miércoles, 29 de febrero de 2012

DISPARATES / 30




ROMAIN ROLLAND: DOS IDEAS SOBRE LA GUERRA

La memoria tiene como es sabido sus debilidades, entre ellas la de ser selectiva, lo que explica que a veces un acontecimiento que no es sino la variación de uno anterior se nos aparezca como novedad ante la que es fácil sentirse inerme, cosa que podría evitarse si los datos seleccionados por nuestra memoria fueran otros. Así ocurre con los modos en los que, desde hace por lo menos un siglo, se gestan las guerras.

Cuando se conoció el doble asesinato en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, del príncipe Francisco Fernando y su esposa la noticia no ocasionó un gran revuelo en la sociedad centroeuropea, pues ninguno de los dos era muy popular. Sólo unos días después los principales periódicos de Viena, tímidamente, empezaron a culpar del atentado a los nacionalistas serbios, en particular a la llamada Mano Negra, organización que fue creada en 1911 y que reclamaba la reunificación de Serbia, incluyendo Bosnia-Herzegovina. En cuestión de semanas la prensa no sólo dio por seguros los vagos rumores acerca de la responsabilidad del atentado, sino que además comenzó a exigir que el mismo, de algún modo, no quedara impune. Presionado por la prensa, por parte del ejército y por los magnates de la industria del armamento, el gobierno del decadente imperio austro-húngaro se vio obligado el 23 de julio a dirigir a Serbia un ultimátum redactado en tales términos que hacían totalmente imposible su cumplimiento. A esto sucedió una declaración de guerra que muy pocos tomaron en serio, pero que, en virtud de las alianzas internacionales del momento, hizo que casi toda Europa, desde Inglaterra y Francia hasta Rusia, y luego también Turquía, proclamaran sus respectivas declaraciones de guerra, todo esto mientras los pueblos de dichas naciones permanecían por completo ajenos a lo que ocurría, pues casi nadie en Europa sabía quién era Francisco Fernando, y a casi nadie le importaban los eternos conflictos en los Balcanes.

Más tarde se supo que Gavrilo Princip, autor del magnicidio de Sarajevo, no pertenecía a Mano Negra, pero esto ya no importaba. La guerra mundial estaba en marcha, y en ella se experimentó con nuevas armas (entre ellas algunas químicas) que causaron una destrucción nunca vista anteriormente. Por lo demás, no era la primera vez que una campaña periodística masiva, alentada por ciertos intereses económicos que preferían mantenerse en la sombra, daba como resultado una guerra. El primer caso bien documentado se había producido en 1898, cuando el gran imperio mediático de William Randolph Hearst decidió que el hundimiento del acorazado Maine, frente a la Habana, era producto de un arma “infernal y secreta” del enemigo. La guerra consiguiente permitió a Estados Unidos capturar las islas de Cuba y Puerto Rico, además de Filipinas, y causó a España un trauma del que tardaría décadas en recuperarse. Por unos documentos secretos que fueron desclasificados por Washington hace medio siglo, hoy sabemos que el hundimiento del Maine fue obra del propio gobierno estadounidense, necesitado como estaba de una excusa para declarar la guerra.

Algunos acontecimientos recientes del mismo estilo son bien conocidos y no es preciso insistir sobre ellos. Ante hechos semejantes la actitud de los sectores antimilitaristas nunca es fácil, en primer lugar porque la avalancha mediática ahoga cualquier opinión contraria, pero también porque en el caso de las guerras imperialistas (y los dos ejemplos que he expuesto lo fueron) suele ocurrir que una parte de la sociedad desea que lo que le cuentan sea cierto, alimentando así la expectativa, aunque sea en privado, de obtener de la guerra algún beneficio, bien sea material –en forma de materias primas baratas, territorios susceptibles de ser colonizados, nuevos mercados para los productos nacionales–, o bien intangible –prestigio nacional, seguridad frente a cierta amenaza real o inventada, etc.– En situaciones como las descritas es sumamente improbable que los pacifistas puedan desarrollar y expresar eficazmente un discurso contra la guerra que sea a la vez coherente y creíble, y de ahí el gran valor que entrañan las experiencias de las que disponemos al respecto. Una de esas experiencias es la que nos suministra Romain Rolland.

Durante la I Guerra Mundial Rolland asumió el liderazgo del movimiento pacifista, el cual tuvo la propiedad de ser el primer ejemplo de crítica de la guerra moderna, y del relevante papel desempeñado por la prensa en la gestación de la misma. Los orígenes antimilitaristas de Rolland estaban muy arraigados en la conciencia mundial, e incluían referentes como la obra de León Tolstói, la doctrina de Bahá'u'lláh (fundador del bahaísmo) y la filosofía hindú, que Rolland conocía muy bien, especialmente la llamada escuela Vedānta, cuyo texto principal es el Vedānta Sūtra. A su vez Rolland tendría gran influencia sobre el pensamiento de Gandhi y de Martin Luther King.

Rolland, que nació en Clamecy (Borgoña) en 1886, escribió teatro, novelas y ensayos, pero la mayor parte de su obra estuvo consagrada a divulgar las ideas de fraternidad y solidaridad entre los pueblos, y en 1915, en plena guerra, recibió el Premio Nobel de literatura, lo que constituyó una afrenta para todas las partes en conflicto. En esos años el centro de sus actividades se encontraba en la neutral Suiza, donde pronunció conferencias a favor de la paz, impulsó iniciativas en defensa de los prisioneros de guerra y alentó a escritores refugiados de ambos bandos a que participasen en actos públicos de denuncia de los intereses ocultos de la guerra y en pro del desarme. Ni que decir tiene que estas actividades fueron silenciadas por la prensa belicista, aunque no siempre con éxito.

En Suiza, en 1917, durante una polémica con el también pacifista Stefan Zweig, Rolland aportó al pensamiento antibelicista dos argumentos propios, de absoluta vigencia en la actualidad y que previsiblemente seguirán siéndolo en el futuro.

Ante todo, como ciudadanos, es obvio que los individuos deben someterse a ciertas reglas dictadas por el estado, las cuales son más legítimas cuanto más democrático es éste. Un principio elemental en la relación individuo–estado obliga a ambos al  cumplimiento de las leyes, relación que hace intervenir al estado cuando el ciudadano las incumple, pero también a la inversa. Pues existe un último reducto en el que el ciudadano es libre de guiarse por los principios en los que se basa la convivencia, aunque estos entren en contradicción con el estado. Ese último reducto es “la ciudadela” de la que habló Goethe y en la que jamás debe entrar un extraño. “Esa ciudadela es la conciencia moral, esa última instancia que no acepta la obligación de odiar o amar”. Rolland se negaba a odiar por mandato del estado, y consideraba que tal derecho a la objeción tenía el mismo rango que cualquier otro de los que universalmente se atribuyen al hombre, empezando por el derecho a la propia vida.

Por otra parte, Rolland cuestionaba la creencia general acerca de los beneficios que deben desprenderse de la victoria bélica. Y es que, en efecto, suele suceder que la victoria en la guerra se presenta como la panacea que resolverá todos los problemas de las sociedades en tiempo de paz. Como escribió en una ocasión: “La historia mundial nos demuestra una y otra vez que los victoriosos siempre hacen un mal uso del poder adquirido”. Conviene desconfiar de una victoria alcanzada en la guerra, con independencia de las ideas que la hayan sustentado, pues en una victoria militar las victoriosas son las armas, y no las ideas. La victoria, para él, e igual que la derrota, no es sino “un peligro moral”, como en su momento también había argumentado Nietzsche. La victoria, que siempre se conseguirá sin demasiadas bajas, sin un gasto excesivo y en poco tiempo, es la añagaza con que la prensa embauca a los ciudadanos a fin de hacerles sentir –y de justificar– la necesidad de la guerra, la cual, una vez terminada –con un gran número de bajas, con un gasto excesivo y tras mucho tiempo– no garantiza ningún provecho para los vencedores, como tampoco para los vencidos. A lo que podría añadirse, con respecto a las guerras de hoy, que éstas ni siquiera tienen la virtud de acabarse, de manera que la violencia llega a convertirse en una especie de estado crónico, aceptado por la mayoría por la simple fuerza de la costumbre.

Romain Rolland perteneció a una generación de europeos cuya identidad era definida especialmente por su internacionalismo. La existencia de fronteras, la persistente necesidad de pasaportes, visados, y las limitaciones impuestas al libre movimiento de personas formaban parte de un absurdo histórico al que la modernidad debía dar fin. Nunca antes existió una conciencia tan avanzada de la naturaleza de Europa como mosaico de culturas, etnias y religiones, en cuya configuración participaban eslavos, judíos, nórdicos, latinos, otomanos y un sinfín de minorías. Las inquietudes de Rolland iban incluso más lejos, pues no había motivo alguno para que dicho internacionalismo se ciñera en exclusiva a la vieja Europa. Él no tuvo duda de que conocer al “otro” implicaba en el acto desbaratar todos los argumentos falaces a favor de la guerra.  

