miércoles, 30 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 153

GEORGE AGNEW CHAMBERLAIN: VIAJE A LOS MISTERIOS DEL SUR

Nueva Jersey figura hoy en el mapa de la cultura norteamericana por haber sido el lugar de nacimiento de Bruce Springsteen. La infancia de éste transcurrió junto a la accidentada costa de aquel estado en el que el quince por ciento de la población habla en español, y cuyo sur, que confirió al mismo el nombre de “Garden State”, se parece ya muy poco a lo que era hace cincuenta años. Desde entonces su población se ha duplicado, y la especulación inmobiliaria ha estado lejos de desdeñar la vecindad de esta región de marismas con la norteña Nueva York. En la esquina suroeste, a orillas del río Delaware, se encuentra el condado de Salem, en el que residió muchos años el escritor George Agnew Chamberlain. A él, hijo adoptivo de Nueva Jersey, le separan del legítimo mencionado más arriba un mundo y dos generaciones, suficiente para que hoy su nombre esté casi en el olvido.

El condado de Salem se extiende sobre una superficie algo mayor que la de la comunidad de Madrid, una parte de la cual (noventa y cinco kilómetros cuadrados) está formada por agua. Lo que se llama el “Down Jersey” es un territorio que evoca un sur ya desaparecido, una comarca agreste cruzada por senderos que solían discurrir a orillas de algún cauce fluvial, tierra de pioneros con poco o ningún sentido de comunidad, y de los cuales no es mucho lo que ha podido quedar registrado en el folclore. Hace algunos años el cantante folk Jim Albertson todavía paseaba sus baladas por los modestos festivales del condado, canciones en las que se cuenta la historia de ríos, montañas y personajes de leyenda. Uno de ellos fue Sammy Giberson, quien se jactó en una taberna de ser mejor violinista que el diablo, fanfarronería por la que tendría que responder ante el aludido una noche, cuando, camino de su casa, se internó en un bosque. Este inquietante hábito, el de “desaparecer en los bosques”, viene a ser algo así como la especialidad más notable de los héroes de la región, de la cual participan también los personajes de las novelas de Chamberlain, algunos de los cuales han llegado a ser conocidos entre nosotros (ya que no mediante la literatura, pues sus libros no han sido traducidos) a través del cine. Como residuo de una cultura local se aparece en estos días Chamberlain a los estudiantes de algunos institutos del condado, quienes aprenden entre sus páginas a hacer sus primeros comentarios de texto. Y sin embargo sus libros siguen publicándose en Estados Unidos y en Inglaterra: el último de ellos, aparecido hace sólo unas semanas, es una reedición de The red house.

Chamberlain nació en Brasil en 1879, hijo de una pareja de misioneros de Nueva Jersey. En Princeton estudió Literatura Inglesa y Lenguas Romances, y en 1904 fue enviado como cónsul a Río de Janeiro. Tras hacer un viaje que le llevó a recorrer medio mundo se instaló en el condado de Salem, donde escribiría su obra. En sus inicios redactó ensayos sobre diversos países de la América de habla hispana, especialmente México, así como novelas que se publicaron primeramente como folletín y más tarde en forma de libro. Ya en 1919 sus historias empezaron a ser llevadas a la pantalla, convirtiéndose muy pronto en uno de los autores americanos con una más feliz relación con el cine. En general, puede afirmarse que sus obras más conocidas, y que siguen reeditándose en los países anglosajones, son aquéllas que se beneficiaron de una taquillera adaptación cinematográfica. Chamberlain fue en efecto un autor popular, cuyas novelas pasan por ser ilustración de una forma de vida, la de las regiones rurales de su país, que ya entonces empezaba a estar amenazada por la industrialización y el crecimiento urbanístico. Sus intereses, sin embargo, eran más complejos, y si su obra tiene hoy derecho a pervivir no es por la descripción que hay en ella de una menguante cultura local, sino por ciertos rasgos psicológicos presentes en sus personajes, cuyos dramas interiores resultaron encontrar en esos territorios su ambiente ideal.

Hay, pues, dos carreras en la vida de Chamberlain, y ambas de éxito: la literaria y la cinematográfica, y si a menudo se solapan, sucedió con el tiempo que Chamberlain se convirtió en un autor que escribía indirectamente para el cine. De ello son muestra la comedia Taxi (1919) y el relato White Man (1924), que en la pantalla contó con un jovencito Clark Gable. En 1944 su novela The Phantom Filly fue adaptada con el título de Home in Indiana. Esta novela es una especie de versión sureña de Romeo y Julieta, y describe el romance de un par de jóvenes cuyas familias campesinas están enfrentadas entre sí. A partir de esta adaptación, el actor Lon McCallister pasó a ser un rostro habitual en los films inspirados en novelas de nuestro autor. En otra de esas adaptaciones, de 1948, con el título de Scudda Ho, Scudda Hay, hizo su debut una jovencísima y desconocida Marilyn Monroe. Sin embargo, el mundo rural recreado por las novelas de Chamberlain resultó ser anacrónico en la década de los sesenta, período en el que su popularidad, tanto literaria como cinematográfica, se desvanece. Murió en 1966.

La casa roja fue redactada entre The Phantom Filly y Scudda Ho, Scudda Hay, es decir, en pleno período de fama y éxito de nuestro autor. Para entonces Chamberlain había adquirido un eficaz dominio de sus dotes narrativas, convertido en cronista de un sur acerca del cual también escribieron William Faulkner y Tennessee Williams, si bien hay que advertir que La casa roja no es la novela de un genio, sino la de un eficiente artesano. El acierto de Chamberlain, y su espíritu innovador, residen en la inteligente combinación de color local y de estudio de caracteres, los cuales conducen a situaciones algunas veces líricas y con más frecuencia dramáticas, inscritas en escenarios tan exuberantes y pletóricos de naturaleza como opresivos, cargados de hipocresía moral, temores obsesivos, deseos reprimidos y sentimientos de culpa. Estos idílicos ambientes pueblerinos parecen ser el escenario natural para la propagación de tensiones psicológicas que suelen desembocar en atroces formas de violencia. A su manera, nos hallamos ante una obra de tema social que constituye una dura denuncia de la patriarcal familia sureña, consagrada a la vigilancia y represión de las facultades que en el individuo se dirigen hacia la emancipación, especialmente el sexo.

Un apacible granjero medio inválido y su hermana, ambos solteros, viven en una casa apartada junto a Meg, su hija adoptiva. El narrador nos informa de que el paisaje casi virgen en el que se desenvuelven sus monótonas vidas empieza a ser atravesado por carreteras, signos de moderna civilización que representan otras tantas formas de intromisión en su deseado aislamiento. Así, aquella región “entre la carretera de la costa y la de White Horse Pike ya no es un misterio; demasiadas vías han dejado entrar la luz. No así en los baldíos más al sur, una tierra irregular que se ha resistido a ser desvelada durante cien años”. Los jóvenes que habitan la región compaginan sus estudios con los trabajos en las granjas, lo que explica que continúen asistiendo al instituto de secundaria a una edad en que los jóvenes de ciudad estudian ya en la universidad. El suyo es un horizonte delimitado de antemano, reducido al enclaustramiento de por vida en la granja. Pero he aquí que en la de Meg y sus padres adoptivos se presenta Nath Storm, que viene buscando trabajo y que, como su apellido indica, va a traer la tormenta a la casa.

La que introduce Nat es la tormenta del erotismo, de la que participará inmediatamente la muchacha y que les enfrentará al padre, el cual mostrará mientras tanto su verdadero carácter. La habilidad de Chamberlain para describir el deseo sexual sin mencionarlo le evitó tropezar con la censura, que se encontraba en pleno auge en la época. Por la misma razón el libro pudo convertirse en film que dirigió en 1947 Delmer Daves, siendo protagonizado por Edward G. Robinson en el papel del atormentado padre, el ya mencionado Lon McCallister en el de Nat Storm y Allene Roberts en el de la joven. Hecha con los humildes recursos que son propios de una “serie B”, la película resulta ser un producto atípico de la industria de Hollywood, y una magnífica y a la vez fiel adaptación de la novela.

