viernes, 28 de agosto de 2009

DISPARATES / 4




FUNCIONARIOS DEL DESORDEN

En su extraordinaria novela Sara y Serafina (Galaxia Gutenberg, 2006) el autor bosnio Dževad Karahasan narra la trágica peripecia de Sara Kohek, descendiente del grupo social, hoy olvidado, de los kuferaši que, tras dedicar su vida a la enseñanza, murió durante el asedio a Sarajevo. El período final del Imperio Austro-Húngaro, esa comunidad de pueblos que abarcó media Europa, está magníficamente documentado en la literatura por medio de las obras inolvidables de Stefan Zweig, Joseph Roth y Robert Musil, entre muchos otros. Pero habría que añadir: sólo parcialmente. Estos autores escribían en la lengua oficial del Imperio, el alemán, y en grado variable eran parte (muy a su pesar en el caso de Joseph Roth) de lo que podríamos llamar, para entendernos, la cultura dominante. Recordemos que el mismo Kafka fue un checo al que por nacimiento le correspondió el dudoso privilegio de pertenecer a la minoría alemana de Praga, razón por la cual escribió siempre en ese idioma, a pesar de sus eventuales relaciones con el movimiento nacionalista checo o de sus místicas nostalgias del judaísmo oriental. El alemán, en época del Imperio, fue algo más que la lengua oficial de la Administración: para muchos, un medio sumamente eficaz de ascenso social y de mantenimiento del status adquirido; para todos, la forma en que el Este fue definitivamente asimilado por Europa.
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Sabemos mucho de la “Lengua de la Administración” y de quienes la hablaban, pero muy poco de lo que, también para entendernos, podríamos llamar las lenguas sometidas y los hablantes de dichas lenguas: checos, serbios, croatas, bosnios, ucranianos, por no mencionar a los serbo-bosnios, los bosnios musulmanes, etc. ¿Cómo vivían? ¿En qué creían? ¿Qué posibilidades reales tenían de promocionarse socialmente o, al menos, de conservar su cultura, lo que incluía no solamente una gran diversidad de lenguas, sino también de religiones? ¿Cuántos de esos grupos culturales se han perdido? Hace muy poco que han empezado a llegar hasta nosotros ecos de aquellas lejanas voces. Por ellas sabemos que los súbditos bosnios del Imperio llamaban kuferaši (algo así como “maleteros”) a los funcionarios y empleados de la Administración, gentes que sólo conocían el alemán y que carecían tanto de arraigo en los lugares a los que eran enviados como de pertenencias, más allá de las que pudieran guardar en la maleta que llevaban consigo de un destino a otro en cualquier provincia del Imperio. Estos funcionarios itinerantes no se relacionaban con las poblaciones locales ni tenían la más remota idea de cómo vivían o de lo que les inquietaba. ¿Para qué? Y eran por el contrario muy celosos de su propia categoría social, de sus privilegios y de sus deberes hacia el Estado que les pagaba. Además, como vivían con la maleta hecha o a medio hacer, ni siquiera se preocupaban de profundizar el contacto con sus iguales, pues al fin y al cabo no tardarían mucho en perderse mutuamente de vista. Eran círculos cerrados, exclusivos, que atesoraban con codicia las costumbres, las modas y las manías de un mundo que pronto dejaría de existir. Pocas veces se habrá visto un grupo social creado tan artificialmente y tan alejado por ello de toda realidad, aislado y desculturizado, poseedor sólo de una falsa cultura burocrática, y que como es natural, a falta de un conocimiento cierto de lo que le rodeaba, alimentaba su triste visión del mundo únicamente con ideas preconcebidas, con prejuicios. Esta casta superior, que no tardaría en venir a menos, tenía una imagen ideal totalmente adulterada de los pueblos con los que se veía obligada a convivir, lo que por otra parte no es tan raro, pues para ser ignorante no se precisa experiencia alguna.