Hacemos mal en tener casi olvidado a Romain Rolland, el peso de cuyas ideas es superior al de sus obras, lo que en todo caso no justifica que el lector en castellano disponga en la actualidad sólo de tres de sus títulos, entre los que faltan algunos de los más representativos. Pues la reflexión y la rectitud moral que dedicó a los desastres de su época, de los que no quiso permanecer al margen, siguen siendo una fuente inagotable para la reflexión presente y futura.

lunes, 27 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 28




ORWELL EN LA CORRIENTE DE LA VIDA 

En la literatura anglosajona existe un género mayor que le es propio y en el que se mezclan el libro de viajes, las memorias y la ficción, compendio totalizador que posee una intención moral y que puede adoptar la forma periodística (en Daniel Defoe) o satírica (en Jonathan Swift). Baste esto para señalar que la multifacética obra de Orwell no tiene un origen casual, sino todo lo contrario: es consecuencia de una noble tradición; y baste también para advertir que su carácter es difícilmente comprensible fuera del contexto inglés, lengua que ha sabido como ninguna otra, y valiéndose de esos mismos medios, iluminar la utopía a la vez que su contrario. De ahí proviene una lucidez en el ámbito de lo político del que han estado privadas históricamente otras literaturas, y que ha servido para otorgar a algunos de sus mejores modelos un rango universal, como sucede con la sociedad liliputiense o con la de los yahoos, y también con ese concepto orwelliano, tan vigente hoy, del “Gran Hermano”.

A Orwell (venido al mundo como Eric Arthur Blair) se le recuerda sobre todo por las dos obras que concibió netamente orientadas hacia lo satírico: Rebelión en la granja y 1984, verdaderos arquetipos de la literatura utópica, que aquí cobran la forma de contrautopías. Menos conocidas son las obras que escribió en tono realista, al estilo de Jack London, que participan del mismo sentimiento político, la misma ilusión, la misma crítica, el mismo desengaño, pero que se orientan hacia lo periodístico, y a veces hacia la confesión íntima propia de un diario. Mediante ellas, el recorrido por la época que vivió el Orwell–autor, el muestrario de los lugares que visitó, de las ideas, del conflicto entre los hombres, se convierte en un recorrido autobiográfico por el Orwell–individuo, el cual nos describe de una obra a otra su formación como persona que no desconoció a la humanidad viviente y sufriente, y por tanto el desvelamiento de una conciencia a la que es posible seguir los pasos, y que si hoy nos sorprende es por su coherencia, por la convicción que le mantuvo, desde siempre, al lado de los débiles. Cosa que él expresó en pocas palabras: “Vivir hacia adentro es algo que desgasta. Se debería vivir a favor de la corriente de la vida, no contra ella”.

El justamente célebre satírico ha eclipsado injustamente al novelista, el cual describió magníficamente la vida de una pequeña comunidad colonial en Los días de Birmania, y no menos magníficamente las miserias de las grandes y suntuosas urbes europeas en plena expansión capitalista en Vagabundo en París y Londres, primera obra escrita por Orwell y de la que ahora disponemos de una nueva traducción. Ambos, el satírico y el novelista, mostraron con agudeza los horrores de su época, de los que algo queda en la nuestra, y todavía, depojado por completo de todo artificio literario, supo anticiparse a sus años de corresponsal en el Observer cuando en 1936 viajó al norte de Inglaterra, en concreto a Lancashire y Yorkshire, para conocer las condiciones de vida de los trabajadores, de lo que dejó un abrumador testimonio en El camino a Wigan Pier.

La vida de Orwell se nos presenta como la de un reportero que se lanza a la aventura para comprobar por sí mismo el estado del mundo, y que después vuelve a casa cargado de impresiones para ponerlas por escrito. Si de los años pasados en Birmania regresó con el conocimiento preciso de una sociedad colonial –el reverso desconocido en la metrópoli de la pompa y el esplendor del Imperio Británico–, del industrioso norte, con sus fábricas y sus explotaciones mineras, trajo a sus contemporáneos un retrato en el que la riqueza de la que algunos disfrutaban, y la forma en que se obtenía, no quedaba en buen lugar, acerca de lo cual ellos habrían preferido seguir en la ignorancia. Sin embargo, es posible que el viaje que dejó en Orwell una huella más perdurable fuera el que hizo a la España en guerra, que visitó como periodista y en la que se hizo combatiente, donde fue herido y donde aprendió que vivir a favor de la corriente de la vida no es un mero ideal utópico, lo que no significa que tal cosa sea fácil. Acerca de todo ello escribió en su Homenaje a Cataluña.

Pero al inicio de esa corriente se encuentra esta primeriza y ya clásica novela cuyo título, Vagabundo en París y Londres, alude a sus propias experiencias en estas ciudades a su regreso de Oriente. Para entonces Orwell era el jovencito de una familia de economía desahogada aunque venida a menos. Mal estudiante en Eton, y peor policía colonial en Birmania, parecía difícil que pudiera encajar en alguna parte, y él mismo, antes que dejarse aconsejar sensatamente, prefirió hacer su particular tour: primero en un hostal del East End, y luego en París. Su conocimiento de la bohemia parisiense, sin embargo, no iba a ir más allá de lo que le estaba permitido al oscuro lavaplatos de un hotel de la Rue Rivoli, lo que no impidió que tras un precipitado regreso a Londres insistiera en ser un vagabundo aficionado a toda clase de tugurios y a los personajes que los frecuentaban, de los que quiso dejar constancia “para mostrarte el mundo que te espera si alguna vez te quedas sin blanca”. El hambre, la picaresca y la prostitución, pero también la esperanza entre los ofendidos del mundo, nutrieron las páginas de esta novela, que significaron la entrada en la vida de George Orwell y la defunción –enterrado decentemente según los cánones de la clase media– de Eric Blair. Los episodios narrados en la novela, que en esta edición incluye un jugoso prólogo de su traductor, Carlos Villar Flor, sucedieron poco tiempo después de la caída de la Bolsa de Nueva York en 1929, esto es, en tiempos de crisis, lo que hoy hace su lectura doblemente aconsejable. Por si acaso.

domingo, 26 de febrero de 2012

DISPARATES / 29


¿DE QUIÉN SON LOS LIBROS?

Pasado un tiempo en el que recibió la atención prioritaria de los medios, la llamada Ley Sinde, que fue aprobada hace un año con los votos de PSOE, PP y CiU, ha caído en un limbo del que sólo saldrá cuando sus artífices lo consideren oportuno; es decir: cuando (corregida y aumentada) empiece a aplicarse, lo que a buen seguro no ocurrirá en medio de una campaña electoral. Pues se trata de una ley muy impopular que sin embargo fue aprobada por una mayoría absoluta de nuestros representantes, lo que ilustra de manera bastante elocuente acerca de la naturaleza de dichos representantes y de las instituciones de nuestra democracia. La futura aplicación de esta ley acarreará previsiblemente el cierre de páginas web (amparándose para ello en las expeditivas actuaciones del FBI contra Megaupload) y alterará los hábitos de gran número de usuarios de internet, para los que la ley marcará definitivamente un antes y un después. Resulta obvio (nadie lo ha negado) que la razón de ser de la Ley Sinde es la protección de los intereses de las grandes multinacionales de la música, el cine y la televisión, si bien no faltaron, cuando su aprobación parecía dudosa, algunos comentarios alarmantes con los que se trató de dar un airecillo intelectual a los muy desacreditados defensores de la misma y que advertían del riesgo de que la circulación de copias libres en internet afectase también a la literatura. Eventualidad catastrófica que, como es natural, ocasionaría graves daños a la industria –en forma de pérdida de puestos de trabajo– y lo que es todavía peor: a la cultura. ¿Es esto cierto? ¿La piratería, como se ha llegado a decir, es el gran problema de nuestra industria editorial?

Ciñéndonos al tradicional formato de lo que llamamos libro, y a falta de datos oficiales, el sentido común nos indica algo muy diferente. Ante todo, el papel se presta muy poco a la copia cibernética, siendo un soporte difícilmente convertible en archivo informático. ¿Cuánto tiempo habría que dedicar al pirateo de un libro de 500 páginas? ¿Cuál sería la calidad del archivo resultante? ¿Sería (de algún modo) rentable? Si exceptuamos algún aislado fenómeno de masas, al estilo de la saga de Harry Potter, la cantidad de descargas necesaria para que la publicidad compensara los gastos ocasionados por el almacenamiento de archivos no guarda relación alguna con la demanda de libros en internet, al menos en castellano. En comparación con la pasmosa facilidad con que es posible descargar gratuitamente de la red determinado archivo de audio o de vídeo, en especial si se trata de novedades, la posibilidad de encontrar cierto libro es totalmente nula, y en el peor de los casos no pasa de anecdótica. Cosa bien comprensible, si se tiene en cuenta el coste de la operación de digitalizar un libro, el de mantener el archivo en línea y lo problemático de obtener de ello algún beneficio. El papel, según parece, viene a ser la mejor medida de seguridad antipiratería, y los autores vivos que en España podrían considerarse afectados en sus ventas, en el momento presente, pueden contarse con los dedos de una mano. Para colmo, el autor de mayor éxito y que quizá tendría algún motivo para sentirse perjudicado por las copias libres, Arturo Pérez-Reverte, se ha manifestado contrario a la Ley Sinde. ¿No resulta paradójico que precisamente los grandes editores hayan puesto ya fecha de caducidad al libro de papel, que será prontamente sustituido por el libro electrónico, cuyo formato sí se presta, igual que un disco o un vídeo digital, a ser copiado y descargado, legalmente o no, mediante procedimientos informáticos?

