martes, 11 de febrero de 2014

LECTURA POSIBLE / 135

DANILO KIŠ: UN LENGUAJE ATEMPORAL

Este año (en octubre) se cumplirán veinticinco del fallecimiento del escritor yugoslavo Danilo Kiš, uno de los autores europeos más importantes de la segunda mitad del siglo XX, de quien la editorial Acantilado viene publicando desde 2006 su obra completa. De dicha obra han aparecido ya en castellano el volumen Circo familiar, que reúne la trilogía de novelas que el autor dedicó a su infancia, el ensayo Lección de anatomía y las colecciones de relatos Una tumba para Boris Davidovich, Enciclopedia de los muertos y Laúd y cicatrices, ésta última compuesta por los relatos de nuestro autor que se editaron póstumamente.

Danilo Kiš nació en Subotica, en la provincia de Vojvodina, hijo de un judío inspector de ferrocarriles. Si suele ser cierto que la infancia y la primera juventud señalan el camino que recorrerá el adulto, y que de esos años proceden los temas y la visión del mundo que darán forma y contenido a la creación literaria, tales cosas adquieren el rango de verdad difícilmente cuestionable si se aplican a nuestro autor, el cual tuvo que vivir el desgarro geográfico e histórico propio de esa región norteña de Serbia fronteriza con Hungría, y de las turbulencias balcánicas que constituyeron un capítulo no menor de la Segunda Guerra Mundial. Así, la familia de Kiš, trasladada a Novi Sad, la capital de Vojvodina, vivió allí los estremecedores acontecimientos de esta ciudad multiétnica, ocupada en 1941 por las tropas de la Alemania nacional-socialista y por sus aliados. Al año siguiente los sicarios del dictador Horthy perpetraron una matanza de serbios y judíos. Poco después el padre de Kiš fue arrestado y deportado a un campo de concentración, y él mismo, su madre y su hermana buscaron refugio en la aldea húngara de Kerkabarabas, de donde era originario el padre, que para entonces ya había sido asesinado en el campo de Auschwitz. Estos hechos iban a ser narrados más tarde en la trilogía Circo familiar, que se publicaría entre 1965 y 1972.

La palabra “desgarro” no se ha utilizado más arriba caprichosamente. A ese sentimiento de insatisfacción con el mundo, que en alemán recibe el nombre de Weltschmerz, se refirió ya mucho antes Heinrich Heine cuando escribió: “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento presente”. Este sentimiento es el que llevaría a Kiš a asumir como centro de su vasto territorio literario “la verdad pura y dura y humillante”, lo que en su caso equivaldría a dar por cierta la “convicción sobre la nobleza del sufrimiento”.

Dicha nobleza impregna las más de quinientas páginas de esta trilogía que constituye por sí sola uno de los monumentos de la literatura de las últimas décadas del siglo pasado, y ello no sólo en virtud de su valor testimonial, de su originalísima combinación de horror y dignidad, de crudeza y de realismo poético, sino también como producto de la diversidad de técnicas narrativas empleadas en su redacción, del camaleónico lenguaje, algunas veces experimental, con el que Kiš logró plasmar la memoria de lo que él era, como escribió alguna vez: un niño de corazón triste.

La primera novela de la trilogía, Penas precoces, se publicó en 1970. En ella el narrador regresa tras la guerra en busca de su casa familiar en la calle Bemova, la calle de los castaños de Indias. La casa ya no existe, ni los castaños, pero el narrador consigue localizar el lugar en el que aquélla y éstos se hallaban: “En la cabecera de mi cama ha crecido un manzano. Un tronco nudoso, torcido, sin fruto. La habitación de mi infancia se ha convertido en un huerto de cebollas y en el lugar donde se encontraba la máquina de coser de mi madre, de la marca Singer, hay un rosal”. Esta visita al lugar que ocupó la casa de su infancia da pie a la memoria a iniciar un proceso de reconstrucción en el que el lector asiste al acontecer de esos primerizos años, en los que junto a él mismo, la madre y la hermana, se erige ya la figura paterna, que acabará por convertirse en la verdadera protagonista de los siguientes volúmenes de la trilogía. Y es que el padre es un personaje extraordinario, autor de un Horario de transportes en el que pretende reunir todos los horarios de todos los medios de locomoción del mundo, por tierra, mar y aire, tarea imposible a la que se entrega con desenfreno y para la que no encontrará editor, amarga decepción de la que no se recuperará. Pero es que este hombre, asiduo visitante de tabernas y sanatorios psiquiátricos, cuyo único testamento es una maleta llena de papeles inservibles, verdadero archivo familiar, es también un ser épico que su hijo nos presenta como un príncipe ruso destronado, una mezcla de Ícaro, Ahasvero, Jonás, Ulises y Noé que, en medio de su trasiego alcohólico, llegará a poner en pie toda una filosofía panteísta cuyos secretos predicará en los bosques a árboles y alimañas, convertido en héroe de la noche panónica y danubiana, todo ello, en contra de las apariencias, en un intento por parte de su hijo de desenmascararlo y desmitificarlo, lento proceso que iniciará en Jardín, cenizas (1965) y que culminará en El reloj de arena (1972), donde asistiremos a la triunfal y definitiva caída del padre.

