martes, 25 de febrero de 2014

DISPARATES / 97

EL BUEN EJEMPLO DE UCRANIA

A los cien años del inicio de la Gran Guerra, Europa vuelve a encontrarse en una profunda crisis, y por el mismo motivo de entonces: el lucro. Tras la aplicación de un procedimiento ya conocido pero nunca empleado en la escala actual, consistente en endeudar a los estados para que las rentas del capital financiero se nutran directamente del erario público, los países del sur de Europa se encuentran abocados a una situación difícil de imaginar no hace mucho. En España, sin ir más lejos, la reforma de la Constitución en 2011 proclamó como el deber máximo del Estado no ya el bienestar de sus ciudadanos, sino el pago de la deuda a la banca especuladora, pago que como bien sabemos se realiza a costa de aquéllos. En este panorama, de cambio de modelo socio-económico, se producen los actuales sucesos de Ucrania.

Dejando aparte el descubrimiento hace unos años de grandes reservas de gas, hay que recordar que este país ha sido desde hace siglos objeto de las disputas entre Rusia y Occidente. Y al decir Occidente no me refiero sólo a Alemania, país de vocación industrial y exportadora que ha visto desde siempre con codicia las tierras agrícolas de Ucrania (las mejores de Europa). El imperialismo alemán ha soñado con una Alemania consagrada enteramente a la industria y alimentada por las fértiles tierras ucranianas. Se da la curiosa circunstancia de que este sueño que no pudo realizar el nacional-socialismo podría completarse ahora, en virtud del giro radical que anuncian los nuevos gobernantes de dicho país. Pero en Occidente hay otros sueños.

La forma en que se ha producido este cambio ha sido descrita por el historiador de la Universidad de Yale Timothy Snyder en un artículo aparecido hace unos días en The New York Review of Books: “Los estudiantes fueron los primeros en protestar contra el régimen del presidente Viktor Yanukovich en Maidan, la plaza central de Kiev, en noviembre pasado. Estos son los ucranianos que más tienen que perder, los jóvenes que irreflexivamente pensaban en sí mismos como europeos y que deseaban para sí mismos una vida y una patria ucraniana. Muchos de ellos eran de izquierda, algunos muy radicales. Después de años de negociaciones y meses de promesas, el presidente Yanukovich se negó a firmar un acuerdo comercial con la Unión Europea. Cuando llegaron los antidisturbios y golpearon a los estudiantes, a finales de noviembre, un nuevo grupo, el de los veteranos de la guerra afgana, apareció en Maidan. Estos hombres de mediana edad, ex soldados y oficiales del Ejército Rojo, muchos de ellos llevando las cicatrices de la batalla, acudieron a proteger ‘a sus hijos’, como ellos dicen. No se trata de sus propios hijos e hijas. Lo que querían decir era: lo mejor de la juventud, el orgullo y el futuro del país. Después vinieron muchos otros veteranos de la guerra de Afganistán, decenas de miles.

Lo acontecido después en el desbordado centro de Kiev es bien conocido, como también el hecho de que algunos senadores republicanos de Estados Unidos se presentaron en la plaza para animar a los rebeldes, todo ello mientras diversas acciones y amenazas descontroladas provocaban la declaración oficial de Rabbi Moshe Reuven Azman, rabino de Kiev, quien según informó el diario de Tel Aviv Haaretz pidió a los judíos que abandonaran la ciudad y a ser posible Ucrania, en prevención de posibles ataques antisemitas. Parece posible interpretar todo esto como un nuevo episodio de la que ya creíamos terminada Guerra Fría.

El siguiente artículo de Juan Cole, profesor de Historia de la Universidad de Michigan, que ha sido publicado por la revista Truthdig, alude a los orígenes del conflicto, remontando los mismos a la Guerra de Crimea que se desarrolló entre 1853 y 1856. Cole encuentra inquietantes paralelismos entre la situación histórica y la actual, lo que muy bien puede servir para entender mejor los presentes acontecimientos de Ucrania y sus consecuencias en el futuro. Pues no en vano, como él afirma, las directrices “proeuropeas” del nuevo gobierno de Kiev suponen el fin de un statu quo que ha estado vigente durante más de un siglo y medio, asegurando hasta ahora cierta estabilidad en una región europea especialmente vulnerable, cuyas turbulencias ya otras veces han tenido consecuencias para la paz mundial.

SIN MOTIVO APARENTE: ¿UNA NUEVA “GUERRA” DE CRIMEA?

Juan Cole

La población de habla rusa de la península de Crimea, en Ucrania, está molesta con el movimiento popular en el oeste del país, el cual ha derrocado al presidente Viktor Yanukovich, y se dice que están formándose allí milicias armadas. En algunos edificios del gobierno, las banderas ucranianas han sido sustituidas por banderas rusas. Sebastopol es un importante puerto del Mar Negro en el que hacen escala los buques de guerra rusos, y Moscú posee allí una base militar.

Desde todos los puntos de vista el presidente ruso, Vladimir Putin, tiene motivos para percibir en la revolución ucraniana un acontecimiento peligroso para los intereses rusos, y la pérdida potencial de Crimea como una de las amenazas más graves. Crimea fue entregada a la República Socialista Soviética de Ucrania por Nikita Kruschev (él mismo ucraniano) en 1950, pero todavía hoy son más los rusos que reclaman la soberanía sobre Crimea que los que reclaman Chechenia. La asesora de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Susan Rice, ya ha advertido a Rusia contra el envío de tropas a Ucrania, pero ¿qué pasa con los marineros de la base de Crimea? Ellos ya están allí.

Desde aproximadamente 1050 Crimea estuvo bajo el dominio turco, después mogol, y más tarde turco de nuevo. Desde 1441 hasta finales de la década de 1700 fue un kanato musulmán que se convirtió en un estado vasallo del Imperio Otomano. Poco después fue anexionada por la Rusia zarista. En 1900 los tártaros de Crimea, que antes habían constituido la población dominante, se habían reducido a la mitad, y, después de la revolución rusa, a una cuarta parte. Stalin deportó a muchos de ellos al Asia Central. Así Crimea fue durante los dos siglos después de la incorporación al Imperio Ruso en gran medida rusificada, y su población autóctona musulmana quedó sumamente mermada. Cientos de miles de musulmanes tártaros permanecieron en Crimea, otros que fueron desplazados regresaron, pero hoy siguen siendo una minoría.

¿Qué recordamos en Occidente de la Guerra de Crimea de 1850? ¿Existe un paralelo con las tensiones de hoy? El conflicto fue inicialmente entre el Imperio Otomano y el Imperio Ruso. En cierto modo, algunas raíces del conflicto se sitúan en la Jerusalén otomana, en la década de 1840 y principios de la siguiente, cuando Rusia se dio cuenta de que su reclamación sobre Tierra Santa, a través de sus socios ortodoxos orientales, estaba siendo ignorada por el sultán en beneficio de los socios comerciales franceses y otros de confesión católica. Rusia también codiciaba los Balcanes e incluso Estambul (la Bizancio del Imperio Romano de Oriente). Cuando estalla el conflicto entre los voivodas de Rumanía, que eran vasallos nominales otomanos, y el sultán, Rusia respaldó a los príncipes rumanos y envió tropas. Entonces pareció que Rusia podía llegar hasta Estambul y conquistarlo.

Gran Bretaña y Francia rechazaban que el Imperio Ruso se hiciera fuerte en Oriente Medio, como habría ocurrido de caer Estambul en manos del zar. Los buques de guerra de Gran Bretaña llegaron a la India desde el Mediterráneo a través de Egipto y el Mar Rojo, y también a través de Siria e Irak y el Golfo Pérsico. Londres impidió así que San Petersburgo tuviera la capacidad de interrumpir su comercio con las Indias. Del mismo modo los franceses tenían socios en el Líbano y eran una gran potencia en el Mediterráneo, y a Gran Bretaña no le convenía que ésta fuera suplantada por Rusia.

En lugar de luchar en tierra en los Balcanes, los británicos y los franceses propusieron al Imperio Otomano una expedición conjunta a través del Mar Negro hasta la península de Crimea.


En ese momento no había ferrocarril que uniese Crimea con San Petersburgo, y el zar no podía enviar fácilmente tropas a corto plazo. En esencia, las fuerzas franco-británicas y sus aliados otomanos tomaron Crimea como rehén a fin de impedir nuevos avances rusos en los Balcanes. Aunque el éxito en el Imperio Británico del poema La carga de la Brigada Ligera pueda sugerir lo contrario, en realidad la campaña fue predominantemente de los franceses, siendo mucho más modestas las aportaciones británicas y otomanas.

