martes, 24 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 8


ZWEIG

El escritor Stefan Zweig, entonces apátrida, que veinte años atrás había gozado de la mayor popularidad en todo el mundo, y visto sus libros traducidos a todos los idiomas, había llegado a ser un perfecto desconocido en Europa cuando, en 1942, en su exilio brasileño, se quitó la vida. Pocos meses antes había dado término a sus memorias, que tituló Die Welt von Gestern (El mundo de ayer), y realmente en el ayer, para un pacifista convencido como él, habían quedado en esos años, ya en forma de sueños ilusorios, los ideales de una Europa armoniosa, gobernada por el entendimiento y la razón. Con el tiempo transcurrido cabría lamentar la impaciencia y la fatiga de este hombre que habría tenido que esperar sólo otros tres años para salvarse. Aunque también cabe preguntarse si se habría salvado.

En la vieja Centroeuropa, el proyecto ilustrado de emancipación universal, que entre otros muchos cautivó a Mozart, se había consumado sólo parcialmente a finales del siglo XIX, cuando nació Zweig. En lo que se refiere a los judíos, la mayor parte de ellos seguía hacinada en los ghettos de la Europa oriental; otros que se habían instalado en las metrópolis alemanas y austríacas lograron, al socaire de la bonanza económica de la segunda mitad del siglo, integrarse en una próspera burguesía que aspiraba al dominio económico, aunque para ella los puestos clave de la administración y del poder político estuvieran vedados. Esta nueva posición social invitó a los judíos a adoptar, en diferentes grados, la nacionalidad del país que les había acogido. Hofmannsthal, defensor a ultranza (mientras esto fue posible) del imperio de los Habsburgo, es un caso de sobra conocido de asimilación plena. Hubo incluso casos de asimilación más entusiasta, como el que por desgracia ofreció Ernst Lissauer, quien al iniciarse la Gran Guerra escribió un Canto de odio a Inglaterra que se hizo tristemente célebre. Como quiera que en algunos estados las leyes raciales seguían vigentes, y como por otra parte a la burguesía no se le permitía hacer carrera en la política, y difícilmente en el ejército, las cultas y acomodadas familias judías empezaron a producir con la mayor naturalidad, en lugar de ministros y generales, científicos, artistas y escritores, los cuales contribuyeron en gran parte al esplendor de esa edad de oro de la cultura vivida en Alemania y Austria en las primeras décadas del siglo pasado.

Freud y Schoenberg son buenos ejemplos de lo anterior, y también Zweig. Descendiente de una familia de Moravia, había nacido en Viena en 1881. El ambiente de amor a la música y a la literatura en el que creció le dotó de una mentalidad curiosa y abierta, más allá de estrechos prejuicios nacionales, haciendo de él un estudiante no muy destacado, pero un escritor sensible y cosmopolita. A sus diecinueve años, y siendo ya un admirador devoto de Hofmannsthal y Rilke, publicaría sus primeros poemas, reunidos en el volumen Silberne Saiten (Cuerdas de plata), a algunos de los cuales pondría música Max Reger. Para entonces Zweig ya formaba parte de la melomanía vienesa: muchos años más tarde aún recordaría con orgullo que había sido presentado a Johannes Brahms, y era un asiduo de los conciertos de Mahler y Busoni. Por esa época publicó un ensayo en el Neue Freie Presse, y empezó a introducirse en los círculos literarios de Viena.

Tras doctorarse en filosofía, Zweig vivió un año en París y más tarde viajó a Inglaterra e Italia. En esos años trabó relación con el poeta Emile Verhaeren, con el que mantendría una estrecha amistad hasta la muerte de éste. Luego, a su regreso a Viena, entró en la nómina de una de las editoriales más respetadas de la época, la Insel Verlag, que había sido fundada por Alfred Walter Heymel, y donde, a partir de 1911, publicaría sus primeros relatos.

Pero ya estaba a punto de producirse la primera quiebra en la vida de Zweig. A sus treinta y tres años, la Gran Guerra iba a sorprenderle cuando ya tenía cierto predicamento en la cultura vienesa. Horrorizado ante el odio que se extendía por Europa, y ante el hecho de que sus amigos de Francia y Bélgica se hubieran convertido de la noche a la mañana en enemigos de su nación, y él de la de ellos, Zweig concibió una obra teatral de carácter pacifista, Jeremias, e hizo amistad con otros intelectuales que rechazaban la guerra, entre ellos Romain Rolland.

