viernes, 20 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 3


HOFMANNSTHAL

No es costumbre que el silencio de un poeta termine por convertirse en el germen y la razón de ser de su obra; y menos aún que ese silencio llegue a transmutarse en cómplice de la causa musical, y hasta a dar frutos que casi un siglo después se mantienen como una parte indiscutible del repertorio de los grandes teatros de ópera. Hugo von Hofmannsthal vivió en una época y un lugar que fueron propicios al silencio de los poetas, un silencio que empezó a formular él mismo en 1902 y que terminó de expresar Karl Kraus poco más de treinta años más tarde, cuando el nacional-socialismo llegó al poder y el eterno polemista, que también lo fue en contra de Hofmannsthal, y durante muchos años, pronunció su tajante que no se me pregunte qué he hecho yo todo este tiempo. / Mudo me quedo. Es cierto que el silencio de uno no se correspondía con el del otro (Hofmannsthal murió antes del advenimiento del Tercer Reich), pero también lo es que, pasado el tiempo, ambos silencios no pueden dejar de parecernos vecinos, casi contiguos, hasta el punto de que el de Hofmannsthal se nos antoja ahora como una intuición premonitoria del de Kraus: los dos se encontraban justo al final de su mundo, y de su lenguaje.

Hofmannsthal era ya un poeta lírico de renombre cuando, a la edad de veintiocho años, dio a conocer su fingida Carta de Lord Chandos, en la que explicaba sus razones personales para abandonar la poesía. Esta carta situaba en un plano de ficción un muy cierto y sereno análisis del poeta sobre su propia obra. En ella, el joven hidalgo de la época isabelina Lord Chandos se dirige al canciller y filósofo Francis Bacon, que era amigo de su padre y que previamente había mostrado su preocupación por el “entumecimiento mental” del joven. En la extensa carta, Chandos desvela las razones de su mutismo: en esencia, que ha perdido la relación entre el objeto y su expresión, que el mundo y las cosas, como escribió más tarde Hermann Broch, “le han vencido en cierto modo por cuanto han escapado de él”. A este respecto hay que aclarar, como en su día hizo Broch, que la poesía lírica de Hofmannsthal, aun cuando fuera escrita en edad temprana, nunca fue propiamente juvenil, ya que desde el principio mostró ese rasgo de madurez que a muy pocos poetas les es dado alcanzar y que consiste en ocultar la propia subjetividad, en no mostrar el yo, sino más bien en confiar la totalidad de la exposición lírica al objeto, haciendo que éste se exprese por sí mismo. Se trataba, pues, de una poesía que no nacía de la vivencia personal, de la contemplación, sino de la identificación. Así, no es casual que Hofmannsthal disfrazase su reflexión en forma de carta dirigida a un filósofo cuyo pensamiento fue siempre científico y naturalista, y no a un hombre de letras. El silencio de Hofmannsthal era en suma extraliterario, y obedecía a una súbita falta de identificación con el mundo.

Más tarde se ha creído ver en esta carta la descripción del inicio de un trastorno mental, idea que parece corroborar la consideración de “enfermedad” que el propio Chandos asigna a su estado psíquico en el momento en que la escribe. Por otra parte, y dicho sea de paso, algo así como un sentimiento de “enfermedad” parece lícito en quien ya publicaba libros y participaba de los círculos literarios más avanzados cuando aún sólo era un estudiante de bachillerato, y en quien podía dar por terminada su carrera poética, con la certeza de tener una obra importante a su espalda, con menos de treinta años. Por lo demás, es conocido el interés de Hofmannsthal por el psicoanálisis, y las teorías de Freud no dejarían de ocupar un lugar en su obra futura. Lo cierto, en todo caso, es que desde la publicación de la carta Hofmannsthal no volvería a escribir poesía lírica, dedicándose casi por completo al teatro y al ensayo.