La estratagema funcionó. La guerra llegó a su fin. Las grandes potencias firmaron el Tratado de Londres de 1856. Se trata de un documento importante en la historia diplomática. Se anticipaba a la Carta de las Naciones Unidas al garantizar la defensa del Imperio Otomano contra cualquier agresión rusa, con Francia y Gran Bretaña como garantes de la seguridad en la zona. Por el mismo documento los otomanos se comprometieron a conceder a sus súbditos cristianos los mismos derechos de que gozaban los musulmanes (aunque esto último tardaría en llevarse a la práctica).

Al igual que en la década de 1850, Rusia está reclamando hoy como parte de su esfera de influencia los territorios del este de Europa, la actual Ucrania, Rumanía y otros países de los Balcanes.

Al igual que en la década de 1850, Occidente tiene un gran interés en bloquear el poder ruso en esa parte de Europa, dado su deseo de incorporar a Ucrania a la UE y, en última instancia, a la OTAN.

Al igual que en la década de 1850, un punto de inflexión en esta lucha geopolítica es Crimea y sus instalaciones navales rusas. Hoy en día la flota rusa con base en Sebastopol domina el Mar Negro y tiene acceso por el Estrecho del Bósforo al Mediterráneo y en especial a Tartus, puerto naval de Siria.

Al igual que en la década de 1850, Occidente se preocupa por la hegemonía rusa en Oriente Medio, con Siria en el centro de atención. El gobierno ruso apoya a Bashar al-Assad, mientras que Occidente apoya al llamado Ejército Libre de Siria, del que (aunque no reconocidas oficialmente) forman parte las filiales de Al Qaeda.

Los paralelos son casi exactos. Pero este enclave en el que se halla un importante puerto del Mar Negro ha servido de equilibrio entre las potencias atlánticas y Rusia y ha mantenido una estabilidad geopolítica durante más de un siglo y medio.

LECTURA POSIBLE / 137

KLAUS MANN, EL CONDENADO A VIVIR

Este libro reúne textos escritos entre 1930 y 1949, textos que, por su temática y cronología, pueden ordenarse en tres partes: la primera dedicada al ascenso del nacional-socialismo; la segunda al exilio y a la actividad propagandística realizada por el autor, sobre todo en Estados Unidos; y la última, ya tras el fin de la guerra, centrada en el regreso de Klaus Mann a Alemania y referida al estado del debate intelectual en Europa en esos primeros años de postguerra. Desde la perspectiva vital de su autor, los artículos, breves ensayos y poemas que componen el libro abarcan el período comprendido entre el momento en que, con veinticuatro años de edad, Mann publica sus primeras obras literarias y estrena junto a su hermana Erika la obra teatral Anja und Esther y su suicidio en Cannes, apenas dos meses después de que redactara el último de los textos aquí recogidos.

De la obra de Klaus Mann son conocidas entre nosotros sus novelas Mefisto, El volcán y Encuentro en el infinito, de la que hablamos aquí hace unos meses. Decíamos entonces que la obra de Klaus Mann estaba muy ligada a su familia y en particular a las variables relaciones que mantuvo con su padre y su hermana, pero sobre todo a las circunstancias históricas que le tocó vivir, unas circunstancias que contribuyen a iluminar los textos de este volumen, los cuales nos permiten adentrarnos en los conflictos que guiaron su vida y que terminaron por precipitar su muerte cuando sólo contaba cuarenta y tres años. Pues en efecto vida y muerte de Mann estuvieron marcadas por el nazismo, y acaso sea ilustrativo que su trágico desenlace, a diferencia de lo que sucedió con otros autores contemporáneos que por voluntad propia pusieron fin a su vida en el exilio, se produjera ya tras su vuelta a Alemania y años después de que aquél fuera derrotado, lo que en el caso de Mann representa una muy poco alentadora visión de Europa en los años iniciales de su reconstrucción.

Los tres primeros textos de El condenado a vivir constituyen una reflexión sobre la naturaleza del nazismo. Concebido el que abre el libro como respuesta a una carta de Stefan Zweig en la que éste aludía al radicalismo de la juventud en tiempo de la tambaleante República de Weimar, en él su autor considera necesario precisar que si el radicalismo consagrado al progreso debe ser acogido con entusiasmo, no ocurre lo mismo con el que persigue únicamente la regresión, el revanchismo y la guerra, y añade: “Repudio ante usted a mi propia generación. No quiero comprender a esas personas, las rechazo. En esto consiste mi radicalismo”. Esta respuesta a Zweig, redactada en una fecha tan temprana como 1930, nos revela dos datos que serán constantes en la vida de Mann, y en consecuencia en el resto de las páginas del libro que comentamos: en primer lugar su intuitiva conciencia personal de lo que significaba el nazismo, junto a la convicción del papel que los intelectuales estaban llamados a desempeñar frente a él; y, en segundo, la cándida incomprensión de muchos de sus contemporáneos, que sólo acertaron a vislumbrar la gravedad de los hechos cuando estos les afectaron personalmente. A esos hechos se refiere Mann cuando describe el modo en que una horda de camisas pardas intentó sabotear una asamblea pacifista en la que intervenía su hermana Erika, o cuando alude a las falsedades y amenazas que constituían el lenguaje habitual de las páginas del Völkischer Beobachter, el periódico nazi.

La mayor parte de los textos que componen el libro fue escrita después de 1933, hallándose ya Mann en el exilio. Al año siguiente, encontrándose en Suiza, se le notificó la “privación de nacionalidad” por la que fue despojado de sus derechos como ciudadano del Reich, a lo que alude en el artículo Ya no quieren que sea alemán, que se publicó en una revista de St. Gallen. Allí escribe: “El daño que podían hacerme en la práctica ya me lo habían hecho antes. Ya me habían robado lo que me pertenecía: mis obras estaban prohibidas; mi pasaporte no se me renovaba. Este gesto honorífico no cambia nada en absoluto. ¿Qué más pueden quitarme? Seguro que no la esperanza de que esa parte del mundo, Alemania, vuelva a ser un día mi verdadera patria”. Pero esta conciencia del exilio asumida por Mann de manera desafiante no contemplaba las dificultades que son propias de todo exilio, que en su caso se harían más notorias en Estados Unidos y que acabarían por hacerle afirmar que no hay otra patria más que la lengua, una patria cultural de la que estaría tentado a renegar poco más tarde, cuando empezara a redactar sus artículos en inglés y concibiera incluso el proyecto de escribir una novela en ese idioma.

Mientras tanto, el camino del exilio empieza a quedar sembrado de los cadáveres de amigos y colegas del mundo de las letras, muchos de ellos suicidados, como el propio Zweig o como Ernst Toller; otros fallecidos accidentalmente, como fue el caso de Ödön von Horváth. A cada uno de ellos dedica Mann un recuerdo emocionado y a la vez perplejo, que además venía a sumarse a la evocación de los suicidios habidos en su propia familia. Tales hechos inspiran su poema El canto de los rostros perdidos, en el que escribe: “¿En qué mareas habéis sumergido vuestras cabezas / para que hayan desaparecido, tan lejos de nuestra vista?”, así como Misiva: “Nada más apartarse de la tristeza, aprende a volar. / Levanta sus alas. Se eleva. Lo vemos alejarse / y sentimos un corazón pesado como la piedra, ese corazón recientemente aplastado / nos impedirá volar y huir. / Debemos permanecer aquí abajo. Nuestro lugar / está en medio del combate. Resistirás a mi lado, ¿verdad?”