Al acabar la guerra, resultó que la nación de Zweig ya no era el pacífico e indolente imperio de los Habsburgo, sino una pequeña y vulnerable república (rodeada de otras pequeñas naciones que se odiaban entre sí) que se hallaba bajo la “protección” de Mussolini, y en la que reinaban el desempleo y la inflación. Buscando tranquilidad, Zweig se marchó a vivir a Salzburgo, y allí escribió las obras que enseguida le darían fama mundial: relatos como Angst (Miedo) y Amok, varias biografías y el ensayo Drei Meister (Tres maestros). El desahogo económico que iba alcanzando le permitió desarrollar entretanto una afición que ya cultivaba desde la infancia, la del coleccionismo, que si antes se había limitado a firmas autógrafas, cobró entonces una nueva forma: en un intento de comprender cómo otros habían afrontado el proceso creativo, Zweig llegó a reunir un importante número de esbozos manuscritos de escritores y músicos del pasado: galeradas corregidas por Balzac, poemas de Goethe, una primera versión de El origen de la tragedia de Nietzsche, y también fragmentos de las Bodas de Fígaro de Mozart, del Egmont beethoveniano y de las Canciones gitanas de Brahms, además de otras obras de Bach, Gluck, Schubert y Chopin. Por otra parte, en esos años su apacible retiro, a causa de los festivales, se había convertido en un atractivo centro cultural al que acudían artistas e intelectuales de toda Europa. Así, la casa de Zweig se convirtió en el alojamiento habitual de Thomas Mann, Franz Werfel, Richard Strauss, Alban Berg y Bruno Walter, entre otros muchos, durante sus visitas a Salzburgo.

Como explicó en sus memorias, el derrumbamiento del imperio había reforzado el cosmopolitismo de Zweig, haciéndole ver el patrimonio cultural de los europeos, y su estudio, como una empresa común. Así, no es extraño que dedicara una gran parte de su empeño a glosar las vidas de europeos ilustres, desde Haendel hasta Toscanini, con quien tuvo amistad. Pero rápidamente se acercaba la segunda quiebra en la vida de Zweig. Los nazis ya habían tomado el poder cuando Richard Strauss, tras la muerte de su libretista habitual, Hofmannsthal, decidió componer una nueva ópera, eligiendo a Zweig para la redacción del libreto. Cuando, en el verano de 1935, Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa) debía estrenarse en la Staatsoper de Dresde, ya estaba vigente el edicto según el cual no podía representarse ninguna obra en cuya realización hubiera participado un judío. La ópera, sin embargo, se estrenó, pero sólo gracias a la influencia y el prestigio de Strauss, quien sin embargo no pudo evitar que, por orden directa de Hitler, fuera suspendida después de la segunda representación. Tras esto, Strauss dimitió de su cargo de presidente de la Musikkammer del Reich, y Zweig se marchó a Inglaterra, primer paso del exilio que, poco después de empezada la guerra, le llevaría a Brasil.

Para entonces cualquier cosa que Zweig pudiera llamar patria había desaparecido. Por supuesto, ya no quedaba nada de aquella Viena de su infancia y juventud, la confortable y pacífica ciudad de los Habsburgo; pero tampoco de esa patria espiritual, europea, que él trabajosamente había formado a base de reunir amigos, libros y manuscritos: todo ese pequeño mundo tranquilizador estaba perdido o disperso, o requisado. Además sus libros estaban prohibidos en el Reich, que entonces, como es natural, incluía también a Austria. Se suicidó junto a su esposa, tomando una dosis de Veronal, después de redactar la que se considera su obra maestra: Die Schachnovelle (Novela de ajedrez): “Dejo un adiós afectuoso a todos mis amigos. Deseo que ellos puedan ver, todavía, la aurora que vendrá después de esta larga noche”. Pero, leyendo las obras, hoy imprescindibles, de este pacifista y amante de la libertad individual, y viendo el mundo que siguió a la caída del nacionalsocialismo (un mundo que todavía es el nuestro) es posible que a Zweig le quedara la duda de si esa aurora ha llegado.
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Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa) Final del acto II.
Henry Morosus - Fritz Wunderlich
Aminta - Ingeborg Hallstein
Sir Morosus - Hans Hotter
(1960)

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