En 1917, entre
los vistosos actos de la coronación del príncipe Károly IV, se incluyó
inesperadamente un desfile de inválidos de guerra. Durante unas horas las
elegantes y perfumadas damas con sus vestidos importados de París y los refinados
caballeros expertos en las suertes de la caza y en la cría de caballos pura
sangre, y hasta el mismo rey, tuvieron que contemplar aquella marcha interminable
de lisiados que acababan de volver del frente, hombres de todas las edades y de
todas las etnias que poblaban aquel rincón del Imperio Austro-Húngaro. El
responsable de los actos de la coronación era un noble húngaro llamado Miklós
Bánffy, miembro de una de las más antiguas estirpes de la aristocracia
transilvana.
Bánffy fue
heredero del poder feudal que dominó Transilvania desde el siglo XIII, un poder
cuyo desenvolvimiento a lo largo de cinco siglos es inseparable de la compleja
historia de los Balcanes, y entre cuyos actores, además de los linajudos
terratenientes húngaros, figuraban los siervos rumanos (que eran mayoría), una
próspera minoría de comerciantes sajones y la comunidad gitana, cuya
visibilidad estaba limitada a los festejos y a las grandes ocasiones, en su
calidad de excelentes músicos. Todavía hoy Transilvania conserva huellas de
todas esas comunidades, en especial de la húngara, a cuyo actual auge, al que acompaña
por cierto una creciente reclamación de autonomía política, hay que atribuir la
recuperación de este autor olvidado, cuya obra más importante, la Trilogía
transilvana, fue editada en 2006 en Hungría, y recientemente en España por
la editorial Libros del Asteroide.
El joven Miklós
Bánffy creció en la propiedad familiar de Bonţida,
en el distrito de Cluj, y si bien su padre le obligó a estudiar Derecho, primero en Kolozsvár y luego en Budapest, sus
intereses se orientaron muy pronto hacia el arte. Fue discípulo del pintor de
temas históricos Bertalan Székely, y con el tiempo llegaría a diseñar los
decorados de la ópera de Béla Bartók El castillo de Barba Azul, estrenada
en la Ópera Nacional, de la que el propio Bánffy era intendente. Junto a su
primo Mihály Károlyi, que fue primer ministro tras la Revolución de los
Crisantemos y que proclamó en noviembre de 1918 la República Popular de
Hungría, leyó la obra de Karl Marx y se interesó por el socialismo y el
cooperativismo, ideas que trataría de adaptar a sus propiedades de
Transilvania, con escaso éxito. Escribió diversos dramas, entre ellos Atila,
Gran Señor; fue miembro de la Compañía Kisfaludy, prestigioso círculo de
escritores; fundó una editorial húngara en Transilvania; al acabar la Gran
Guerra, sus tierras pasan a formar parte de la nueva Rumanía, y él regresa a
Bonţida con la intención de recuperarlas; en 1921 fue nombrado ministro de
Asuntos Exteriores. Escribió varias novelas, una de ellas dedicada a la
resistencia yugoslava durante la II Guerra Mundial. Y aún tuvo tiempo, en su
juventud, de llevar una vida desenfrenada y de verse envuelto en un turbio
asunto de letras de cambio, por el que debió pasar algún tiempo bajo tutela
familiar. En la última postguerra vivió malamente en lo que quedaba de su
palacio de Kolozsvár, que abandonó en 1947 para trasladarse a Budapest, donde
murió, completamente olvidado, en 1950.
La
Trilogía transilvana es la gran obra literaria de Bánffy, que escribió
en los años treinta. La narración se desarrolla entre los años 1904 y 1914 en
Transilvania y episódicamente en Budapest. Pese a su dimensión monumental y al
gran número de sus personajes, los tres volúmenes ostentan una unidad narrativa
reconocible y centrada en dos personajes, representante cada uno de un estado
diferente de la aristocracia húngara de Transilvania pocos años antes de su desaparición:
Bálint Abády es un joven diputado sobre el que pesa la carga de los deberes y
responsabilidades que sus mayores le han inculcado hacia las gentes humildes de
su distrito y hacia su patria. El otro héroe, Lászlo Gyerőffy, es la
contrafigura del anterior, y ya desde las primeras páginas se nos aparece
marcado por la trágica historia de sus padres, historia que se irá desvelando
poco a poco y que crea en el personaje una conciencia de hostilidad hacia el
entorno y sobre todo hacia sí mismo.