En Estados Unidos Mann funda una revista, Decision, que habría de servir de puente entre los intelectuales antifascistas de ambos lados del Atlántico. En el editorial de su primer número, publicado en Nueva York en enero de 1941, escribe: “Queremos hacer una revista independiente, pero no imparcial. Aquellos a quienes la cultura preocupa tanto no pueden hoy permitirse ser imparciales. La cultura debe implicarse, hacerse militante; si no, está sentenciada a perder. El hecho de que nos aventuremos precisamente hoy con la creación de una revista literaria, una revista consagrada a la cultura libre, es ya, en sí mismo, un gesto de protesta y de esperanza”. Pero Decision, en la que colaboraron autores como Aldous Huxley y Jean Cocteau, tuvo una existencia efímera y, privada de fuentes de financiación, publicó su último número en febrero del año siguiente. Al fracaso de la publicación se refirió Mann en unas líneas que no verían la luz hasta 1985 y en las que manifestó su profunda decepción acerca de la indiferencia con que fue recibido su proyecto y en general hacia la cultura norteamericana: “No veo razón alguna para esperar que América se ponga a la altura de su formidable misión. Sólo veo arrogancia e ignorancia, codicia y vanidad, tanto en el bando de los aislacionistas como en el de los intervencionistas”. El desengaño americano de Mann, que motivó un primer intento de suicidio, tuvo consecuencias en su carácter y en especial en su manera de contemplar el mundo contemporáneo y las expectativas que se abrirían al final de la guerra. En efecto, considerando que Hitler estaba abocado a la derrota, lo que a Mann empieza a preocupar entonces es quién ganaría la guerra, a lo que se responde que la perspectiva de “un siglo americano” le resulta tan odiosa como el propio nazismo. Así, para Mann la cuestión principal no era ya el fin de los nacional-socialistas, sino sobre quiénes, y con qué criterios, recaería el trabajo de reconstruir Alemania y Europa.

Los últimos cinco textos del libro están escritos poco después del final de la guerra, el primero de ellos en Roma y los restantes ya en Alemania. El primero, Hitler ha muerto, se publicó en inglés en la revista Stars and Stripes y viene a ser un balance de lo que ha significado la tragedia del nazismo, de su brutal ascensión y de su no menos brutal caída, pero también de su posible e indeseable herencia. Con Hitler se encontró personalmente Mann en un salón de té de Munich en 1932, episodio que narra aquí y que también aparece en su autobiografía Le Tournant. “No era un gran hombre. En ningún sentido. Hitler ha gobernado Alemania durante doce años y ochenta días”, escribe. “Puede parecer poco tiempo, pero es un tiempo increíblemente largo cuando se tiene en cuenta el carácter particular de este régimen y de su jefe. Pero la historia del jefe nazi resulta, a la vez, muy instructiva y da lugar a la reflexión. Las generaciones futuras se quedarán extrañadas y atónitas ante esta saga de crimen y locura. Podría ocurrir que, a título de lección y de advertencia, el Tercer Reich y sus dirigentes perduren más allá del próximo milenio”.

El pesimismo de Mann se confirmó con creces tras su llegada a Alemania, sobre lo que escribió en Berlín a un año de la conclusión de la guerra: “Incluso si resultara que la enfermedad alemana no fuera a durar eternamente, por el momento la curación no está ni siquiera a la vista”. A Klaus Mann, que había heredado de su padre, y ampliado, sus convicciones europeístas, el panorama contemplado a su regreso se le antojó desolador. A ello se refiere en La crisis del espíritu europeo, texto que cierra este volumen y que escribió unas semanas antes de su muerte. En él hace un recorrido por la situación cultural de Europa y se pregunta qué es lo que los intelectuales tienen que decir ahora y qué puede esperarse de ellos una vez alcanzada la paz. Pero quienes habrían sido los interlocutores naturales de Mann no estaban con él ni tenían nada que decir. Quienes eran sus referentes ya están muertos, y la prohibición de sus obras durante doce años ha resultado ser un medio eficaz para relegarle a un absoluto olvido. En esos mismos años ha iniciado sus actividades el “Gruppe 47”, del que forman parte unos jóvenes llamados Heinrich Böll, Günter Grass e Ingeborg Bachmann. Él, Klaus Mann, no tiene nada ver con ellos. El abismo abierto es demasiado grande, y el apellido Mann, que siempre había pesado sobre él, contribuía a hacerle a los demás aún más extraño. Pronto llegaría “la literatura de los escombros”, que sin embargo no bastaría para que los intelectuales participaran en la reconstrucción de Alemania, una reconstrucción que correría a cargo de los industriales y financieros que se aliaron con Hitler, asociados ahora con el ocupante extranjero. En esos últimos meses Mann había vuelto a escribir en alemán, y fruto de ello es un artículo, El problema de la lengua, en el que escribió: “Se puede perder la patria, pero la lengua materna es un bien inalienable, la patria del apátrida”.

sábado, 22 de febrero de 2014

DISPARATES / 96

Raoul Hausmann y Hannah Höch
en la Feria Dadá de 1920
HANNAH HÖCH: LA REVOLUCIÓN DADÁ

La Whitechapel Gallery de Londres presenta estos días, y hasta el 23 de marzo, una colección de obras de la artista alemana Hannah Höch, fotógrafa y fotomontadora a la que se debe la imagen de la llamada “mujer nueva”, experiencia plástica y social que constituye uno de los hitos fundamentales de las vanguardias europeas del siglo pasado.

Nacida en Gotha en 1889, Hannah Höch estudió Artes Gráficas en Berlín, y desde 1915, año en el que inició una relación sentimental con Raoul Hausmann, se convirtió en uno de los miembros más activos del movimiento dadá, que protagonizó gran parte de la renovación vivida por las artes plásticas durante la República de Weimar. A él pertenecieron, además de ella misma y el mencionado Hausmann, George Grosz, Johannes Baader y John Heartfield, entre otros.

Lo que se conoció con el nombre de “Club Dadá de Berlín” vio la luz en 1918 con motivo de una exposición de la Sezession dedicada a la pintora Lovis Corinto. En un acto en el que se recitaron obras poéticas y se bailó a ritmo de jazz, el escritor y músico Richard Huelsenbeck leyó el Manifiesto Dadaísta, el cual incluía lo siguiente: “El dadaísta es el enemigo radical de la explotación; la lógica de la explotación no crea nada más que imbéciles, y el dadaísta odia la estupidez y ama lo absurdo. Así el dadaísta se muestra verdaderamente real, a la inversa de la hipocresía hedionda del patriarca y del capitalista que muere en su sillón”. El club organizó en 1920 una célebre exposición que pudo verse en Ámsterdam, Berlín, Roma y Boston, y que incluía obras de Francis Picabia, Max Ernst, Otto Dix y de los miembros del grupo. Dicha exposición llegaría a convertirse no mucho después en el modelo de lo que los nacional-socialistas llamaron “arte degenerado”, que sería prohibido tras su ascenso al poder. Así, Hausmann huyó a Ibiza, de donde debió marcharse en 1938, en vísperas de la entrada en la isla de las tropas del general Franco, mientras Hannah Höch, privada de mostrar sus obras en Alemania, participó en diversas exposiciones en el extranjero.

Höch fue la primera mujer (y la única) que formó parte del movimiento dadá. Ella y Hausmann habían empezado a investigar las posibilidades expresivas del fotomontaje en el verano de 1918, durante un viaje al Mar Báltico. El inicio de esta experiencia, que habría de tener amplio eco en la vanguardia internacional de esos años, fue, según palabras de Hausmann, “un destello: se podría –lo vi instantáneamente– hacer fotos únicamente montando trozos de fotografías”. De regreso a Berlín, ambos se dedican a explorar sistemáticamente el nuevo lenguaje, aplicándolo a distintas publicaciones periodísticas y al cine. Dichas experiencias fueron empleadas igualmente en el mundo de los sonidos, lo que dio lugar a los llamados “poemas optofonéticos” de Hausmann y a la Antisinfonía que Höch creó junto al compositor Jefim Golyscheff, en cuyo estreno ella misma actuó como percusionista. Tras tomar parte en la primera exposición dadá de Berlín en 1919, Höch realizó uno de sus proyectos más innovadores: las “muñecas dadá”, que presentó en la primera Feria Internacional organizada por dicho movimiento de 1920. Para entonces el Club Dadá de Berlín había adquirido ya los rasgos propios de una nueva ortodoxia en el campo del arte, y a fin de preservar su espíritu contestatario la misma Höch, junto a Hausmann, Kurt Schwitters y la esposa de éste, realizaron al año siguiente una gira anti-dadá que les llevó a Praga. Adherida al “Novembergruppe”, llamado así en recuerdo de la revolución de 1918, Höch participó en sus exposiciones hasta 1931. Más tarde incorporaría a sus fotocomposiciones el color, abordando temas como la androginia y el amor lésbico. Mantuvo una larga relación con la escritora holandesa Til Brugman, y un breve matrimonio con el pianista Kurt Matthies. Desde 1937, y hasta su muerte, vivió recluida en un suburbio berlinés, “el lugar ideal para sumirse en el olvido”.

