miércoles, 14 de septiembre de 2011

MÚSICA NOCTURNA / 10


ADOLFO SALAZAR Y LA EDAD DE PLATA (II)

EVARISTO FERNÁNDEZ BLANCO: OBERTURA Y FINAL

La Edad de Plata, cuyo último tramo recibe en el terreno musical el nombre de “Generación de la República”, concluye paradójicamente, al menos en lo que respecta a su existencia en España (pues otra cosa sería su continuación en el exilio) con una obertura. Una obertura de acción retardada, podríamos decir, ya que tardó más de cuarenta años en escucharse.

El leonés Evaristo Fernández Blanco recibió los primeros rudimentos de armonía de dos sucesivos maestros de capilla de la catedral de su natal Astorga. Mostrando una excelente aptitud para la música, y careciendo su familia de recursos para darle una educación, reclamó una beca a la Diputación de León, que le fue negada. Trasladada su familia a Madrid, escribe sus primeras composiciones e ingresa en el Conservatorio de la capital, donde recibirá lecciones de Tomás Bretón y, posteriormente, de Conrado del Campo. En 1921 obtiene el premio extraordinario del Conservatorio por su obra Impresiones montañesas, concediéndosele una beca para ampliar sus estudios en el extranjero. Se traslada a Berlín, donde fue discípulo de Franz Schreker. A sus años en Alemania pertenece la mayor parte de la música que conservamos de Fernández Blanco: Poemas líricos (1923), Trío en do mayor y Movimiento perpetuo para piano (1928), y Dos danzas leonesas para orquesta (1932).

De vuelta en España da clases de música y frecuenta al llamado Grupo de los Ocho, al que tan asociado estaba Adolfo Salazar y del que formaban parte Juan José Mantecón, Julián Bautista, Fernando Remacha, Rosa García Ascot, Salvador Bacarisse, Gustavo Pittaluga y los hermanos Halffter. Fue delegado del Comité de Música en Madrid, y luego en Valencia y Barcelona, y participó activamente en la creación de la primera orquesta estatal española: la Orquesta Nacional de Conciertos, institución que Salazar venía reclamando con insistencia desde la proclamación de la República. Durante esos años Fernández Blanco toca el piano en el sexteto Unión Radio, que difundió por las ondas gran cantidad de música de cámara. Al concluir la guerra, se pierden muchas de sus partituras en el bombardeo de su domicilio y pasa dos años oculto en una aldea de Pontevedra, Viascón, donde escribe su impresionante Obertura dramática.

En 1941 continúa su exilio interior en Barcelona, donde se gana malamente la vida como músico de variedades en el Teatro Tívoli. Dos años después, a causa de las privaciones de la dura postguerra, muere su esposa, Sara. En los años 50 trabaja en las compañías de Celia Gámez y de Nati Mistral, e incluso en la orquesta del madrileño Teatro de la Zarzuela, pero para entonces, aquejado de una sordera progresiva, desengañado, aislado intelectual y afectivamente, e imposibilitado de dar a conocer sus obras, había dejado de componer. Sólo volvería a la composición en 1982 con su Suite de danzas antiguas, encargo de Radio Nacional. Murió en 1993.

En la década pasada se ha publicado el cátalogo completo de las obras conservadas de Fernández Blanco, y la Orquesta Filarmónica de Málaga dirigida por José Luis Temes, principal defensor hoy de su música (responsable también de la recuperación de otros autores olvidados, tales como Gerardo Gombau y María Teresa Prieto), ha grabado sus composiciones sinfónicas en un doble CD (Verso, VRS 2094-DDD).

La música de Fernández Blanco oscila entre aquella de carácter más personal, en la que se aprecian las provechosas enseñanzas vanguardistas que recibió de su maestro Schreker, y otra, de intenciones más modestas, en la línea del nacionalismo y cargada de ecos del folclore leonés, que fue la mejor recibida por el público de su tiempo. Todas ellas, sin embargo, delatan a un gran compositor, o mejor dicho, a un gran compositor en ciernes que se hallaba en plenitud de sus facultades en la postguerra. Que ésta le condenara al silencio nos ha privado de un músico más que prometedor, el cual había demostrado en sus obras unas dotes poco comunes en el arte de la orquestación. En concreto, la Obertura dramática, quizá su obra más personal, en la que está presente como en ninguna otra el dolor y la rabia causados por los horrores de la Guerra Civil, constituye acaso la tarjeta de presentación de un gran sinfonista que, por la fuerza de las circunstancias, no pudo cuajar.

