años, en vísperas de las navidades, y como posiblemente sucederá de nuevo ahora, las portadas de la prensa de Estados Unidos celebraron las avalanchas de compradores que volvían a llenar los centros comerciales con grandes y eufóricos titulares en los que se anunciaba el fin de la crisis y “la vuelta a la normalidad”. Por esas fechas apareció un informe que no fue conocido por el gran público y cuyos autores, miembros de un grupo de investigación social de la Universidad de Rutgers (New Jersey), titularon El sueño americano hecho añicos. En el mismo se recogían datos de una muestra de población desempleada que daban pie a sus autores a considerar que, entre los encuestados, uno de los rasgos dominantes era la pérdida de fe en la idea de que “si uno se lo propone y trabaja duro, puede progresar”. Bauman, que cita las estadísticas proporcionadas por dicho estudio, se pregunta: “¿En qué página del periódico se publicarán?”

En diferentes pasajes de Esto no es un diario (Paidós, 2012) Bauman se interroga también acerca del sentido de esa reflexión individual suya que nace ya con la vocación de ser compartida. A ello alude en su discurso a la recepción del Premio Príncipe de Asturias en 2011, que se reproduce en sus páginas y en el que aludió al Quijote y a su creador: “Don Quijote no fue un conquistador, fue conquistado. Pero en su derrota, tal como nos enseñó Cervantes, demostró que la única cosa que nos queda frente a esa ineludible derrota que se llama vida es intentar comprenderla”. Y añade: “Cervantes [nos presentó] el mundo en toda su desnuda, incómoda, pero liberadora realidad: la realidad de una multitud de significados y una irremediable escasez de verdades absolutas. Es en dicho mundo, donde la única certeza es la ‘certeza de la incertidumbre’, en el que estamos destinados a intentar, una y otra vez y siempre de forma inconclusa, comprendernos a nosotros mismos y comprender a los demás, destinados a comunicar y, de ese modo, a vivir el uno con y para el otro”.

Esto no es un diario, el hasta ahora último libro de Zygmunt Bauman, está concebido, pese a su título, como un diario en el que se tratan temas de actualidad y que abarca los últimos meses de 2010 y los primeros de 2011, y en el que el autor vuelve a hacer uso de sus ya bien conocidos rigor y originalidad en el análisis crítico de la sociedad actual. Según Bauman, pensar la vida es una de las condiciones previas para disfrutarla y para proponer alternativas a los problemas que ella nos presenta. Los textos de este libro, mayormente inspirados por la lectura de la prensa, son el producto de la reflexión de un hombre que aborda los problemas de la actualidad con el bagaje teórico y práctico de quien, a sus ochenta y cinco años, tiene ya una dilatada y profunda reflexión a sus espaldas, razón por la cual Esto no es un diario se convierte en un involuntario compendio del pensamiento de Bauman y en una magnífica excusa para adentrarse con más detalle en su obra anterior. En dicha obra, la modernidad aparece metafóricamente caracterizada por el autor, como ya saben sus lectores, por el estado líquido, inseguro e inestable, de la misma: “Nuestra época”, escribe, “destaca por pulverizar todo, aunque nada tan a fondo como la imagen del mundo, una imagen que se ha vuelto tan puntillista como la de la propia época que la está rayendo y reduciendo a polvo”. Descifrar dicha imagen significa introducirse en la aventura de conocer y comprender el presente.

Se trata, como sabemos ya, de un presente poco halagador, sumido en una deriva regresiva que no parece tener fin, que es guiada por una exigua minoría en contra del interés mayoritario y que pone en cuestión avances sociales que creíamos incuestionables y contra los que hoy se atenta en todo el mundo. Baste un dato: a comienzos del siglo XXI, el 5% más rico de la población mundial recibe un tercio de la renta global total, que es lo mismo que le corresponde al 80% más pobre de los habitantes del planeta. “La gravedad de la crisis tal vez sea el resultado de la intensidad de la desregulación, pero la dureza y la acritud de sus efectos humanos continúan estando firme y tenazmente controladas por el factor de clase”. Pues en efecto, escribe Bauman, “la suya es una sociedad de clases, señora, y la suya también, señor, y ténganlo muy en cuenta, si no quieren que su amnesia termine en terapia de choque”. La visibilidad y la profundidad dramática de los perjuicios ocasionados por este factor de clase aumentan a medida que vamos “retrocediendo cada vez más a unos abominables niveles de desigualdad que no se recordaban desde la era del capitalismo temprano”, lo que implica que la actual sea “la primera generación de postguerra que se enfrenta a la perspectiva de una movilidad (social) descendente”. Así, mientras los ejecutivos de Goldman Sachs cobran una media de 700.000 dólares anuales, y mientras ocho grandes bancos norteamericanos y europeos pagan a sus altos cargos 543.000 dólares de media al año, un total de cuarenta y cuatro estados norteamericanos han recortado las prestaciones sociales a los hogares que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza, lo que significa, por ejemplo, que “una familia de tres miembros sólo tiene derecho a la asistencia pública si sus ingresos conjuntos son inferiores a 1.383 dólares mensuales (1,5 dólares por persona y día)”. El 15,1% de pobreza extrema es un dato que apenas llama ya la atención en el país más rico del planeta.