En alusión a la Feria Internacional Dadaísta de 1920, Daniel F. Herrmann, comisario de la exposición que puede verse en la Whitechapel Gallery, ha escrito que “un estado de ánimo declamatorio dominaba la puesta en escena. Como en la caricatura de un salón académico, las paredes estaban cubiertas con grandes carteles tipográficos, pequeños cuadros con fotomontajes y pinturas de gran formato realizadas tanto al óleo como mediante materiales encontrados en la calle. El collage, el montaje y las imágenes recicladas eran los denominadores comunes de una cacofonía carnavalesca que reclamaba al espectador: ¡Abre tu mente! y ¡Contra el Arte! Un maniquí horrible colgado del techo –una forma humana ataviada con una máscara de cerdo y un uniforme militar alemán– se cernía grotescamente sobre las obras y los visitantes”.

Feria Dadá, 1920
La avanzada conciencia política y artística de los miembros del grupo no impidió, al igual que ocurrió con otras vanguardias de la época, que sus representantes masculinos adjudicaran a sus compañeras el mero papel de comparsas. A ello se ha referido en The Telegraph Mark Hudson: “El cubismo, el futurismo, el dadaísmo, y el resto de grandes ismos que cambiaron el mundo estaban formados por mega-egos cargados de testosterona, la cual alimentaba sus impactantes imágenes y sus beligerantes discursos. Las mujeres no pasaban de ser vistas sino como meros accesorios de los hombres, como musas, modelos y criadas que servían el té más que como colaboradoras de la mayor revolución artística que el mundo había visto”. Así, Hannah Höch ni siquiera es mencionada en la historia del Club Dadá de Berlín que escribió uno de sus fundadores, Richard Huelsenbeck, y tal marginación se ha perpetuado desde entonces en gran número de exposiciones retrospectivas y de estudios publicados. Sólo Hans Richter evocó a Höch en sus memorias, y lo hizo como la persona que “traía bocadillos y cerveza y que se las arreglaba para encontrar dinero cuando éste escaseaba”. Así, la obra de Höch cayó paulatinamente en el olvido, y no empezaría a ser valorada sino poco antes de su muerte, ocurrida en 1978. Ella misma escribió: “A ninguno de estos hombres le podía satisfacer una mujer común. Pero tampoco ellos pudieron librarse de la moralidad convencional en sus relaciones con las mujeres. Guiados por Freud en su protesta contra la vieja generación, todos ellos deseaban a la mujer nueva, y la ruptura que su aparición debía significar en aras de un futuro más libre. Sin embargo, más o menos brutalmente, rechazaron en general que también ellos tuvieran que adoptar nuevas actitudes. Esto les condujo al drama strinbergiano en que se convirtieron finalmente sus vidas privadas”.

La obra de Höch es extensa y de ella se muestran en Londres unas cien piezas entre fotomontajes y acuarelas, y combinaciones de ambas, realizadas a lo largo de seis décadas. Como sucede con el resto de la obra de los dadaístas berlineses, también la suya posee un fuerte carácter político, dirigido especialmente a satirizar a los políticos de Weimar. Muestra significativa de lo anterior es la fotocomposición Corte con cuchillo de cocina a través de la barriga cervecera de la República de Weimar, montaje épico realizado en 1920 en el que figuran los rostros de Karl Marx, el káiser Guillermo, Albert Einstein y los propios dadaístas, y que incluye el cuerpo de la bailarina Niddy Impekoven haciendo juegos malabares con la cabeza de la artista Käthe Kollwitz. Otras mujeres acróbatas dan brincos y caen entre soldados, armas y capitalistas, mientras el bigote ridículo del káiser se convierte en un par de musculosos traseros, propiedad de sendos boxeadores.

A la sátira política, Höch añadió su particular visión de la mujer y del amor, desde su condición de bisexual. De ello son producto sus diversas representaciones de la “mujer nueva”, personaje a menudo andrógino y cuya oscilante naturaleza se extiende de lo bello a lo siniestro, como sucede en Amor, donde una odalisca con zapatillas de baile se reclina sobre un fósil mientras un segundo par de piernas sobrevuela la escena con sus alas de libélula. Se trata de imágenes inquietantes y cautivadoras, nunca exentas de una refinada poesía personal, a veces dotadas de una misteriosa narrativa que incluye fragmentos tomados de la cultura de masas, la arquitectura y la publicidad. La intención de ilustrar la vida moderna adquiere aquí, mediante el uso del collage, ese rasgo característico de las vanguardias que es la simultaneidad, la pretensión de mostrar en una sola composición la complejidad, la variedad y el ritmo de la existencia, una pretensión que habría de dar también sus frutos en ámbitos como la literatura y la música. Tal es el legado de todo un lenguaje que en su momento fue revolucionario y que hoy nos resulta ya familiar, aunque veamos estas obras por primera vez, pues no es poco lo que han aportado a la imaginería con que puede representarse nuestro disparatado mundo contemporáneo.


Dos muñecas dadá, 1919

Da-dandy, 1919


Corte con cuchillo de cocina en la barriga cervecera
de la República de Weimar, 1920

Lista para la fiesta, 1936

Amor, 1937

martes, 18 de febrero de 2014

LECTURA POSIBLE / 136

SOBRE EL TEATRO, DE ANTÓN CHÉJOV

A iniciativa de la editorial Naúka, que hasta la disolución de la URSS perteneció a la estatal Academia de Ciencias de ese país, iniciada en 1974 y concluida una década más tarde, la publicación de las Obras Completas de Chéjov reunió en total treinta volúmenes, de los que una parte estaba dedicada a sus artículos en la prensa y a su correspondencia. Hoy sabemos que dicha colección está incompleta, en primer lugar porque mucha de su obra juvenil, de los relatos humorísticos y las crónicas satíricas de la vida rusa que escribió bajo el pseudónimo de “Antosha Chejonté” y quizá bajo otros pseudónimos, no ha sido localizada, y en segundo porque un buen número de sus cartas se ha perdido. Dicha edición, pese a ello, es hoy ya clásica y constituye una fuente inagotable de información sobre la vida y la obra de Chéjov, pues reúne gran cantidad de textos autógrafos de los que algunos, poco a  poco, van viendo la luz en Occidente. Es el caso de estos que componen el volumen Sobre el teatro: artículos y cartas, que proceden de una selección realizada por dos especialistas en la obra de Chéjov, responsables de su edición en alemán, Jutta Hercher y Peter Urban, y que ha publicado entre nosotros la editorial Libros del Silencio.

Más allá de la información que el libro proporciona acerca de, por ejemplo, la gestación y los primeros años de vida del Teatro del Arte, que Stanislavski fundó en 1897 junto a Vladímir Nemiróvich-Dánchenko, y que habría de estrenar algunas de las obras de Chéjov, el libro contiene no pocas indicaciones de éste acerca del modo en que esperaba que se representasen sus obras, lo que puede ilustrar la concepción que nuestro autor tenía del teatro, y, de paso, servir de útil guía para intérpretes y directores actuales. Uno de ellos, Lluís Pasqual, autor del prólogo del presente volumen, comparte con el lector algunas de sus anotaciones tomadas con motivo de los montajes que él mismo ha hecho de las obras del autor ruso. En una de ellas, referida a la producción del Teatre Lliure, en 2000, de El jardín de los cerezos, escribe: “Chéjov admira, conoce, practica y de un modo expreso afirma varias veces con respecto a esta obra la estructura infalible y de mecanismo de relojería de vodevil, que le servía además como continente poético de lo que él afirmaba escribir: comedias que provocaran el estupor y la risa como reacción higiénica ante una realidad que sólo podía contemplarse con una sonrisa inteligente”. A ese mecanismo de relojería de vodevil y a su consecuencia, la sonrisa inteligente, alude precisamente Chéjov, como el ideal de su producción dramática, en algunas de las cartas aquí recogidas.

Como indica el subtítulo, el libro se compone de dos partes, la primera dedicada a los artículos con tema teatral que Chéjov redactó entre 1881 y 1893, y la segunda a la correspondencia sobre el mismo tema que mantuvo hasta poco antes de su muerte. Sus páginas pueden leerse como casi una autobiografía en la que el autor reflexiona acerca del panorama ruso del teatro en su tiempo, una reflexión práctica que no excluye los consejos a otros autores; y a la vez como testimonio de su propia y no siempre satisfactoria experiencia en el mundo de la escena.