Hofmannsthal, descendiente de una familia de judíos asimilados, había nacido en 1874 en Viena. Como correspondía a la privilegiada posición social de su familia (su padre era funcionario imperial), estudió en el Akademishes Gymnasium de su ciudad natal, y muy pronto ingresó en los círculos literarios vieneses bajo el padrinazgo de Stefan George. En esos años, además de con George, tomó contacto con algunos de los autores que aspiraban a renovar la tradición literaria centroeuropea, entre ellos Hermann Bahr y Gerhardt Hauptmann. Sin embargo, la gran revelación del mundo del arte no la recibió el joven Hofmannsthal de los autores a los que frecuentaba, sino del Burgtheater, donde actuaba la actriz Eleonora Duse. A partir de entonces, y hasta la crisis descrita en su Carta de Lord Chandos, su actividad poética sería paralela a la creación drámatica, en verso y en prosa, estrenando su primera obra, Die Frau im Fenster (La mujer en la ventana), en 1898.

El encuentro entre Hofmannsthal y Richard Strauss se produjo ya en 1900, si bien no empezaría a ser fructífero hasta nueve años más tarde. Strauss, que estaba al borde de una concepción operística mucho más sinfónica que vocal, requería libretos que se prestasen al sinfonismo denso y robusto, heredero del de Wagner, que ya venía practicando en sus obras orquestales. Para el momento en que se inició su colaboración con Hofmannsthal ya había alcanzado la primera cima de su éxito con Salomé, que, con un libreto basado en el drama homónimo de Oscar Wilde, se estrenó en Dresde en 1905. Por cierto que Strauss tuvo dudas hasta el último momento acerca de la suerte de la obra, en parte a causa de su carácter escabroso (que desaconsejó su estreno en Viena o Berlín), pero también porque era consciente de que la muy nutrida plantilla orquestal podía ahogar a las voces, en especial la de la protagonista, papel que por ese motivo encarnó la soprano wagneriana Marie Wittich, que no se parecía ni vocal ni físicamente al personaje ideado por Wilde. El éxito obtenido animó a Strauss a proseguir su carrera como compositor para el teatro, carrera que debió compatibilizar desde 1908 con su cargo de director de la Ópera de Berlín.

Entretanto, Hofmannsthal había empezado a llenar estos primeros años de silencio lírico con la adaptación de obras ajenas, entre ellas Mariage forcé, de Molière, y Edipo Rey y Electra, de Sófocles, la última de las cuales fue escenificada por Max Reinhardt en 1903. El reciclado Hofmannsthal despertó el interés de Strauss por lo que podía aportar al teatro y en especial a su concepción de la forma operística: una mezcla de sensualidad y simbolismo (en su caso de carácter freudiano) muy de la época, a lo que habría que añadir su gran conocimiento de los clásicos. Para la primera colaboración entre ambos la obra elegida fue la adaptación de Electra, cuyo tema no se alejaba mucho del de Salomé, y en el que el libretista, aun siendo bastante fiel al original, puso una abundante carga de ese simbolismo freudiano que enseguida sería calificado de obsceno y pervertido por sus contemporáneos. Por lo demás, Elektra (1909), que iba a ser la ópera más “progresiva” de Strauss, y que anticipaba algunos de los hallazgos futuros de Schoenberg y Berg, suponía un cambio importante con respecto a Salomé: la música, soporte de las pasiones e histerias de sus personajes, adquirió un expresionismo en el que cabía la politonalidad y en el que se llegaba a anunciar el atonalismo, todo ello al servicio de una fuerte intensidad dramática. No obstante, la línea emprendida por Strauss volvería a experimentar un brusco giro sólo dos años más tarde. 1911 iba a ser el año de Der Rosenkavalier (El caballero de la rosa).