El mismo factor explica la total disparidad existente entre las dos caras de la desregulación, como Bauman nos recuerda: “Cuando sus operaciones de elevado riesgo salen bien, [los bancos] se quedan con las ganancias, pero son los contribuyentes quienes absorben las pérdidas cuando esas jugadas son perdedoras y ponen en peligro todo el sistema. Los banqueros tienen incluso un término especial para referirse a esa táctica, YMHI: para cuando las apuestas salgan perdedoras, yo ya me habré ido (cobrando una jugosa prima, por supuesto)”. Frente a eso, se extienden cada vez más “los desiertos del desempleo”, lo que se observa en el hecho de que “el número de trabajadores empleados tras cada una de las depresiones que van azotando sucesivamente la economía es menor que el registrado antes de que se contrajera por última vez. Pues ya es un hecho admitido que, incluso sin crisis, el número de trabajadores disminuye drásticamente, al igual que los subsidios sociales. Bauman resume: “No se trata, pues, de manejar de manera diferente unos fondos de ayuda crónicamente insuficientes, sino, más bien, de hacer política, pues políticos son el desafío y la tarea que tenemos por delante”.

Ésta, sin embargo, tendrá que ser una nueva política, ya que Bauman constata cómo la actual y salvaje regresión social está estrechamente vinculada a un imparable descrédito de aquello que llamábamos “lo político”. Dicho descrédito, que es el mismo que sufre la democracia, tiene principalmente dos motivos en los que Bauman insiste en diversos pasajes de su obra: por un lado que el Estado ha dejado de desempeñar las funciones que lo legitimaban en la era moderna, dejando que las necesidades colectivas que antes cubría pasen a formar parte de la esfera privada o de lo que él llama “la política de la vida”; y por otra la liquidación de la socialdemocracia, que parece haber cumplido con creces su ciclo histórico. “Hoy”, según Bauman, “es de los ‘individuos por decreto’ de quienes se espera que conciban y apliquen sus propias soluciones individuales a unos problemas generados a nivel social”, lo que para colmo se nos presenta como “un avance de la autonomía”. Y añade: “La política de los partidos socialdemócratas se ha articulado a partir del principio de que ‘aquello que vosotros (el centro-derecha) hacéis, nosotros (el centro-izquierda) podemos hacerlo mejor’”. Esta fórmula era producto de la pérdida sufrida por la socialdemocracia de su “propio electorado independiente, sus fortalezas y bases sociales”, una pérdida que era consecuencia entre otras cosas de la reconversión industrial a la que contribuyeron de buen grado los mismos partidos socialdemócratas, y que ha terminado por acarrear la falta de identidad de la izquierda. La solidaridad que nutrió a ésta “fue un fenómeno endémico propio de la desaparecida sociedad de productores, y el antiguo electorado de la socialdemocracia se ha disuelto en el resto del conjunto de consumidores solitarios”.

Los asuntos abordados por el autor abarcan campos como la cultura de masas, las nuevas realidades virtuales y las pautas de conducta creadas por la electrónica, la naturaleza del Estado y la antropología. A lo que hay que añadir una de las preocupaciones mayores de Bauman: la juventud, que se encuentra hoy al borde de lo desechable. “Lo que los salva [a los jóvenes] de una completa obsolescencia (aunque por poco) y les asegura cierto grado de atención adulta es su actual y potencial contribución a las demandas del consumo. La juventud se forja y se piensa como ‘otro mercado’ listo para ser comercializado y explotado”. O dicho de otro modo: la viabilidad y las posibilidades de éxito de los jóvenes de hoy parecen depender no ya de su educación o de su aptitud laboral, sino de su capacidad para integrarse en los todopoderosos mercados de consumo.

Los textos de Bauman proporcionan una descripción fragmentada, rica, a menudo irónica, siempre insustituible, de nuestro mundo, el cual reúne motivos suficientes para la inquietud. Esa misma inquietud, según confiesa Bauman, es la que le provoca a él al acto casi compulsivo de la escritura, “ese juego de las palabras que es para mí el más celestial de los placeres” y que constituye finalmente el medio necesario para que se despliegue su pensamiento, o, como él dice, “la razón subyacente que hace que la búsqueda de razones resulte tan desesperada e infructuosa como ineludible”. De esa búsqueda, tan necesaria en medio de la irracionalidad reinante, participará también el lector de este libro, cuyo autor considera que su obra es un intento de “salvar nuestro sentido autocrítico” y que es uno de los pensadores que más ha contribuido a iluminar las sombras de este tiempo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

DISPARATES / 49

Felix Vallotton,
Escena callejera
DEL DAÑO COLATERAL Y LAS BAJAS DE LOS RECORTES (y III)

Zygmunt Bauman

¿Y qué sucede con los futuros licenciados? ¿Y qué pasará con la sociedad en la que, más pronto que tarde, tendrán que asumir las tareas que sus mayores debían realizar y cumplieron mejor o peor? Esa sociedad, cuya suma total son las destrezas, el conocimiento, la competitividad, el aguante y la resistencia, su habilidad para afrontar retos y su capacidad para extraer lo mejor de ellos y mejorarse a sí misma, estará determinada por ellos, tanto si les gusta como si no, con su voluntad o sin ella.