Que, en efecto, “odio el teatro”, que “no tengo nada que ver con el teatro” y que “nunca más volveré a escribir teatro” son frases que se repiten con frecuencia en las cartas de Chéjov, unas frases, como la mezcla de sentimientos encontrados que subyace a ellas, que alcanzan su apogeo en 1896 cuando el estreno de La gaviota en el Teatro Alexandrinski de San Petersburgo se salda con un estrepitoso fracaso, tras el cual escapó a Moscú, furibundo y sin despedirse de nadie. El autor de La gaviota, obra que más tarde sería un gran éxito al ser representada por la compañía de Stanislavski, ya había protagonizado estampidas semejantes, aunque por lo general las disfrazase con la excusa de los cuidados que requería su maltrecha salud, aquejada por la tuberculosis que contrajo a los veintisiete años. Esto explica las cartas que envía a Moscú durante los ensayos de sus obras, en las que da precisas indicaciones acerca del reparto, la dirección y los decorados, pero todo ello desde su apacible “exilio” en Yalta, en Crimea, lejos de esa perturbadora plaga de comediantes que en Moscú y en San Petersburgo le fastidiaban con sus peticiones, cumplidos, envidias y caprichos. Nunca, realmente, creyó Chéjov que sus obras fueran entendidas ni por sus colegas del teatro ni por la intelligentsia rusa, ni siquiera por Stanislavski, quien sin embargo hizo que sus representaciones, primero de La gaviota, y luego de Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos, alcanzaran el éxito, lo que le permitió ser reconocido como el mayor de los dramaturgos rusos. Y es que ese prodigioso autor de relatos que era Chéjov, que sobre éstos tenía un poder omnímodo y en particular el de ponerles el punto final “para después olvidarme de ellos”, no se acostumbró a esa otra forma de creación colectiva y tumultuaria, siempre susceptible de ser revisada con vistas a la próxima función, que es propia del teatro. Éste, en fin, no es sólo escritura, ni siquiera principalmente, lo que debió aprender Chéjov muy a su pesar en aquella noche nunca olvidada del estreno petersburgués de La gaviota, cuando comprobó por sí mismo que un excelente texto inadecuadamente puesto sobre las tablas es nada, menos que nada. A este respecto resulta curioso comprobar cómo las razonables quejas de Chéjov se asemejan a las de muchos que posteriormente han escrito para el cine.

Los motivos de que la obra de Chéjov no fuera bien entendida en su época son complejos, y a ellos se refiere en sus cartas. En los años en los que escribe Chéjov, y desde hacía décadas, la figura del intelectual ruso excedía ampliamente a las funciones que hoy se consideran propias del escritor, virtudes que entonces eran encarnadas por León Tolstói. Éste era un reformador y de hecho un líder político y espiritual, dotado de una aureola casi religiosa. La razón de ello es que el escritor ruso, cualquiera que fuese, estaba sometido al deber de mostrar y dar respuesta a los sempiternos problemas de la nación rusa. Por el contrario, Chéjov insiste una y otra vez en presentar cada una de sus obras (y es más: cada uno de sus personajes) como otras tantas preguntas, dejando las respuestas a la conciencia del lector y el espectador. Así, Chéjov renuncia voluntariamente, y por naturaleza, pues tal rasgo estaba completamente ausente de su carácter, a ejercer el liderazgo moral que se esperaba de él. ¿Pero es que acaso la pregunta no tiene ya un componente moral? En realidad, para Chéjov, la respuesta adecuada, de existir, carece de la eficacia social que ya está inscrita en la capacidad de hacer la pregunta correcta.

Chéjov poseía algo más que intuiciones acerca de la renovación y el futuro del teatro, tarea, ésta sí, que él entendía como colectiva y en la que era consciente de ocupar un lugar de privilegio. Leyendo sus cartas, resulta sorprendente la claridad y la sencillez con que nuestro autor señalaba el camino que seguiría el teatro, claridad y sencillez que, por lo demás, siempre persiguió en su propia obra. En un artículo de 1882 escribe: “Shakespeare debe representarse en todas partes, aunque sea sólo para airear, si no para dar una lección o con miras a cualquier otro fin más o menos elevado”. En otro lugar, en respuesta a una escritora que le reprocha buscar sus temas y personajes en el estercolero humano, escribe: “La literatura artística se llama artística porque pinta la vida tal como es en realidad. Su objetivo es la verdad absoluta y honrada. El literato no es ni un pastelero, ni un maquillador ni alguien que se dedica sólo a entretener… Es como un reportero”. A lo que más tarde añade: “La tarea del escritor consiste únicamente en reflejar quién, cómo y en qué circunstancias habla o piensa [el personaje]”.

Casi con la única excepción de Gógol, nuestro autor aconsejaba que se representase sólo a autores contemporáneos que trataran igualmente temas actuales, lo que le convirtió en un introductor en Rusia de la obra de Gerhart Hauptmann y en el primer mentor de Gorki, cuyas obras Los pequeñoburgueses y Los bajos fondos contribuyó a estrenar en el Teatro del Arte. Esa actualidad que reivindicaba Chéjov, en la que vagamente se vislumbraban futuros cambios, es la misma que está presente en la lenta y difícil configuración de sus personajes, a la que mediante estas cartas podemos asistir de primera mano, personajes que tenían ya a su intérprete óptimo en la imaginación del autor (aunque no siempre su deseo se llegara a materializar en la escena), y que vienen a ser testigos de la propia y cambiante actualidad de Chéjov. Éste, que en una ocasión reclamó a su hermano Alexandr Pávlovich, dramaturgo en ciernes, “dale gente a la gente; no le des a ti mismo”, acaso consintió en que un rasgo propio transitara entre la ingente variedad de caracteres de su obra, un rasgo por otra parte muy extendido en su tiempo (si no en todos) y al que se refiere a menudo en su correspondencia: el del hombre cultivado, miembro de esa esfera propiamente rusa a la que en el siglo XIX se daba el nombre de intelligentsia, persona con un fuerte sentimiento de responsabilidad social que tiene que ver cómo con frecuencia sus ideales de juventud son sustituidos por lo que él llama “el cansancio ruso”, una forma que no era sólo nacional de asumir el desencanto y la propia abdicación frente al compromiso civil. De esa abdicación adulta procedería cierta nostalgia de la juventud y un apenas escondido sentimiento de culpa, temas ambos que no son extraños a los personajes de Chéjov, tanto de su teatro como de su narrativa.

Lo dicho hasta aquí no agota ni remotamente el universo chéjoviano que se condensa en estas páginas, y que incluye jugosos comentarios acerca de las dos grandes divas internacionales del momento, a las que Chéjov pudo ver interpretar hallándose ellas de gira por Rusia: Sarah Bernhardt le decepcionó profundamente, no siendo a su juicio sino una actriz de gran técnica pero carente de talento, favorecida por una estruendosa campaña publicitaria. Muy otra fue la impresión que le causó Eleonora Duse, que le hizo comprender “por qué el teatro ruso es aburrido”.

De Chéjov, este autor del que el presente libro nos muestra una imagen apenas conocida, nos falta aún la traducción de las cartas relacionadas con su narrativa. También él, al examinar el estado de la literatura de su país y de su tiempo, llegó a la conclusión de que “nos falta algo, es cierto; como si levantáramos la falda a nuestras musas y no viéramos más que una superficie plana. Recuerde que los escritores que llamamos eternos o simplemente buenos, y que nos embriagan, tienen una única característica en común, y muy importante: van en dirección a algún sitio y nos llaman hacia allí”. Unas palabras que muy bien pueden aplicarse a nuestro propio tiempo y al lugar que hoy corresponde a quien las escribió.

miércoles, 12 de febrero de 2014

DISPARATES / 95

Boris Grigoriev, Muchacha con búcaro (1917)
EL TIEMPO

“Zajar Pávlovich pensaba de joven que cuando se hiciera mayor se volvería más inteligente. Pero la vida había transcurrido sin que él se hubiera dado cuenta, sin pausas, en ininterrumpido entusiasmo: jamás sintió el tiempo como un objeto duro con el que se pudiera chocar; el tiempo sólo existía para él en tanto que misterio oculto en la maquinaria de los despertadores. Pero cuando Zajar Pávlovich descubrió el secreto del péndulo, se percató de que el tiempo no existía, que lo único que había era la fuerza tensa y regular del muelle. Sin embargo, la naturaleza tenía algo de pacífico y triste, había en ella fuerzas que actuaban de manera irrevocable. Por supuesto que en ocasiones había riadas de primavera, caían sofocantes lluvias torrenciales y el viento entrecortaba la respiración, pero lo que predominaba era una silenciosa e indiferente letanía: la corriente de los ríos, el crecimiento de las yerbas y la sucesión de las estaciones del año. Zajar Pávlovich suponía que estas monótonas fuerzas mantenían aturdida a la tierra entera; hacían ver retrospectivamente a la mente de Zajar Pávlovich que nada iba a mejor, que tanto las ciudades como las gentes iban a seguir tal y como eran. Que la desgracia había de perseguir permanentemente al hombre a fin de que en la naturaleza las fuerzas se mantuvieran invariables. Cuatro años antes había habido malas cosechas, los campesinos habían abandonado las aldeas y los niños se habían tendido en sus prematuras tumbas. Pero tal destino no había sido pasajero: había vuelto ahora para preservar el exacto funcionamiento de toda la vida.