Su historia transcurre mayormente en los bosques, los cuales son, como es natural, el lugar medio mágico y medio real donde se esconde un secreto. Este bosque es el verdadero protagonista de la novela, cuyo acceso ha sido terminantemente vedado por el padre y al cual se sienten furiosamente atraídos los jóvenes. El bosque es el lugar del deseo y de la vida onírica, donde las reglas sociales quedan provisionalmente abolidas y donde todo encuentro se convierte en una aventura que no es otra que la del conocimiento, la de la iniciación a la vida adulta. Se cuenta aquí con vigor y tensión dramática un rito de paso, el de los jóvenes que deben empezar a ser, para lo que tendrán que superar resistencias externas y temores. Ninguno de ellos, ni siquiera Nat, que antes de conocer a Meg tiene ya una novia, una joven sensual y algo alocada, consigue poner orden en las fuerzas que les empujan, y mucho menos aciertan a guiarse al principio en esos caminos salvajes de los que nadie sabe adónde llevan. En uno de ellos se internará la novia de Nat, guiada por un misterioso personaje. Pues sucede que esos caminos del bosque invitan a desaparecer, pero también a dejarse llevar inefablemente por oscuras geometrías, las cuales hacen posible, hacia la mitad de la novela, un insólito pasaje de extraordinaria intensidad sexual del que forman parte Nat, Meg y la novia de aquél.

Este simbolismo de los bosques, de los cursos de agua que deben salvar los personajes en sus peligrosas andanzas, de las piedras, de la casa roja finalmente descubierta en el centro de la arboleda, apela directamente al subconsciente, y emparenta a Chamberlain con ciertas corrientes literarias que predominaron en Europa en el cambio de siglo, entre el naturalismo y el simbolismo. Un eco de la obra de Maurice Maeterlinck recorre unas veces sutilmente, otras, por el contrario, desbocado, estas páginas en las que una joven pareja de granjeros alcanza por momentos la categoría de leyenda, alzándose hasta la altura de un par de amantes célebres como Pelleas y Melisande. Aquí ellos exploran estos caminos del bosque “que no son cualquier lugar, sino un descubrimiento”, nos dice el narrador, “caminos que se cruzan o se entrelazan o se rompen sin razón en ángulo recto. Caminos que a veces trazan un círculo completo. Caminos borrados que terminan en ninguna parte. Y otros caminos abiertos, sin embargo, que descienden y se abren por sorpresa al borde de un vacío infranqueable”.

Chamberlain nos ofrece en su relato el arquetipo del adulto que carga con una culpa antigua y que ha hecho de su existencia una mera fachada, distante y respetable. Bajo ella se oculta un miedo supersticioso, enterrado en lo profundo del bosque y del que los jóvenes, también sometidos a él, tendrán que liberarse. Muy logrados están igualmente los retratos psicológicos de estos jóvenes, entre los que figuran dos modelos masculinos y otros tantos femeninos. Y no todos saldrán indemnes de este recorrido por los siempre sorprendentes vericuetos de la literatura y de la vida.

Allene Roberts (The red house, 1947)

martes, 22 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 152

W O EL RECUERDO DE LA INFANCIA, DE GEORGES PEREC. VIDA, FRAGMENTO Y METÁFORA

Los libros no empiezan en su página uno ni terminan en su página final. Hay mucho por delante, escrito o no escrito, y también por detrás, en libros sucesivos, tanto propios como ajenos, e incluso después de la muerte del autor, el cual, de todas formas, hace tiempo que ya no es dueño de su obra. Que los libros empiecen y acaben, que incluyan una fotografía, una reseña biográfica, un comentario sobre su contenido, todo esto no son más que convenciones a las que debe atender el editor, cuyo interés comercial es el de poner a la venta un producto. Éste hace bonito en las estanterías, y como se le atribuye la virtud de estar acabado no se nos entrega acompañado de un manual de instrucciones, ni su lectura requiere mayor esfuerzo. Sucede sin embargo que algunos escritores concibieron sus obras siempre inacabadas y conformadas por fragmentos que exigían de sus lectores un montaje ulterior, todo ello mucho antes de Ikea y de la era del “hágalo usted mismo”. Seguramente fue Kafka el primero que otorgó a su literatura lo que podría llamarse la perfección de lo fragmentario. A Kafka le sucedió Georges Perec.

Tal sucesión ocurrió de un modo imprevisto, ya que en principio no mucho parecían tener en común el tuberculoso praguense y el parisino descendiente de una familia polaca. Esa comunidad de intereses y esa sucesión legal (Perec nació doce años después de la muerte de Kafka) se observa inmediatamente cuando el lector profundiza en la obra de ambos. Para empezar, los dos proceden de la judería centroeuropea, lo que ya es algo. Hay un aire de familia en la manera que ambos autores tienen de afrontar la posición del individuo dentro de la sociedad y en especial frente al poder, como también en el gusto que comparten por el juego y los relatos de aventuras, como si un niño zumbón y al mismo tiempo despiadado habitara en ellos. Kafka no dio por acabada ninguna de sus novelas porque sabía que, en rigor, eran inacabables, y porque la aleatoriedad e inconstancia del fragmento no tenían carta de naturaleza en la literatura de su tiempo. También Perec fue escritor de fragmentos, pero en las pocas décadas que hay entre uno y otro la escritura se había abierto a nuevas posibilidades. La vanguardia, que, a diferencia de lo ocurrido en las artes plásticas, tanto tiempo había tardado en llegar a las letras, se abrió camino a través del Ulises y de otras obras aisladas cuyas inclinaciones experimentales acabaron por converger a finales de los años cincuenta en el Nouveau Roman. En el centro de éste se encontró Perec, quien así pudo superar el conflicto insoluble que se le presentó a Kafka. La escritura fragmentaria tuvo que ser aceptada como rasgo peculiar de un arte sin principio ni fin, siendo adoptada y asimilada por una cultura que encontró en ella la expresión exacta de un mundo complejo e inagotable, para cuya ilustración la literatura sólo podía ser una perpetua work in progress. Sus partes dialogan entre sí, saltando de un libro a otro e incluso de un autor a otro, terminando por poner en cuestión otra de las convenciones burguesas del arte: la de la autoría. De ese modo se insertan en las novelas de Perec textos de procedencia diversa, sin aparente relación. A todo ello hay que añadir el atractivo que para este chico travieso tuvo siempre la obra, medio seria y medio bromista, cargada de descripciones minuciosas, de Raymond Roussel, del que ya hemos hablado. Hubo no obstante algo que Kafka y Perec no pudieron compartir, y que se sumó de manera natural a la visión del mundo de éste último: las cámaras de gas.

Los textos de Perec han ido editándose en castellano de manera fragmentaria, como parecía obligado, encontrándose su obra dispersa aquí y allá, a veces en traducciones dudosas, aunque más sorprendente sea que algunos de dichos textos, debidos a uno de los clásicos del siglo pasado, sigan todavía inéditos. Parte de su extensa obra está siendo traducida al euskera por Igela Argitaletxea, y entre los títulos recientemente vertidos al castellano figuran: Tentativa de agotamiento de un lugar parisino (Gustavo Gili, 2012), La cámara oscura (Impedimenta, 2010), El aumento y El arte de abordar a su jefe de servicio para pedirle un aumento (Ediciones La Uña Rota, 2009) y ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio? (Ediciones Alpha Decay, 2009). Uno de estos libros inéditos era W o el recuerdo de la infancia, que ha publicado este año la editorial palentina Menoscuarto.