La herencia wagneriana, que había llegado a Strauss de primera mano a través de su profesor Hans von Bülow, no excluía, sino todo lo contrario, la influencia del puro clasicismo vienés, cuyo referente más notable en lo que respecta a la ópera, y a la idoneidad entre palabra y música, era Don Giovanni. Por otra parte, es de suponer que Strauss, que conocía bien la obra de Arnold Schoenberg, de la que admiraba especialmente los Gurrelieder, debió considerar su Elektra como el punto final de una experimentación que le había aproximado a la estética schoenbergiana, punto más allá del cual no estaba dispuesto a ir y que en cambio para Schoenberg (que en 1912 daría a conocer su Pierrot lunaire) era sólo el principio. Las audacias que ya se adivinaban en el horizonte inmediato, tales como el sprechgesang y la atonalidad, aconsejaron a Strauss dar un giro clasicista a su música, que se plasmaría por primera vez, constituyéndose ya en modelo para el resto de su obra escénica, en El caballero de la rosa.

Esta comedia de inspiración mozartiana aparece hoy como un minucioso retrato psicológico en el que mágicamente las interioridades de los personajes han sido amplificadas y convertidas en música. El libreto de Hofmannsthal, dotado de una consistencia que es casi única en el género, y que podría ser representado como pieza autonóma, pongamos por caso, en un teatro de cámara, alcanza una magnitud de gran ópera sin perder por ello nada de su intimidad y profundidad. Así, este retrato colectivo a ritmo de vals acaba trascendiendo los límites de la escena para mostrar la imagen fiel de una época, la del imperio austro-húngaro, que tocaba a su fin. Por lo demás, la sensualidad patológica que había predominado en Salomé y en Elektra dejó aquí su sitio, de un modo que sorprendió al público de la Semperoper el día del estreno, a la ironía y al refinamiento, presentes en el texto, la orquesta y, de manera novedosa, en el canto, que muy pocas veces es canto convencional y casi siempre consiste en una especie de recitado, o de diálogo, apoyado por la orquesta.

Pero no debe ignorarse el hecho de que la brillantez y la aparente ligereza de El Caballero de la rosa esconden un amargo sentimiento que Hofmannsthal había expresado cinco años antes en un texto que, como la Carta de Lord Chandos, de nuevo se presentaba bajo la forma de una carta, dirigida esta vez a un lector desconocido. En ella, el autor ficticio, que pretendía regresar a Alemania y Austria después de una larga ausencia, mostraba su incomprensión hacia los alemanes de la época: “De vuelta aquí, pensaba ver cómo viven. Aquí estoy, pero no veo cómo viven; y los veo vivir, pero no me gusta”. En cierto modo, los sentimientos descritos en Briefe des Züruckgekehrten (Cartas del que regresa) suponen la continuación de los que unos años antes manifestó Hofmannsthal a través de Lord Chandos: un extrañamiento y una falta de identificación con el mundo que, si antes afectaba a los objetos y a su expresión poética, ahora se refería a sus contemporáneos alemanes y austríacos, cuyo ser íntimo se había esfumado y a los cuales faltaba “lo que edifica a la comunidad, todo lo que de primitivo hay en ella, lo que radica en el corazón”. Quizá eso que radica en el corazón sea precisamente de lo que se despide la Mariscala en la última escena de la ópera, cuando, resignada ante el amor de Sofía y Octavio, y comprendiendo que los protagonistas de la historia ya son otros, sale de escena llevando tras de sí toda una época.

En 1912 la colaboración entre Hofmannsthal y Strauss continúa y se diversifica: en Stuttgart se estrena Ariadne auf Naxos, que tendría una segunda versión vienesa cuatro años más tarde, y, con música de Strauss, se representa la adaptación hofmannsthaliana del Bourgeois gentilhomme, de Molière. También ese año Hofmannsthal se encuentra en París con Diaghilev, director de los Ballets Rusos, que le encarga un libreto sobre el pasaje bíblico de José, que, con el título de Josephslegende (La leyenda de José), y de nuevo con música de Strauss, se estrenaría en 1914 en la Ópera de París.