Aunque los años pasaban, Zajar Pávlovich comprobaba con asombro que no cambiaba ni se hacía más inteligente, sino que seguía exactamente igual que cuando tenía diez o quince años. Sólo algunos de sus anteriores presentimientos habían llegado a convertirse ahora en pensamientos habituales, pero eso no hacía que las cosas hubieran ido a mejor. Cuando antes imaginaba su vida futura, veía un espacio profundo y azul, tan lejano que llegaba a parecerle casi inexistente. Zajar Pávlovich sabía de antemano que cuanto más avanzara por la vida más pequeño se haría ese espacio de vida no vivida, y que tras él quedaría un muerto y gastado camino que se iría alargando cada vez más. Pero se equivocaba: la vida crecía y se amontonaba, y el futuro por venir crecía y se expandía igualmente –más honda y misteriosamente que en su juventud–, como si Zajar Pávlovich se estuviera alejando del fin de su vida o se acrecentaran sus esperanzas y su fe en la misma.

Al contemplar su rostro en los cristales de los faros de las locomotoras, Zajar Pávlovich se repetía a sí mismo: «Es asombroso: no voy a tardar en morir y sigo como siempre.»”

Andréi Platónov, Chevengur

martes, 11 de febrero de 2014

LECTURA POSIBLE / 135

DANILO KIŠ: UN LENGUAJE ATEMPORAL

Este año (en octubre) se cumplirán veinticinco del fallecimiento del escritor yugoslavo Danilo Kiš, uno de los autores europeos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, de quien la editorial Acantilado viene publicando desde 2006 su obra completa. De dicha obra han aparecido ya en castellano el volumen Circo familiar, que reúne la trilogía de novelas que el autor dedicó a su infancia, el ensayo Lección de anatomía y las colecciones de relatos Una tumba para Boris Davidovich, Enciclopedia de los muertos y Laúd y cicatrices, ésta última compuesta por los relatos de nuestro autor que se editaron póstumamente.

Danilo Kiš nació en Subotica, en la provincia de Vojvodina, hijo de un judío inspector de ferrocarriles. Si suele ser cierto que la infancia y la primera juventud señalan el camino que recorrerá el adulto, y que de esos años proceden los temas y la visión del mundo que darán forma y contenido a la creación literaria, tales cosas adquieren el rango de verdad difícilmente cuestionable si se aplican a nuestro autor, el cual tuvo que vivir el desgarro geográfico e histórico propio de esa región norteña de Serbia fronteriza con Hungría, y de las turbulencias balcánicas que constituyeron un capítulo no menor de la Segunda Guerra Mundial. Así, la familia de Kiš, trasladada a Novi Sad, la capital de Vojvodina, vivió allí los estremecedores acontecimientos de esta ciudad multiétnica, ocupada en 1941 por las tropas de la Alemania nacional-socialista y por sus aliados. Al año siguiente los sicarios del dictador Horthy perpetraron una matanza de serbios y judíos. Poco después el padre de Kiš fue arrestado y deportado a un campo de concentración, y él mismo, su madre y su hermana buscaron refugio en la aldea húngara de Kerkabarabas, de donde era originario el padre, que para entonces ya había sido asesinado en el campo de Auschwitz. Estos hechos iban a ser narrados más tarde en la trilogía Circo familiar, que se publicaría entre 1965 y 1972.

La palabra “desgarro” no se ha utilizado más arriba caprichosamente. A ese sentimiento de insatisfacción con el mundo, que en alemán recibe el nombre de Weltschmerz, se refirió ya mucho antes Heinrich Heine cuando escribió: “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento presente”. Este sentimiento es el que llevaría a Kiš a asumir como centro de su vasto territorio literario “la verdad pura y dura y humillante”, lo que en su caso equivaldría a dar por cierta la “convicción sobre la nobleza del sufrimiento”.

Dicha nobleza impregna las más de quinientas páginas de esta trilogía que constituye por sí sola uno de los monumentos de la literatura de las últimas décadas del siglo pasado, y ello no sólo en virtud de su valor testimonial, de su originalísima combinación de horror y dignidad, de crudeza y de realismo poético, sino también como producto de la diversidad de técnicas narrativas empleadas en su redacción, del camaleónico lenguaje, algunas veces experimental, con el que Kiš logró plasmar la memoria de lo que él era, como escribió alguna vez: un niño de corazón triste.

La primera novela de la trilogía, Penas precoces, se publicó en 1970. En ella el narrador regresa tras la guerra en busca de su casa familiar en la calle Bemova, la calle de los castaños de Indias. La casa ya no existe, ni los castaños, pero el narrador consigue localizar el lugar en el que aquélla y éstos se hallaban: “En la cabecera de mi cama ha crecido un manzano. Un tronco nudoso, torcido, sin fruto. La habitación de mi infancia se ha convertido en un huerto de cebollas y en el lugar donde se encontraba la máquina de coser de mi madre, de la marca Singer, hay un rosal”. Esta visita al lugar que ocupó la casa de su infancia da pie a la memoria a iniciar un proceso de reconstrucción en el que el lector asiste al acontecer de esos primerizos años, en los que junto a él mismo, la madre y la hermana, se erige ya la figura paterna, que acabará por convertirse en la verdadera protagonista de los siguientes volúmenes de la trilogía. Y es que el padre es un personaje extraordinario, autor de un Horario de transportes en el que pretende reunir todos los horarios de todos los medios de locomoción del mundo, por tierra, mar y aire, tarea imposible a la que se entrega con desenfreno y para la que no encontrará editor, amarga decepción de la que no se recuperará. Pero es que este hombre, asiduo visitante de tabernas y sanatorios psiquiátricos, cuyo único testamento es una maleta llena de papeles inservibles, verdadero archivo familiar, es también un ser épico que su hijo nos presenta como un príncipe ruso destronado, una mezcla de Ícaro, Ahasvero, Jonás, Ulises y Noé que, en medio de su trasiego alcohólico, llegará a poner en pie toda una filosofía panteísta cuyos secretos predicará en los bosques a árboles y alimañas, convertido en héroe de la noche panónica y danubiana, todo ello, en contra de las apariencias, en un intento por parte de su hijo de desenmascararlo y desmitificarlo, lento proceso que iniciará en Jardín, cenizas (1965) y que culminará en El reloj de arena (1972), donde asistiremos a la triunfal y definitiva caída del padre.

En el camino, Kiš hace uso de gran variedad de registros y de procedimientos narrativos, los que en su época estaban a disposición de un autor inquieto como él, que no eran pocos, y que culminan en la Instrucción y la Audiencia a los que el padre, aquí llamado Eduard Sam, es sometido por una autoridad innominada. Dicha Instrucción adquiere la forma de un interrogatorio exhaustivo en el que no es sólo el pasado del testigo el que es puesto a prueba, y que se extiende hasta abarcar un pedazo de territorio y de Historia. Esta relación testigo-acusado/interrogador-torturador volvería a aparecer en la narrativa de Kiš, en especial en su relato Una tumba para Boris Davidovich, que se publicó en 1976 y que dio lugar a una feroz campaña de difamación alentada por la Unión de Escritores de Yugoslavia, a la que nuestro autor replicó con su ensayo Lección de anatomía (1978), y al que sucedería poco después su emigración a París. “Una voz imperativa”, ha escrito recientemente Juan Goytisolo, “no encarnada, sin contexto alguno (su recreación la dejó en manos del lector) reitera despiadadamente sus preguntas. (…) El interrogador invisible no ceja en su empeño perverso de sonsacar datos, de penetrar en sus pensamientos y emociones no obstante la relación minuciosa de los mismos, sin ahorrar detalle, por ínfimo que sea, del también invisible interrogado”, pesquisa que sirve a Kiš, maestro de la elipsis, para destilar “a cuentagotas el acoso gradual de la comunidad judía”.*

