viernes, 9 de septiembre de 2011

DISPARATES / 25


DAMERO MALDITO

El dramaturgo suizo Max Frisch concibió como una comedia su pieza en dos partes Biografía: Un juego, que trata de las vicisitudes del personaje Kürmann, quien, insatisfecho con su existencia, ha reclamado (y obtenido) el privilegio de “volver a empezar”. Kürmann cree saber con certeza lo que habría que cambiar en su vida, y a tal fin dispone de un Registrador, una especie de notario que le va nombrando diversos episodios de su existencia, situaciones en las que, teniendo frente a sí dos o más opciones, eligió con más o menos convencimiento una, siendo tales decisiones (o algunas de ellas) las que ahora Kürmann quisiera cambiar, desdiciéndose de ellas a fin de encauzar su “nueva” existencia en un sentido diferente.

El asunto no era nuevo en la época en que fue tratado por Max Frisch, que escribió la obra en 1967, y de hecho se trata de un argumento que tiene sus raíces en la muy fecunda tradición fáustica: el ser humano, por naturaleza insatisfecho, sueña con reemprender el camino de la vida valiéndose para ello de artes mágicas, a menudo maléficas. En el caso de Biografía: Un juego la potestad que debe obrar la gran transformación no es un mago, ni un demonio, sino pura y simplemente el Teatro. Así lo explicó el propio autor: “La obra se representa en el escenario. El espectador no debe engañarse por ver una localización que es idéntica consigo misma: el escenario. Se representa lo que es posible representar: lo que una vida podría haber sido de haber cambiado. De modo que esto no es una biografía del señor Kürmann, que es banal, sino de sus reacciones ante el hecho de que la biografía se va haciendo con el devenir del tiempo. Este es el tema de la obra: los acontecimientos no se desarrollan en el presente, sino que son un reflejo, como en el juego del ajedrez cuando reconstruimos las jugadas principales de una partida perdida, con la curiosidad de saber cuándo y dónde hubiera podido jugarse de otra forma. La obra no pretende demostrar nada”. Y añadió: “El Teatro permite lo que la realidad no permite: repetir, ensayar, modificar”.

Pese al pretendido tono de comedia, el pesimismo de Max Frisch se impone sobre el personaje y sobre la vida que éste ha convertido en historia, su historia, la cual no reconoce como única posible; y será este pesimismo el que obligue ahora a Kürmann a elegir, en cada encrucijada de su existencia, la misma opción que eligió la primera vez, a reducir su nueva vida a una repetición de la anterior. Pero esto poco importa, ya que lo crucial en la obra de Frisch no es que Kürmann cambie o no su biografía, sino el hecho de que ésta se represente ante él, se escenifique, ofreciéndole la posibilidad de un cambio que él rechaza. Con lo que finalmente tampoco el Teatro servirá para cambiar nada.

Ignoro si Max Frisch conocía el film que Edgar Neville dirigió en 1945 y que tituló muy juiciosamente La vida en un hilo. Imagino que no, entre otras cosas porque durante muchísimos años esta cinta no la ha conocido casi nadie. Aquí se plantea el mismo asunto, pero Neville, hijo vanguardista de la farándula, del sainete, pariente cercano del humorismo de La Codorniz, dio al argumento un giro diferente, desplegándolo como verdadera comedia en la que sí era posible la gran transformación, y permitiendo con ello a la protagonista vivir la vida de la que en primera instancia se privó por un casual y esta vez reparable error. Aquí la entidad que hace posible la reparación es una maga viajera, y la beneficiaria de este “volver a empezar” está encarnada por esa mujer excepcional, difícilmente ubicable en la esclerótica España de postguerra, que fue Conchita Montes.

Esta mujer a la que Neville se unió sentimentalmente tras separarse de su esposa era licenciada en Derecho y había estudiado en Estados Unidos. Cuando el director de La Codorniz, Miguel Mihura, le preguntó si conocía algún pasatiempo original para el semanario que rutinariamente venía insertando el tradicional crucigrama, ella recordó un juego que había resuelto a menudo en su época de estudiante en el Vassar College de Nueva York y que consistía en un doble acróstico, al que llamó Damero Maldito, del que durante algunos años se encargó ella misma y que se convirtió en la primera sección fija de La Codorniz (hoy sigue publicándose en el suplemento de El País). Conchita Montes actuó en gran número de films de éxito de nuestra postguerra, entre ellos Domingo de Carnaval (1945), El último caballo (1950) y El baile (1959), los tres de Neville, y en diversas obras teatrales, la última de las cuales fue La estanquera de Vallecas (1982), de José Luis Alonso de Santos. Su última actuación fue un breve papel en Una mujer bajo la lluvia (1992), de Gerardo Vera.

De La vida en un hilo, además de la presencia de Conchita Montes, sorprende la frescura con que el film traza un retrato nada complaciente de la España contemporánea, retrato cargado de ironía y de sátira social que milagrosamente eludió los escollos de la censura. La mayor parte de la narración transcurre en un tren, y en ella lo real y lo imaginario, lo que es historia y lo que es posible, se mezclan con fluida naturalidad, desembocando en un optimista final en el que lo imaginario, no por obra de la casualidad, sino de la voluntad, se hace real. Un final que no podía estar más lejos del severo pensamiento de Max Frisch, pero que aquí, entre nosotros, y de una manera casi doméstica, resulta tan deseable como creíble. Y con los años, tras haber vuelto a ver el film, se me antoja más digna de crédito esta historia que empieza con la elegante y mundana Conchita Montes en una estación ferroviaria, a punto de subir al tren que la conducirá hasta el corazón de ese damero maldito que es la vida.

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