De esta fecunda actividad, que era acompañada además por el éxito, podría deducirse que las relaciones personales entre Hofmannsthal y Strauss fueron siempre tan fáciles como las artísticas. Y sin embargo no fue así, como queda claro en la correspondencia entre ambos, en la que abundan las quejas y las incomprensiones, motivadas sobre todo por el perfeccionismo de Hofmannsthal y por la tibieza, cercana a veces a la indiferencia, de Strauss. Raramente se mostró éste entusiasmado con los libretos que recibía, y apenas dedicó al autor de los mismos algún débil elogio, lo que no debía agradar a quien disfrutaba del triunfo literario ya desde los tiempos del bachillerato. A este respecto, se ha señalado a la exquisita Ariadne auf Naxos como una especie de alegoría de la relación entre Hofmannsthal y Strauss. La ópera, que había nacido como homenaje a Max Reinhardt, y que el día de su estreno apareció como un apéndice del Bourgeois gentilhomme, sólo alcanzó su forma definitiva tras el añadido de un prólogo. En él se advierte al maestro de música de que a la inminente representación de una ópera dramática sobre el desengaño de Ariadna seguirá un intermedio cómico. Más tarde, para que no se aburran los espectadores, se decide interpretar las dos obras a la vez, idea que como es natural subleva al compositor, que amenaza con retirar su pieza. Pero la soprano que debe hacer el papel de Zerbinetta en la ópera seduce al compungido músico, con lo que éste acepta las condiciones que se le han impuesto, confiando en el poder de la música. Todo lo cual viene a ser un reflejo de los desacuerdos entre Hofmannsthal y Strauss con respecto a la obra. Su argumento, que para el libretista estaba cargado de un simbolismo que aludía a la resurrección del espíritu, por lo que a su juicio la escena central era la de la “transformación” de Ariadne, recibió una interpretación diferente al ser puesto en música. Strauss, que había concebido para su ópera una pequeña orquesta, encontró la oportunidad de escribir páginas de gran virtuosismo para las voces, lo que hizo que abandonara en parte el estilo de diálogo musical ya ensayado en El caballero de la rosa. En consecuencia, y ya que el personaje que mejor se prestaba al virtuosismo era el de Zerbinetta, escribió para ella una escena de extraordinaria dificultad que Hofmannsthal encontraba de mal gusto, y que además restaba protagonismo al papel de Ariadne. “Así”, escribió Hofmannsthal, “los dos mundos espirituales se conectan de un modo irónico, al fin, en la única conexión posible: la incomprensión”.

Tal vez sea la fidelidad del libretista al músico, pese a la aparente falta de afinidad entre ellos, la mejor respuesta a la debatida cuestión de si Hofmannsthal consideraba o no sus libretos para Strauss como obras de encargo, “menores”, en cualquier caso. Y es que desde esa perspectiva toda la obra de Hofmannsthal de este período (los libretos, las adaptaciones, las colaboraciones en la prensa) sería “obra menor”, lo que no impedía que aplicara a toda ella por igual ese perfeccionismo que, por lo demás, le caracterizaba ya desde su juventud lírica. Sucede que en el Hofmannsthal de estos años estaba fraguando un nuevo tipo de personalidad literaria a la que iban a terminar de dar forma los acontecimientos exteriores, y en especial el gran acontecimiento de la guerra.


