martes, 27 de abril de 2010

DISPARATES / 12


Y AHORA EL PAÑUELO
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El día 20 de este mes la prensa informó del asesinato y descuartizamiento de una mujer en Fuengirola, cuyos restos, como ya es costumbre, se buscan actualmente en un vertedero. La mujer, de origen ucraniano y naturalizada española, ejercía la prostitución en la provincia de Málaga, y recientemente, después de ultimar algunos complicados trámites legales, había conseguido reunirse con su hijo de diecisiete años. Convertido ahora en huérfano, se ignora sin embargo cuál es el status del menor, si lo tiene; y diversos expertos discuten sesudamente acerca de sus derechos, si los tiene; y de su futuro, si lo tiene.

Las personas responsables en España de la política de inmigración, ya desde hace al menos quince años, no suelen ocultar sus preferencias ni sus aversiones acerca de las diversas calidades del material genético que manipulan en sus obras de ingeniería social. Ellos diseñan la vida de la gente, sus destinos, sus problemas, sus deseos y sus esperanzas con los mismos criterios con los que se seleccionan los materiales que deberán dar por resultado una hermosa lechuga, o una vaca que dé quince litros de leche en lugar de catorce. En sus operaciones, los expertos manejan (apoyándose para ello en principios que consideran científicos) razones de tipo cultural, racial y religioso. Así, por ejemplo, del material genético procedente de los países de la antigua URSS y de sus aledaños se valora positivamente su buena disposición y su facilidad para aprender un nuevo idioma, así como el hecho nada desdeñable de que sus valores culturales (centrados en el dinero) son los mismos que los nuestros. Los norteafricanos, en cambio, reciben una alta valoración en lo relativo a la dedicación al trabajo, aunque tienen el grave inconveniente de su religión y su moral islámica. Es preferible, sin ninguna duda, el material procedente de los depauperados países de América del Sur, que comparten con nosotros idioma y religión, es decir, que han renunciado ya a toda moral, y que además se prestan mejor que otros a la invisibilidad, exigencia común que nuestra sociedad impone a los recién llegados.

Que una ucraniana pueda acabar descuartizada en un vertedero, como una española cualquiera, y que el hecho sea reseñado por la prensa, no demuestra sino la calidad y el alto nivel de integración de este material genético importado del Este, al contrario de lo que sucede con otros materiales defectuosos (en origen) que deben ser desechados casi en el instante mismo de su llegada, de lo que son prueba elocuente grandes centros de internamiento al aire libre como la llamada Colonia Marconi (también ha sido noticia estos días), que de su pasado industrial conserva sólo el nombre y que ahora es según la policía el “mayor prostíbulo de Europa”. Del presente y el futuro de ese material desechable, en gran parte de origen subsahariano, no se sabe absolutamente nada, ni siquiera si acaba o no en algún vertedero, lo que sin duda es consecuencia de su inadaptación.

Un buen material importado es aquél que trabaja, cuando hay trabajo, sin cuestionar sus condiciones laborales, que paga sus impuestos, que no vota (pues no tiene derecho a hacerlo) y que sobre todo, lo mismo en época de abundancia que de escasez, no tiene la pretensión de mostrarse, y por tanto no circula por nuestras bonitas calles comerciales, no tiene su vivienda (o lo que sea) cerca de la nuestra, no se sienta en los bancos de nuestros escasos parques ni frecuenta nuestros bares, cines o teatros. Que hasta el material importado de mayor calidad caiga enfermo de vez en cuando y que además aspire a que sus hijos reciban alguna educación, en perjuicio, claro está, de nuestra sanidad y nuestro sistema educativo, demuestra que no es posible pedir peras al olmo, y que los procedimientos de importación son mejorables. Los expertos ya están trabajando (con el rigor habitual en ellos) en este necesario mejoramiento, de lo que es testimonio el folleto que el PP ha distribuido hace unos días en Badalona, donde se lee sencillamente que “no queremos rumanos”. Es cierto que de momento la consigna parece algo tímida (¿por qué los rumanos precisamente?, ¿quiere decir eso que queremos marroquíes?), pero debemos conceder un mínimo de confianza a los expertos, ya que en esto, como en todo, lo difícil es empezar.