Sería prematuro e irresponsable hablar del planeta como un todo que accede a una era postindustrial, pero no menos irresponsable sería negar que el Reino Unido entró en dicha era hace ya unas cuantas décadas. A lo largo del siglo pasado, la industria británica compartió el destino sufrido por su agricultura en el XIX: la industria empezó entonces congestionada y lo dejó despoblada (de hecho, en los países occidentales más desarrollados los obreros industriales constituyen menos del 18% de la población activa). Sin embargo, lo que a menudo se ha pasado por alto es el detalle de que en paralelo a la caída en el número de obreros industriales en la fuerza nacional del trabajo, también hubo una caída en el número de industriales entre la élite del poder político y económico. Seguimos viviendo en una sociedad capitalista, pero los capitalistas que pagan y mandan ya no son propietarios de minas, muelles, siderurgias y plantas de fabricación de automóviles. En la lista del 1% de los estadounidenses más ricos, sólo uno de cada seis nombres pertenece a un empresario industrial; el resto son financieros, abogados, doctores, científicos, arquitectos, programadores, diseñadores y todo tipo de celebridades del escenario, la pantalla y los deportes. El grueso del dinero se encuentra ahora en el manejo y la asignación de las finanzas y en las invención de nuevos dispositivos tecnológicos, aparatos de comunicación, trucos publicitarios y de marketing, así como en el universo del arte y el entretenimiento; en otras palabras, en nuevas y no explotadas ideas imaginativas y seductoras. Quienes ahora viven en las plantas altas son personas con ideas útiles y brillantes (léase vendibles). Son esas personas las que contribuyen en mayor medida a lo que actualmente se entiende por “crecimiento económico”. Los principales “recursos deficitarios” a partir de los cuales se acumula el capital y cuya posesión y gestión proporciona la fuente principal de riqueza y poder son, en el presente de la era postindustrial, el conocimiento, la inventiva, la imaginación y la capacidad y el valor para pensar de otras forma, cualidades que las universidades están llamadas a crear, fomentar e inspirar.

Hace un siglo, en la época de la guerra de los bóers, el pánico invadió a las personas preocupadas por el poder y la prosperidad de la nación ante las noticias de un amplio y creciente número de reclutas desnutridos con cuerpos decrépitos o una pésima salud, y por tanto física y mentalmente incapacitados tanto para las industrias como para los campos de batalla. Ahora es el momento de preocuparse por la perspectiva del creciente número de personas poco educadas (un dato contundente, según los crecientes estándares mundiales) e inapropiadas para trabajar en laboratorios de investigación, talleres de diseño, salas de conferencias, estudios de artistas o redes de información, que puede resultar de la reducción de los recursos universitarios y el descenso en el número de licenciados de nivel. Los recortes del gobierno en la financiación de la educación superior se traducen a un tiempo en recortes en las perspectivas vitales de la generación que alcanza la mayoría de edad y en el futuro estándar y estatus de la civilización británica, así como en el estatus y el papel europeo y mundial desempeñado por el Reino Unido.

Los recortes en la financiación del gobierno corren paralelos a los incrementos inusualmente abruptos, incluso salvajes, de las tasas universitarias. Acostumbrados a alarmarnos e irritarnos por la modesta subida porcentual en el precio de los billetes de tren, la ternera o la electricidad, tendemos a quedar desconcertados y petrificados, sin embargo, ante un incremento del 300%; anonadados y desarmados, incapaces de reaccionar. En el arsenal de nuestras armas defensivas, no podemos recurrir a ninguna, tal como ha ocurrido en los recientes acontecimientos, cuando los gobiernos bombearon miles de millones de dólares de un solo golpe a las cámaras acorazadas de los bancos tras docenas de años de tacañería y febril litigio por los pocos millones que fueron deducidos o deberían haber sido añadidos, pero no lo fueron, a los presupuestos de escuelas, hospitales, fundaciones sociales y proyectos de renovación urbana. Apenas podemos imaginar la angustia y el sufrimiento de nuestros nietos cuando sean conscientes de la herencia de un hasta ahora inimaginable volumen de deuda nacional cuyo reembolso es exigido a voces; aún no estamos preparados para imaginarlo, ni siquiera ahora, cuando la cortesía de nuestro gobierno liberal conservador nos ha ofrecido la oportunidad de probar las primeras cucharadas de muestra de la amarga infusión con la que ellos, nuestros nietos, serán alimentados a la fuerza. Y a duras penas podemos imaginar aún el alcance de la devastación social y cultural que derivará de la construcción de una versión financiera de los muros de Berlín o Palestina en la entrada de nuestros centros de distribución de conocimiento. Sin embargo, debemos y deberíamos hacerlo. Es un futuro peligro que todos compartimos.