Si bien en la nómina de obras escritas por Perec existen unas pocas que constituyen referencias a juicio de la crítica (Las cosas, Un hombre que duerme, La vida instrucciones de uso), la misma singularidad de nuestro autor, su desdén hacia toda forma de jerarquía, desdén aplicado también a una literatura que desafía abiertamente los esquemas tradicionales, todo ello hace que sea impropio hablar en su caso de  lo que otras veces llamamos “obra menor”. La mera superficie de esta novela, incluso su tema, podrían inducir al lector a considerar como tal esta W o el recuerdo de la infancia, la cual sin embargo contiene en una dosis suficiente al “todo Perec”, lo que bien puede convertirla en aconsejable introducción al resto de su obra.

El libro desconcierta de entrada al lector no iniciado, pues ya en las primeras páginas advertimos que nos encontramos en realidad no ante uno, sino ante dos libros, o mejor dicho: dos textos fragmentarios que se van encadenando el uno al otro, uno de los cuales aparece en cursiva. Este texto, escrito por Perec a la tierna edad de trece años, cuenta la historia de W, una isla de Tierra del Fuego que en principio se nos aparece asociada a un naufragio y a la desaparición de un niño. En razón de los acontecimientos de la guerra, su protagonista, un desertor del ejército, ha recibido en Alemania una nueva identidad, la cual no ha sido inventada por quienes le han facilitado la documentación, sino que corresponde a la del niño desaparecido en el naufragio aludido, un enfermizo muchacho hijo de una cantante de ópera. Los cadáveres de la tripulación y de los pasajeros del barco (entre ellos la madre) han sido identificados, todos a excepción del niño, el cual, según parece, pudo ser abandonado en tierra antes del naufragio. Un misterioso personaje encomienda al desertor, actualmente engrasador en un taller mecánico, la tarea de viajar a Tierra del Fuego para encontrar al muchacho con el que comparte nombre. Hasta aquí nos hallamos ante una novela de aventuras, la cual de hecho sólo sirve de introducción al cuerpo principal del texto que se nos presenta en cursiva, y que se refiere a las extrañas costumbres, descritas con detalle por el narrador, que reinan en la isla de W.

El segundo texto es autobiográfico, y resulta ser una reconstrucción de la infancia de Perec, reconstrucción que nos conduce hasta el momento en que escribió el relato aludido. Aquí nos habla de sus primeros recuerdos, guiándose a veces por medio de los escasos vestigios que quedaron de sus padres, y de su extensa parentela polaca residente en París, en especial de sus tías, las cuales se ocuparon de él tras la muerte de su padre, “caído por Francia”, momento en el que su madre consideró que el niño se encontraría más seguro en el campo, cerca de Grenoble. En varias ocasiones el relato nos remite a la parisina estación de Lyon, donde el niño Perec se despidió de su joven madre, que se ganaba la vida como peluquera, y que entonces le compró para el viaje, en un convoy de la Cruz Roja, un tebeo titulado Charlot paracaidista. No volvió a verla. Unos meses después fue detenida en París e internada en el campo de concentración de Drancy, desde donde la deportaron a Auschwitz. Como su padre, que antes de ser soldado fue tornero, era una persona sencilla y casi analfabeta. Perec anota acerca de su madre: “Volvió a ver su país natal antes de morir. Murió sin haber comprendido”.

Afirma Perec en este libro que “no tengo recuerdos de infancia”, afirmación a la que contradice el texto aquí laboriosamente redactado y por medio del cual intenta comprender el autor a aquel muchacho de trece años que escribió su fantástico relato sobre la isla de W. Esa afirmación no era cierta, pero quizá la convicción con que la formulaba era el modo en el que el Perec adulto se protegía de su propia historia, de la que no estaba dispensado, y sobre la que había caído brutalmente “otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, que ya había respondido por mí: la guerra, los campos”. Aquel chico estaba habitado por “la blanca ensoñación de Ismael y la paciencia de Bartleby”, convocados por él como sombras tutelares. Precisamente a la iniciación de Perec a la lectura corresponden los últimos recuerdos aquí recogidos, libros de Verne y de Flaubert, pero también las aventuras de Porthos y d’Artagnan, a los que se añadirían enseguida las obras de Roussel, Kafka, Leiris y Queneau. A éste último habría de unirle una complicidad literaria, connivencia o, “todavía más, más allá, un parentesco finalmente reencontrado”. Queneau, fundador en 1960 de OuLiPo, “taller de literatura potencial”, suministró a Perec los materiales matemáticos que encontramos en su obra y que se manifiestan en forma de palíndromos, lipogramas y otros rompecabezas parecidos, de los que algunos figuran en el libro que comentamos. Todo ello, como sucede en el resto de sus obras, sin que tales experimentos que vinculan a nuestro autor con el Colegio de Patafísica, con el surrealismo y con Boris Vian, estorben a la que es la primera y máxima cualidad de su prosa: la transparencia.

Pues ocurre que esos experimentos están tan arraigados en su obra como a la vez fuera de ella, alojados en el libro bajo capas de otros libros que se reescriben cotidianamente, y de cuya reescritura participa el lector sin saberlo. Así es como llega Perec, lector de sí mismo, a esa historia de la isla de W cuyo sentido y relación con la experiencia propia de su joven autor se comprende a medida que avanza la lectura. Se revela allí lentamente el significado de W, lugar en el que toda la sociedad humana está sometida al Deporte, convertido éste en economía, cultura, moral y Ley implacable aunque también imprevisible. Esa sociedad, a la manera de una moderna Esparta, es descrita en este espeluznante relato con la frialdad y la lógica que se desprenden de su divisa olímpica, la cual imparte su doctrina sobre ese imperio del terror en el que “la Victoria es una gracia y no un derecho”. Anota escrupulosamente Perec que esta distopía de pesadilla concebida en la infancia y rescatada a principios de la década de los setenta se hacía realidad en esos días en que la dictadura de Pinochet había tenido a bien convertir algunos islotes de Tierra del Fuego en campos de concentración, dotando así a sus fantasmas de entonces de un último eco.

Y es que, como ya sabemos, los libros siguen escribiéndose mucho después de su punto final, convertidos en algo más que recuerdo o como el propio Perec expresa bellamente al evocar a sus padres en un pasaje de esta extraordinaria novela: “No escribo para decir que no diré nada, no escribo para decir que no tengo nada que decir. Escribo: escribo porque hemos vivido juntos, porque he sido uno entre ellos, sombra entre sus sombras, cuerpo junto a sus cuerpos; escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura: su recuerdo ha muerto en la escritura; la escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida”.

sábado, 19 de julio de 2014

DISPARATES / 115

La llamada “Ley anti-Amazon” aprobada recientemente en Francia expresa la voluntad existente en ese país de mantener con vida a las librerías independientes. ¿Y si esta vez los franceses tuvieran razón?, se pregunta la periodista Pamela Druckerman en un artículo aparecido esta semana en el New York Times.*

La Asamblea Nacional francesa promulgó el 26 de junio pasado una ley que prohíbe el envío gratuito de libros que ya se benefician de un descuento del 5%. Según la Ley Lang de 1981 las novedades editoriales que se venden en Francia tienen un precio único fijado por el editor, el cual debe aparecer impreso en el libro. El vendedor, por su parte, tiene derecho a ofrecer una reducción de hasta el 5%. La sección francesa de Amazon ha respondido a esta medida estableciendo en un céntimo el precio de los gastos de envío a sus clientes.

Druckerman es una escritora y periodista estadounidense residente en París.

COMPRAR UN LIBRO, ¿UN ACTO POLÍTICO?

Pamela Druckerman

Cuando uno se marcha a vivir a Francia lo más molesto de todo es que nunca o casi nunca sabe lo que realmente sucede. Los estadounidenses tenemos tendencia a creer que París es una especie de museo socialista en el que los parisinos se dan por contentos con un cuadrado minúsculo de chocolate y saben atarse el pañuelo a la cabeza a la perfección.