La
existencia de Abády se reparte en tres ámbitos, lo que da pie al autor a
mostrarnos un cuadro completo de la sociedad húngara del momento. Por una parte
la vida parlamentaria, por la que tenemos acceso a los grandes conflictos
nacionalistas que socavaban el Imperio y a la vez a los asuntos
internacionales, en especial la caprichosa política de alianzas, cosas ambas que
acabarían por desencadenar la Gran Guerra. Por otra, sus actividades como
diputado y terrateniente en las tierras de su propiedad, en la que gran parte
de sus proyectos modernizadores quedarán frustrados a causa principalmente de
la inquina entre húngaros y rumanos. Pero la mayor inquietud de Bálint Abády, y
la que mejor retrata su psicología, es Adrienne, compañera de la infancia y
ahora esposa y madre con la que protagoniza una historia de amor de las más
bellas que fueron escritas el siglo pasado y que sitúa a esta pareja a la
altura de los grandes amantes del siglo romántico.
Pero
si la historia de Abády nos recuerda inmediatamente a algunas de Tolstoi, la
del malogrado Lászlo Gyerőffy nos conduce a la esfera de los personajes
atormentados de Dostoyevski. En efecto, sobre su vida no pesa ninguna
responsabilidad, es un completo “hombre superfluo” que dilapidará su talento
como músico en las mesas de juego, y que ahogará sus penas en alcohol. Así,
Gyerőffy se hundirá más cuanto mayor sea la solicitud con la que los otros
acudan en su auxilio, y esto en virtud de un tan insalvable como necio orgullo.
Un sentimiento, por lo demás, que ocupa una parte central en la época y en el
mundo en que se desenvuelven los personajes, ambos de inspiración
autobiográfica, y que trasciende en la minuciosa y precisa descripción de la
sociedad del momento. Esta descripción alcanza niveles de detallismo
desconocidos hasta ahora en la pintura que el autor nos hace de los actos
sociales de la aristocracia transilvana: comidas, cenas, bodas, entierros,
duelos de honor, mercados benéficos, carreras de caballos, con toda la etiqueta,
la pompa y el protocolo que los acompañaban. Sin embargo, los actos sociales en
los que Bánffy se explaya de manera casi convulsiva son los bailes y las
cacerías. Aquí el autor se expresa con la plena conciencia de ser el único
testigo de un tiempo que cuando él escribía ya había acabado, y decidido por
ello a dejar testimonio de un mundo que vivía en el mayor y más despreocupado
esplendor sin poder imaginar que su fin estaba ya a la vuelta de la esquina.
Si
Eduard von Keyserling fue el cronista de la extinción de la aristocracia
germánica en el Báltico, Bánffy lo es sin duda de la húngara en Transilvania,
si bien las técnicas utilizadas por éste son muy distintas de las de aquél,
pues si Keyserling situó el drama de sus personajes en la intimidad de sus
propias conciencias, y por tanto en una esfera literaria que ya pertenecía por
entero al siglo XX, Bánffy recurrió mayormente a lo que sucedía “en público”, a
la acción, para lo que no tuvo reparo en poner a su servicio todos los recursos
que la novela decimonónica ponía a su alcance, incluyendo algunos no siempre
bien vistos, como el folletín. Por aquí, junto a las influencias rusas ya
mencionadas, penetran en la literatura de Bánffy aires procedentes de
Centroeuropa y en especial de Viena, entre ellos los muy identificables de
Stefan Zweig y Arthur Schnitzler.
Los
personajes de estas novelas están llenos de vida, incluso cuando, como sucede
en el caso de Lászlo Gyerőffy, la vida no está abocada sino a la
autodestrucción. Que el autor nos describa con pasión de documentalista hasta
el menor detalle de aquella sociedad y de su forma de vida, sin descuidar las
indumentarias, la decoración de los salones, la arquitectura de los palacios,
y, de manera destacada, la soberbia naturaleza transilvana, contribuye a hacerlos
aún más creíbles, iluminados como están por esa visión hiperrealista, y a que
sus destinos nos resulten más conmovedores. Pues viene a ser cierto que finalmente
importaba poco la trayectoria personal de cada uno de los héroes, el digno y
responsable Abády y el inútil y trágico Gyerőffy. La Historia los arrastró a
todos, como también sus bailes y cacerías, sus inexpertas y encantadoras
jovencitas casaderas y sus vigilantes madres. Consta que el autor escribió un
cuarto volumen que debía continuar la historia de estos personajes y en el que,
quién sabe, quizá alguno de ellos encontrara su consumación. Pero nunca lo
sabremos, ya que el manuscrito, como la época, desapareció durante la última
guerra. Y es que la literatura, también en esto, ha querido ser fiel a la
realidad hasta el final.
Acabo de leer una novela de Sandor Marai y hay en ella un sabor de decadencia aristocrática que, por lo que describes de este escritor, me da la sensación de que debe de ser parecida a la que existía en gran parte de lo que hoy llamamos paises del este, esos grandes desconocidos.
ResponderEliminarluisa pallarés
No había visto tu comentario... Lo curioso es que Bánffy es un autor desconocido en Hungría, país que por lo demás tiene una literatura muy interesante. Aquí te dejo una página en la que encontrarás información sobre la literatura húngara de antes y de ahora.
ResponderEliminarLiteratura húngara online
Un saludo, Luisa.