El talento, la perspicacia, la inventiva y la intrepidez –todas esas piedras en bruto que aguardan a ser convertidas en diamantes por profesores talentosos, perspicaces, inventivos e intrépidos en los centros universitarios– se reparten de manera más o menos uniforme en la especie humana, aun cuando las barreras artificiales erigidas por los seres humanos en el camino desde el zoon, la “vida desnuda”, al bios, la “vida social”, nos impiden percibirlo. Los diamantes en bruto no seleccionan los filones en los que la naturaleza los deposita y se preocupan poco por las divisiones inventadas por los seres humanos, aun cuando esas divisiones seleccionen a algunos de ellos en un tipo destinado al pulido, relegando a otros a la categoría de “podría haber sido”, al tiempo que hacen todo lo posible para disimular las huellas de esa operación. Triplicar las tasas aumentará inevitablemente las filas de los jóvenes que crecerán en los barrios humildes de la privación social y cultural, a pesar de ser lo bastante resueltos y lo bastante audaces como para haber llamado a las puertas universitarias de la oportunidad, y también privará al resto de la nación de los diamantes en bruto con los que jóvenes de esa categoría solían contribuir año tras año. Y como el éxito en la vida, y especialmente la movilidad social ascendente, hoy en día se permite, fomenta y activa mediante el encuentro del conocimiento y el talento, la perspicacia, la inventiva y el espíritu de aventura, al triplicarse las tasas la sociedad británica se situará medio siglo atrás en su impulso hacia la desaparición de las clases. Sólo unas pocas décadas después de ser inundados con descubrimientos escolásticos del estilo “Adiós a las clases”, en un futuro no muy lejano hemos de esperar una avalancha de tratados que nos digan “Bienvenidas, clases, todo ha sido olvidado”.

Es lo que podemos esperar, y por tanto nosotros, los académicos –las criaturas socialmente responsables que necesitamos y se espera que seamos y que a veces somos– deberíamos preocuparnos por un deterioro aún más perjudicial que el inmediato efecto de arrojar las universidades a merced de los mercados de consumo (es lo que significa la combinación de la retirada del mecenazgo estatal y la triplicación de las tasas): en términos de despidos, la suspensión o el abandono de proyectos de investigación y probablemente también un empeoramiento de la proporción profesorado/estudiantes, así como de las condiciones y la calidad de la enseñanza. Y es de esperar la resurrección de la división de clases, pues se han creado razones más que suficientes para que los padres menos acomodados se lo piensen dos veces antes de comprometer a sus hijos a cargar, en solo tres años, con una deuda mayor que la que ellos acumularon en toda su vida, y para que los hijos de esos padres, que observan a sus compañeros un poco mayores haciendo cola en las oficinas de empleo, piensen dos veces en el sentido de todo ello, el sentido de comprometerse a tres años de trabajo constante y a vivir en la pobreza sólo para acabar afrontando un conjunto de opciones no mucho más atractivas que las que actualmente se encuentran a su disposición…

Bien, sólo lleva unos pocos minutos y un par de firmas destruir lo que a miles de cerebros y el doble de manos costó muchos años construir.

domingo, 11 de noviembre de 2012

DISPARATES / 48

Ernst Ludwig Kirchner,
Delante de una peluquería
DEL DAÑO COLATERAL Y LAS BAJAS DE LOS RECORTES (II)

Zygmunt Bauman

Cada generación tiene su medida para la marginación. En cada generación hay personas destinadas a mendigar estatus porque un “cambio de generación” aporta un cambio significativo en las condiciones y exigencias vitales, cambio que probablemente forzará a la realidad a partir de unas expectativas nuevas implantadas por la demanda de estatus quo a devaluar las habilidades en las que los jóvenes han sido entrenados y a rechazar al menos a algunos aspirantes, en concreto a aquellos no lo bastante flexibles o rápidos para adaptarse a los nuevos estándares, mal preparados por tanto para afrontar los nuevos retos, desarmados ante las nuevas exigencias. Sin embargo, no ocurre con frecuencia que el peligro de ser expulsado abarque a una generación en su conjunto. Tal vez eso es lo que está pasando ahora…

En el transcurso de la historia de la Europa de postguerra se han sucedido muchos cambios generacionales. En primer lugar una “generación boom”, seguida por dos generaciones llamadas respectivamente X e Y; recientemente (aunque no tan recientemente como la conmoción del colapso de la economía reaganiana/tatcheriana), se anunció la inminente llegada de la generación Z. Cada uno de estos cambios generacionales supuso acontecimientos más o menos traumáticos; en cada uno hubo una ruptura en la continuidad que a veces exigió dolorosos reajustes causados por el conflicto entre las expectativas heredadas y aprendidas y las inesperadas realidades. Y, sin embargo, al echar la vista atrás desde la segunda década del siglo XXI, salta a la vista que en comparación con los profundos cambios impuestos por el último colapso económico, cada uno de los previos pasajes entre generaciones puede considerarse como el paradigma de una nítida y suave continuidad intergeneracional…

Tras muchas décadas de expectativas crecientes, los licenciados recién llegados a la vida adulta afrontan hoy expectativas menguantes, demasiado abruptas y escarpadas para cualquier esperanza de un aterrizaje suave y seguro. Había una luz deslumbrante al final de cada uno de los túneles que sus predecesores se vieron obligados a cruzar en el transcurso de sus vidas; ahora, en su lugar, un largo y oscuro túnel se extiende detrás de las escasas luces temblorosas, vacilantes y rápidamente extinguidas que en vano tratan de atravesar en la oscuridad.