Del conjunto de implicados en la venta de libros –grandes editores, pequeñas editoriales independientes, autores, distribuidores, libreros y lectores– sólo los primeros se muestran partidarios convencidos del libro electrónico, el cual se nos presenta como la única opción viable para el futuro del libro, un futuro al que estamos abocados por una especie de fatalidad que sería absurdo poner en duda. Coherentemente, desde los medios de comunicación afines a los grandes editores las cifras de ventas de libros electrónicos en Estados Unidos y Japón aparecen como un estado de cosas idílico y envidiable que contrasta con las cifras del mercado español, aquejado como es bien sabido por un proverbial atraso tecnológico y cultural. Mientras tanto, también sabemos que la inevitable implantación del libro electrónico significará para el lector un nuevo desembolso, a saber: la adquisición del dichoso hardware, el cual deberá ser actualizado periódicamente, lo que implicará nuevos gastos. No es casualidad que las redes de comercialización de dicho hardware estén ligadas a los grandes grupos editoriales. Estos grupos esperan obtener enormes beneficios no solamente de la venta de libros digitales, sino también de la imperiosa necesidad creada al lector de disponer del nuevo artilugio electrónico. Paralelamente, puesto que toda guerra comercial tiene sus daños colaterales, aquí los principales perjudicados serán pequeños editores, distribuidores y libreros, que, incapaces de competir con los grandes grupos, tendrán sencillamente que dedicarse a otra cosa.

Entre nosotros, oponerse hoy al libro electrónico implica recibir en el acto el calificativo de troglodita y la acusación de arrojar piedras al propio tejado de la industria editorial, que supuestamente está necesitada con urgencia del nuevo formato. Pero la realidad, de nuevo, es algo diferente. El sector editorial (en papel) es uno de los más prominentes en nuestro país, y su desarrollo está muy por encima del promedio de la dimensión económica española en el panorama mundial. Prueba de ello es el atractivo que nuestra industria editorial ejerce sobre las grandes multinacionales, las cuales no han desembarcado en España para tener pérdidas, y que a día de hoy se han hecho ya con el control de la mayoría de las editoriales españolas, incluyendo algunas de las históricas: Bertelsmann es propietaria de Círculo de Lectores y Plaza & Janés; Mondadori de Grijalbo; Hachette de Salvat; Vivendi de Anaya; y Feltrinelli ha empezado a adueñarse de Anagrama, además de la red de librerías La Central. Por último, el fondo de inversión Liberty Acquisition Holdings, que virtualmente ya se ha hecho con el control de Santillana (Alfaguara, Aguilar y Taurus) anuncia un futuro poco halagüeño para la que fue la joya de la corona del grupo PRISA, cuyo destino final parece depender del éxito de sus operaciones en América del Sur.

Así las cosas, el libro electrónico no es indispensable para los lectores, mucho menos para los autores, pero sí para las grandes compañías multinacionales que sueñan con extender su poder y con alcanzar enormes beneficios con poco esfuerzo. Muy lejos de ser una garantía de desarrollo tecnológico, vendrá a ser justamente lo contrario, ya que creará una dependencia con respecto a las compañías fabricantes de hardware y sus operadores. Y desde luego no reportará ningún beneficio cultural, puesto que la decisión acerca de lo que es editable y en qué condiciones recaerá sobre ejecutivos totalmente ajenos a la literatura.

La industria editorial, además de su indiscutible fin de hacer negocio, tiene una alta función que consiste en preservar la obra literaria de una lengua, poniéndola a disposición de los lectores, y en animar la creatividad, lo que constituye un signo indispensable de salud cultural y democrática. Ciertos países que miman su lengua y su cultura no tienen ningún inconveniente en considerar su industria editorial como un sector estrátegico, al mismo nivel que el suministro eléctrico. No les falta razón, pues los libros contienen la memoria literaria y cultural de un país y de una lengua, y son la garantía de su pervivencia en el futuro. ¿Qué papel cabe esperar que desempeñe una industria editorial mercantilizada y neoliberal, sometida a intereses foráneos y extraños a nuestra lengua, aparte del de traducir puntualmente los bestsellers escritos originalmente en inglés, o en sueco, y el de producir ocasionalmente algún éxito de ventas nacional? De las otras lenguas oficiales del Estado mejor no hablar, porque quedarán reducidas, más si cabe, al estrecho e incierto margen de lo que puede ser subvencionado y lo que no. Mientras los grandes medios de comunicación, transformados en meros servidores de la industria del entretenimiento, nos seducen con sus leyes y sus peligrosos piratas, algo mucho más grave –de lo que no se habla– ocurre tras el escenario. Y no parece que el actual gobierno, al igual que el anterior, esté dispuesto a manifestar el más mínimo interés en defensa de nuestra cultura, como demuestra la  privatización del ISBN, un servicio que hasta hoy era gratuito y que muy pronto será de pago, lo que redundará en un incremento del precio del libro y en un nuevo obstáculo puesto en el tortuoso camino de las editoriales independientes. La cada vez más difícil existencia de éstas, y su eventual desaparición en un plazo no lejano, significaría un empobrecimiento sustancial de nuestra cultura, y un duro golpe para la literatura contemporánea, la cual se encontraría en el dilema de plegarse a los cánones comerciales impuestos por los grandes grupos editoriales o no existir. Una suerte no muy distinta deberá correr el lector informado y con criterio, cuyo espacio está siendo invadido por un lector dócil y teledirigido, visitante asiduo de los centros comerciales.

El dueño de Random House Mondadori, que vetó en su editorial Einaudi el último libro de Saramago, está de enhorabuena. Mientras él continúa ampliando su dominio sobre esta colonia personal, aquí impera el más absoluto y respetuoso silencio. Y es que hay muchos millones en juego, pero también algo a lo que se debería conceder algún valor: una soberanía cultural que nunca estuvo en tan grave peligro como ahora. ¿Esperaremos a rasgarnos las vestiduras cuando Silvio Berlusconi tenga el mando sobre la industria editorial española?

sábado, 25 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 27



KARL KRAUS: LENGUAJE CONTRA BARBARIE

Muy raramente un hombre llega a erigirse en conciencia de su época. Más raro es que ese hombre consiga hacer oír su voz en medio del barullo del mundo, y que, habiéndose hecho oír, llegue a constituirse en referencia necesaria y aún más, indispensable hasta para quienes le odian. Si ese hombre que fue conciencia de su época y que no dejó indiferente a nadie consigue por fin vencer al paso del tiempo, conservando intacta su vigencia moral, exhibiendo una y otra vez su facultad para hablar a generaciones posteriores con la misma franqueza con que habló a la suya, entonces no hay duda: se trata de Karl Kraus.

Para el lector en castellano, Karl Kraus fue durante décadas algo así como el fantasma familiar que habitaba el viejo y encantado castillo de Centroeuropa, y en especial esa ciudad-castillo, tan católica y reaccionaria ella, rodeada por su Ring, el anillo de avenidas que se encuentra donde antes estuvo la muralla medieval, esa ciudad al borde del Danubio, que no es azul, sino marrón, y que es Viena. Ninguna ciudad debe tanto a sus enemigos interiores, pues se da la paradoja de que la presencia y el atractivo de Viena en la Historia obedecen casi en exclusividad a vieneses y foráneos que se alzaron contra ella: desde Beethoven hasta Bernhard pasando por Mahler; y sobre todo Kraus.

Desde hace unos veinte años Kraus ya no es un fantasma para los lectores españoles, quienes hasta entonces podían sólo tropezarse con él aquí y allá, entablar un modesto conocimiento, siempre indirecto, fragmentario. Aquellos que nos hablaban de él (Walter Benjamin, Elias Canetti, Theodor Adorno, la lista sería interminable) eran todos respetables y nos hacían pensar que ese Kraus debía ser “alguien”, pero ¿quién?, o mejor dicho: ¿qué? Incógnita que perduró hasta que Adan Kovacsics tradujo Los últimos días de la Humanidad (Tusquets, 1991), que resultó ser, como ya sabíamos de oídas, uno de los libros más importantes del siglo XX. Ahora el mismo traductor nos presenta una selección de los artículos escritos por Kraus para su revista Die Fackel (La Antorcha), publicación que, salvo alguna esporádica colaboración en sus inicios, fue íntegramente escrita, editada y distribuida por Kraus entre 1899 y 1936, el año de su muerte. De Die Fackel se publicaron más de novecientos números, y fue, como fácilmente puede deducirse, la obra monumental de toda una vida.

