sábado, 16 de abril de 2011

MÚSICA NOCTURNA / 6



AMERIKA, HACE CIEN AÑOS

Existe todavía hoy en Belfast la Harland & Wolff, compañía fundada en 1861 y que durante muchos años se dedició a la construcción naval. De sus gigantescos astilleros salieron en las primeras décadas del siglo pasado algunos de los mayores transatlánticos de la historia, entre ellos uno que zarpó para su único viaje, desde Southampton a Nueva York, el diez de abril de 1912. Su nombre era Royal Mail Steamship Titanic. Hace tiempo que la Harland & Wolff ya no fabrica grandes barcos, pues la crisis del sector desde los años 80 ha golpeado duramente a la empresa, que en esos años difíciles se concentró en el diseño y la ingeniería industrial, sobre todo en la construcción de puentes, como el James Joyce Bridge, en Dublín. Y desde hace unos años, tras una fuerte reconversión seguida de despidos masivos, se la considera como una de las compañías pioneras en el uso de nuevas tecnologías y en el desarrollo de energías renovables, tales como la turbina eólica y el aprovechamiento de la energía de las mareas.
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Un vapor que fue construido en Belfast por Harland & Wolff fue el SS Amerika, el cual fue botado en 1905 para la Hamburg Amerikanische Packetfahrt Actien Gesellschaft, y que durante muchos años prestó servicio entre Hamburgo y Nueva York. El 14 de abril de 1912 el Amerika transmitió por radio un mensaje advirtiendo de la existencia de témpanos de hielo en un lugar por el que el Titanic pasaría tres horas más tarde. Al iniciarse la I Guerra Mundial el Amerika fue trasladado a Boston para evitar que fuera embargado por la Royal Navy, y poco después, con la entrada en la guerra de Estados Unidos, fue transferido a la Marina para el transporte de tropas. En 1926, siendo propiedad de United States Lines, y mientras navegaba entre Bremen y Nueva York, sufrió un incendio, siendo reconstruido con un coste de dos millones de dólares y puesto de nuevo en servicio al año siguiente. En 1940, con la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial, fue reclutado otra vez por la Marina, e incluso siguió transportando tropas después del armisticio. Fue desguazado en 1957.
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Antes de eso, el 8 de abril de 1911, el Amerika partió de Nueva York para hacer uno de sus viajes transatlánticos hasta la vieja Europa. Entre los pasajeros figuraban Stefan Zweig, Ferruccio Busoni y Gustav Mahler, quien iba acompañado por Alma, su mujer; la hija de ambos, Gucki (Anna), y su suegra.
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En 1907, Mahler, harto de la campaña política urdida contra él en Viena, consideró la posibilidad de marchar a Nueva York, donde le reclamaban desde hacía tiempo. Ese mismo año sus hijas enfermaron de escarlatina y difteria. Anna estuvo dos semanas entre la vida y la muerte, aunque finalmente sobrevivió (sería una excelente escultora y fallecería en Londres en 1988), no así Maria, que murió el 12 de julio. También ese año a Mahler se le diagnosticó una enfermedad de corazón. Al final de ese verano cerró la villa de Maiernigg, donde había compuesto algunas de sus mayores sinfonías y a la que no volvió nunca, y se marchó a Nueva York, donde desembarcó en diciembre de 1907. En los años siguientes Mahler dirigió ópera y conciertos sinfónicos en Nueva York, regresando a Austria sólo los veranos para poder dedicarse a la composición. En Nueva York Mahler organizó una serie de conciertos para los trabajadores y los estudiantes, dirigió un ciclo con las sinfonías de Beethoven y estrenó gran cantidad de obras de autores contemporáneos, tanto europeos como americanos. Además llevó a la Filarmónica de gira, en primer lugar a Brooklyn, el barrio obrero de Nueva York en el que nunca antes había habido un concierto, y la gira continuó por algunas de las grandes ciudades de la costa Este, como Filadelfia, Cleveland y Boston, pero también por lugares como New Haven, Syracuse, Rochester y Utica. 