Esta es la primera generación de postguerra que se enfrenta a la perspectiva de una movilidad descendente. Sus mayores fueron educados para esperar, prácticamente, que los hijos apuntaran más alto y llegaran más lejos de lo que ellos mismos habían llegado (o les había permitido llegar el ahora desaparecido estado de cosas): esperaban que la “reproducción del éxito” intergeneracional continuara rompiendo sus propios récords con la misma facilidad con que ellos mismos habían superado los logros de sus padres. Generaciones de progenitores se acostumbraron a esperar que sus hijos disfrutaran de un espectro más amplio de oportunidades, a cada cual más atractiva; que recibieran una mejor educación, que escalaran más alto en la jerarquía del aprendizaje y la excelencia profesional, que fueran más ricos y se sintieran aún más seguros. El lugar al que habían llegado los padres, o así lo creían, sería el punto de partida de los hijos, un lugar del que partirían muchos otros caminos, todos ascendentes.

Los jóvenes de la generación que ahora ingresa o se prepara para ingresar en el así llamado “mercado laboral” han sido preparados y adiestrados para creer que su papel en la vida es eclipsar y superar el éxito de sus padres, y que esa tarea (excluyendo un cruel accidente del destino o una incompetencia en todo caso subsanable) entraba plenamente dentro de sus capacidades. No importaba cuán lejos hubieran llegado sus padres; ellos irían aún más lejos. Al menos así es como se les ha adoctrinado, eso es lo que les han enseñado a creer. Nada les ha preparado para el advenimiento del duro, poco atractivo e inhóspito nuevo mundo de la desvalorización de las categorías, la devaluación de los méritos adquiridos, las puertas cerradas a cal y canto, la volatilidad de los empleos y la persistencia del desempleo, lo efímero de las perspectivas y la permanencia del fracaso; un nuevo mundo de proyectos malogrados y esperanzas frustradas, y de una notoria ausencia de oportunidades.

Las décadas pasadas fueron los tiempos de la expansión ilimitada de todas las formas de la educación superior y del imparable aumento del tamaño de las cohortes de estudiantes. Una titulación universitaria prometía empleos fantásticos, prosperidad y gloria: el volumen de recompensas crecía ininterrumpidamente para adecuarse a la ininterrumpida expansión de las filas de titulados. Con la coordinación entre la oferta y la demanda ostensiblemente predestinada, asegurada y casi automática, resultaba casi imposible resistirse al poder seductor de la promesa. Ahora, no obstante, la multitud de seducidos se transforma masivamente, y de la noche a la mañana, en una muchedumbre de frustrados. Por primera vez en la memoria viva, toda una serie de licenciados afronta la elevada probabilidad, o la certeza, de aspirar sólo a empleos ad hoc, temporales, inseguros y a tiempo parcial, y pseudotrabajos no remunerados a título de “aprendices”, falsamente rebautizados como “prácticas”, todos ellos considerablemente por debajo de sus destrezas adquiridas y eones por debajo de su nivel de expectativas; o de un desempleo que dura más tiempo del que la siguiente promoción de licenciados tardará en añadirse a la ya asombrosamente larga lista de espera de las oficinas de empleo.

En una sociedad capitalista como la nuestra, orientada ante todo a la defensa y preservación de los privilegios existentes y, sólo en un remoto (y mucho menos respetado y atendido) segundo lugar, a eliminar las privaciones padecidas por los demás, estos licenciados, de altas miras y escasos recursos, no tienen a quién recurrir para buscar ayuda o una solución. Quienes llevan el timón, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político, han alzado los brazos para proteger a su electorado todavía activo contra los inexpertos recién llegados que se muestran lentos a la hora de ejercitar sus tiernos músculos, y con toda probabilidad retrasarán cualquier intento serio de ganárselos hasta las próximas elecciones generales. Así como todos nosotros, colectivamente, al margen de las particularidades de cada generación, tendemos a ser enérgicos en la defensa de nuestras comodidades aunque sea en contra del sustento de generaciones que aún están por nacer…

Advirtiendo la “ira, incluso el odio” que podía detectarse en los licenciados de 2010, el científico político Louis Chauvel, en su artículo Les jeunes sont mal partis [Los jóvenes no empiezan con buen pie], publicado en Le Monde el 4 de enero de 2011, se pregunta cuánto tiempo tardará en combinarse el rencor del contingente francés de la generación del baby-boom, enfurecido por las amenazas a sus pensiones, con el de los licenciados de 2010, a quienes se les ha negado la posibilidad de tener algún día el derecho a una pensión. Pero ¿combinados en qué?, podríamos (y deberíamos) preguntar. ¿En una nueva guerra de generaciones? ¿En un nuevo paso adelante en la agresividad de las ramas extremistas que rodean a un término medio abatido y pesimista? ¿O en el convencimiento suprageneracional de que este mundo nuestro, tan destacado por utilizar la hipocresía como arma de supervivencia y para enterrar las vivas esperanzas de otros, ya no es sostenible y necesita una renovación que ha sido escandalosamente demorada?

sábado, 10 de noviembre de 2012

DISPARATES / 47

Emil Nolde, En el Café
DEL DAÑO COLATERAL Y LAS BAJAS DE LOS RECORTES (I)

Zygmunt Bauman

Sólo se tarda unos pocos minutos y un par de firmas en destruir lo que a miles de cerebros y el doble de manos costó muchos años construir.