La Obertura dramática de este hombre marcado por la desgracia, obra impregnada por la violencia de la guerra pero también por los ideales, y los himnos, de los vencidos, fue escrita con el emotivo recuerdo de ésta todavía a flor de piel, y hoy es de las pocas de Fernández Blanco que son conocidas por el público, habiendo sido estrenada, con más de cuarenta años de retraso, en 1983. El autor la subtitulaba «ambientación musical de un drama cívico-socio-bélico». Su primera parte, Desolación, muestra las huellas de la devastación y la barbarie de la guerra. La segunda, Acción, es un recuerdo de la crudeza del combate y de los bombardeos. La tercera es un Homenaje a los héroes. Escrita en 1939 en el aislamiento de la villa de Viascón, en una casa abandonada, y en un estado de total incertidumbre acerca de su futuro personal y colectivo, el autor se propuso expresar en apenas veinte minutos sus sentimientos acerca de los hechos que acababan de ocurrir.

La Obertura dramática es interpretada aquí por la Orquesta Sinfónica del Conservatorio Superior de Música del Principado de Asturias (CONSMUPA), dirigida por José Luis Temes el 17 de febrero de 2010 en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo.


MÚSICA NOCTURNA / 9



ADOLFO SALAZAR Y LA EDAD DE PLATA (I)

OBRA Y ENTORNO

Alejo Carpentier, en cuya amplia cultura ocupaba un lugar destacado la música, reconoció en un artículo la pérdida que para Latinoamérica supuso la muerte de Adolfo Salazar en 1958. Con él, con Salazar, habría de polemizar el escritor cubano en uno de sus libros más apasionantes y a la vez menos conocidos, El músico que llevo dentro, que venía a ser el compendio de toda una vida vivida entre la literatura y la música, entre el gran escritor que fue y el músico que no llegó a ser. En el momento de su muerte Adolfo Salazar llevaba ya casi dos décadas lejos de su país, y el artículo de Carpentier fue uno de los escasos ecos que ésta despertó en el continente que lo había adoptado. Casi desaparecido en esos últimos años de la escena pública, Adolfo Salazar era un olvidado en México como también lo era desde hacía tiempo en su originaria y desmemoriada España, lo que ha venido a ser por desgracia una constante, a veces irreparable, entre esa comunidad que encarnó lo mejor de la cultura española en las primeras décadas del siglo pasado y que debió continuar su obra, cuando pudo, en el exilio.

Si el madrileño Adolfo Salazar fue alumno de Manuel de Falla y de Maurice Ravel; si entre 1918 y 1936 se encargó de la crítica musical en el diario El Sol y fue el fundador de la Sociedad Nacional de Música, desde la que realizó una importante labor de difusión de la música contemporánea; y si en el exilio fue profesor del Conservatorio Nacional y del Colegio de México, es porque Salazar, como Carpentier, sintió una inclinación por la música que iba más allá de su pasión intelectual, una de esas vocaciones que tienen que ver con la naturaleza y no con la razón, y que en el caso de Salazar pudo plasmarse en la composición de música sinfónica y de cámara, y también de canciones. La dedicación musical de Salazar tenía un doble sentido (triple, si incluimos su actividadd creadora) que hizo de él una rareza en nuestra cultura: por un lado estaba decidido a pensar la música, pero por otro, también, a renovarla. Si hoy le recordamos es por su ingente contribución al estudio de la música en España, de lo que dejó constancia en diversos títulos que conservan plena vigencia: La música moderna (1944), La música en la sociedad europea (1942-1946) y La música en España (1953), obras que constituyen el primer intento sistemático de creación de una verdadera musicología y de una historia de la música en español, ciencias ambas que él elevó a una categoría equiparable a la ya existente en otras lenguas europeas.

La comprensión que Salazar tenía de las estructuras musicales se asienta sobre los tres ámbitos en los que se ha desarrollado la cultura de Occidente: el templo, el teatro y el pueblo. Desde esta perspectiva la historia de la música, la de su evolución y sus logros, es inseparable del contexto social en el que se produce, convirtiéndose en la forma de expresión más genuina de una sociedad, de la manera en que ésta se ve a sí misma, de sus conflictos y de sus aspiraciones. Hay, naturalmente, una fuerte raíz popular en esta visión de la música no sólo como arte sino también como necesidad social, lo que constituye su gran originalidad, y no es extraño que las ideas de Salazar prosperasen en un ambiente musical como el suyo, dominado por la genialidad de Manuel de Falla, y en el que estaba muy presente la poesía, la de la generación del 27 y la de todo ese conglomerado al que José Carlos Mainer llamó con fortuna “La Edad de Plata”. Que dicho período fuera particularmente pujante en la literatura no debe hacernos olvidar que también la música participó de las mismas ansias de modernidad, lo que tendría que haber dado lugar a una renovación del lenguaje musical que se nutriría de las vanguardias europeas, y la cual fue frustrada por la guerra.