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En principio, Mahler llegó a Nueva York como director de ópera. Hizo su debut en el Metropolitan el 1 de enero de 1908 con Tristán e Isolda. Poco después, en marzo, alcanzaría un gran éxito con su versión de Fidelio. Ese verano se instaló en Dobbiaco, en el Tirol. Había caído en sus manos una antología de poesía china del siglo VIII en una traducción de Hans Bethge, y enseguida se puso a trabajar en lo que sería La Canción de la Tierra
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Al acabar el verano y volver a Nueva York se enteró de que la administración del Met había contratado al intrigante Arturo Toscanini, quien iba a hacerse cargo de la mayor parte de las representaciones de esa temporada. De hecho, Mahler quedó reducido a la condición de una especie de director invitado. El público del Met prefería al dinámico y lleno de vitalidad Toscanini, experto además en los títulos más populares del repertorio italiano. En verano Mahler volvió a Europa para escribir la Novena Sinfonía. La temporada siguiente, otra vez en Nueva York, ya no se le permitió dirigir ópera, y se concentró en una larga y exigente campaña con la Filarmónica. Sin embargo, el público sinfónico tampoco compartía los gustos de Mahler, y la economía de la orquesta empezó a resentirse.
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En el verano de 1910 Mahler dirigió en Munich su Octava Sinfonía, última de sus obras estrenadas en vida. La interpretación fue un éxito, pero en esos días conoció casualmente la relación que Alma, dicienueve años menor que él, mantenía con el joven arquitecto Walter Gropius. Mahler pidió consejo a Freud, con el que se reunió en Viena, y propuso a Alma seguir junto a él; ella aceptó, pero siguió viéndose con Gropius en secreto.
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Mahler regresó a Nueva York acompañado de Alma, la madre de ésta y Gucki. Las desavenencias con la administración de la Filarmónica se habían agravado. El 12 de febrero de 1911 debía dirigir en el Carnegie Hall un concierto con un programa íntegramente italiano que incluía el estreno de la Berceuse elégiaque de Ferruccio Busoni, por el que Mahler sentía gran admiración. Busoni había cruzado el Atlántico para asistir a la interpretación de su obra. Desde hacía unas semanas Mahler padecía un agudo dolor de garganta y fiebre alta, por lo que los médicos le aconsejaron guardar reposo. En medio del concierto, sufrió un desvanecimiento. Trasladado al hotel, se le diagnosticó una endocarditis. En esa época anterior a los antibióticos, esta clase de infecciones no tenía cura. Pidió que le llevaran a Viena, y la Filarmónica de Nueva York, aliviada, anunció que la asociación de ésta con el maestro quedaba cancelada a causa de una ligera gripe.
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Stefan Zweig había acudido a Nueva York por consejo de su amigo Walther Rathenau, hijo del presidente de la Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft (AEG), que años después sería ministro de asuntos exteriores de la República de Weimar, y a cuyos asesinos Hitler erigió un monumento. Desde Nueva York, Zweig envió diversos artículos que fueron publicados por la prensa de Viena, en uno de los cuales describía una visita al Met para asistir a una representación de Parsifal. “En Nueva York, el público va a la Ópera con espíritu devoto (y un chicle en la boca).” Y añade: “Cae el telón. Una hermosa batalla de entusiasmos. Pero la segunda batalla se libra entonces en el vestíbulo para conseguir un helado, que realmente es lo mejor de América”.