Tras ser enviado en 1914, en calidad de teniente de la reserva, al frente de Istria (donde no permaneció mucho tiempo), el imperio decidió que los servicios de Hofmannsthal, cuyo prestigio internacional ya era entonces considerable, serían más utiles como diplomático. Desde ese momento, y hasta casi el final de la guerra, Hofmannsthal desplegaría una amplia actividad, por medio de escritos y de conferencias, a favor de la integridad del imperio de Habsburgo. Más tarde, cuando la unidad del imperio se reveló imposible, concentró su actividad en la justificación histórica de Austria como núcleo de una nueva unidad que incluiría a los pueblos germanos, eslavos y latinos, convirtiéndose en promotor de un europeísmo al que ya no renunciaría y del que sería producto, entre otras cosas, la fundación en 1920, junto a Strauss y Reinhardt, del festival de Salzburgo, que nació con la aspiración de convertirse en el centro cultural de la vida europea. En estos años Hofmannsthal continúa su actividad teatral, en parte con adaptaciones y en parte con obras propias: Jedermann y El gran teatro del mundo se representan en Salzburgo, y Der Schwierige (El hombre difícil) en Munich. Y también, claro está, reanuda su colaboración con Strauss: Die Frau ohne Schatten (La mujer sin sombra) se estrena en Viena en 1919.

Resulta extraña la suerte de esta ópera, la más perfecta de las salidas de la colaboración entre Hofmannsthal y Strauss, como han repetido eminentes críticos desde el día de su estreno, y que es sin embargo mucho menos popular que Salomé o El caballero de la rosa. Además, tal vez sospechando que el espíritu de su obra sería traicionado por la música de Strauss, Hofmannsthal, que ya había empezado la redacción del libreto en 1913, se ocupó de hacer del mismo una versión en forma de relato que subtituló Un cuento de hadas y que se publicó el mismo año del estreno de la ópera. El argumento narra las relaciones entre una emperatriz que no proyecta sombra, ya que es hija del señor de los espíritus, su esposo y un matrimonio de tintoreros. La emperatriz es conminada por su padre a encontrar una sombra, o de lo contrario deberá regresar al mundo de los espíritus y el emperador se convertirá en piedra. Acompañada de su nodriza, la emperatriz desciende al mundo de los humanos para apropiarse de una sombra, pero al tropezar con el matrimonio de tintoreros, y comprender que el rapto de la sombra de la tintorera sumiría a la pareja en la desgracia, renuncia a la sombra, momento en que ésta le es otorgada milagrosamente. Ya había antecedentes literarios bien conocidos por Hofmannsthal, desde Las mil y una noches hasta las obras de Maeterlinck, en los que el ambiente mitológico y onírico en el que se desenvolvía la trama conducía inefablemente a una interpretación del mundo y de las relaciones humanas. Pero ocurre que Hofmannsthal empezó a escribir La mujer sin sombra el mismo año en que se produjo la sonada ruptura de Carl Gustav Jung con el psicoanálisis, en un momento en que su teoría del inconsciente colectivo ancestral estaba de moda, siendo ésta una teoría fácilmente asumible por quien precisamente echaba de menos en sus textos “lo ancestral” de los alemanes, y por quien había elegido como medio de expresión el simbolismo y la recurrencia a los mitos. Todo lo cual puede aclarar el contexto de Hofmannsthal y su propósito. Strauss dotó a este argumento de colorido orquestal, una atmósfera de ensoñación y una raras veces lograda caracterización vocal de la que salieron triunfadoras Maria Jeritza y Lotte Lehmann, ya por entonces habituales en los estrenos straussianos.

A partir de ahí, quien voluntariamente se había erigido en cantor de la decadencia austríaca, a la espera de que su europeísmo recibiera un espaldarazo que aún tardaría algunas décadas y que él en cualquier caso no llegaría a ver, inicia su propia decadencia. Hofmannsthal vive en Rodaun, cerca de Viena, en un palacete que es frecuentado por Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Thomas Mann y Alexander von Zemlinsky. Viaja a Inglaterra e Italia, escribe en la prensa conservadora, colabora en la versión para el cine de El caballero de la rosa y conoce la edición de sus obras completas, pero, cada vez más aislado (aunque no por ello menos respetado), casi toda su actividad literaria se limita a la revisión de escritos anteriores. Sus únicas creaciones de esta época son tres nuevos libretos: el de Alkestis (1923) para el shoenbergiano y gran erudito de la música bizantina Egon Wellesz, y dos nuevos para Strauss, uno de ellos basado en un relato propio de 1910.