Por esas cosas que tiene la vida moderna, he aquí que hoy, en nuestro hermoso y soleado país, se ha vuelto a instalar para nuestra desgracia la casta social de los kuferaši, con la sutil diferencia de que los nuestros no necesitan maletas, pues su desculturización ha adoptado una ingeniosa forma del todo sedentaria. Hay que admitir que estos burócratas no son para nosotros una novedad absoluta, ya que están cercanamente emparentados con aquellos otros funcionarios, llamados en su día “intelectuales orgánicos”, a los que quizá no hayan olvidado algunos encanecidos lectores de este blog. Como es habitual entre los ignorantes, también ellos saben de todo e imparten sus variopintas enseñanzas en infinitas tertulias televisivas y radiofónicas, además de “en los papeles” y en internet, cosa admirable y en el fondo incomprensible, ya que no hay manera de saber de dónde sacan tiempo para estar en todas partes a la vez. No obstante, su monólogo es tan cansino como tenaz, ya que no parecen poseer un amplio repertorio de clichés aplicables a la realidad que ignoran tan alegremente. Así, como es bien sabido, los catalanes, vascos y miembros de otras tribus minoritarias que tienen la inaudita aspiración de expresarse en su idioma materno son infaliblemente “esto y aquello”; los rusos son sin excepción unos “tales”; los latinoamericanos son “qué sé yo”; y de los chinos mejor no hablar. ¿Y qué decir de los musulmanes, que tienen la odiosa extravagancia de creer en Dios y de rezarle? ¿Por qué no nombran sencillamente entre ellos a unos cuantos arzobispos y se olvidan de Dios y de sus mandamientos, como civilizadamente hacemos nosotros? La casta administrativa de nuestros kuferaši también está subordinada a un pagador, el cual, a diferencia de lo que ocurría en el Imperio Austro-Húngaro, no es el Estado, sino un Partido. Por la gracia de éste, ellos tienen literalmente la razón, pero también el país e incluso, ya puestos, el mundo, y son el abc de toda información.

Y en medio de esto aparece el primer volumen (lo que constituye una amenaza evidente de que a éste seguirán otros) de la Historia de España, obra de los polifacéticos y multidisciplinares César Vidal y Federico Jiménez Losantos, la pareja de moda. El detalle, a estas alturas, de que ninguno de ellos sea historiador carece de importancia; como tampoco es relevante el hecho de que el libro haya recibido los parabienes de la prensa que les es afín (lo contrario sí que habría sido llamativo). Pensándolo bien, no es necesario decir que el libro en cuestión no presenta el más leve indicio de rigor histórico, pues lo han escrito con otra intención; y ni siquiera puede decirse que su lectura sea agradable. La novedad que nos enseña este libro, más allá de las menudencias de que nunca hubo vascos ni catalanes, y ni siquiera musulmanes, y de que la fundación de España data de los tiempos del arca de Noé, es la de que los escupitajos a los que ya nos ha habituado la política son fácilmente transportables a la Historia, ese ámbito otrora académico y que mereció un respeto, y que por eso era aburrido. Hay que felicitarse, pues, por la alegría dicharachera que nos traen estos personajes, en los tiempos que corren.

Estos felices propagandistas del odio son nuestros funcionarios imperiales de hoy. Desde su elevada atalaya ellos contemplan con desprecio las lenguas, las costumbres y las creencias de las siempre inútiles minorías, y de la misma manera que durante años han emponzoñado la política ahora destilan su veneno también en la Historia. Y todavía hay gente que se pregunta cómo fue posible que los alemanes acabaran odiando a los judíos, o que los serbios y los bosnios se mataran entre sí. Ellos, que leían periódicos y libros de Historia, tuvieron sus kuferaši. Nosotros, ahora, también.
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miércoles, 5 de agosto de 2009

CRÓNICAS TOLEDANAS / 4

SIN PECADO CONCEBIDO

He leído en la hoja parroquial del Ayuntamiento de Toledo que al alcalde, Emiliano García-Page, “se le saltaron las lágrimas” durante el espectáculo Lux Greco que pudo verse hace poco en nuestra hermosa ciudad. Y lo cierto es que no me extraña. Sin duda el alcalde debe de ser una persona de extensa cultura y profunda sensibilidad, de lo que ya ha quedado suficiente constancia en el curso de su mandato, como puede comprobarse en el blog de Iniciativa Ciudadana del Toledo Histórico, en el que se mencionan con detalle algunos de los logros de la institución que él rige tan sabiamente: espacios públicos milagrosamente privatizados, actividades metafísicas de ciertas empresas de construcción, tala mística de árboles, pasividad contemplativa ante el irremediable deterioro del Tajo, inmarcesible e impoluta aniquilación de paisajes históricos, entre otras lindezas. Tantos éxitos, en tan poco tiempo, hacían sospechar que a las virtudes y los dones naturales del alcalde cabía sumar algún otro don desconocido y de índole sobrenatural. Y en efecto, he aquí, por si quedaba algún incrédulo, que el alcalde se permite renovar “en nombre de todos los toledanos”, y en pleno uso de sus facultades mentales, el dogma de la Inmaculada Concepción de María.