Y en medio de todo eso a una chica de Pozuelo se le ocurre ir al instituto cubierta con un pañuelo, lo que motiva que se la mande a casa y se abra naturalmente un amplio debate mediático que, según ha anunciado el Gobierno, culminará en una ley que regulará el uso de tales prendas en lugares públicos. Es lógico que sea así, pues ni el paro, ni la corrupción política, ni la enseñanza pública, ni los servicios sociales, ni la administración de justicia, ni los fraudes bancarios a Hacienda, ni la destrucción de las cajas de ahorro, ni ninguna otra cosa, en resumen, merece la atención inmediata del Gobierno. Excepto el pañuelo. Resulta curioso que esta modesta prenda que en algunos países islámicos se utiliza hoy para dotar de invisibilidad a las mujeres, sirva aquí justo para lo contrario: para ponerlas en el campo de tiro mediático, e incluso para que la polvorienta y oxidada maquinaria legislativa se ponga en marcha. Miles de mujeres se han hecho así visibles de repente, aunque no tanto como para que nos demos por enterados de que ellas friegan nuestros inodoros y realizan otras tareas propias de su condición, ¿qué necesidad tenemos de saber eso? En sus países de origen la tez blanca es atributo indispensable de la belleza femenina, según dicen ellas. Y además, no ya el pañuelo, sino incluso algo mucho peor: el velo resulta aconsejable cuando se acude a alguna cita amorosa. El pudor de lo que permanece oculto, y su misterio, provoca nuestro escándalo, cosa que no sucede ante la visión de nuestras Colonias Marconis y sus vertederos adyacentes, seguramente porque en ellos no hay ningún misterio. Algunos retroprogres no se andan con rodeos y ya anuncian la total prohibición del dichoso pañuelo y de cualquier otra prenda discriminatoria, ya sea visible o invisible, no por motivos raciales o xenófobos, faltaría más, sino para salvaguardar los derechos de las interesadas (pues ellas, pobrecillas, desconocen sus derechos, y ni siquiera saben si la ropa que llevan la llevan por voluntad propia o no). ¿Prohibirán a continuación el tanga, o por el contrario se lanzarán con toda su furia hacia la discriminatoria minifalda? Como por otra parte la estupidez es previsible, ya podemos permitirnos anunciar que la futura ley antipañuelo será la comidilla de los próximos meses. Y también que el PP, que juzgará la ley “tardía e insuficiente”, no estará de acuerdo.

martes, 13 de abril de 2010

DISPARATES / 11

CONTRA LOS JÓVENES

Hace poco, en una especie de encuesta, se mostró a unos jóvenes españoles un grupo seleccionado de fotografías de dictadores del siglo pasado, al tiempo que se les pedía que identificaran entre los retratados al Caudillo de España. Parece ser que casi todos los encuestados, en su respuesta, descartaron como nuestro caudillo al general Franco, al que identificaron con Hitler, y en cambio señalaron como dictador español a otro general de mayor altura (no altura moral, ni política, sino sólo física): el general Pinochet. Hay que reconocer a los jóvenes encuestados su capacidad innata, ya que no para distinguir al prócer correspondiente, sí al menos lo que podríamos llamar el aire de familia, esa naturaleza sanguinaria en la que se mezclan a partes iguales el pragmatismo, la intolerancia y la megalomanía. A mayor abundamiento, y sin duda con el sano propósito de divertir a la audiencia (ya que la encuesta a la que me refiero formaba parte de uno de esos programas de televisión que antes se llamaban “de variedades”, programas de primera hora de la madrugada en los que todo vale con tal de aumentar el share), se interrogó a los mismos jóvenes acerca del carácter, las graves implicaciones y, por así decirlo, el meollo metafísico del así llamado Caso Gürtel, preguntas a las que los jóvenes en cuestión, en su inocente candidez, respondieron mayormente con un “¿Qué es eso?”

Dice Slavoj Zizek, en su libro En defensa de la intolerancia, que la política es el arte de lo imposible, y pone como ejemplo la histórica visita de Nixon a China, que incluso dio lugar a una ópera y que en su momento “modificó de hecho los parámetros de lo que se consideraba posible (factible) en el ámbito de las relaciones internacionales”. Según Zizek, en nuestros tiempos la política ha sido abolida, tanto en el pensamiento como en la praxis, cosa que tendría su origen en la postmoderna tendencia de la socialdemocracia europea, y también de su equivalente norteamericano, hacia el “nuevo laborismo”, tal como fue definido por Tony Blair, idea que ocupa en la pseudopolítica actual, más allá de la Historia y, por supuesto, de las ideologías, el espacio de lo que llaman “el centro radical” (radical centre). Ahora bien, si sabemos que el centro es un lugar que no existe en el espacio, porque no hay nada (o casi) en los extremos, ¿qué se puede decir del “centro radical”? ¿Dónde se ubica? Uno se sentiría tentado de decir que “en la nada”, es decir, en la apolítica. Pues si la política se reduce a hacer lo posible, entonces ya no es política, es justamente eso: nada. Esto se explica mejor con otras palabras: desde la caída del Telón de Acero, la ideología es una antigüalla, y de lo que se trata es de que el poder haga que las cosas funcionen, o, como dijo otro centrista radical: “No importa que el gato sea blanco o negro; lo que importa es que cace ratones”.