Lo cierto, de hecho, es que los franceses tienen un montón de cosas interesantes que enseñarnos. Comprendí esto cuando me instalé en el que ahora es mi barrio, en el centro de París. Me di cuenta de que había no menos de diez librerías (juro que es cierto) en un pequeño radio alrededor de mi apartamento. De acuerdo, yo vivo en una zona especialmente centrada en los libros. Pero aún así. En lo que se refiere a la economía del libro, ¿los franceses tienen más talento que nosotros?

Un recurso natural

Si me he entretenido contando las librerías es porque acabo de enterarme de que Amazon retrasaba o anulaba la entrega de algunos de sus libros en su lucha comercial a fin de derrotar a Hachette. Esta información me ha hecho reflexionar. En Estados Unidos, donde el 41% de las novedades editoriales se venden a través de Amazon, esta misma multinacional detenta el 65% del mercado de ventas en línea. Para ahorrar unos cuantos dólares y darse el gusto de hacer la compra desde el sofá, hemos vendido un precioso recurso natural –la producción literaria de nuestro país– a un multimillonario de dientes largos con diploma de ingeniero.

Francia, por el contrario, acaba de votar por unanimidad una ley llamada “anti-Amazon”, la cual prohíbe a los vendedores en línea ofrecer el envío gratuito de los libros que ya se benefician de una reducción del 5%. Esta decisión se inscribe en un esfuerzo para preservar la “biblio-diversidad” y ayudar a las librerías independientes a competir con la gran multinacional de la venta en línea. Aquí ninguna librería tiene el poder para hacer presión sobre los editores. Se estima que Amazon solamente posee el 10-12% de la venta de libros nuevos en Francia, y si es cierto que el gigante acapara el 70% del comercio en línea, también lo es que la venta de libros por internet únicamente alcanza aquí el 18%.

Diversidad de la oferta editorial

El secreto de los franceses –impensable en EEUU– es el precio único del libro. Desde 1981 la Ley Lang, que toma su nombre de la entonces ministra de cultura, prohíbe a los minoristas ofrecer más del 5% de descuento a sus clientes en el precio de los libros nuevos. Esto quiere decir que un libro tiene más o menos el mismo precio en cualquier lugar de Francia, incluyendo internet. La Ley Lang tuvo como objetivo garantizar la diversidad editorial, preservando las librerías. Fijar el precio de los libros puede resultar chocante para un americano, pero en el mundo es una práctica común, y por las mismas razones. En Alemania, las tiendas no pueden ofrecer ningún tipo de descuento en la mayoría de los libros. Los países que son mayores vendedores de libros en el mundo garantizan el precio fijo de los libros.

El vínculo entre dicha norma y la (relativa) salud de las librerías independientes es innegable. En el Reino Unido, donde esta regulación fue abandonada en la década de los noventa, apenas quedan mil librerías independientes, y de éstas aproximadamente un tercio se encuentran al borde del colapso, a causa de los descuentos ofrecidos por los grandes centros comerciales o Amazon, descuentos que llegan a ser a veces de hasta el 50%. “Hay que ser masoquista para comprar un best-seller en una librería del Reino Unido”, clama Dougal Thomson, miembro de la Unión Internacional de Editores.

Producto de primera necesidad

Esta ley francesa sobre los libros no obedece sólo a una cuestión económica, sino también a una visión del mundo. Los franceses consideran los libros como un bien cultural en sí mismos. El 62% de los franceses afirman haber leído al menos un libro en el curso del año pasado, y los datos oficiales informan de un promedio de quince libros leídos al año por individuo. Los franceses reconocen tener más confianza en los libros impresos que en otros medios, como los periódicos o la televisión. El Gobierno francés considera al libro como un “bien básico” al mismo nivel que la electricidad, el pan o el agua.

Los franceses no son insoportables pedantes o fetichistas del libro. Ellos quieren valorar una experiencia que compartimos al otro lado del Atlántico. “Cuando vuestro ordenador entrega el alma, lo tiráis a la basura. Sin embargo, se conserva el recuerdo de un libro veinte años después de su lectura. Te dejaste llevar por una historia que no era la tuya. Ella forjó tu identidad. Es sólo más tarde cuando te das cuenta de cómo un libro te ha marcado. Cierto que no guardamos todos los libros, pero también lo es que no se trata de un mercado como los otros. El contenido de tu biblioteca dice mucho acerca de tu personalidad”, explica Vincent Montagne, presidente del Sindicato Nacional de la Edición.

Yo me lo guiso, yo me lo como

Mi biblioteca particular me recuerda que no soy francesa. Y como me encanta pasear por las librerías a la luz íntima de mi barrio, aquí compro de todo, también los regalos de última hora para los cumpleaños de los niños. Las librerías en línea son una bendición para nosotros, los exiliados. Como la mayoría de las personas que se irrita por la hegemonía mundial de Amazon, yo quiero hacer el pastel y también comérmelo: poder comprar lo que quiera en línea pero igualmente tener el placer de pasear por una librería.

Y no quiero que comprar un libro se convierta en un acto político. A los franceses les gusta que sus compras se las lleven a casa y tienen fácil introducirse en el libro electrónico, el cual pese a todo representa únicamente el 3% del mercado del libro. De hecho, no obstante sus viejas librerías, los franceses tienen una actitud típicamente americana: quieren tener la opción de elegir (lo que ellos llaman “un equilibrio”). Y, contrariamente a nosotros, puede que vayan a tener éxito.
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martes, 15 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 151

HEIL HITLER, EL CERDO ESTÁ MUERTO, DE RUDOLPH HERZOG. UNA CRÓNICA HUMORÍSTICA DEL NAZISMO

En una imaginaria historia cómica del mundo debería haber un capítulo dedicado a esa clase de humor que es producto “de la melancolía de un espíritu que llega a divertirse con aquello mismo que lo entristece”, según escribió Jean Paul. De humor y tristezas sabía algo este autor “bajado de la luna”, como decía Schiller, que perdió el favor del público cuando escribió sus mejores novelas, entre ellas Titán. Esa ironía suya nacida de la melancolía armonizaba bien con el humor popular que convierte a los poderosos en fantoches y que, en lo que se refiere a Alemania, había recibido su partida de bautismo con el Simplicius Simplicissimus de Grimmelshausen, libro satírico y sanchopancesco que sirve de ilustración al carácter más secreto de lo alemán. Esta pequeña historia humorística desembocaría en otro personaje, como Simplicius, reclutado a la fuerza: el valeroso Švejk, cuyo apellido checo apenas oculta su ascendencia germánica. En virtud de ellos, y de la accidentada historia del país y la cultura que los nutrió, el humor alemán ha resultado ser siempre pariente cercano de la guerra.

Del humor popular durante el Tercer Reich teníamos noticia a través de los documentos del gueto de Varsovia que fueron conservados por Emanuel Ringelblum, pero faltaba una visión más amplia referida a la propia Alemania. Rudolph Herzog se puso a la tarea hace unos años, y de ello fue resultado un documental que se estrenó en 2006 en la televisión alemana. Como prolongación de este trabajo que en su momento obtuvo gran éxito nos llega ahora el libro Heil Hitler, el cerdo está muerto, que ha publicado entre nosotros la editorial Capitán Swing.

Rudolph Herzog es uno de esos hijos de una celebridad que va consiguiendo poner en pie una obra personal alejada de la sombra del padre. Nacido en 1973, es autor de documentales que se han convertido en libros y a la inversa, y escribió para su padre los guiones de El diamante blanco (2004) y Happy people: A year in the Taiga (2010). Es autor de los documentales Amundsen, perdido en el Ártico (2010) y El agente (2013). Su segundo libro, Una historia corta de la locura nuclear, se publicó el año pasado, habiéndose estrenado hace poco más de un mes su adaptación televisiva.