Sucede que dicha personalización de un trágico acontecimiento colectivo, mediante el cual la humanidad habría sido separada por una línea divisoria entre el “ellos” y el “nosotros”, alcanza una suprema eficacia narrativa en manos de Kiš, de lo que este autor que no pertenecía ni al “ellos” ni al “nosotros” dejó suficientes pruebas en el resto de su obra. Buen ejemplo de ello son los relatos incluidos en el volumen Una tumba para Boris Davidovich, colección de estampas y viñetas y compendio de la mitología de nuestra civilización en la que el ya mencionado realismo poético de Kiš convive con los peculiares ecos de una visión talmúdica de la Historia. Sus protagonistas son revolucionarios y agentes secretos, víctimas y verdugos que participaron del sueño de la Komintern, héroes auténticos junto a otros de pacotilla que componen un denso e internacional muestrario humano. En uno de estos relatos, Los leones mecánicos, Kiš reflexiona como de pasada sobre su oficio literario, consistente en insuflar vida a unos fríos datos, a documentos que son como los restos de un naufragio. Al referirse a su elección de dar a estas biografías una forma narrativa, en lugar de la de un ensayo, se justifica, en primer lugar, “por la inconveniencia de citar en forma documentada los testimonios vivos, orales, de personas fiables; y, en segundo lugar, por mi incapacidad de privarme de la satisfacción de narrar, que concede al escritor la engañosa impresión de estar creando el mundo y de, como suele decirse, estar cambiándolo”. Una concisa justificación que puede hacerse extensiva a la totalidad de su producción, en la que tantas veces, “desde una confusa masa de datos, emerge la desnudez de una vida humana”.

Tal cosa ocurre con el relato que da título al volumen Enciclopedia de los muertos, en el que una mujer, visitante de una imaginaria y misteriosa biblioteca sueca en la que se encuentra la enciclopedia de todos los seres humanos, lee febrilmente la entrada correspondiente a su padre, fallecido poco antes. La enciclopedia pone ante sus ojos la existencia entera del difunto, incluyendo las informaciones más nimias, de lo que resultará un conocimiento que no pudo tener el interesado, quien, presumiblemente, avanzó por la vida a ciegas y más bien dando tumbos, sin llegar a tener de sí mismo el mapa moral y espiritual del que puede disponer ahora su hija. Este inquietante relato alegórico ilustra por lo demás el sentido personal que Kiš tenía de la vida (y que compartía con Milan Kundera) como puzzle incomprensible para uno mismo, inteligible sólo posteriormente al convertirse en materia narrativa; o lo que es lo mismo: como obra que, en sus signos, en sus a menudo contradictorios datos, constituye el principal legado que tendrán que descifrar nuestros sucesores.

Algunos relatos destinados a integrarse en el volumen mencionado en último lugar, y otros dispersos, escritos entre 1980 y 1986, fueron publicados póstumamente bajo el título Laúd y cicatrices. Los más notables reunidos aquí son El apátrida, inspirado en la vida y la muerte del novelista y dramaturgo Ödön von Horvath, y el que da título al libro, bella y triste historia de un hombre en busca de la memoria. Ésta misma es la que alimenta cada obra de Kiš, un hombre que “cometió el delito de pensar” y que confrontó su lenguaje con una búsqueda que es literaria y por momentos metafísica, finalmente atemporal: la de otorgar un sentido a la vida más allá de ella misma.
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* La maleta de Portbou, Nº 2, Noviembre-diciembre 2013

jueves, 6 de febrero de 2014

DISPARATES / 94

FOOTLIGHTS, UNA NOVELA DE CHARLES CHAPLIN

Coincidiendo con los cien años del nacimiento del personaje de Charlot, la Cinemateca de Bolonia ha publicado por primera vez la única novela de Charles Chaplin, Footlights, que fue escrita en 1948, antes que el guión de la película que narra la historia del payaso Calvero y la bailarina Thereza y que se estrenó con el título de Limelight (Candilejas). El libro ha permanecido en los archivos de su autor desde hace décadas, y si no se ha publicado antes ha sido a causa de la oposición de sus herederos. La Cinemateca italiana, encargada de la digitalización de los archivos personales del cineasta, ha procedido a editar la novela a partir de los manuscritos dejados por Chaplin, tarea que ha correspondido a su biógrafo David Robinson. “La novela profundiza en la historia de Calvero, el payaso que el autor creó a partir de su breve pero decisivo encuentro en 1916 con el bailarín y coreógrafo ruso Nijinsky”. Éste, escribe Robinson, impresionó al autor de Candilejas “por su vitalidad, su equilibrio y su libertad”. Con una escritura próxima a la de Dickens, especialmente en la descripción y el estudio de caracteres, Chaplin compuso una novela “cargada de sombras y de nostalgia, crónica de la decadencia de un comediante alcohólico, el cual ha perdido a su público y que es salvado del suicidio por la bailarina Thereza”, explica Cecilia Cenciarelli, responsable de la Cinemateca boloñesa.

La película, en la que el propio Chaplin interpretó a Calvero y Claire Bloom a la bailarina, fue la última que aquél dirigió en Estados Unidos antes de ser expulsado del país por sus supuestas simpatías con el comunismo. “Chaplin estaba pasando por un mal momento cuando escribió la novela”, escribe Robinson. “Él era uno de los objetivos principales de J. Edgar Hoover, director entonces del FBI, lo que motivó que gran parte de la clase media estadounidense le diera la espalda. Esto fue un duro golpe para él, quien había sido el hombre más querido en el mundo en los últimos treinta años”. Así, la historia de Calvero adopta tintes autobiográficos y nos informa del estado de ánimo de su autor durante aquellos difíciles años.

“Los temas de la novela, la pobreza, la salud mental, la soledad, el teatro de variedades y la relación del artista con su público, representan también un regreso al Londres de su juventud: a los barrios humildes y a los cabarets que él conoció”, escribe la periodista Pamela Hutchinson, para quien el asunto de la novela “podría haber sido arrancado directamente de su infancia. Los borradores de esta novela confirman que estos recuerdos ocupaban todavía un lugar al final de su vida”, tras sus éxitos y el inicio de la campaña de desprestigio orquestada en su contra.

El libro está siendo promocionado esta semana con diversos actos en la Cinemateca de Bolonia, así como en el British Film Institute de Soutbank, en Londres, donde ha sido presentado por Robinson y Claire Bloom, a quien la novela está dedicada. Completado con un estudio de David Robinson, The world of the Limelight, el libro, de momento, sólo está disponible en la web de la editorial.
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martes, 4 de febrero de 2014

LECTURA POSIBLE / 134

IHARA SAIKAKU: EL SEXO O LA VIDA. DOS NOVELAS DEL MUNDO FLOTANTE

“Bien sé yo, aunque eres puta, tus virtudes”, afirmó Nicolás Fernández de Moratín en su Arte de las putas, del que el inefable Menéndez Pelayo escribió que no debía estamparse “ni el nombre”. Moratín, que hizo circular su libro, manuscrito, hacia 1770, desveló en él el sexo oculto del Madrid de su época, poblado por clérigos golfos, marquesas incontinentes, alcahuetas y “mujeres de la vida”. Lo escrito allí abiertamente acerca de las variedades del sexo, escondidas por lo común bajo pudorosas capas de mojigata y deliberada ignorancia y de hipocresía, es local y también universal, pues como el propio Moratín dice: “[búsquese en] todos los siglos, todas las naciones / y hallarán en el mundo practicados / mis dogmas por las gentes más ilustres”. No es extraño, así, que el libro de Moratín sea vecino de los escritos un siglo antes en Japón por un novelista y maestro del haikai, hasta no hace mucho desconocido entre nosotros, llamado Ihara Saikaku.

Nuestro autor vivió durante el período Edo, una época de cambios en la que Japón se abrió a Occidente, y cuya decadencia traería un nuevo y duradero aislamiento. La jerarquía feudal establecía en ella la existencia de cuatro clases totalmente separadas: los samuráis, los campesinos, los artesanos y los comerciantes, a las que había que añadir otras categorías sin reconocimiento social, entre ellas la de los mendigos y las prostitutas. Las cualidades que regían la vida de la clase alta, el bushidō (o “camino del guerrero”), a saber: diligencia, honestidad, honor, lealtad y frugalidad, se convirtieron en el ideal a imitar por una nueva burguesía surgida en la capital, Edo. A ello se aplicaron con denuedo los prósperos chōnin (artesanos y comerciantes), que en su calidad de clase ascendente iba a dotarse de una cultura propia, el ukiyo o “mundo flotante”, que abarcaría todos los campos creativos, en especial la pintura y la literatura, pero que debía plasmarse sobre todo en la vida, en una forma de existencia despreocupada y hedonista que encontró su espacio en el distrito rojo de la capital, Yoshiwara, barrio de burdeles, casas de té y teatros de kabuki. Precisamente las novelas de Saikaku son las que fundaron y definieron la literatura del mundo flotante.