Sería erróneo, sin embargo, afirmar sin más que Kraus fue un testigo de su tiempo, el cual fue por otra parte de lo más convulso e incluyó una guerra mundial, el hundimiento de un imperio y la gestación del nazismo, engendro éste último de cuyos momentos de mayor gloria Kraus fue librado por una muerte prematura y a la vez benévola. Y no fue testigo porque sencillamente no quiso quedar reducido a esa contemplativa condición, sino que, despreciando toda razonable prudencia, se lanzó tempestuosamente, cuando otros se concentraban en hacerse una posición en la vida (ya se sabe: un futuro confortable que luego no lo fue para nadie), al mismo centro de la noche vienesa y europea, al término de la cual, si es que ha llegado a su término, ya nada sería como antes. Sin estar directamente involucrado en la política, sin ocupar un alto cargo en ninguna de las administraciones que vio elevarse y caer, y sin ni siquiera escribir una palabra en la prensa, menos que en ninguna en la todopoderosa Neue Freie Presse, a cuyo frente se encontraba la bestia parda de Moriz Benedikt, “el señor de las hienas”, Kraus consiguió participar de cuanto ocurría en el sagrado templo de la política, el periodismo y el arte. Desde su voluntaria marginación, que no era sino una independencia obstinada, se convirtió en protagonista; y su época se vio forzada a escucharle, a su pesar.

Cuando una manifestación de trabajadores, en Viena, acabó en masacre que fue alabada unánimemente por la prensa, Kraus redactó una protesta que hizo imprimir y que él mismo pegó en las farolas y paredes. Cuando los críticos musicales se escandalizaron por los experimentos de Arnold Schoenberg, fue de los pocos que salió en su defensa. También fue el único que reclamó derechos para las mujeres cuando en Centroeuropa tal cosa no pasaba de ser una ocurrencia excéntrica. Y sobre todo: al estallar la Gran Guerra, que despertó una oleada de entusiasmo militarista, solamente la voz de Kraus desentonó: su condena, que antes se había dirigido contra las podridas instituciones del imperio y contra la prensa, entonces fue total. Desde ese momento, y hasta el final de su vida, sería el aguafiestas de un tiempo que prefirió convertirse en una constante y cínica celebración; él sería el satírico que con su exquisito verbo, al ritmo de una opereta de Offenbach, anunciaba, como en las farsas carnavalescas de la Edad Media, el próximo triunfo de la muerte, el apocalipsis que se acercaba.

En una época de violencia que anunciaba nunca vistas violencias futuras, inimaginables para cualquiera, las armas de Kraus fueron la crítica y la sátira, o más bien: pura y simplemente el lenguaje. Y es que Kraus se percató antes que nadie del papel decisivo de la prensa (al mismo nivel que las grandes corporaciones industriales y los magnates del armamento) en la gestación y propagación de la guerra. De ahí que cada uno de sus textos, hasta los escritos en sus últimos años ya en forma aforística, se nos aparezcan en un estilo que es totalmente opuesto a la jerga periodística, ésta que nos adoctrina todavía hoy con consignas pueriles, conceptos elementales torpemente asociados entre sí, distorsiones amañadas mecánicamente por un aburrido redactor, interminables aberraciones de la lengua que no son más que una forma de degradar la verdad, eso por no hablar del zarrapastroso sensacionalismo, y que para Kraus constituían todo un insulto a la inteligencia humana, la cual no puede ser reflexiva sin ser crítica, y a la inversa. Y puesto que el ámbito de acción de la prensa convertida en institución es general, puesto que la imagen que nos ofrece del mundo es totalitaria, también la crítica tenía que serlo, razón por la cual en los libros de Kraus, y sobre todo en las miles de páginas que escribió en Die Fackel, tuvo la aspiración de tratar la totalidad de los temas abordables y hasta los inabordables, o que se habían tenido por tales hasta que él los acometió. Sólo una vez confesó haberse quedado sin palabras, cuando empezó el que iba a ser su último libro, La tercera noche de Walpurgis, con esta frase: “No se me ocurre nada sobre Hitler”, confesión a la que siguen más de trescientas páginas en las que Kraus, en los primeros años del nazismo en el poder, consigue hacer una autopsia exacta y profética de aquel cadáver viviente. Y es que propiamente el nazismo no inventó nada. Todo existía ya en aquella archidescompuesta sociedad austriaca que Kraus tan bien conocía, y en esa predisposición acrítica de los hombres, que él combatió con denuedo, a dejarse arrastrar por el ruido, la necedad y la barbarie.

La Antorcha, el libro que ahora edita Acantilado, nos propone una significativa selección de los textos escritos por Kraus para su revista. Este Karl Kraus (o K.K., como solía firmar, parodiando el emblema de la administración real e imperial, aquella Kakania de Robert Musil), él solo, fue un grupo parlamentario, una multinacional mediática y una escuela de pensamiento, siempre crítico y siempre en la oposición, pero fue sobre todo un educador. Educador del gusto, de la opinión y de la moral de una sociedad que había optado por carecer de toda moral, y que por eso abrazó la guerra. Leyéndole, asusta comprobar lo poco que ha cambiado el mundo, a pesar de las atrocidades sucedidas desde que él escribió, o quizá precisamente por eso. Y hasta parece que el tiempo, que pone a cada uno en su sitio, le ha otorgado, a falta de un equivalente en nuestra época, el cargo de ser la conciencia del mundo actual. 

viernes, 24 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 26


DINO BUZZATI: EL PINTOR QUE ESCRIBÍA RELATOS
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La literatura italiana, como el cine, experimentó tal conmoción a causa de las calamidades del fascismo y de la guerra, que durante años pareció que sólo podía manifestarse por medio del desnudo realismo, o más bien de aquella variante nacional que se llamó neorrealismo. Las grandes novelas de Alberto Moravia, y su correlato en el cine, alcanzaron una escala canónica y sirvieron de vivero para gran variedad de talentos que no tardarían en esbozar proyectos narrativos personales, más y más alejados de su origen como consecuencia del auge económico posterior y de la aparición de nuevos problemas derivados del desarrollo industrial y de la siempre precaria estabilidad política. También eclipsaron a otros que buscaron su voz por vías diferentes. Fueron los años en los que Italo Calvino pudo llevar la literatura a una nueva forma de realidad en la que era posible fabular con lo fantástico. Nadie habría imaginado entonces que uno de los autores más recordados de la época iba a ser un periodista que se consideraba pintor y que, de vez en cuando, escribía relatos.
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Dino Buzzati fue un periodista al estilo antiguo, lo que quiere decir que desde que entró a trabajar como aprendiz en el Corriere della Sera en 1928, hasta poco antes de su muerte, hizo prácticamente de todo, desde ejercer como corresponsal de guerra en Abisinia hasta seguir al pelotón ciclista del Giro de 1949. En medio, tuvo ocasión de enviar a su periódico la crónica del día de la liberación, que fue publicada en primera página el 25 de abril de 1945. Tal vez éste fue su mayor éxito en vida.
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Mientras tanto desplegó una amplia actividad como pintor e ilustrador, a menudo amalgamando textos de su cosecha en un estilo de índole surrealista. Se consideraba un pintor que “por afición, por períodos más o menos prolongados”, había hecho de escritor y corresponsal. No sabemos por qué nunca llegó a sentirse satisfecho de ninguna de sus obras, a las que se refería con desdén, y si hubo alguna actividad en la que alcanzó alguna especie de plenitud ésta fue sin duda el montañismo, como reconoció mucho tiempo después al recordar su primera excursión, con sólo catorce años, a los Dolomitas. Tampoco saldría indemne de otro paisaje que le fascinó durante el ejercicio de su profesión en Abisinia: el desierto. 
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Del desierto iba a extraer Buzzati la experiencia humana, profunda, universal, casi mística, que se constituiría en su personal visión del mundo en El desierto de los tártaros (1940). Hasta allí, destinado a una frontera remota que es como el confín de la vida, es enviado el joven oficial Giovanni Drogo. Su llegada a la vetusta fortaleza, rodeada por una ciudad en ruinas, suscita de inmediato en el joven una impresión que no puede ser más desoladora, por lo que, al igual que el Hans Castorp de La montaña mágica a su llegada al sanatorio al que ha acudido para visitar a su primo, también él piensa enseguida en marcharse, valiéndose para ello de un falso certificado médico. Pero el destino ya había señalado para el joven oficial un camino diferente, el camino de la espera. Porque a diferencia de otras historias de iniciación, o de lo que los alemanes llaman Bildungsroman, es decir, el género de la novela de formación ideado por Goethe, aquí la peregrinación (de Wilhelm Meister), la travesía marítima (de Lord Jim) se  transmutan en inmovilidad expectante y a la vez serena, en camino que se recorre de manera estática, en un no ir a ninguna parte, convirtiéndose a la vez, y por ello, en un viaje interior que es una maduración y un consumirse, entregado el cuerpo y el alma, pero sobre todo el alma, a la espera. Espera de una cosa que no es sino la misma vida. 
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Giovanni Drogo es el héroe de esta espera a la que el yermo paisaje circundante otorga naturaleza épica. Héroe maltratado y a la vez espectador, víctima involuntaria de ese otro sujeto dotado de vida propia, aparentemente dormido pero en realidad repleto de signos misteriosos, y del que es posible registrar hasta el más mínimo indicio de vida, que es el desierto. También podría ocurrir, sin embargo, que en el desierto realmente no hubiera nada, nada salvo el obstinado deseo que Giovanni Drogo y sus compañeros proyectan hacia él. Porque acaso la fe, que mueve montañas, también pueda poblar un desierto. Éste es epítome de todas las ausencias y por ello sólo permite la ilusión de que alguna vez la espera llegue a su absoluta consumación, cosa que en efecto ocurre al final de la novela. 
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En la soledad de El desierto de los tártaros resuenan las voces de Kafka y de Camus (sobre todo de El extranjero, que es dos años posterior). Pero si no pueden ser más nobles sus antecesores, no lo son menos sus descendientes, y entre los autores que se sintieron fascinados por la aventura del oficial Giovanni Drogo figuran Jorge Luis Borges, que introdujo la novela en Sudamérica; Julien Gracq, que se inspiró en ella para la redacción de esa otra obra maestra que es El Mar de las Sirtes; y J.M. Coetzee, que hizo lo propio en Esperando a los bárbaros. Y es que Buzzati, que fue un fabulador excepcional, autor de algunos de los mejores cuentos del siglo pasado, logró con El desierto de los tártaros lo que está al alcance de muy pocos autores: la creación de un mito que le es propio, un arquetipo literario, y esto sin escatimar nada a lo que tal expresión significa: ofrecer un muestrario completo de la vida a través de unos personajes y de su pequeña pero ejemplar historia. Esta ejemplaridad revela en Buzzati a un demiurgo, como uno de aquellos que preservaron la tradición oral que hace siglos fue recogida en los relatos homéricos. 
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Esta es la novela que se nos presenta ahora, y que viene a unirse a la necesaria recuperación que de este hombre modesto y gran autor ha venido produciéndose entre nosotros en los últimos años. Quienes ya la leyeron no saldrán decepcionados de su relectura. Más afortunados, como ocurre con los enamoramientos juveniles, serán quienes puedan acercarse a ella, y descubrirla, por primera vez.