Pasaron los tiempos en que a los alcaldes se les pedía tontamente que hicieran funcionar los semáforos, el transporte público y la recogida de basuras. Estas minucias son cosas antiguas que no importan a nadie, y es preferible desde todos los puntos de vista un alcalde que se dedique a cultivar las más altas relaciones, a decidir “en nombre de todos” sobre artículos de fe, el sexo de los ángeles y la verdadera composición del paraíso celestial, que al parecer mayormente es de ámbar. Obviamente, no es posible que haya algún perverso toledano que no esté dispuesto a suscribir de inmediato el dogma de la Inmaculada Concepción, dogma que, dicho sea de paso, fue instituido en 1854 por el papa Pío IX en su bula Ineffabilis Deus. También este papa, que fue el último soberano de los Estados de la Iglesia, promulgó la encíclica Quanta cura, que contenía ochenta proposiciones en las que se condenaban diversos errores execrables, sandeces como el naturalismo, el racionalismo, el liberalismo, el comunismo y, sí, también el socialismo, errores a los que en aquella época habían llegado los hombres a causa de su desvío de los principios de la Iglesia, desvío afortunadamente hoy subsanado por el alcalde de Toledo, que estoy seguro que comparte con Pío IX la condena de tales abominables disparates.

Pero ahí no acaba la cosa, porque en junio pasado, a resultas de una demanda interpuesta por Alternativa Laica (contubernio diabólico de origen extranjero obstinado pertinazmente en sembrar dudas acerca de la concepción de la Virgen), un juez sentenció que al alcalde no se le podía juzgar de ninguna manera, “ya que la presencia del alcalde en un acto religioso no goza de personalidad jurídica propia”. Sentencia que demuestra bien claramente el carácter sobrenatural de nuestro alcalde, el cual puede a voluntad tener personalidad jurídica o no, depende.

O sea, que el alcalde es un ectoplasma (véase al lado la foto del ectoplasma en un pleno). Desgraciadamente, no todos sus superpoderes han sido definidos todavía, pero es fácil suponer que entre ellos figuran el de la transmigración del alma y la invisibilidad. Precisamente la invisibilidad es sin duda una de sus especialidades más llamativas, y de hecho gran parte de su gestión, como se ha visto antes, consiste en hacer invisibles gran variedad de bienes públicos, entre ellos calles, aceras, paisajes y árboles. Según nos informa la prensa diaria, la otra gracia, la de la transmigración, que permite estar en el propio cuerpo o no según convenga, la comparte el alcalde con los ectoplasmas Francisco Camps y los otros imputados en el Caso Gürtel, ya que, según el juez que ha archivado el caso, no hay ninguna relación entre “las dádivas y los regalos” hechos por alguien y “la función de la autoridad” que los recibe. Es como si se quisiera acusar al Hijo de un regalo aceptado por el Espíritu Santo.

Pero el poder de otorgar la invisibilidad es ya general en nuestro país, y no habría que sorprenderse si un día desaparece de golpe el Alcázar de Toledo, el río Duero o la Basílica del Pilar. Invisibles son ya, por ejemplo, los más de 400 millones de euros de Caja Castilla La Mancha, obra portentosa de beneméritos ectoplasmas que en su momento sabremos que no estaban donde parecían estar; ni tampoco son visibles los 700.000 euros que un amable calabrés regaló al ex alcalde de Seseña, que también resultará ser un ectoplasma, y si no al tiempo.

Hay que ver. Y nosotros que creíamos que la política en España era una cosa rastrera, mezquina y putrefacta; humana, demasiado humana, por así decirlo. Casi estábamos convencidos de que nuestros políticos tenían la catadura moral de un Jimmy y de un Pipi, y mira por dónde nuestra política se eleva de pronto a las alturas de la teología. Hasta esas alturas no podemos aventurarnos los humildes mortales que no albergamos un ectoplasma, ni siquiera uno pequeño, y que carecemos de la impunidad que otorga el carnet de un partido. En efecto, hacen bien los jueces en sentenciar que ellos no pueden sentenciar nada, y en cruzarse de brazos para que Dios les juzgue. Se trata de personajes y asuntos demasiado sublimes para ser considerados por un vulgar tribunal terrestre. Por nuestra parte, otras cosas muy diferentes podríamos decir desde el punto de vista de la razón, pero es que la razón ha sido condenada por la Iglesia.