Esta es, acaso, la más abrumadora y siniestra pero irresistible atracción de la destrucción que se ha conocido, aunque en ningún momento la tentación ha sido más indomable que en las precipitadas vidas que vivimos en nuestro mundo obsesionado por la velocidad y la aceleración. En nuestra moderna sociedad líquida de consumidores, la industria de desahucios, mudanzas y traspasos construida a partir de la idea de liberarse de las cosas es uno de los pocos negocios que tienen asegurado un crecimiento continuo y sobreviven intactos a los caprichos de los mercados de consumo. Después de todo, ese negocio es absolutamente indispensable si se pretende que los mercados procedan del único modo en que les es posible actuar: avanzando de un círculo de objetivos superados a otro, despejando en cada ocasión el residuo resultante junto a las medidas culpables de producirlo.

Obviamente, esta es una forma extraordinariamente derrochadora de proceder y, de hecho, el exceso y el despilfarro son los principales azotes de la economía consumista, condenados a ser inseparables hasta que la muerte (compartida) los separe. Sin embargo, los calendarios de los ciclos de exceso y derroche, normalmente esparcidos en un amplio espectro de la economía consumista y atados a sus propios ritmos no sincronizados, se sincronizan, se coordinan, se superponen y fusionan, haciendo insostenibles e inalcanzables los intentos de disimular las grietas y fisuras con el equivalente económico de la cosmética de los liftings y trasplantes de piel. Donde la cosmética falla, se solicita e incluso se exige, aunque con renuencia, cirugía general. Llega el momento de la “racionalización”, las “nuevas disposiciones” o el “reajuste” (nombres clave políticamente fomentados para designar la ralentización de las actividades consumistas) y la “austeridad” (nombre en clave para los recortes en el gasto público) con la esperanza de propiciar una “recuperación liderada por los consumidores” (nombre en clave para utilizar el dinero ahorrado de las arcas del Tesoro para recapitalizar a los agentes que alimentan y activan el consumismo, en especial los bancos y los emisores de tarjetas de crédito).

Este es el tiempo en que vivimos actualmente, después de una masiva acumulación y congestión del exceso y el derroche y el colapso resultante del sistema de crédito con sus incontables bajas colaterales. En la estrategia vital, sostenida por el crédito, de “disfruta ahora, paga mañana” –alentada, fomentada y estimulada por las fuerzas conjuntas de las técnicas de marketing y las políticas gubernamentales (adiestrando a sucesivas cohortes de estudiantes en el arte y la costumbre de vivir de créditos)–, los mercados de consumo encontraron una varita mágica con la que transformar a multitud de Cenicientas, consumidores inactivos e inútiles, en huestes de deudores (generadores de beneficios), aunque, también como en el caso de Cenicienta, solo por una única noche deslumbrante. La varita hizo su magia con la ayuda de la promesa de que cuando llegara el tiempo de pagar, el dinero necesario se conseguiría fácilmente del valor de mercado acumulado en las maravillas adquiridas. Prudentemente excluido de los folletos estaba el hecho de que los valores de mercado se acumulaban por las promesas de que las hordas de los capaces y voluntariosos compradores de esas maravillas seguirían creciendo; en palabras más sencillas, el razonamiento detrás de esas promesas era, como las burbujas que inflaban, circular. De creer a los traficantes de crédito, tendríamos que esperar que el préstamo hipotecario que hemos adquirido para nuestra casa terminaría siendo reembolsado por la propia casa, a medida que su precio continuaba al alza, tal como había ocurrido en años recientes, forzada a seguir aumentando de precio mucho después de que el préstamo se devolviera en su totalidad. O podríamos creer que el préstamo que obtuvimos para financiar nuestros estudios universitarios sería reembolsado, con un enorme interés, por los fabulosos sueldos y beneficios que esperan a los poseedores de las titulaciones…

Las sucesivas burbujas han estallado y ha aflorado la verdad, aunque, como en la mayoría de los casos, después de haber perpetrado el daño. Y en lugar de las ganancias tentadoramente prometidas para ser privatizadas por la invisible mano del mercado, las pérdidas se nacionalizan a la fuerza por un gobierno propenso a fomentar las libertades del consumidor y elogiar el consumo como el atajo más corto y seguro a la felicidad. Son las víctimas más severamente golpeadas por la economía del exceso y el derroche las que están obligadas a pagar sus costes, tanto si confiaron o no en su sostenibilidad o si creyeron o no en sus promesas y se rindieron abnegadamente a sus tentaciones. Quienes inflaron la burbuja muestran poco o ningún signo de sufrimiento. No son sus casas las que son embargadas, no son sus prestaciones por desempleo las que se ven recortadas, no son las guarderías de sus hijos las que están condenadas a no construirse. Son las personas seducidas o forzadas a la dependencia de los préstamos quienes reciben el castigo.