Heil Hitler, el cerdo está muerto es más que una antología del humor del Tercer Reich, y consigue ser de hecho una historia cómica de los doce años del nacionalsocialismo en el poder, desde 1933 hasta 1945. La presente recopilación reúne información de tres fuentes: el chiste, el cabaret y la prensa escrita, a las que habría que añadir dos apéndices: las emisiones de radio efectuadas para Alemania por la BBC durante los años de guerra y, lógicamente, tratándose del hijo de Werner Herzog, el cine.

La mayor parte de estas páginas se refiere a los chistes que se contaban durante el Reich, lo que sirve para darnos una idea aproximada del humor del pueblo alemán bajo el nazismo y de su evolución en la vida cotidiana. Herzog, con acierto, nos avisa de entrada que entre los chistes aquí recogidos apenas encontraremos signos de resistencia política al gobierno nazi, y ello por varias razones. En primer lugar por el carácter volátil del género, que por definición y por naturaleza pertenece enteramente a la tradición oral, lo que invita a pensar que de muchas de las mejores bromas de la época, que nunca fueron escritas, no han quedado testigos para contarlas; en segundo lugar por un factor tan persuasivo como difícil de evaluar desde nuestra perspectiva: el miedo; y en tercer lugar porque realmente, por mucho que nos guste creer lo contrario, durante la mayor parte del período, y virtualmente hasta las primeras grandes derrotas militares en el frente del Este, la inmensa mayoría de los alemanes simpatizó con la causa de Hitler y su Partido. Ello explica que a menudo se advierta en estos chistes no tanto una crítica o una repulsa como la búsqueda de un efecto psicológicamente estabilizador, a la manera de una válvula de escape destinada a aliviar tensiones y en la que a menudo puede apreciarse con respecto a los mandamases nazis la clase de actitud afectuosa que cabe esperar en una relación filial. Indicio del modo en que el Estado y el Partido se habían apropiado de las vidas de las personas es el siguiente chiste, presentado bajo un envoltorio inofensivo:

“Mi padre es de las SA, mi hermano mayor está en las SS, mi hermano pequeño en las Juventudes Hitlerianas, mi madre en la Liga de Mujeres Nacionalsocialistas, y yo estoy en la Liga de Muchachas Alemanas.” “Vaya, ¿y con todo ese lío os veis alguna vez?” “Oh, sí. ¡Nos vemos todos los años en el Congreso del Partido en Núremberg!”

Cabe añadir que el humor “ario”, a excepción de los dos últimos años de guerra, es o a nosotros se nos antoja rancio y hasta ñoño, sensaciones ambas que son igualmente aplicables a su literatura y a su cine, lo que no puede obedecer sino a la acción continuada de un gigantesco aparato de educación, de propaganda y de doctrina que aisló a los alemanes, como cobayas en un laboratorio, del mundo y de la Historia. A decir verdad, en lo que se refiere al chiste encontramos más humanos y próximos a los pompeyanos que escribieron los suyos en las paredes de sus casas.

Muy otra es la empatía que todavía producen los chistes judíos. Estos empezaron a florecer a medida que se aprobaban nuevas y cada vez más duras leyes antisemitas, y su contenido, caracterizado casi siempre por un humor que oscila entre el negro y el negrísimo, acabó por contagiarse al espíritu de la población no judía, sobre todo desde el momento en que empezaron a acechar la derrota, los bombardeos y el hambre. Es plausible, como afirma Herzog, que estos chistes fueran “un antídoto contra el horror” en el que se había convertido la vida bajo el Reich, un horror que los judíos, a diferencia de los “arios”, se atrevieron a mirar de frente, con independencia de que también ellos lo asumieran con la resignación con que se contempla una catástrofe a la que se atribuye el carácter de inevitable. He aquí un ejemplo:

Durante la época nazi, una aldea judía del Este sufre ataques, pogromos y ejecuciones cada vez más terribles. Uno va al pueblo de al lado y lo cuenta. Entonces le preguntan: “¿Y qué es lo que habéis hecho?” Contesta: “La última vez no sólo hemos rezado 75 salmos, sino los 150 completos. Y hemos ayunado como en el Día de la Expiación”. “Eso está bien”, le contestan, “uno no puede aguantarlo todo, hay que defenderse”.

Un capítulo menor dentro de su libro es el que Herzog dedica al humor antisemita, presente en el cine y en la prensa, sobre todo en publicaciones como Der Stürmer, el periódico de Julius Streicher, donde se repetían a diario las consabidas difamaciones y los clichés raciales aplicados a los judíos, en especial en lo relativo a la supuesta obsesión de estos por deshonrar a las muchachas “arias”. A este respecto, es notable el modo en que la UFA dejó caer aquí y allá mensajes antisemitas en sus intrascendentes y cursis comedias de la época, a menudo sirviéndose de actores judíos que habían sido estrellas de la pantalla durante la República de Weimar y de los que la mayoría, tras ser apartados de la industria del cine, acabó pereciendo en campos de concentración. Tales fueron los casos de Fritz Grünbaum y Kurt Gerron, hombres del teatro, el cabaret y el cine que murieron respectivamente en los campos de Dachau y Auschwitz.

Tampoco del cabaret, que poseía gran tradición en Alemania y Austria, han llegado muchas huellas hasta nosotros, y las que nos han llegado lo han hecho en general mutiladas. En realidad, uno de los datos que se desprenden del libro de Herzog es que los dirigentes nazis, severos maestros de la planificación de todos los aspectos de la vida, carecían en cambio de un plan sistemático que pudiera acomodarse al humor. Así se explica que en los primeros meses del gobierno nacionalsocialista existiera aún una cierta tolerancia hacia los cómicos, la cual fue sustituida paulatinamente por una cada vez más férrea aplicación de la censura. Todavía durante algún tiempo los artistas fueron capaces de sustituir con mímica y otros recursos los textos prohibidos, antes de que los cabarets fueran clausurados y entregados a actores adictos al régimen. Hasta que se produjo la Anexión de Austria, algunos de ellos pudieron proseguir su carrera en Viena, y unos pocos acabarían mostrando su arte en Suiza. Entre estos últimos figuraban Walter Lesch y Erika Mann. El primero de ellos fundó en Zúrich el cabaret Cornichon, que los fascistas suizos trataron de cerrar por todos los medios y que mereció varias notas de protesta del ministro Ribbentrop. Dicho establecimiento, escribe Herzog, “se convirtió en una pista de aterrizaje para el devastado cabaret alemán, que aquí podía derramar su mofa y su sarcasmo”. Una de sus canciones de mayor éxito, dedicada al imperio de Nacedonia (Alemania) dice:

“Él tiene la culpa de todo. / En Nacedonia, en Nacedonia, / donde los tatara-arios moran, / en el imperio de los mil años, / de las parejas de origen ario, / un enorme y fuerte guía / cuida la sangre, el queso y la mantequilla”.

El otro gran cabaret de Zúrich fue el fundado en 1933 por Klaus Mann y su hermana Erika: el Pfeffermühle. De su hermana dijo Klaus Mann: “Erika era la presentadora, la directora, la organizadora. Erika cantaba, actuaba, contrataba, inspiraba; en pocas palabras, era el alma de todo aquello”. Y Erika cantaba en el Pfeffermühle el cuplé del Príncipe del País de las Mentiras, que decía así:

“Soy el Príncipe del País de las Mentiras, / miento cuando digo que los robles se tronchan. / Ay, Dios mío, cómo se mentir, / supero a todos los mentirosos.”

Sin embargo, según contaron algunos sobrevivientes, el mejor cabaret alemán de la época fue Das Karussell, que no se encontraba en Alemania ni en Suiza, sino en la República Checa, en el campo de Theresienstadt, donde fue internado su fundador, el mencionado Kurt Gerron, antes de ser enviado a las cámaras de gas de Auschwitz. Allí la compañía de Gerron actuó con frecuencia para los prisioneros y los vigilantes del campo, y narra Herzog cómo un día la representación debió hacerse en una sala atestada de cadáveres. Irónicamente, en dicho campo Gerron se vio obligado a participar en la filmación de un aberrante film de propaganda, Theresienstadt, un documental sobre el reasentamiento judío, que quedó inconcluso.