DISPARATES / 28

CARTA ABIERTA DE MIKIS THEODORAKIS Y MANOLIS GLEZOS. 

En la acrópolis de Atenas se erigió en 1982 una lápida de bronce. El texto dice:

ΤΗ ΝΥΧΤΑ ΤΗΣ 30ης ΜΑΙΟΥ 1941 ΚΑΤΕΒΑΣΑΝ ΟΙ ΠΑΤΡΙΩΤΕΣ ΜΑΝΩΛΗΣ ΓΛΕΖΟΣ ΚΑΙ ΑΠΟΣΤΟΛΟΣ ΣΑΝΤΑΣ ΤΗ ΣΗΜΑΙΑ ΤΩΝ ΝΑZΙ ΚΑΤΑΚΤΗΤΩΝ ΑΠΟ ΤΟ ΙΕΡΟ ΒΡΑΧΟ ΤΗΣ ΑΚΡΟΠΟΛΙΣ. ΕΝΤΟΙΧΙΣΤΗΚΕ ΑΠΟ ΤΗ “ΕΝΩΜΕΝΗ ΕΘΝΙΚΗ ΑΝΤΙΣΤΑΣΗ 1941 – 1944″ ΤΟ 1982. 
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La traducción castellana es “En la noche del 30 de mayo de 1941 los patriotas Manolis Glezos y Apostolos Sanda arrancaron la bandera de la ocupación nazi de la roca sagrada de la Acrópolis. Colocada por la “Resistencia Nacional Unida 1941 – 1944″ en 1982. Ahora, Manolis Glezos y Mikis Theodorakis, con el mismo espíritu de resistencia, han escrito la siguiente carta abierta. 

POR LA INSURGENCIA EUROPEA, SOCIAL E INTELECTUAL
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Atenas. Febrero, 2012

En tiempos antiguos, la condonación de la deuda por Solón, de las deudas que obligaban a los pobres a ser esclavos de los ricos, reforma llamada de Seisachtheia, sentó las bases para la aparición, en la antigua Grecia, de las ideas de la democracia, la ciudadanía, las políticas y Europa, los fundamentos de la cultura europea y mundial.

Luchando contra la clase de la riqueza, los ciudadanos de Atenas señalaron el camino para la Constitución de Pericles y la filosofía política de Protágoras, quien dijo: 'El hombre está muy por encima de todo el dinero'.

Hoy en día, los ricos están tratando de tomarse la venganza en la mentalidad humana: 'Los mercados están muy por encima de todos los hombres' es el lema que nuestros líderes políticos abrazan gustosamente, aliados al demonio dinero como nuevos Faustos.

Un puñado de bancos internacionales, agencias de información, fondos de inversión, una concentración mundial del capital financiero sin precedente histórico, reivindican el poder en Europa y en todo el mundo y preparan la abolición de nuestros estados y nuestra democracia, con el arma de la deuda, para esclavizar a la población de Europa, poniendo en el lugar de las imperfectas democracias que tenemos a la dictadura del dinero y la banca, el poder del imperio totalitario de la globalización, cuyo centro político está fuera de la Europa continental, a pesar de la presencia de poderosos bancos europeos en el corazón del imperio.

Comenzaron con Grecia, utilizada como cobaya, para trasladarse a otros países de la periferia europea, y poco a poco hacia el centro. La esperanza de algunos países europeos para escapar eventualmente demuestra que los líderes europeos se enfrentan a un nuevo "fascismo financiero", no haciéndolo mejor que cuando se enfrentaron a la amenaza de Hitler en el período de entreguerras.

No es una casualidad que una gran parte de los medios de comunicación controlados por el banco se emplee en la periferia europea, tratando a esos países como "cerdos - pigs" y también dirigiendo su campaña mediática de desprecio, sadismo y racismo, con los medios de comunicación que tienen, no sólo contra los griegos, sino también contra la herencia griega y la antigua civilización griega. Esta opción muestra los objetivos profundos y ocultos de la ideología y de los valores del capital financiero, promotor de un capitalismo de destrucción.

El intento de los medios de comunicación alemanes de humillar símbolos, como la Acrópolis o la Venus de Milo, monumentos que fueron respetados incluso por los oficiales de Hitler, no es sino una expresión del profundo desprecio de los banqueros que controlan los medios de comunicación, ya no tanto contra los griegos, sino sobre todo contra las ideas de la libertad y la democracia que nacieron en este país.

El monstruo financiero ha producido cuatro décadas de exención de impuestos para el capital, todo tipo de "liberalización del mercado", una desregulación amplia, la abolición de todas las barreras a los flujos financieros y las especulaciones, los constantes ataques contra la Estado, la adquisición de partidos y los medios de comunicación, la apropiación del excedente por un puñado de vampiros, los bancos mundiales de Wall Street. Ahora bien, este monstruo, un verdadero "Estado tras los Estados" parece querer dar un "golpe de Estado permanente" financiero y político, y para más de cuatro décadas. Frente al ataque, las fuerzas políticas de derecha política y la socialdemocracia parecen comprometidas después de décadas de entreguismo al capitalismo financiero, cuyos centros más grandes están fuera de Europa. Por otro lado, los sindicatos y los movimientos sociales aún no están lo suficientemente fuertes como para bloquear el ataque de manera decisiva como lo hicieron muchas veces en el pasado. El nuevo totalitarismo financiero busca aprovechar esta situación para imponer condiciones irreversibles en toda Europa.
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Hay una necesidad urgente de una coordinación inmediata y transfronteriza de los intelectuales, las gentes de las artes y las letras, los movimientos espontáneos, las fuerzas sociales y las personalidades que comprenden la importancia de los retos; necesitamos crear un frente de resistencia potente contra “el imperio totalitario de la mundialización” que está en marcha, antes de que sea demasiado tarde. Europa solo puede sobrevivir si presenta una respuesta unida contra los mercados, un reto mayor que el de ellos, un nuevo "New Deal" europeo.

Debemos detener de inmediato el ataque contra Grecia y los otros países de la UE en la periferia, hay que poner fin a esta política irresponsable y criminal de austeridad y privatización, que condujo directamente a una crisis peor que la de 1929.

Las deudas públicas deben ser reestructuradas de forma radical en la Eurozona, especialmente a expensas de los gigantes de la banca privada. Los bancos deben volver a ser evaluados y la financiación de la economía europea debe estar bajo control social, nacional y europeo. No es posible dejar la llave financiera de Europa en manos de los bancos, como Goldman Sachs, JP Morgan, UBS, Deutsche Bank, etc ... Hay que prohibir los excesos incontrolados financieros que son la columna vertebral del capitalismo financiero destructivo y crear un verdadero desarrollo económico en lugar de ganancias especulativas.