Entre los millones de castigados hay cientos de miles de jóvenes que creyeron, o a quienes no se les dio otra opción que la de comportarse como si creyeran que la planta superior es ilimitada, que un diploma universitario es todo lo que uno necesita para que le franqueen el paso y que una vez comenzaran a reembolsar los préstamos asumidos el camino sería puerilmente sencillo, a juzgar por el nuevo valor del crédito que viene junto al hecho de vivir en la planta alta, pero que ahora afrontan la perspectiva de garabatear innumerables solicitudes laborales, rara vez dignificadas con una respuesta, un desempleo infinitamente prolongado y la necesidad de aceptar trabajos inseguros y sin futuro, muy alejados de las plantas altas, como única opción…

martes, 6 de noviembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 78


DOS AÑOS AL PIE DEL MÁSTIL, DE RICHARD HENRY DANA. UN AUTORRETRATO DE LA VIDA EN EL MAR

Se cumplen ahora doscientos años del inicio de la guerra anglo-americana o segunda Guerra de Independencia, uno de esos conflictos olvidados que sin llamar la atención han contribuido a dibujar el mapamundi de hoy. La guerra de 1812-1815 elevó la consideración internacional que se tenía de aquel joven país americano al que Inglaterra, a regañadientes, tuvo que aceptar como socio, a cuya expansión hacia el Oeste del continente no podía ponerse ya ningún obstáculo (esto en perjuicio de los indios que poblaban aquel territorio), y que a resultas de ello pasó a ser una pujante potencia marítima a la que se abrieron las puertas del comercio, especialmente con la entonces remota y semibárbara California.

Dicho comercio no dejaba de tener sus dificultades, lo que explica en parte, hasta que se desató la fiebre del oro, la lentitud y el carácter poco uniforme del desarrollo económico de esa región, si se compara con la acelerada prosperidad de la costa Este. Y no era para menos, ya que el comercio marítimo entre ambas costas exigía hacer el largo y arriesgado viaje hasta la Patagonia, bordear (lo que era aún más peligroso) el Cabo de Hornos y continuar viaje hasta los no muy seguros puertos de Monterrey o San Francisco. Eso cuando el clima lo permitía, pues a veces, imposibilitadas las naves de doblar el cabo, se veían llevadas a merced de los vientos hasta la punta de África, forzándoles literalmente a dar la vuelta al mundo. No es extraño que los barcos de vela hayan merecido el honor de protagonizar todo un género literario ni que su evocación se haya visto rodeada con frecuencia de un aire de romanticismo, como tampoco que dicho género, tras haber dado multitud de obras inolvidables durante gran parte del siglo XIX, y al igual que la cultura, el lenguaje y las tradiciones a él asociados, pasara bruscamente a la historia tras la invención de los barcos de vapor.

No es preciso enumerar aquí los títulos que dieron fama al género, y bastará con señalar que los libros de barcos, con sus tempestades, sus motines, sus naufragios y sus heroicos personajes despertaban ya la imaginación y las ansias viajeras de infinidad de jóvenes de Europa y de Estados Unidos cuando uno de ellos, Richard Henry Dana, se embarcó en Boston a bordo del mercante Pilgrim para vivir una aventura de dos años que le llevaría hasta las costas californianas. Corría el verano de 1834 y Dana, a sus diecinueve años, era un brillante estudiante de la Universidad de Harvard, hijo de un curioso personaje de Cambridge, Massachusetts, que había abandonado el ejercicio de su profesión, la abogacía, para dedicarse a la crítica literaria. Esto último no contribuyó al bienestar económico en la casa de los Dana, pero da un indicio del ambiente cultural y literario en el que se formó el joven. Éste, enfermo de sarampión, debió abandonar transitoriamente sus estudios de Derecho y volvió al hogar paterno, donde, según sus palabras, “la ansiedad de escapar de la deprimente situación de inactividad y dependencia” le persuadió de convertirse en marinero.

La experiencia fue dura y no se pareció en nada a lo que entonces podía conocerse de la existencia en el mar a través de la lectura, lo que impulsó al joven, ya que “nadie ha escrito un libro que dé a conocer la vida y experiencias de estos hombres”, a ponerse a redactar la descripción de su viaje, tarea a la que se entregó tras su regreso a Boston y que acabaría dando como resultado este Dos años al pie del mástil, que apareció en 1840 y que desde el momento mismo de su publicación se convirtió en referente imprescindible de la vida marina.