El 8 de abril, como ya sabemos, el Amerika partió de Nueva York. A bordo, Zweig hizo amistad con Busoni y obtuvo de él un manuscrito para su colección de autógrafos, tres páginas que contenían una partitura para piano llamada Indianisches Erntelied (Canción india de la recolección), en la que el compositor escribió el día 12 la siguiente dedicatoria: “Esta obra se puso por escrito expresamente para el señor Stefan Zweig, para que se acuerde de América y de Ferruccio Busoni”.
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Más tarde Zweig hizo un relato de aquel viaje: “El comienzo de la primavera se palpaba en el aire. El barco avanzaba suave por un mar azul con un ligero oleaje”. Y un poco más adelante: “Queríamos estar contentos, pero abajo, en el fondo del barco, él languidecía protegido por su mujer, y nosotros lo sentíamos como una sombra sobre nuestra vida fácil. A veces, cuando reíamos, alguien decía: «¡Mahler! ¡El pobre Mahler!», y entonces enmudecíamos. Bien abajo yacía él, un ser desahuciado, ardiente de fiebre, y sólo una llama pequeña y luminosa de su vida palpitaba arriba, al aire libre de la cubierta: su hija, que jugaba despreocupada, feliz e inconsciente. Nosotros, sin embargo, lo sabíamos: como en una tumba lo sentíamos allá abajo, bajo nuestros pies”.*
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Todavía adolescente, Zweig había visto dirigir a Mahler en la Ópera de Viena e incluso se había cruzado con él a menudo por la calle, aunque nunca le dirigió la palabra. Para él, como para toda la juventud vienesa de la época, Mahler era el símbolo de la modernidad, el espejo en el que el arte debía mirarse; y también un espejo moral. Por ese motivo (y quién sabe si también con el propósito de obtener de él un autógrafo para su colección), Zweig, por intermedio de Busoni, que era el único pasajero autorizado a acercarse a Mahler, ofreció sus servicios a Alma, por si eran necesarios, a lo que ésta había respondido que tal vez pudiera servir de ayuda en el desembarco, a la llegada a Cherburgo. 
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En el artículo Gustav Mahlers Wiederkeher (El retorno de Gustav Mahler), que más tarde sería publicado en Viena, Zweig describió cómo la compañía naviera había tomado medidas especiales para el cuidado del enfermo. En un recinto acondicionado en la toldilla se podía ver de lejos a Mahler en una tumbona, acompañado por Alma y su suegra. Si su estado lo permitía, se levantaba y daba algunos pasos. En la misma tumbona fue trasladado al bote que conducía a los pasajeros del Amerika a tierra. Zweig escribió: “Él yacía ahí, pálido como un moribunbdo, inmóvil, con los párpados cerrados. El viento había revuelto su pelo grisáceo, clara y osada resaltaba la abombada frente, y debajo la recia barbilla, en la que se asentaba la energía de su voluntad. Las manos macilentas yacían juntas sobre la manta, por primera vez vi débil al apasionado. Pero esa silueta suya (¡inolvidable, inolvidable!) se recortaba contra la inmensidad gris de cielo y mar; una aflicción sin límites había en esa escena, pero también algo que exaltaba por su grandeza, algo que en lo sublime expiraba como la música. Yo sabía que lo veía por última vez. Una profunda emoción me empujaba a acercarme, la timidez me mantenía retirado, sólo de lejos debía mirar y mirar, como si en aquella mirada aún pudiera recibir algo de él y estar agradecido”.*
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Zweig no se dio cuenta de que sus intentos de acercarse a Mahler en esas circunstancias eran de lo más inoportunos. Precisamente para evitar miradas curiosas se había amontonado gran cantidad de maletas y de baúles alrededor del enfermo. Alma Mahler escribió: “En el vapor había un joven austríaco que, a través de Busoni, nos ofrecía sus servicios. Le hice saber que en el barco no precisaba ninguna ayuda, pero que tal vez sí la necesitara al desembarcar”. Y añade: “Sin embargo, en el momento del desembarco no se le veía por ningún lado a pesar de que había sido el único que, en el bote, había mirado receloso hacia Mahler por encima de las maletas. Mahler se dio la vuelta para que no pudiera verlo. Pero en Cherburgo lo vimos correr apresurado hacia la aduana. Cuando yo llegué, él acababa de terminar. Entonces pensé que me ayudaría. ¡Ni pensarlo! Desapareció y lo encontré contándole no sé qué cuentos a Gucki en voz bastante alta. Mahler se sintió molesto y me pidió que rogara al joven que se callara.”** 
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Más tarde Zweig puso a su poema Der Dirigent (El director de orquesta), que había escrito el año anterior, el subtítulo de “In Memoriam Gustav Mahler”. En el poema, el maestro pilota una barca por el mar de los sonidos transmitiendo al auditorio ilusiones y presentimientos hasta que cae el telón. Entonces se encienden las luces, se oyen los aplausos y el espectador regresa del mundo onírico al presente: “Estamos en una playa, en ella han quedado varados nuestros sueños”. Mahler falleció el 18 de mayo a la edad de cincuenta años. El estreno de La Canción de la Tierra tuvo lugar el 20 de noviembre de 1911 en la Tonhalle de Munich bajo la dirección de Bruno Walter.
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*Oliver Matuschek, Las tres vidas de Stefan Zweig (Papel de liar, 2009)
**Alma Mahler, Recuerdos de Gustav Mahler (El Acantilado, 2007)

2 comentarios:

  1. Si efectivamente son dos creadores, músico y escritor que siempre han sabido espresar no solo lo que estaba de moda "politícamente" hablando sin o que han sabido transmitir la cultura popular, aquello tanto en algunas obra de Mahler, siempre hay algún recuerdo de aquellas cancioncillas populares, dignificadas, tan bien ajustadas a su métrica musical.
    También Zweig nos trasmite en sus novelas ese ambiente popular. Muy bien elegido estos dos creadores. Muchas felicidades por tus aportaciones

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  2. Gracias a ti. Y es cierto, en Mahler hay mucho de cultura popular, por una parte el ländler austríaco y por otra las reminiscencias de la música de los judíos orientales. Hay algunos momentos en esta Canción de la Tierra en los que parece que estamos oyendo música klezmer.

    Un saludo.

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