La arquitectura actual, basada en el Tratado de Maastricht y las reglas de la OMC, ha instalado una máquina en Europa para fabricar deuda. Necesitamos un cambio radical de todos los tratados, la sumisión del BCE al control político de la población europea, una "regla de oro" para un mínimo del nivel social, fiscal y medioambiental de Europa.

Necesitamos urgentemente un cambio de paradigma, un retorno al estímulo de crecimiento a través de la demanda de nuevos programas de inversión europeos, las nuevas regulaciones, los impuestos y el control del capital internacional e instalación de flujos, una nueva forma de proteccionismo suave y razonable en una Europa independiente sería protagonista en la lucha por un mundo multipolar, democrático, ecológico y social.

Llamamos a las fuerzas y personas que comparten estas ideas a converger en un amplio frente de acción europea lo antes posible, para producir un programa de transición de Europa, para coordinar nuestra acción internacional, con el fin de movilizar a las fuerzas del movimiento popular para revertir el actual balance de fuerzas y derrotar a los líderes actuales históricamente irresponsable de nuestros países, con el fin de salvar a nuestro pueblo y a nuestra sociedad antes de que sea demasiado tarde para Europa.
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Mikis Theodorakis y Manolis Glezos

jueves, 23 de febrero de 2012

VARIACIONES / 15



LAS NUEVAS MUERTES DEL BARBERO WOYZECK

Hace ahora un año que el Teatro María Guerrero presentó una nueva producción de Woyzeck, dirigida por Gerardo Vera; y hace cinco que el Teatro Real celebraba a Alban Berg con su Wozzeck, que sirvió a Calixto Bieito para mostrar unas cuantas vísceras en escena. No es casual el interés actual por la más popular de las tres piezas dramáticas con las que el autor Georg Büchner consiguió crear (prácticamente de la nada) los cimientos de un arte escénico contemporáneo que andando el tiempo habría de culminar en las obras de Samuel Beckett. Pues ocurre que si hay un autor al que su obra haya convertido en legendario, y conseguido mantener intacta después de casi dos siglos toda su capacidad para conmover, perturbar y agitar conciencias, este es Büchner, cuya modernidad escapa a lo que razonablemente podemos comprender.
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Pasó en esta vida poco más de veintitrés años, suficientes para escribir tres obras teatrales (La muerte de Dantón, Leoncio y Lena y Woyzeck) que sacudieron con violencia la adormecida escena alemana; escribió además un texto en prosa de difícil o imposible catalogación, Lenz, el cual, leído hoy sin saber una palabra de la vida de Büchner, podría pasar por un texto de vanguardia; creó en su país la Sociedad para los Derechos del Hombre, y tuvo tiempo de participar activamente en los movimientos revolucionarios de su época, a los que contribuyó con El Mensajero rural de Hessen, panfleto con el que no consiguió sublevar a los campesinos de Hesse, como era su propósito, pero que dio lugar a una orden policial de busca y captura gracias a la cual sabemos que era “alto, de cejas y cabellos rubios, delgado, de ojos grises y miopes, frente abombada y boca estrecha”. Vivió entre 1813 y 1837. Cabe imaginarle como un personaje de Schiller o mejor aún: como un ciclón tropical que hubiera asolado las frías tierras germanas, y no sólo eso, pues podemos suponer que realizó su aprendizaje de las cosas del mundo y del teatro en una ignota e intrauterina vida anterior, única forma de explicar el hecho de que todo lo que dejó escrito se nos aparezca lúcidamente meditado y ya maduro, sin sombra de los balbuceos que son propios de todo mortal corriente. Su época le desconoció.
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La historia de Woyzeck es real y Büchner supo de ella por los archivos judiciales: el modesto barbero y soldado, que se ganaba un sobresueldo prestándose a los experimentos de un malicioso doctor, apuñaló a su amante sin un motivo aparente, y fue ejecutado en 1812. Büchner no pudo (o no quiso) rematar la obra, de la que nos ha quedado un revoltijo de escenas que todavía hoy son un quebradero de cabeza para filólogos y directores teatrales, lo que por otra parte la predispone a un final siempre abierto e imprevisto. Alfonso Sastre, en su edición de la obra, hizo que el barbero muriese sucesivamente ahogado, colgado, fusilado y guillotinado, para que no quedara duda alguna acerca del fin que se destina a los Woyzeck de este mundo. Alban Berg, que tuvo la audacia de convertir a este antihéroe en el protagonista de su Wozzeck, que estrenó en Berlín en 1924, hizo que el hijo de la difunta Marie siguiera jugando con su caballito de madera, ajeno a este retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte. La producción a la que me refería más arriba supuso su estreno en Madrid (más vale tarde que nunca) y la dirección de Bieito aún levanta ampollas en algunas mentes que preferirían no acordarse de ella. Y es que a muchos les gustaría que esta tragedia del hombre moderno se representara con una ambientación de cartón piedra, terciopelos púrpuras y candelabros dorados.
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Hablando de su montaje teatral, Gerardo Vera afirmó que veía en Woyzeck “una obra existencial”, el drama de un individuo que vive “en un entorno absolutamente hostil en el que el ser humano tiene que sobrevivir sin entender absolutamente nada”.* Porque Büchner mostró al mundo tempranamente los efectos de la alienación, de la servidumbre y de la pérdida de la conciencia en un hombre humilde, incapaz por sí mismo de entender la realidad y los mecanismos visibles e invisibles de que se sirven los poderes (el político, el económico, el científico, el religioso) para quebrantarle y llevarle a la extinción. Büchner y su obra parecen hoy más vivos que nunca; y el Woyzeck que es cada uno de nosotros, también. La época que ignoró la advertencia de Büchner lo pagó caro, y la deshumanización de la que él nos habla está lejos de debilitarse. A duras penas podría creerse que con esta obra Büchner se anticipó a Kafka, al expresionismo y a algún que otro ismo no identificado, lo que sin embargo es cierto. Pero el detestable y patético Woyzeck es más que eso: es un barbero, y un hombre.
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*Público, 7/3/2011.
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Alban Berg: Wozzeck (Final)
Liceu, 2006
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miércoles, 22 de febrero de 2012

VARIACIONES / 14


SILENCIOS Y SUSURROS

Los críticos musicales suelen hablar con frecuencia de los silencios en las sinfonías de Bruckner o del susurro, tan cercano al silencio, del final de la novena sinfonía de Mahler. “El silencio invita a la reflexión y ésta a la melancolía”, decía Pascal, “y por eso hay gente que se rodea de ruido”, añadimos nosotros. John Cage escribió aquella célebre música que es un silencio. Hay en nuestros días un compositor que ha hecho del silencio el centro, la raíz y el corazón de su música. ¡Sólo a Sciarrino podía ocurrírsele reunir a un grupo de percusión, cien flautistas y cien saxofonistas para crear una obra que se mueve entre el silencio y el susurro casi inaudible!

El siciliano Salvatore Sciarrino (1947) debe sin duda a su formación autodidacta el ser uno de los compositores más originales y personales, de los más alejados de todo academicismo y dogmatismo y de los más huérfanos de escuela (felizmente) de nuestro atribulado tiempo. Responsable de una obra abundantísima que incluye piezas para la escena, música para orquesta, para piano y para toda clase de formaciones de cámara, el suyo es uno de los pocos estilos actuales reconocible en el acto: estilo indescriptible, marcado por el silencio, por el uso inhabitual de los instrumentos, por la repetición y por la referencia más o menos explícita a músicas del pasado, desde Gesualdo hasta Cole Porter. Las fuentes de las que se nutre su música son de una variedad desconcertante y en apariencia ilimitada, e incluyen un episodio archiconocido de la vida de Gesualdo (el asesinato de su esposa), que ha dado lugar a la ópera de cámara Luci mie traditrici (1998), que tuvo su secuela con Terribile e spaventosa storia del Principe di Venosa e della bella Maria (1999), la composición de Duke Ellington Sophisticated Lady (del mismo año), Macbeth (2002), y la misma calle, en la que se mezclan graffitis, versos de Kavafis, de Rilke y de Brecht, además de proverbios populares, como ocurre en Quaderno di strada (2003).

En las óperas mencionadas, y sobre todo en Luci mie traditrici, la representación se ha convertido en ceremonia, y el canto en un recitado continuo cuyo código, inspirándose en la tradición, explora nuevas posibilidades fonéticas, las cuales forman parte del acompañamiento instrumental. Sciarrino ha dado por lo demás una nueva forma al arte de la variación. En su libro Le figure della musica da Beethoven a oggi, publicado en 1998, introduce el concepto de la “mutación cualitativa”, una parte importante de su teoría musical, ligada a la transformación del sonido, a la modulación y la repetición. De esta teoría se ha servido ampliamente en sus reelaboraciones de lo que él llama “totalidades perdidas”, piezas que van más allá de lo que tradicionalmente la música occidental ha definido como variación o transcripción. La otra parte de su teoría formal se refiere al espacio, un espacio exterior que por medio de la música y la imagen se convierte en espacio mental, ya que según Sciarrino la percepción humana es una globalidad perceptiva en la que los sentidos se influyen recíprocamente: lo visual y lo auditivo confluyen en el espacio y el tiempo, en un proceso que se desenvuelve en y por la memoria. A desbrozar este intrincado pensamiento ha dedicado la autora Grazia Giacco un interesante libro, La notion de “figure” chez Salvatore Sciarrino (L’Harmattan, París, 2001), todavía sin traducción al castellano.