Sucedía que la mayor parte de los libros sobre el tema eran obra de oficiales de la marina de guerra o de ociosos pasajeros que “necesariamente habían de tener una idea del asunto muy distinta de la que se formaría un simple marino”. De ahí que el autor se propusiera narrar su aventura sin omitir detalle alguno de su trabajo a bordo, lo que exigía una total fidelidad, entre otras cosas, al vocabulario existente en un barco de vela, vocabulario éste que dicho sea de paso constituía en no pocas lenguas una riqueza léxica y a la vez simbólica de primera magnitud que unas décadas después se perdería casi por completo. Asimismo, la fidelidad a los hechos dio lugar en la obra de Dana a algunos pasajes que ilustran la crueldad de los oficiales sobre la marinería y las inhumanas condiciones en que ésta malvivía a bordo, con grave riesgo para su salud y a veces para su supervivencia. “Debemos bajar de nuestras alturas”, escribió, “dejar nuestro camino recto, y seguir los vericuetos y lugares bajos de la vida, si queremos extraer verdades mediante fuertes contrastes; y ver en las cabañas, en los castillos de proa, y entre los desheredados de nuestra propia sociedad en países extranjeros, lo que el azar, las penalidades o el vicio han hecho en nuestros semejantes”.

Todo ello, además de ilustrar a la manera en que lo haría un reportero moderno los duros trabajos y las adversidades de los marineros, acaba por componer un cuadro completo de la sociedad de la época también en tierra, por lo que ese fino observador que era Dana se nos presenta aquí no sólo como cronista de la vida en la mar, sino también como sociólogo.

El libro describe minuciosamente la travesía por el Atlántico y en especial el paso del terrorífico Cabo de Hornos, la navegación por el Pacífico hasta California, los largos meses dedicados allí al comercio y por último el viaje de vuelta, que Dana hizo por el mismo camino que a la ida pero en otro mercante, el Alert, que finalmente atracaría en Boston en septiembre de 1836. El autor describe episodios como el encuentro con el Blonde, barco de guerra capitaneado por Lord Byron, primo del poeta del mismo nombre que también escribió lo suyo (aunque de una forma completamente diferente) acerca de viajes marítimos, la pérdida de un marinero en medio de una tempestad, la escala hecha por el Pilgrim en la isla de Juan Fernández, y dedica una parte considerable de su narración a las diversas maniobras posibles y a veces imposibles en un barco de vela, así como también a las observaciones hechas en tierra acerca de la naturaleza de la California de entonces y de sus pobladores. Éstos constituían una Babel de gentes de la más diversa procedencia y abandonada a su suerte, aislada de la civilización por un vasto territorio inexplorado, una población entre la que predominaban los “españoles”, en realidad en su mayoría mestizos de los que el autor da una visión no muy complaciente: hombres indolentes con aires aristocráticos pero sumidos en la miseria, un paisanaje ideal para que los emprendedores y aventureros americanos, procedentes del Este, se apoderaran del control de los negocios en la costa.

Dana describe aquellas pobres aldeas llamadas San Francisco, Los Ángeles o Santa Bárbara, todas construidas en torno a una misión y a un presidio, así como la corrupción reinante entre los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley; nos proporciona información acerca de las bulliciosas fiestas locales, siempre amenizadas por pequeñas orquestas (ya entonces formadas por violines y guitarras, como los mariachis de hoy) y suministra nuevos datos de interés sociológico cuando narra la boda de la cántabra Anita de la Guerra y Noriega con el americano Alfred Robinson, miembros ambos de la nobleza de Santa Bárbara (cuyos descendientes por cierto siguen siendo figuras prominentes en la California actual).

Pero Dana no olvida contarnos las diferentes modalidades de la amistad y la solidaridad entre los tripulantes de su barco, unas relaciones éstas en las que ocupan un lugar primordial las historias narradas a viva voz en el castillo de proa, los cuidados higiénicos que los marineros se prodigaban mutuamente y las canciones, muchas de ellas consagradas a hacer más liviano el trabajo y otras a ocupar los escasos momentos de ocio. El conjunto viene a ser un valioso testimonio de unos códigos culturales desaparecidos y de un rico lenguaje, el cual resulta más accesible al lector gracias al glosario que contiene la edición que comentamos, y que se beneficia de una impecable traducción debida a FranciscoTorres.

Richard Henry Dana pudo culminar sus estudios y ejerció de abogado, y su obra se convirtió en un alegato en defensa de los derechos de los trabajadores del mar, para los que redactó un manual jurídico que en lo sucesivo sería pieza obligada en el escaso equipaje del marinero: The Seaman’s Friend. Fue un activista del abolicionismo y desempeñó cargos políticos. Sin embargo, la fascinación por el viaje ya no le abandonó, y navegó por el mundo con frecuencia, hasta su muerte en Roma en 1882. Por esos mundos, por los que también ha viajado el lector aficionado a los libros de barcos, volverá a perderse felizmente quien se asome a las páginas de este Dos años al pie del mástil, el cual concluye con un capítulo dedicado a considerar los derechos y las condiciones de trabajo (que lo son también de vida) del marinero. Antes de eso, al describirnos su regreso a la añorada Boston, Dana nos ha confesado el sentimiento de indiferencia que le asaltó, para su sorpresa, a la vista de los edificios de la ciudad desde el Alert, una sensación de soledad y extrañamiento, como de no pertenencia a tierra firme. Y es que Dana, también psicólogo, ha acertado a plasmar la tristeza que nos asalta al final del viaje.