Nacido en Osaka, nuestro autor heredó de su familia la profesión de comerciante, a la que renunció pronto para dedicarse a la composición de poemas, actividad en la que llegaría a ser maestro a la edad de veinte años. Las habilidades de un maestro haikai debían ser múltiples y no se agotaban en la sola redacción de versos, sino que además incluían la pericia en la improvisación y la velocidad, lo que en el lenguaje musical y en el teatral se llama “repentizar”. Pues bien, su primera gran obra, publicada en 1673, Diez mil versos de Ikutama, fue producto de lo que hoy podría llamarse una performance de doce días en la que un grupo de poetas se dedicó a la composición de haikus en un santuario de Osaka. Estos poetas, con Saikaku a la cabeza, debieron realizar su acción poética por su cuenta, ya que a causa de su heterodoxia se les excluyó de un acto oficial de características similares celebrado poco antes. No era sólo que no respetasen las muy estrictas y prolijas reglas poéticas, sino que además incorporaban a sus composiciones juegos de palabras, expresiones coloquiales y no pequeñas dosis de sentido del humor, todo ello a fin de criticar las costumbres de su tiempo.

La prematura muerte de su esposa, con veinticinco años, inspiró su primera obra en solitario, a la que aplicó las reglas del haikai, desprovistas por primera vez de su carácter colectivo. Sus obras posteriores, Muchos versos y Muchos versos de Saikaku, son ya obras de madurez que se alejan por completo de las normas que asfixiaban a la creación poética japonesa desde hacía siglos, centrándose de manera novedosa en lo que unos años más tarde iba a ser el asunto de sus novelas: la vida en la gran ciudad y en especial en sus barrios prohibidos. Sin embargo, nunca abandonó Saikaku la poesía, y a medida que le iban saliendo competidores realizó nuevas maratones poéticas destinadas a escribir en solitario más versos en menos tiempo, lo que le permitió realizar una proeza legendaria en 1685: la composición de un poema de 23.500 versos en un día.

Pero más allá de esos alardes atléticos, en su mayor parte intraducibles, la amplia fama de Saikaku en el Japón actual y fuera de él se debe a sus novelas, también ellas radicalmente innovadoras y las cuales siguen ejerciendo hoy su influencia sobre la literatura nipona. La primera de ellas, Hombre lascivo y sin linaje, o Amores de un vividor (1682) ha sido comparada con A rake’s progress (La carrera de un libertino), la célebre serie de estampas del ilustrador y satírico inglés William Hogarth. Ambientada en los barrios del placer, narra las aventuras eróticas de su héroe, Yonosuke. A ésta iban a suceder El gran espejo de la belleza femenina (1684), Cinco amantes apasionadas (1685), que entre nosotros fue publicada hace más de veinte años por la editorial Hiperión, y las dos que en primera traducción se publicaron el año pasado: Vida de una mujer amorosa (1686) y El gran espejo del amor entre hombres (1687).

Ambas novelas reúnen motivos suficientes para reclamar la atención del lector, empezando por el tratamiento “moderno” que reciben los personajes y por el modo en que sus respectivas tramas nos introducen progresivamente en la subjetividad de los mismos y en las atmósferas por las que transitan sus vidas. Menos desdeñable es aún el estilo de la escritura de Saikaku, que aquí se beneficia de dos excelentes traducciones que permiten reproducir lo que podría llamarse el “realismo poético” de estos textos redactados con tanta precisión y fluidez como encanto. Realismo poético no en el sentido de fantasmagorías románticas o de metáforas y situaciones extravagantes, sino en el del sencillo uso de cierta mirada poética que tiene la virtud de ennoblecer y humanizar a los protagonistas y sus peripecias, por oscuras y sórdidas que lleguen a ser. La cadencia de estos textos, su sobriedad, y su misteriosa percepción del mundo son las mismas que, antes de conocer la obra de Saikaku, hemos podido disfrutar en los films de Kenji Mizoguchi, en especial en su Vida de Oharu, mujer galante, adaptación de Vida de una mujer amorosa que se estrenó en 1952, recibiendo ese año el León de Oro del Festival de Venecia.

Puede que esa mirada poética, tan extraña y a la vez fascinante para el lector y el espectador español, y que viene a ser quizá la clave principal de estas novelas de Saikaku, se encuentre en su forma más nítida en el siguiente pasaje de la obra citada más arriba, en el que la cortesana protagonista y narradora nos dice: “Una vez viajé a las montañas de Yoshino, más bien a una zona agreste de aquella región más allá de donde brotan las flores, a un sitio tan remoto que por los alrededores no descubrí a nadie que pudiera compartir conmigo y con el resto de la humanidad el mono no aware”. Este mono no aware es en Japón algo parecido a lo que en Occidente llamamos “melancolía”, pero con la particularidad de que se trata no tanto de un sentimiento como de una conciencia: la de estar muriendo, la de asistir al lento escaparse de la realidad y de nuestra presencia en ella. La expresión fue acuñada por la crítica literaria a propósito del libro Historia de Genji, relato del siglo XI que se cree obra de una mujer de la nobleza, Murasaki Shikibu. Esa impermanencia (mujō) es uno de los rasgos esenciales del budismo e implica que la transitoriedad de todas las cosas aumenta la apreciación de su belleza, a la vez que evoca una suave tristeza a su paso. De esa fugacidad, y de esa triste belleza, está impregnado el universo de las novelas de Saikaku.

En Vida de una mujer amorosa una pareja de jóvenes llega accidentalmente a una solitaria cabaña en la que esperan encontrar a un eremita, pero en lugar de eso conocen a una anciana prostituta, esta mujer amorosa a la que se refiere el título y que les relatará toda su existencia, desde que siendo una muchacha fue vendida para pagar las deudas de su padre hasta que, habiendo pasado por todos los rangos de su profesión, fue a caer en el más ínfimo. La mujer les describe su aprendizaje del oficio, los privilegios de los que disfrutaba en su primera juventud, cuando se hallaba en situación de elegir a sus clientes y disponía de su propia servidumbre. Y la manera en que su envejecimiento la llevó a degradarse. Este descenso en la escala social permite a Saikaku hacer un retrato de los estamentos de la sociedad de su tiempo, retrato moral y también de costumbres, lo que incluye un detallado inventario de vestidos, maquillajes y útiles de belleza. Pero por encima del retrato social sobresale el de esta mujer innominada que transmite a sus visitantes la totalidad de su experiencia, de la sabiduría y la dignidad alcanzadas en el curso de su vida.

En El gran espejo del amor entre hombres nos encontramos en otra esfera de la sociedad japonesa, bien distinta a la anterior. El libro contiene veinte relatos cuyos protagonistas son samuráis que eligieron el nanshoku o “vía del amor viril”, que en la época Edo gozaba de una amplia tolerancia e incluso de prestigio social. Del mismo modo que la protagonista de la otra novela que hemos mencionado no podía resistirse a su pasión por los hombres, también estos samuráis se entregan totalmente a sus devaneos amorosos, los cuales no excluyen los juramentos de devoción eterna, las traiciones ni los duelos de honor. Pues en sus relaciones también imperaba esa exigente disciplina moral de los samuráis, el bushidō, que aquí deberá hacer frente a no pocos conflictos y situaciones adversas. El libro se completa con una introducción sumamente documentada que resulta esclarecedora acerca del lugar ocupado por la homosexualidad masculina en el Japón del tiempo de Saikaku.

Estas dos novelas magníficamente editadas, ambas acompañadas de ilustraciones, han venido a cubrir en parte un vacío de nuestras letras, el de un clásico que, por temática y estilo, bien podría pasar por ser nuestro contemporáneo. La protagonista de Vida de una mujer amorosa es de esos personajes que no se olvidan fácilmente, ni sus peripecias en el mundo flotante ni su soledad final. Y tampoco los samuráis de El gran espejo del amor entre hombres son ajenos a esa conciencia del mono no aware, la melancolía de la belleza fugaz, belleza devastadora y que sin embargo resulta ser imperecedera en cada una de estas páginas.