Las reelaboraciones hechas por Sciarrino de músicas precedentes ponen de manifiesto, como ha dicho algún crítico, las líneas y los nervios de las obras originales, las cuales son desmontadas minuciosamente para ser servidas a continuación como si las escucháramos por primera vez. La misma forma de tratar los instrumentos, ya sea un cuarteto de saxofones, como ocurre en Pagine & Canzoniere da Scarlatti, o en Musiche per il Paradiso di Dante para orquesta, la aplica Sciarrino a la voz humana, la cual procede a desmenuzar los textos cantados y a veces susurrados en fonemas, de un modo que se inspira en la magnífica tradición de la música barroca italiana. Y siempre, entre un acontecer sonoro y otro, el silencio, la reflexión sobre lo ya escuchado y la expectativa de lo que vendrá, una expectativa que acentúa ese futuro y nos predispone a su audición, exactamente como ocurre con los acontecimientos que esperamos y deseamos de la misma vida.
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Escribió Henri Sauguet en su autobiografía que ser sencillo y usar un lenguaje complejo no es fácil, frase que muy bien podría adjudicarse a la música de Sciarrino, que, al contrario que otras músicas de vanguardia, no exige del oyente otra preparación que la de dejarse sorprender durante el tiempo que dura la audición, tan llena de inventiva como de rigurosa coherencia. Sciarrino es hoy, por fortuna, un compositor mundialmente admirado cuyas obras se interpretan con frecuencia en las salas de concierto y que cuenta ya con una nutrida discografía. Queda, tras escuchar sus obras, la sensación de que aquello es algo más que música: un relato hecho por alguien que no sabe, o no quiere ya, expresarse de otro modo, y que parece saber íntimamente que el lenguaje que emplea no es del todo extraño a nosotros, como si intuyera en el oyente una capacidad de comprensión que él mismo ignora y que sin embargo será despertada, sin esfuerzo, con la escucha de la primera nota. Esta música tiene virtudes benéficas para el oído, el cual no tiene costumbre de recibir semejantes caricias en una época en la que impera el decibelio en estado bruto. Los timbres, las armonías, los tiempos de su música parecen coincidir con los nuestros, descubriéndonos lados de nuestra conciencia, de nuestro ser y estar, que desconocíamos pero que nos resultan familiares. Nos parece que aquello es apenas música, sino más bien la escucha de otra música que alguien, al oírla, nos transmite simultáneamente. Y es posible que al sonar la última nota quedemos todavía a la espera, envueltos por ese largo silencio que es a veces el de la vida y del que surgen las palabras y la música.

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Unos fragmentos de Luci mie traditrici
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Nina Tarandek (la Malaspina) • Roland Schneider (el invitado)
Simon Bode (un siervo) • Christian Miedl (il Malaspina)
Ensemble Algoritmo, Marco Angius
Director: Giancarlo Matcovich


martes, 21 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 25


LA TRILOGÍA TRANSILVANA, DE MIKLÓS BÁNFFY: ESPLENDOR Y CAÍDA DE UN IMPERIO

En 1917, entre los vistosos actos de la coronación del príncipe Károly IV, se incluyó inesperadamente un desfile de inválidos de guerra. Durante unas horas las elegantes y perfumadas damas con sus vestidos importados de París y los refinados caballeros expertos en las suertes de la caza y en la cría de caballos pura sangre, y hasta el mismo rey, tuvieron que contemplar aquella marcha interminable de lisiados que acababan de volver del frente, hombres de todas las edades y de todas las etnias que poblaban aquel rincón del Imperio Austro-Húngaro. El responsable de los actos de la coronación era un noble húngaro llamado Miklós Bánffy, miembro de una de las más antiguas estirpes de la aristocracia transilvana.

Bánffy fue heredero del poder feudal que dominó Transilvania desde el siglo XIII, un poder cuyo desenvolvimiento a lo largo de cinco siglos es inseparable de la compleja historia de los Balcanes, y entre cuyos actores, además de los linajudos terratenientes húngaros, figuraban los siervos rumanos (que eran mayoría), una próspera minoría de comerciantes sajones y la comunidad gitana, cuya visibilidad estaba limitada a los festejos y a las grandes ocasiones, en su calidad de excelentes músicos. Todavía hoy Transilvania conserva huellas de todas esas comunidades, en especial de la húngara, a cuyo actual auge, al que acompaña por cierto una creciente reclamación de autonomía política, hay que atribuir la recuperación de este autor olvidado, cuya obra más importante, la Trilogía transilvana, fue editada en 2006 en Hungría, y recientemente en España por la editorial Libros del Asteroide.
      
El joven Miklós Bánffy creció en la propiedad familiar de Bonţida, en el distrito de Cluj, y si bien su padre le obligó a estudiar Derecho, primero en Kolozsvár y luego en Budapest, sus intereses se orientaron muy pronto hacia el arte. Fue discípulo del pintor de temas históricos Bertalan Székely, y con el tiempo llegaría a diseñar los decorados de la ópera de Béla Bartók El castillo de Barba Azul, estrenada en la Ópera Nacional, de la que el propio Bánffy era intendente. Junto a su primo Mihály Károlyi, que fue primer ministro tras la Revolución de los Crisantemos y que proclamó en noviembre de 1918 la República Popular de Hungría, leyó la obra de Karl Marx y se interesó por el socialismo y el cooperativismo, ideas que trataría de adaptar a sus propiedades de Transilvania, con escaso éxito. Escribió diversos dramas, entre ellos Atila, Gran Señor; fue miembro de la Compañía Kisfaludy, prestigioso círculo de escritores; fundó una editorial húngara en Transilvania; al acabar la Gran Guerra, sus tierras pasan a formar parte de la nueva Rumanía, y él regresa a Bonţida con la intención de recuperarlas; en 1921 fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Escribió varias novelas, una de ellas dedicada a la resistencia yugoslava durante la II Guerra Mundial. Y aún tuvo tiempo, en su juventud, de llevar una vida desenfrenada y de verse envuelto en un turbio asunto de letras de cambio, por el que debió pasar algún tiempo bajo tutela familiar. En la última postguerra vivió malamente en lo que quedaba de su palacio de Kolozsvár, que abandonó en 1947 para trasladarse a Budapest, donde murió, completamente olvidado, en 1950.

La Trilogía transilvana es la gran obra literaria de Bánffy, que escribió en los años treinta. La narración se desarrolla entre los años 1904 y 1914 en Transilvania y episódicamente en Budapest. Pese a su dimensión monumental y al gran número de sus personajes, los tres volúmenes ostentan una unidad narrativa reconocible y centrada en dos personajes, representante cada uno de un estado diferente de la aristocracia húngara de Transilvania pocos años antes de su desaparición: Bálint Abády es un joven diputado sobre el que pesa la carga de los deberes y responsabilidades que sus mayores le han inculcado hacia las gentes humildes de su distrito y hacia su patria. El otro héroe, Lászlo Gyerőffy, es la contrafigura del anterior, y ya desde las primeras páginas se nos aparece marcado por la trágica historia de sus padres, historia que se irá desvelando poco a poco y que crea en el personaje una conciencia de hostilidad hacia el entorno y sobre todo hacia sí mismo.

La existencia de Abády se reparte en tres ámbitos, lo que da pie al autor a mostrarnos un cuadro completo de la sociedad húngara del momento. Por una parte la vida parlamentaria, por la que tenemos acceso a los grandes conflictos nacionalistas que socavaban el Imperio y a la vez a los asuntos internacionales, en especial la caprichosa política de alianzas, cosas ambas que acabarían por desencadenar la Gran Guerra. Por otra, sus actividades como diputado y terrateniente en las tierras de su propiedad, en la que gran parte de sus proyectos modernizadores quedarán frustrados a causa principalmente de la inquina entre húngaros y rumanos. Pero la mayor inquietud de Bálint Abády, y la que mejor retrata su psicología, es Adrienne, compañera de la infancia y ahora esposa y madre con la que protagoniza una historia de amor de las más bellas que fueron escritas el siglo pasado y que sitúa a esta pareja a la altura de los grandes amantes del siglo romántico.