Afirma Zizek que este fenómeno político postmoderno es la consecuencia natural de lo que, paralelamente, ocurre en la sociedad, en la que ya no hay clases, pues de tan mal gusto es considerarse a uno mismo de clase alta como de clase baja: subjetivamente, sólo es respetable una imaginaria clase media a la que en realidad no pertenece nadie, lo que no impide que dicha clase, a la que todos querrían pertenecer, dicte las normas, o sea, que de ella emanen los programas y los principios de los partidos políticos, así como de los medios de comunicación y de los tribunales, y, en consecuencia, de los centros de enseñanza. Y es ese centro radical, esa nada, la que irradia hacia la periferia su política, su economía, su cultura y su conocimiento, pues como sabemos éste no se transmite por ciencia infusa, y sí por medio de un acto de voluntad que ostenta (o mejor: que debería ostentar) un alto valor político y por tanto moral.
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La ocurrente y chistosa encuesta de la que hablaba más arriba, que tan pertinente resulta en las reuniones tabernarias de gente adulta, cuando dicha gente pretende afianzar su propia categoría moral frente a la insulsa e ignorante desvalorización de los jóvenes, no muestra en realidad sino la absoluta incapacidad de los adultos para transmitir información a sus sucesores, ya sea por vía educativa o mediática. No es extraño que esto sea así, pues para ello se erradicó a las humanidades de los programas de enseñanza, sustituidas, sobre todo en lo que se refiere a nuestra historia reciente, por un discurso blando, pactado y admisible por todas las partes, discurso que se encuentra en el centro retórico de la nada y que tiene como argumento principal la muy elaborada leyenda (con sus hadas, ogros y elfos) de la transición democrática, artilugio concebido a fin de otorgar legitimidad a nuestro Estado y que es la envidia de medio mundo.

Ahora, mientras en los países de América del Sur que debieron inspirarse en nuestra modélica transición se investigan realmente los crímenes de los dictadores, y se les juzga, aquí, en el mismo centro radical de la nada, se persigue judicialmente a un juez, estrella casi hollywoodiense y antigua cabeza visible de nuestra democrática justicia, por haber tenido la inaudita pretensión de juzgar los crímenes del franquismo, para lo que el tal juez quería además valerse de un instrumento legal que a su vez se presentaba como el gran logro de nuestra política radical: la Ley de Memoria Histórica, que, como sabemos ahora, no llega a ser ni siquiera papel mojado: nada, menos que nada.
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Los jóvenes, habitantes por naturaleza de la periferia, no saben quién era Franco, ni falta que les hace. Tampoco saben qué es eso del Caso Gürtel, y tal vez les baste con intuir que en el centro radical en el que nos hallamos felizmente instalados, la olla que nos da calor y alimento es una olla podrida, en la que bullen incansables los principales ingredientes de nuestra política: la financiación de los dos partidos dominantes y de sus cabecillas, el tráfico de favores e influencias, los mil y un trapicheos, las mentiras, las comisiones, el cinismo, la inmunidad parlamentaria y la impunidad jurídica. Debo confesar que ahora yo mismo no sé quién era Franco. ¿Acaso existió? Me parece más real la existencia de un Pinochet en Chile que la de un Franco en España, y sin embargo, quién sabe. También Zizek, en una reciente visita a Madrid, con motivo de una charla en el Círculo de Bellas Artes, se refirió, con la vehemencia que en él es característica, al final de la película Franco, ese hombre, final que a su juicio constituye una magistral lección visual de ideología e Historia (parece ser que nadie se acordó de advertir al filósofo esloveno de que en España no es correcto, o elegante, o lo que sea, hablar de tales cosas). Al acabar la filmación, el Franco de celuloide desaparece al mismo tiempo que una segunda cámara abre su encuadre para mostrarnos otra escena: en lo que parece el decorado de Aida, un personaje solitario, que no es otro que Franco, está sentado en un sillón, observando desde la realidad la ficción de la película. Cierto: él observa la buena marcha de las cosas. La paternal protección de su Excelencia preserva hoy la paz y la tranquilidad de nuestra hogareña nada, como la preservó en vida de él. Y, al igual que nos han dicho de Dios, nos mira aunque nosotros no podamos ver su cara. Entretanto nosotros, que somos la nada, la mediocre y paralítica fábula que el propio faraón, a su imagen y semejanza, ha creado, no le vemos y a veces hasta nos olvidamos de su existencia, lo que no impide que nos atengamos al guión previsto. ¿Qué otra cosa podemos hacer, sino lo que es posible? ¿Cómo vamos a transmitir nosotros, pequeños centristas radicales, una información que hemos decidido excluir de nuestra neutra y chapucera nada? Pues eso, a vivir que son dos días. Ah, lo olvidaba: la culpa la tienen los jóvenes, como es natural.