El libro Música y cultura en la Edad de Plata, 1915-1939 reúne contribuciones de diversos investigadores, los cuales tomaron parte en el Seminario Internacional Complutense que se celebró hace tres años con motivo del cincuentenario de la muerte de Salazar. La primera sección está dedicada al estudio de los aspectos ideológicos de la Edad de Plata, con especial atención a la llamada “razón poética” que caracterizó el período y en la que desempeñaron un papel fundamental autores como María Zambrano y Gerardo Diego. En la segunda sección se considera la obra de Salazar y de otros intelectuales de su generación que ejercieron la crítica o reflexionaron acerca de la música y de la función de ésta en la sociedad de su tiempo. La creación musical propiamente dicha ocupa la tercera sección.

Hay en este volumen abundantes referencias a ciertos lugares, personas, hechos y experiencias recurrentes que conmovieron a sus protagonistas y que tuvieron un papel principal en el despliegue de la cultura española de la época: la Residencia de Estudiantes, el folclore, la influencia francesa o el cine, por poner unos ejemplos. Y por supuesto la poesía, que se reunió con la música de forma ejemplar en la persona de otro discípulo de Falla: García Lorca. Por sus páginas desfilan Carmen Barradas, Antonio José, Julián Bautista y los hermanos Ernesto y Rodolfo Halffter. Y junto a las historias bien conocidas de los autores que pusieron su nombre a aquella generación, también aparece aquí y allá alguna que otra pequeña historia que sólo estamos empezando a conocer ahora, como es el caso de la de María Teresa Prieto, compositora asturiana, otra transterrada en México que gozó de la protección y la amistad de Carlos Chávez, igual que Salazar; o como la del comandante Gustavo Durán, compositor que puso música a poemas de Alberti, al que la guerra convirtió con sólo treinta años en teniente coronel del XX Cuerpo del Ejército y que más tarde, exiliado en La Habana, se convirtió en amigo íntimo de Ernest Hemingway, quien lo incluyó en Por quién doblan las campanas (de Gustavo Durán existe una moderna biografía a cargo de Javier Juárez: Comandante Durán. Leyenda y tragedia de un intelectual en armas, Debate, 2009).

Entre los perjuicios que la Guerra Civil trajo a España, uno de los mayores es el de la pérdida de una parte no menor de su cultura, una cultura que venía revitalizándose desde unas décadas atrás y que, roto su contacto con el país que le dio origen, sólo pudo dar sus frutos en el exilio. Frutos exóticos a decir verdad que hoy en el mejor de los casos centran la atención de los estudiosos, como sucede con el libro que comentamos, pero que difícilmente podrán ser asimilados por nuestra sociedad actual, para la que esa actividad creativa y crítica resulta ya más que lejana. Lo que no niega, sino todo lo contrario, la utilidad de investigaciones como las presentes, obra de especialistas todos ellos hijos o nietos intelectuales de Adolfo Salazar y de otros que pensaron nuestra música y nuestra cultura. Que la deseada y deseable normalización cultural tras la dictadura no ha tenido lugar lo prueba el hecho lamentable de que gran parte de la música a la que se alude en el libro es totalmente desconocida para nosotros, y está tan ausente de los estudios de grabación como de las salas de concierto. Triste balance, por ahora, para uno de los momentos más brillantes de nuestra historia reciente.

viernes, 9 de septiembre de 2011

DISPARATES / 25


DAMERO MALDITO

El dramaturgo suizo Max Frisch concibió como una comedia su pieza en dos partes Biografía: Un juego, que trata de las vicisitudes del personaje Kürmann, quien, insatisfecho con su existencia, ha reclamado (y obtenido) el privilegio de “volver a empezar”. Kürmann cree saber con certeza lo que habría que cambiar en su vida, y a tal fin dispone de un Registrador, una especie de notario que le va nombrando diversos episodios de su existencia, situaciones en las que, teniendo frente a sí dos o más opciones, eligió con más o menos convencimiento una, siendo tales decisiones (o algunas de ellas) las que ahora Kürmann quisiera cambiar, desdiciéndose de ellas a fin de encauzar su “nueva” existencia en un sentido diferente.