El libro de Herzog narra algunos casos de alemanes que fueron juzgados, y a veces ejecutados, después de que se les denunciara por el delito de haber contado un chiste, o por escuchar emisoras de radio extranjeras. Ello no impidió que un programa satírico de la BBC en alemán, dirigido e interpretado por actores en el exilio, obtuviera un éxito fulgurante, ni que sus emisiones constituyeran uno de los escasos consuelos que les quedaban a los alemanes en los últimos años de guerra. Igualmente describe Herzog dos accidentados rodajes que sí llegaron a culminarse: los de El gran dictador y Ser o no ser, films que no dejaron de ocasionar conflictos a sus autores, y que en el caso del segundo motivaron una carta de Ernst Lubitsch en defensa de su obra que se publicó en un periódico de Filadelfia. El argumento principal de dicha carta, “que puede moverse a la risa con seriedad”, es aplicable también a este divertido y triste libro del que es obligado citar a su traductora, Begoña Llovet, sin cuyas anotaciones a pie de página sería imposible para el lector español comprender las alusiones indirectas y los juegos de palabras que pululan por los textos aquí reproducidos, a los que se añaden algunas páginas con ilustraciones de la época.

martes, 8 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 150

BOHUMIL HRABAL: LA DESMITIFICACIÓN DEL HÉROE

El pasado marzo se cumplieron cien años del nacimiento de Bohumil Hrabal.* Acerca de este autor venido al mundo en Brno el mismo año en que se iniciaba la Gran Guerra, escribió Claudio Magris que “opuso a la tiranía y planificación de la existencia la fuga de la fantasía”, una fuga radical que a nuestro autor le llevó a ser el cronista de la “Praga de oro”. Esta vieja Praga ya había sido inventada por la literatura anterior, habiendo adquirido su identidad por medio de un fúnebre humorismo, además de por la afición a lo fantástico y lo grotesco, todo lo cual vendría a constituir una corriente que se inició en Kafka y cuyos descendientes fueron Hrabal y ese otro maestro de la narrativa checa que fue Ladislav Fuks.

“La obra de Hrabal encarna poderosamente ese vigor locuaz y vagabundo de la literatura praguense, la cual tiene por objeto obsesivo su propia tradición”, escribió Magris, él mismo gran divulgador en nuestras lenguas latinas de esta fecunda tradición literaria que fue creada a orillas del Moldava a lo largo del siglo XX. Dicha corriente fluvial y narrativa, de la que también formaron parte Gustav Meyrink, el ya mencionado aquí Alfred Kubin, y Jaroslav Hašek, apela al lector para seducirle con “el gusto provocativo de la gracia y la fanfarronería, el sentimiento fugitivo de la irrealidad cotidiana”. En la desmesura de la alegría de vivir, en los decorados y situaciones surrealistas, en el manierismo de una Praga moldeada por los estereotipos literarios, en el abuso de lo grotesco y de los fuegos artificiales, y, en suma, “en la inclinación por la extravagancia”, detectaba Magris los límites de la narrativa de Hrabal, abandonada en ocasiones “al capricho de la diversión y de la fantasmagoría de lo excéntrico”. Hrabal no contradijo esta opinión. Muy al contrario la cultivó, extendiéndola hasta su persona, que fue convertida con frecuencia en el tema principal de sus obras, y haciendo que la épica disparatada de sus personajes alcanzara al propio Hrabal. En su producción, sin embargo, hay algo más que el mito del que quiso envolverse a sí mismo.

El de Hrabal fue un tiempo difícil de vivir y comprender, tiempo que abarca dos guerras mundiales, un intento autónomo de construcción del socialismo que aplastaron los tanques en la Primavera de Praga, la caída de la URSS y la división de Checoslovaquia, ya al final de su vida. Ciertamente el jolgorio y la extravagancia dan el tono a la mirada que Hrabal dirige a ese tiempo tan necesitado de humor, un humor guasón del que ya participaba el valeroso e inolvidable soldado Švejk y que a Hrabal, en la novela Bodas en casa, le permite presentarse a sí mismo escribiendo su interminable primera novela encaramado a los tejados de su casa en Libeň, en “el Muelle de la Eternidad”, y haciéndolo torrencialmente, de un modo que no nos cuesta imaginar, olvidando las comas, los acentos y los sombreritos de la lengua checa. En la misma novela, narrada en primera persona por su mujer, aparecen también algunos de sus amigos, entre ellos el poeta y músico Karel Marysko, así como Vladimír Boudník, artista gráfico y creador del “explosionismo”, a quien se debe el desarrollo de toda una gama de técnicas innovadoras en el campo del grabado. Pues bien, no es extraño que muchas de las escenas que Hrabal comparte con estos personajes terminen por convertirse en auténticas performances ni que muchas de ellas, descritas con una precisión que es signo distintivo de su obra, adquieran la forma de aquellos happenings que hacían furor en la época de las últimas vanguardias, en los años sesenta y setenta. Un toque de esa vanguardia, dicho sea de paso, está presente en la relación que los personajes establecen con los objetos en todas sus novelas: objetos casi siempre molestos, misteriosos, cuya razón para existir y encontrarse en medio del camino parece obedecer a algo más que su simple sentido utilitario.

En Yo serví al rey de Inglaterra la humillación de la que es víctima el camarero protagonista, el cual ha dejado caer el contenido de su bandeja sobre una cliente que además resulta ser su novia, se salda con un happening en el que ella, la novia, vierte sobre su cuerpo solemnemente todo lo que encuentra en el comedor, a fin de avergonzar al maître que ha reprendido a su novio. Este tipo de situaciones recurrentes, dotadas de una variada escenografía, son las que en Hrabal manifiestan el paso de la realidad convencional a un nuevo ámbito en el que prevalece lo disparatado, y por tanto la risa, pero una risa que es deudora de la de los grandes cómicos del cine mudo y en la que hay siempre un rasgo patético o conmovedor. Risa tragicómica, pues, que suele constituir un ejercicio de solidaridad con el débil frente a una autoridad tan indiscutible como, de pronto, ridiculizada.

Esta virtud visual de la prosa de Hrabal, inscrita por lo demás en una fraseología en apariencia descuidada y a veces vehemente, es sin duda la que ha facilitado la adaptación de varios de sus relatos al lenguaje cinematográfico, de lo que son prueba Trenes rigurosamente vigilados (1966) y Yo serví al rey de Inglaterra (2006), films dirigidos por Jirí Menzel.

Ese jolgorio del que hablábamos, y el ambiente tabernario que le corresponde, pues no pocas de las historias que componen las obras de Hrabal parecen llegar hasta nosotros desde lo profundo de una taberna en la que se transmiten leyendas en forma de relato oral, no impiden que sus narraciones estén magníficamente estructuradas, lo que contradice el mito, alimentado por el propio autor, de su desorden literario. Pero no es esta la única desmitificación a la que asistimos cuando profundizamos en las historias de Hrabal y en la manera en que nos las cuenta.

Y es que este maestro del gag literario no elude ninguno de los llamados grandes temas de la vida, todos ellos observados, narrados y a menudo satirizados por su propia experiencia. Así, es constante la alusión al desgarro producido por la segunda guerra mundial, un desgarro especialmente trágico en su tierra, en la que tradicionalmente habían convivido las comunidades alemana y eslava. No son pocos, en los relatos de Hrabal que se remontan a la postguerra, los personajes de ascendencia alemana que siguen convencidos “de que Hitler tenía razón”, lo que les convertía en virtualmente inadaptables a la nueva república. Hrabal conocía muy bien este trauma étnico y político, pues personajes así los había en la familia de su esposa, ella misma de origen alemán. Igualmente, los acontecimientos de la capital checa en la primavera de 1968 también están presentes en sus páginas, lo que da pie, en Bodas en casa, a una escena vivida personalmente por Hrabal, para entonces ya un autor reconocido en su país, y que en esos días había recibido la visita de otro huésped con un creciente prestigio literario: Heinrich Böll.

