miércoles, 8 de febrero de 2012

VARIACIONES / 8


BAILANDO CON EL DIABLO

A poco más podía aspirar el Mahler director, especialmente de ópera, en sus años finales. No se puede decir lo mismo del Mahler compositor, cuyo tiempo, como él mismo dijo, no había llegado, y que, después de llevar a su extremo la tradicional forma sinfónica, siempre en los límites de la tonalidad, veía cómo ciertos jóvenes que se amparaban en su magisterio empezaban a superarle. Ciertamente había llegado muy lejos el aldeano de Kaliste, en Bohemia, quien desde 1897 ostentaba el cargo supremo del teatro lírico en lengua alemana: la Ópera de Viena. Pero, igual que la muerte, que se había llevado a algunos de sus hermanos (entre ellos a Otto, de quien afirmaba que tenía más talento para la música que él mismo) y a su hija mayor, aún le perseguía la maldición que parecía pesar sobre su música desde los inicios. Ya a la edad de veinte años, en efecto, había presentado su cantata Das Klagende Lied a un concurso con la certeza de ganarlo, lo que le habría permitido disponer del premio en métalico para mantenerse mientras se dedicaba a la composición. Pero Mahler perdió, lo que le encaminó muy a su pesar hacia la dirección de orquesta.

En 1907, hallándose en la cima de su carrera como director, a Mahler le fue diagnosticada una dolencia coronaria que puso fin a las balsámicas actividades físicas con que se evadía de los tormentos cotidianos: la escalada y la natación, entre otras. Al mismo tiempo, una campaña de desprestigio emprendida contra él en Viena, junto a la generalizada antipatía que le profesaban los miembros de la Ópera, hartos de sus minuciosos ensayos y de su despotismo, le persuadieron de la necesidad de un cambio de aires. Aceptó un ofrecimiento del Metropolitan y se marchó con su mujer a América, si bien no tardó en ser sustituido por Arturo Toscanini, hasta recalar finalmente en la (entonces mediocre) Filarmónica de Nueva York, que habría de ser su última orquesta. Allí, este compositor de domingos, habituado desde su juventud a aprovechar al máximo el tiempo libre, empezó a componer su Décima Sinfonía, acto obstinado de supervivencia de quien, por lo que se deducía de los casos de Beethoven y Bruckner, creía saber supersticiosamente que no había, que no habría nunca, décima posible.

En abril de 1910 Mahler y Alma volvieron a Europa, él para morir y ella, quizá, para empezar a vivir. Se habían casado en 1902: ella tenía 23 años y él 42; ella había crecido en Viena en un ambiente privilegiado, rodeada de pintores, escritores y músicos; él procedía del remoto y humilde oriente judío, de los límites del Imperio; se había criado bajo el terror de un padre violento, y visto morir a nueve de sus hermanos en plena infancia. A su vuelta, Alma es todavía (tal vez más que a sus 23 años) la gema de la sociedad vienesa; él, un viejo achacoso y cascarrabias. Hacen una escala en París para que Mahler dirija su Segunda Sinfonía: algunos espectadores abandonan la sala en el segundo movimiento, entre ellos Debussy. Después de una nueva escala en Roma, la pareja llega a Viena, pero Alma debe irse enseguida a curarse “los nervios” al balneario de Tobelbad. Allí conoce al arquitecto Walter Gropius.

Alma ya había tenido sus romances antes de conocer a Mahler: con Gustav Klimt, con Max Burckhard y con Alexander von Zemlinsky. Autora ella misma de música y muy aficionada a la pintura, su esposo le había prohibido dedicarse a estas actividades, debiendo consagrarse a él y a Anna, la hija superviviente, que más tarde sería escultora. A Alma se le permitía solamente copiar y corregir los manuscritos de su esposo. El encuentro con Gropius supone para ella una revelación. Acabada su estancia en Tobelbad, y de vuelta con Mahler, recibe una carta de Gropius cargada de pasión y de promesas para el futuro, y, como en los malos folletines, es Mahler quien abre la carta. Interrumpe su trabajo en la Décima Sinfonía y se dedica a espiar a Alma, incluso arregla un encuentro con Gropius, con el que mantiene una breve entrevista, y después se marcha a Leyden, en Holanda, en busca de Sigmund Freud, que por aquel entonces ha empezado a practicar una nueva terapia de la que se habla mucho en Viena. El inventor del psicoanálisis le habló del complejo de Edipo (lo cuenta Alma en sus memorias); no le habló, sin embargo, del diablo, el cual se había instalado por entonces en la vida de Mahler en forma de celos, resentimiento e impotencia. A su regreso de Leyden, descubre por casualidad las composiciones que ha hecho su esposa y le pide que vuelva a componer. Pero la cabeza de Alma ya estaba en otra parte, en otro mundo, con otro hombre.

De la imposible Décima Sinfonía, interrumpida a su muerte, sólo un año después, Mahler dejó casi completado el primer movimiento: el Andante-Adagio. A la vista del carácter autobiográfico que puede atribuirse a otras sinfonías mahlerianas, por ejemplo al Adagietto de la Quinta y a algunos pasajes de la Sexta y Octava, que, según confesó Mahler, son retratos de Alma, resulta llamativo el subtítulo del boceto para el tercer movimiento: Purgatorio, y, sobre todo, el del scherzo: El diablo baila conmigo, en el que, en medio de una melodía casi ligera, a ritmo de vals, se oye repentinamente el golpe seco de un tambor militar, una alusión al encuentro que él y Alma tuvieron en Nueva York con un cortejo fúnebre. El mismo golpe de tambor enlaza con el último movimiento, en el que se encuentra la música más desolada que escribió Mahler. Quedaba muy lejos el tiempo en el que había querido representar una imagen celestial en su Cuarta Sinfonía, y también la serena dulzura de aquellos pasajes dedicados a Alma. La versión completa de la Décima, reconstruida por Deryck Cooke, sería estrenada en Londres en 1964, lo que viene a ser el principio de otra historia.

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