El asunto no era nuevo en la época en que fue tratado por Max Frisch, que escribió la obra en 1967, y de hecho se trata de un argumento que tiene sus raíces en la muy fecunda tradición fáustica: el ser humano, por naturaleza insatisfecho, sueña con reemprender el camino de la vida valiéndose para ello de artes mágicas, a menudo maléficas. En el caso de Biografía: Un juego la potestad que debe obrar la gran transformación no es un mago, ni un demonio, sino pura y simplemente el Teatro. Así lo explicó el propio autor: “La obra se representa en el escenario. El espectador no debe engañarse por ver una localización que es idéntica consigo misma: el escenario. Se representa lo que es posible representar: lo que una vida podría haber sido de haber cambiado. De modo que esto no es una biografía del señor Kürmann, que es banal, sino de sus reacciones ante el hecho de que la biografía se va haciendo con el devenir del tiempo. Este es el tema de la obra: los acontecimientos no se desarrollan en el presente, sino que son un reflejo, como en el juego del ajedrez cuando reconstruimos las jugadas principales de una partida perdida, con la curiosidad de saber cuándo y dónde hubiera podido jugarse de otra forma. La obra no pretende demostrar nada”. Y añadió: “El Teatro permite lo que la realidad no permite: repetir, ensayar, modificar”.

Pese al pretendido tono de comedia, el pesimismo de Max Frisch se impone sobre el personaje y sobre la vida que éste ha convertido en historia, su historia, la cual no reconoce como única posible; y será este pesimismo el que obligue ahora a Kürmann a elegir, en cada encrucijada de su existencia, la misma opción que eligió la primera vez, a reducir su nueva vida a una repetición de la anterior. Pero esto poco importa, ya que lo crucial en la obra de Frisch no es que Kürmann cambie o no su biografía, sino el hecho de que ésta se represente ante él, se escenifique, ofreciéndole la posibilidad de un cambio que él rechaza. Con lo que finalmente tampoco el Teatro servirá para cambiar nada.

Ignoro si Max Frisch conocía el film que Edgar Neville dirigió en 1945 y que tituló muy juiciosamente La vida en un hilo. Imagino que no, entre otras cosas porque durante muchísimos años esta cinta no la ha conocido casi nadie. Aquí se plantea el mismo asunto, pero Neville, hijo vanguardista de la farándula, del sainete, pariente cercano del humorismo de La Codorniz, dio al argumento un giro diferente, desplegándolo como verdadera comedia en la que sí era posible la gran transformación, y permitiendo con ello a la protagonista vivir la vida de la que en primera instancia se privó por un casual y esta vez reparable error. Aquí la entidad que hace posible la reparación es una maga viajera, y la beneficiaria de este “volver a empezar” está encarnada por esa mujer excepcional, difícilmente ubicable en la esclerótica España de postguerra, que fue Conchita Montes.

Esta mujer a la que Neville se unió sentimentalmente tras separarse de su esposa era licenciada en Derecho y había estudiado en Estados Unidos. Cuando el director de La Codorniz, Miguel Mihura, le preguntó si conocía algún pasatiempo original para el semanario que rutinariamente venía insertando el tradicional crucigrama, ella recordó un juego que había resuelto a menudo en su época de estudiante en el Vassar College de Nueva York y que consistía en un doble acróstico, al que llamó Damero Maldito, del que durante algunos años se encargó ella misma y que se convirtió en la primera sección fija de La Codorniz (hoy sigue publicándose en el suplemento de El País). Conchita Montes actuó en gran número de films de éxito de nuestra postguerra, entre ellos Domingo de Carnaval (1945), El último caballo (1950) y El baile (1959), los tres de Neville, y en diversas obras teatrales, la última de las cuales fue La estanquera de Vallecas (1982), de José Luis Alonso de Santos. Su última actuación fue un breve papel en Una mujer bajo la lluvia (1992), de Gerardo Vera.

De La vida en un hilo, además de la presencia de Conchita Montes, sorprende la frescura con que el film traza un retrato nada complaciente de la España contemporánea, retrato cargado de ironía y de sátira social que milagrosamente eludió los escollos de la censura. La mayor parte de la narración transcurre en un tren, y en ella lo real y lo imaginario, lo que es historia y lo que es posible, se mezclan con fluida naturalidad, desembocando en un optimista final en el que lo imaginario, no por obra de la casualidad, sino de la voluntad, se hace real. Un final que no podía estar más lejos del severo pensamiento de Max Frisch, pero que aquí, entre nosotros, y de una manera casi doméstica, resulta tan deseable como creíble. Y con los años, tras haber vuelto a ver el film, se me antoja más digna de crédito esta historia que empieza con la elegante y mundana Conchita Montes en una estación ferroviaria, a punto de subir al tren que la conducirá hasta el corazón de ese damero maldito que es la vida.