Mención aparte merece el último capítulo de Yo serví al rey de Inglaterra, novela humorística que cuenta las andanzas de un camarero que sueña con el ascenso social y con la posesión de un hotel de lujo. Después de muchas aventuras, incluyendo un tiempo de servicio en un hotel regido por las SS dedicado a la Lebensborn, un programa de apareamiento selectivo para la cría de ejemplares de la raza aria, el camarero logra hacer realidad su sueño, y convertido en pequeño magnate hotelero es enviado a un campo de reeducación, donde, acabada la guerra, convive con otros propietarios cuyas posesiones han sido confiscadas por la nueva república. A su salida del campo, el personaje es reenviado a un lugar remoto como peón caminero, de lo que resulta una transformación espiritual que hará del ex camarero y ex magnate de la hostelería una especie de nuevo Robinson preocupado por la ecología y por el retorno a unas pautas de vida sencillas, ajenas a los ilusorios atractivos del progreso. Únicamente este capítulo bastaría para situar a Hrabal a la cabeza de los autores de su tiempo, y ello en un contexto a años luz del cliché que él mismo contribuyó a crearse como autor festivo y estrafalario. A esa vena trascendente, en cierto modo, pertenece Caín, relato de 1949 incluido en el volumen Leyendas y romances de ciego que viene a ser un tratado acerca del suicidio.

Como autor, pues, Hrabal se superó a sí mismo. Poseía de hecho una variedad de registros y de argumentos que acaso se fueron reduciendo con el tiempo, en beneficio de la imagen que sus muchos lectores de dentro y de fuera de la República Checa tenían de él. La literatura, según escribió en alguna ocasión, era precisamente su forma de defenderse del suicidio, como también lo eran el agua, el fuego y la bebida, esa bebida de la que abusó tanto como de su forma grotesca de ver el mundo, la cual se forjó en sus primeros tiempos, cuando fue agente de seguros, ferroviario y obrero de una acería, trabajos que abandonó para dedicarse, tardíamente, a la escritura. “Estoy tan contento de vivir, de existir, que enseguida que veo algo bonito, me caso con ello, me enamoro no sólo de las personas, sino también de las cosas, del trabajo, ¡uf!, ¡cuánta alegría me ha proporcionado cada trabajo que he hecho a lo largo de mi vida!”, escribió. Pero, a la vez que disfrutaba de un modo pantagruélico de la vida, a este parlanchín “le encantaba”, según afirmó, “estar donde no debía estar, perderse en sus ensueños, que era su otra manera de estar en otra parte”.

A su propio estilo se refirió Hrabal alguna vez como una “lectura en diagonal”, y en otra ocasión lo definió como el “estilo Leica”, pues “me esfuerzo en captar a las personas en los momentos cumbre de sus situaciones narrativas”, igual que hacen los fotógrafos con sus instantáneas. Ese estilo, como suele suceder con los grandes narradores, es inconfundible no obstante estar compuesto de una multiplicidad de voces y relatos colectivos, oídos y vividos en la “Praga de oro” y allí donde, como decía el camarero que no sirvió al rey de Inglaterra, sino al de Abisinia, “lo increíble se volvía realidad”.

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* En el Matadero de Madrid puede verse hasta septiembre la exposición Bohumil Hrabal, 1914-1997. Los frutos amargos del jardín de las delicias, organizada por la Casa del Lector y el Centro Checo de Madrid.

martes, 1 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 149

DE RET MARUT A B. TRAVEN. EL HOMBRE Y SUS MÁSCARAS

En México D.F., casi en el límite meridional del distrito Benito Juárez, lindante con el tradicional barrio de Coyoacán, donde se encuentran los museos de León Trotsky y Frida Kahlo, existe una pequeña calle llamada Bruno Traven. Es una calle arbolada, tranquila y con escaso tráfico, diríase una isla de paz en medio de la ciudad demente. Hay una tienda de hamburguesas y baguettes, un par de bares y un supermercado, y parecería la calle principal de un modesto pueblecito si no fuera por las marañas de cables que sobrevuelan la calzada, signo aéreo de la megalópolis que la rodea. Hay abundantes rejas y alambradas, y más alambre de espino en los accesos privados, a ambos lados de la calle, pues hay que resguardar la propiedad.

Del actor llamado Ret Marut existe una primera noticia en un almanaque de teatro de 1908. Por éste sabemos que era actor del Stadt Theater de Essen. Aquel año, y el siguiente, fue director y actor en varios teatros de Turingia y Sajonia, encuadrado en la compañía de Hansen-Eng. Trasladado a Berlín junto a la actriz Elfriede Zielke, ambos fundan la compañía “Neue Bühne”, que actuó en muchos teatros pequeños de Prusia Oriental. Sucesivos documentos le sitúan en Danzig y Düsseldorf, en cuyo registro aparece como ciudadano inglés nacido en San Francisco; y por fin en Munich, donde la pista del actor Ret Marut se pierde.

Por aquellos años, los de la Gran Guerra, un joven escritor llamado Richard Mauruth publicó en Munich el relato An das Fräulein von S. Este Mauruth era ciudadano de Estados Unidos y estudiante de filosofía, y al parecer mantenía en la capital de Baviera una relación con la actriz Irene Mermet, que había estudiado artes escénicas en Düsseldorf.

En 1917 vuelve a aparecer Ret Marut, pero no como actor, sino como editor único y director de la revista Der Ziegelbrenner (El ladrillero). La revista se sigue publicando en medio de la terrible confusión del final de la guerra, mientras los príncipes alemanes abdican en serie y, en un solo día (el 9 de noviembre de 1918), se proclaman con una diferencia de menos de tres horas dos repúblicas, auspiciadas una por los socialdemócratas, en Weimar, y otra, por la Liga Espartaquista, en Berlín. A mediados de diciembre Marut escribe en su revista: “La Revolución mundial está comenzando”.

En abril del año siguiente se proclama en Munich una República separatista, la de los Consejos de Baviera, en cuyo gobierno figura Marut como encargado de la prensa. Tras la caída de la república es arrestado, pero logra escapar y, clandestinamente, se instala en Berlín. El ex actor está acusado de “alta traición”, y su nombre aparece en la lista de delincuentes más buscados, lo que no impide que por medios desconocidos la revista Der Ziegelbrenner siga distribuyéndose. En diciembre de 1921 se publica el número trece, que será el último, en el que Marut escribe: “¡No, loros insensatos! ¡Abolición de la propiedad privada del último pantalón! ¿Saber es poder? No. ¡La acción es poder! ¿Saber hace libre? No. ¡La acción hace libre!” Cuando llega el verano de 1923 el fugitivo se encuentra en Londres, y tres meses después es detenido y encarcelado por no haber cumplido con el registro obligatorio de extranjeros. A principios del año siguiente se embarca hacia México, adonde llegará en junio o julio. Allí alquila una casa (en Tampico) y anota en su diario que “el bávaro de Munich ha muerto”. Son las últimas noticias de Ret Marut, y también de Richard Mauruth.