El tema del amor y la fidelidad conyugal, que era muy querido por Strauss, quien ya lo había tratado en su Sinfonía doméstica, inspiró Die Aegyptische Helena (Elena egipciaca) que se estrenó en la Staatsoper de Dresde en 1928. La otra obra, y de hecho la última colaboración entre Hofmannsthal y Strauss, que en lo que concierne al primero se estrenaría póstumamente, sería Arabella, una reelaboración para la escena del relato hofmannsthaliano Lucidor, que narra las peripecias de dos hermanas, hijas en el relato de una aristócrata viuda venida a menos y, en la ópera, de un capitán retirado (y arruinado), en busca de esposo. Con ella, Strauss, pese a tratarse de una comedia, volvió al ambiente de oscuros presentimientos y sensualidad patológica de sus inicios. Su estreno en 1933, también en Dresde, coincidió con el inicio del apocalipsis cuyos primeros signos, unos años antes, habían dejado mudo a Karl Kraus. Poco después, los libros de Hofmannsthal, como los de tantos otros, tendrían el destino de la hoguera.

Finalmente, la muerte fue piadosa con Hofmannsthal, al librarle de la visión del triunfo del nacional-socialismo. Por lo demás, el tiempo parece haber hecho justicia con su persona y sus obras, y es de suponer que el actual europeísmo no habría sido visto por él con malos ojos. De su obra, semiolvidada hoy su producción lírica, quedan los relatos, los libretos para Strauss y sus festivales de Salzburgo, a pesar de que estos se hayan convertido con el tiempo en una excusa para el turismo de élite.

Strauss, para su desgracia, no supo ver la realidad de los nuevos tiempos, y ya en el mismo 1933 aceptó la presidencia de la Musikkammer del Reich, puesto que abandonó dos años más tarde, cuando su nueva ópera, Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa), fue prohibida y retirada del cartel a causa de que su libretista, Stefan Zweig, era judío. Con éste en el exilio, Strauss proseguiría su actividad operística, y en 1942 podría hacer realidad el proyecto que ya le fue sugerido ocho años antes por Zweig de poner en música un libreto del escritor italiano del siglo XVIII Giovanni Battista Casti, Prima la musica e poi le parole, inicialmente concebido para Salieri. El resultado fue la última obra maestra de Strauss (creada en circunstancias que hoy nos cuesta imaginar) en el dominio escénico: Capriccio, que se estrenó en el Nationaltheater de Munich en 1942 bajo la dirección de Clemens Kraus.

Pero para entonces el mundo al que aludían la música y la estética de Strauss ya hacía tiempo que no existía, y de todos modos hoy resulta poco menos que inevitable la reflexión de que en 1942 una deliciosa comedia como Capriccio sólo pudo ser producto, tanto o más que del talento de Strauss, de una voluntaria ignorancia de la realidad exterior. Con Hugo von Hofmannsthal y Karl Kraus pasados a mejor vida, los únicos testigos que quedaban del imperio (aquella Kakania recreada por Robert Musil en El hombre sin atributos) eran Zweig, que se suicidaría junto a su esposa en el exilio brasileño, y Richard Strauss, al que todavía le quedaba por concluir ese testamento musical que son sus crepusculares Cuatro últimos lieder. Sobre todo, y más allá de las obras, queda para nosotros la lección de una rara complicidad, pese a las incomprensiones mutuas, entre música y literatura.
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Richard Strauss: Der Rosenkavalier (Final)

Die Feldmarschallin - Elisabeth Schwarzkopf
Octavian - Christa Ludwig
Sophie - Teresa Stich-Randall.

Philharmonia Chorus & Orchestra
Herbert von Karajan

Kingsway Hall, Londres. 1956

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Elektra

Leonie Rysanek - Allein, Weh ganz allein
Karl Böhm, 1982

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