martes, 21 de febrero de 2012

VARIACIONES / 13

EL DOCTOR ATÓMICO

Hay casos, muy raros, de creadores que huyen de la variación y que, en lugar de elegir sus temas en el repertorio que ofrecen la literatura o el cine y, en general, entre todo lo que ya ha sido elaborado por lo menos una vez, prefieren beber directamente de esa fuente inagotable, pero a la vez tan equívoca por su saturación, que es la realidad. Ellos buscan en los hechos realmente acaecidos como otros lo hacen en los libros, seleccionan un personaje o una situación de la Historia que parece haber descuidado el resto de los mortales, los cuales no han sabido ver en él el origen de una historia, y lo moldean y acomodan a su gusto a fin de establecer un tema que aspira a ser totalmente nuevo, un paradigma al que podrían suceder infinitas variaciones, como esos arquetipos que, una vez fijados en la memoria colectiva, llegan a tener en el futuro una larga y provechosa descendencia. Esos precursores clarifican, iluminan, y a veces, en su afán descubridor, claro está, se estrellan.

Hace unos años, mientras Henze presentaba en Berlín una nueva variante de la Fedra enamorada de su hijastro, y mientras Dusapin desempolvaba, también en Berlín, a la Medea asesina de sus propios hijos (qué difícil está, por cierto, eso de la maternidad), John Adams estrenó en Chicago la producción ya vista anteriormente en San Francisco de su Doctor Atomic, centrada en los conflictos personales de Robert Julius Oppenheimer, el inventor de la bomba atómica. El asunto no puede ser más contemporáneo: la responsabilidad moral y social de la ciencia. No se trata, en efecto, de un capricho ocasional, pues como es sabido Adams ya debutó en la ópera (en 1987) con su Nixon in China, que le consagró de repente y que no dejó indiferente a nadie. A este drama épico ambientado en la diplomacia del final de la Guerra Fría, sucedió en 1991 The Death of Klinghoffer, basada en el secuestro del Achille Lauro por unos activistas palestinos, y en 1995 I Was Looking at the Ceiling and Then I Saw the Sky, acerca del terremoto que unos meses antes devastó el norte de Los Ángeles. Contra todo pronóstico, la siguiente ópera de Adams (posterior en un año a Doctor Atomic) está inspirada a partes iguales en un cuento popular de la India y en La flauta mágica mozartiana: A Flowering Tree (2006).

Para quien no haya escuchado estas óperas quizá sea fácil creer que Adams es una especie de reportero musical, con el consiguiente grado de superficialidad que tal consideración podría merecer; o que el atrevimiento de Adams consiste en sacrificar el rigor en beneficio de la inmediatez. Sería un error. Y no es sólo, que lo es, que Adams sea uno de los compositores americanos más notables del último cuarto del siglo XX y de lo que llevamos del XXI, al que avala una considerable obra en diversos géneros; igualmente Adams, en el ámbito operístico, ha acertado a rodearse de unos compañeros de viaje poco dados a la bobada estéril y a la ramplonería. Más bien parece que entre ellos han tenido a bien hacer una seria propuesta que debería tenerse en cuenta: la de reconsiderar lo que se entiende por “ópera” en nuestros días, nada menos. Fue Peter Sellars quien le sugirió escribir una ópera que tratase del encuentro de Nixon y Mao en China en 1972, y sobre el propio Sellars, desde entonces colaborador habitual, recayó más tarde el compromiso de la puesta en escena. Colaboradora habitual (hasta que se desmarcó del proyecto de Doctor Atomic, al que tachó de antisemita) era también la libretista Alice Goodman.

La propuesta de Adams afecta a los temas operísticos y a la manera en que estos se presentan al público. Si el teatro musical ha dedicado múltiples veces su atención a los héroes, caudillos y dirigentes, conflictos políticos, revoluciones y catástrofes de otra época, ¿por qué no habría de dedicar una atención semejante a los de ahora? Que a Andrea Chénier, descabezado y todo, le costara un siglo entero llegar a un escenario de ópera no debería sorprendernos: hoy, en el siglo de las comunicaciones por satélite, habría llegado mucho antes. Precisamente las comunicaciones se encuentran en el trasfondo de este nuevo modelo operístico, abrumados como estamos por informaciones sobre toda clase de asuntos que nos llegan de una manera tan masiva como instantánea. Así, Nixon in China contiene una aria justamente célebre consagrada al poder de la televisión. Por los mismos motivos, tampoco debería sorprender que las obras de Adams, en los montajes de Sellars, contengan abundancia de efectos sonoros y proyecciones de imágenes, lo que por otra parte hoy ya es corriente (muchas veces de manera injustificada) en las escenografías de casi cualquier ópera, incluidas las barrocas. Ese carácter instantáneo de la información al que también se ha adherido el arte debería hacer posible la existencia de una conexión entre lo que ocurre dentro de un teatro con lo que ocurre fuera. Es lo que sucede en I Was Looking…, en la que los personajes representan los conflictos raciales y económicos de la sociedad americana en el momento mismo en que la obra se escenificaba por primera vez en Berkeley, lo que la aproxima a experimentos anteriores en la misma onda, tales como los realizados por Brecht y Weill unas décadas atrás.
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El teatro musical de Adams, puesto que es de hoy, está repleto de alusiones a la cultura pop, al cómic y a la televisión, pero también a algo que es de siempre: la sátira. La “cuestión Adams” no se agota ni mucho menos con la sola polémica que generó en su momento la llamada música minimalista, ni es tampoco un fugaz episodio de nuestra postmodernidad. Este hombre que celebró su cincuenta cumpleaños con un concierto en el Concertgebouw en el que dirigió composiciones propias y otras de Gil Evans, Miles Davis y Duke Ellington es lo bastante raro como para tener cosas que decir, incluso en estos tiempos difíciles. Haríamos bien en escucharle.

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