Pero si la historia de Abády nos recuerda inmediatamente a algunas de Tolstoi, la del malogrado Lászlo Gyerőffy nos conduce a la esfera de los personajes atormentados de Dostoyevski. En efecto, sobre su vida no pesa ninguna responsabilidad, es un completo “hombre superfluo” que dilapidará su talento como músico en las mesas de juego, y que ahogará sus penas en alcohol. Así, Gyerőffy se hundirá más cuanto mayor sea la solicitud con la que los otros acudan en su auxilio, y esto en virtud de un tan insalvable como necio orgullo. Un sentimiento, por lo demás, que ocupa una parte central en la época y en el mundo en que se desenvuelven los personajes, ambos de inspiración autobiográfica, y que trasciende en la minuciosa y precisa descripción de la sociedad del momento. Esta descripción alcanza niveles de detallismo desconocidos hasta ahora en la pintura que el autor nos hace de los actos sociales de la aristocracia transilvana: comidas, cenas, bodas, entierros, duelos de honor, mercados benéficos, carreras de caballos, con toda la etiqueta, la pompa y el protocolo que los acompañaban. Sin embargo, los actos sociales en los que Bánffy se explaya de manera casi convulsiva son los bailes y las cacerías. Aquí el autor se expresa con la plena conciencia de ser el único testigo de un tiempo que cuando él escribía ya había acabado, y decidido por ello a dejar testimonio de un mundo que vivía en el mayor y más despreocupado esplendor sin poder imaginar que su fin estaba ya a la vuelta de la esquina.

Si Eduard von Keyserling fue el cronista de la extinción de la aristocracia germánica en el Báltico, Bánffy lo es sin duda de la húngara en Transilvania, si bien las técnicas utilizadas por éste son muy distintas de las de aquél, pues si Keyserling situó el drama de sus personajes en la intimidad de sus propias conciencias, y por tanto en una esfera literaria que ya pertenecía por entero al siglo XX, Bánffy recurrió mayormente a lo que sucedía “en público”, a la acción, para lo que no tuvo reparo en poner a su servicio todos los recursos que la novela decimonónica ponía a su alcance, incluyendo algunos no siempre bien vistos, como el folletín. Por aquí, junto a las influencias rusas ya mencionadas, penetran en la literatura de Bánffy aires procedentes de Centroeuropa y en especial de Viena, entre ellos los muy identificables de Stefan Zweig y Arthur Schnitzler.

Los personajes de estas novelas están llenos de vida, incluso cuando, como sucede en el caso de Lászlo Gyerőffy, la vida no está abocada sino a la autodestrucción. Que el autor nos describa con pasión de documentalista hasta el menor detalle de aquella sociedad y de su forma de vida, sin descuidar las indumentarias, la decoración de los salones, la arquitectura de los palacios, y, de manera destacada, la soberbia naturaleza transilvana, contribuye a hacerlos aún más creíbles, iluminados como están por esa visión hiperrealista, y a que sus destinos nos resulten más conmovedores. Pues viene a ser cierto que finalmente importaba poco la trayectoria personal de cada uno de los héroes, el digno y responsable Abády y el inútil y trágico Gyerőffy. La Historia los arrastró a todos, como también sus bailes y cacerías, sus inexpertas y encantadoras jovencitas casaderas y sus vigilantes madres. Consta que el autor escribió un cuarto volumen que debía continuar la historia de estos personajes y en el que, quién sabe, quizá alguno de ellos encontrara su consumación. Pero nunca lo sabremos, ya que el manuscrito, como la época, desapareció durante la última guerra. Y es que la literatura, también en esto, ha querido ser fiel a la realidad hasta el final.

VARIACIONES / 13

EL DOCTOR ATÓMICO

Hay casos, muy raros, de creadores que huyen de la variación y que, en lugar de elegir sus temas en el repertorio que ofrecen la literatura o el cine y, en general, entre todo lo que ya ha sido elaborado por lo menos una vez, prefieren beber directamente de esa fuente inagotable, pero a la vez tan equívoca por su saturación, que es la realidad. Ellos buscan en los hechos realmente acaecidos como otros lo hacen en los libros, seleccionan un personaje o una situación de la Historia que parece haber descuidado el resto de los mortales, los cuales no han sabido ver en él el origen de una historia, y lo moldean y acomodan a su gusto a fin de establecer un tema que aspira a ser totalmente nuevo, un paradigma al que podrían suceder infinitas variaciones, como esos arquetipos que, una vez fijados en la memoria colectiva, llegan a tener en el futuro una larga y provechosa descendencia. Esos precursores clarifican, iluminan, y a veces, en su afán descubridor, claro está, se estrellan.

Hace unos años, mientras Henze presentaba en Berlín una nueva variante de la Fedra enamorada de su hijastro, y mientras Dusapin desempolvaba, también en Berlín, a la Medea asesina de sus propios hijos (qué difícil está, por cierto, eso de la maternidad), John Adams estrenó en Chicago la producción ya vista anteriormente en San Francisco de su Doctor Atomic, centrada en los conflictos personales de Robert Julius Oppenheimer, el inventor de la bomba atómica. El asunto no puede ser más contemporáneo: la responsabilidad moral y social de la ciencia. No se trata, en efecto, de un capricho ocasional, pues como es sabido Adams ya debutó en la ópera (en 1987) con su Nixon in China, que le consagró de repente y que no dejó indiferente a nadie. A este drama épico ambientado en la diplomacia del final de la Guerra Fría, sucedió en 1991 The Death of Klinghoffer, basada en el secuestro del Achille Lauro por unos activistas palestinos, y en 1995 I Was Looking at the Ceiling and Then I Saw the Sky, acerca del terremoto que unos meses antes devastó el norte de Los Ángeles. Contra todo pronóstico, la siguiente ópera de Adams (posterior en un año a Doctor Atomic) está inspirada a partes iguales en un cuento popular de la India y en La flauta mágica mozartiana: A Flowering Tree (2006).

Para quien no haya escuchado estas óperas quizá sea fácil creer que Adams es una especie de reportero musical, con el consiguiente grado de superficialidad que tal consideración podría merecer; o que el atrevimiento de Adams consiste en sacrificar el rigor en beneficio de la inmediatez. Sería un error. Y no es sólo, que lo es, que Adams sea uno de los compositores americanos más notables del último cuarto del siglo XX y de lo que llevamos del XXI, al que avala una considerable obra en diversos géneros; igualmente Adams, en el ámbito operístico, ha acertado a rodearse de unos compañeros de viaje poco dados a la bobada estéril y a la ramplonería. Más bien parece que entre ellos han tenido a bien hacer una seria propuesta que debería tenerse en cuenta: la de reconsiderar lo que se entiende por “ópera” en nuestros días, nada menos. Fue Peter Sellars quien le sugirió escribir una ópera que tratase del encuentro de Nixon y Mao en China en 1972, y sobre el propio Sellars, desde entonces colaborador habitual, recayó más tarde el compromiso de la puesta en escena. Colaboradora habitual (hasta que se desmarcó del proyecto de Doctor Atomic, al que tachó de antisemita) era también la libretista Alice Goodman.

La propuesta de Adams afecta a los temas operísticos y a la manera en que estos se presentan al público. Si el teatro musical ha dedicado múltiples veces su atención a los héroes, caudillos y dirigentes, conflictos políticos, revoluciones y catástrofes de otra época, ¿por qué no habría de dedicar una atención semejante a los de ahora? Que a Andrea Chénier, descabezado y todo, le costara un siglo entero llegar a un escenario de ópera no debería sorprendernos: hoy, en el siglo de las comunicaciones por satélite, habría llegado mucho antes. Precisamente las comunicaciones se encuentran en el trasfondo de este nuevo modelo operístico, abrumados como estamos por informaciones sobre toda clase de asuntos que nos llegan de una manera tan masiva como instantánea. Así, Nixon in China contiene una aria justamente célebre consagrada al poder de la televisión. Por los mismos motivos, tampoco debería sorprender que las obras de Adams, en los montajes de Sellars, contengan abundancia de efectos sonoros y proyecciones de imágenes, lo que por otra parte hoy ya es corriente (muchas veces de manera injustificada) en las escenografías de casi cualquier ópera, incluidas las barrocas. Ese carácter instantáneo de la información al que también se ha adherido el arte debería hacer posible la existencia de una conexión entre lo que ocurre dentro de un teatro con lo que ocurre fuera. Es lo que sucede en I Was Looking…, en la que los personajes representan los conflictos raciales y económicos de la sociedad americana en el momento mismo en que la obra se escenificaba por primera vez en Berkeley, lo que la aproxima a experimentos anteriores en la misma onda, tales como los realizados por Brecht y Weill unas décadas atrás.
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El teatro musical de Adams, puesto que es de hoy, está repleto de alusiones a la cultura pop, al cómic y a la televisión, pero también a algo que es de siempre: la sátira. La “cuestión Adams” no se agota ni mucho menos con la sola polémica que generó en su momento la llamada música minimalista, ni es tampoco un fugaz episodio de nuestra postmodernidad. Este hombre que celebró su cincuenta cumpleaños con un concierto en el Concertgebouw en el que dirigió composiciones propias y otras de Gil Evans, Miles Davis y Duke Ellington es lo bastante raro como para tener cosas que decir, incluso en estos tiempos difíciles. Haríamos bien en escucharle.