Es poco lo que el lector en castellano puede leer de él, o de ellos, pero ese poco tiene algo más que el valor de ser testimonio de una época. Hace ya unos cuantos años la editorial Alikornio publicó un volumen titulado En el Estado más libre del mundo, el cual reúne algunos de los artículos aparecidos en Der Ziegelbrenner. Por ellos podemos hacernos una idea de cuál era el pensamiento de Marut en los primeros años de la República de Weimar, el “Estado más libre del mundo”, como lo calificó su presidente socialdemócrata. Se trata de un ideario notoriamente anarquista que no excluye otras simpatías, en especial con el marxismo, con el que sin embargo choca a menudo en lo relativo a la economía. Frente a la tesis “de los fariseos y de la clerigalla socialista” de que la implantación del socialismo requiere un creciente desarrollo de la economía, Marut describe “lo que quiero hacer con plena conciencia y en el puro conocimiento de la necesidad: arruinar completamente la economía quebrantada, quitarle para siempre toda posibilidad de levantarse. No debería quedar a la humanidad”, añade, “ni el más débil recuerdo de la próspera vida económica”. Afirmación ésta a la que el autor sería fiel y que curiosamente lo convierte en adelantado de las ideas actuales acerca de la necesidad del decrecimiento. “¿Nos ha hecho felices la tan próspera vida económica? ¿Acaso nos ha hecho más felices de lo que era la humanidad antes de saber algo de la próspera vida económica? ¿Cuántas personas ansiosas de la luz del sol deben estar prisioneras en las fábricas, sacrificar sus miembros y sus pulmones? Cuanto más rápidamente se arruine nuestra próspera vida económica, cuanto más despiadadamente sea destruido el mínimo resto de la industria, más pronto los hombres tendrán suficiente de comer y antes poseerán la pequeña porción de felicidad a la que cada persona tiene derecho”. A ello añade Marut una profética observación en torno al por entonces naciente consumismo: “Te lo repito: es mejor que se queme tu dinero a que tu jefe se enriquezca con él porque compras sus mercancías”. El otro gran objetivo de su crítica es naturalmente “el fantasma del Estado”, con su capacidad para establecer fronteras y deberes, limitadores todos ellos de la libertad del individuo, quien, frente a la burocracia, está llamado a desplegar sus artes para el escapismo y el enmascaramiento. También éste, como veremos, será un tema recurrente en la obra futura de nuestro autor.

Los siguientes datos biográficos de que disponemos nos llevan a mayo de 1925, fecha en la que el periódico socialdemócrata de Berlín Vorwärts publicó un relato firmado por un tal B. Traven, el cual lo había enviado desde México. Al relato siguió una novela: Los pizcadores de algodón. En octubre del mismo año el editor Ernst Prenczang confirma por carta la recepción de La nave de los muertos. Y en 1926, mientras el escritor B. Traven redacta El tesoro de Sierra Madre, un fotógrafo de nombre Torsvan se suma a una expedición arqueológica que tiene como destino Chiapas, en el sur de México. Una vez allí, el fotógrafo se separa del equipo, y recorre en solitario aquellos parajes selváticos durante varios meses, a los cuales volverá a menudo, fascinado por la naturaleza virgen y por sus habitantes indígenas.

El tesoro de Sierra Madre se publica en Alemania en 1927, y ese mismo año el también escritor y ex miembro del gobierno de la República de Consejos de Baviera Eric Mühsam se pregunta en su revista Fanal: “¿Dónde está el ladrillero?”

Traven toma clases de español, maya y náhuatl, y también de literatura latinoamericana e historia mexicana en la Universidad Autónoma de México. Torsvan vuelve a viajar siempre que puede a Chiapas y se familiariza con las costumbres de los indios lacandones, a los que también admira Traven. A partir de entonces muchos de sus libros estarán ambientados en esta región fronteriza entre México y Guatemala.

En el verano de 1930, un ingeniero estadounidense llamado Traven Torsvan, tras recibir sus credenciales, se instala en una casita a las afueras de Acapulco. Mientras B. Traven sigue escribiendo y viajando por el sur de México, algunos de sus libros son ilustrados por el fotógrafo Torsvan.

En mayo de 1933 las oficinas de la editorial alemana de B. Traven fueron ocupadas por la policía, y el autor tuvo que transferir los derechos sobre sus obras a la filial que la editorial poseía en Zurich. En esas fechas algunos de sus libros empiezan a traducirse al inglés, y producto de ello será el interés de Warner Brothers por los derechos de El tesoro de Sierra Madre, que el estudio adquirirá finalmente en 1941. Para entonces, aunque el autor de éxito llamado B. Traven es un absoluto misterio para el mundo, su persona no pasa inadvertida para los círculos intelectuales y artísticos de México, cuya cultura protagonizaba en esos años una edad de oro. Así, traba amistad con Frida Kahlo, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y Esperanza López Mateos, hermana de quien más tarde sería presidente mexicano y su primera traductora al español.

Terminada la guerra, el apoderado de Traven, un hombre llamado Hal Croves, fue la persona elegida para tratar con las gentes de Hollywood de la adaptación de El tesoro de Sierra Madre, cuyo rodaje se inicia en 1947. Con la participación del apoderado, el cual actúa como intermediario entre John Huston y el autor, la película se rueda en Durango y Tampico, y se cuenta que no sólo el director recibió las instrucciones del apoderado, sino que también Humphrey Bogart supo por él que debía actuar “como si le estuviese devorando un regimiento de hormigas carnívoras”. El film mereció tres óscars, pero no el de la mejor película, que se llevó Sir Laurence Olivier por su adaptación de Hamlet.

La fama persigue desde ese momento a Traven, y en 1948 una revista mexicana afirma que un posadero de Acapulco, Berick Traven Torsvan, es en realidad B. Traven, lo que él desmiente. En 1953, habiendo recibido ya la nacionalidad mexicana, cede los derechos para el cine de su obra La rebelión de los colgados, que en su versión teatral ya había obtenido un gran éxito. El guión de la película lo firma su apoderado, Hal Croves, siendo estrenada al año siguiente en el Festival de Venecia. Poco más tarde Croves se casa en San Antonio (Texas) con Rosa Elena Luján, segunda traductora al español de las obras de Traven. El mismo Croves será el guionista de otra adaptación para el cine: Macario, que se estrenó en 1960. Durante el rodaje de esta película Traven hizo uno de sus escasos viajes fuera de México, motivado por razones de salud. En Berlín, en efecto, le operaron de una sordera que le venía aquejando. Pocos días después se estrenaba en Hamburgo La nave de los muertos, acto al que asistieron el señor y la señora Croves.

El de Traven es un caso único de integración de un exiliado al país que lo acogió. Obras como El general, Tierra y Libertad, La rebelión de los colgados y Macario son buena prueba de ello. El film basado en el último relato aludido se considera un hito de la cinematografía mexicana, y todavía hoy perdura su fama. Cuenta la historia de un hombre humilde que recibe un don, el cual es administrado por él con tanta ingenuidad como codicia, por lo que recibe la ineludible visita de la muerte. La trama de este relato inspirado por los hermanos Grimm aparece tan estrechamente ligada a la cultura y al folclore mexicanos que nadie diría que está escrito en alemán. Su tema es social, como el de todas las novelas de Traven, sólo que aquí lo social se convierte en aventura por necesidad. Como también es social esa novela de aventuras que es El tesoro de Sierra Madre, en la que el autor nos muestra la corrupción moral de unos trabajadores a causa de la riqueza y la propiedad, esa misma que hoy aparece fortificada e inviolable en las aceras de la calle mexicana que lleva su nombre.

En marzo de 1969 falleció B. Traven, cuya obra mayor fue su propia vida. Pocos días antes había declarado ser Traven Torsvan Croves, nacido en Chicago en 1890. Con él murieron el actor y revolucionario Ret Marut, el escritor y estudiante de filosofía Richard Mauruth, el fotógrafo Torsvan, el ingeniero Traven Torsvan, el guionista y apoderado Hal Croves, el posadero Berick Traven Torsvan, el escritor B. Traven y puede que muchos otros, cuyos nombres no han sido consignados. Sus cenizas fueron esparcidas sobre Chiapas desde un avión, fin adecuado para el apátrida que fue y cuya vida se moldeó a semejanza de las de sus personajes: seres nacidos de una mujer de la especie humana, pero que carecían de medios para demostrar a la autoridad la ficción de su existencia.