En el camino, Kiš hace uso de gran variedad de registros y de procedimientos narrativos, los que en su época estaban a disposición de un autor inquieto como él, que no eran pocos, y que culminan en la Instrucción y la Audiencia a los que el padre, aquí llamado Eduard Sam, es sometido por una autoridad innominada. Dicha Instrucción adquiere la forma de un interrogatorio exhaustivo en el que no es sólo el pasado del testigo el que es puesto a prueba, y que se extiende hasta abarcar un pedazo de territorio y de Historia. Esta relación testigo-acusado/interrogador-torturador volvería a aparecer en la narrativa de Kiš, en especial en su relato Una tumba para Boris Davidovich, que se publicó en 1976 y que dio lugar a una feroz campaña de difamación alentada por la Unión de Escritores de Yugoslavia, a la que nuestro autor replicó con su ensayo Lección de anatomía (1978), y al que sucedería poco después su emigración a París. “Una voz imperativa”, ha escrito recientemente Juan Goytisolo, “no encarnada, sin contexto alguno (su recreación la dejó en manos del lector) reitera despiadadamente sus preguntas. (…) El interrogador invisible no ceja en su empeño perverso de sonsacar datos, de penetrar en sus pensamientos y emociones no obstante la relación minuciosa de los mismos, sin ahorrar detalle, por ínfimo que sea, del también invisible interrogado”, pesquisa que sirve a Kiš, maestro de la elipsis, para destilar “a cuentagotas el acoso gradual de la comunidad judía”.*

Sucede que dicha personalización de un trágico acontecimiento colectivo, mediante el cual la humanidad habría sido separada por una línea divisoria entre el “ellos” y el “nosotros”, alcanza una suprema eficacia narrativa en manos de Kiš, de lo que este autor que no pertenecía ni al “ellos” ni al “nosotros” dejó suficientes pruebas en el resto de su obra. Buen ejemplo de ello son los relatos incluidos en el volumen Una tumba para Boris Davidovich, colección de estampas y viñetas y compendio de la mitología de nuestra civilización en la que el ya mencionado realismo poético de Kiš convive con los peculiares ecos de una visión talmúdica de la Historia. Sus protagonistas son revolucionarios y agentes secretos, víctimas y verdugos que participaron del sueño de la Komintern, héroes auténticos junto a otros de pacotilla que componen un denso e internacional muestrario humano. En uno de estos relatos, Los leones mecánicos, Kiš reflexiona como de pasada sobre su oficio literario, consistente en insuflar vida a unos fríos datos, a documentos que son como los restos de un naufragio. Al referirse a su elección de dar a estas biografías una forma narrativa, en lugar de la de un ensayo, se justifica, en primer lugar, “por la inconveniencia de citar en forma documentada los testimonios vivos, orales, de personas fiables; y, en segundo lugar, por mi incapacidad de privarme de la satisfacción de narrar, que concede al escritor la engañosa impresión de estar creando el mundo y de, como suele decirse, estar cambiándolo”. Una concisa justificación que puede hacerse extensiva a la totalidad de su producción, en la que tantas veces, “desde una confusa masa de datos, emerge la desnudez de una vida humana”.

Tal cosa ocurre con el relato que da título al volumen Enciclopedia de los muertos, en el que una mujer, visitante de una imaginaria y misteriosa biblioteca sueca en la que se encuentra la enciclopedia de todos los seres humanos, lee febrilmente la entrada correspondiente a su padre, fallecido poco antes. La enciclopedia pone ante sus ojos la existencia entera del difunto, incluyendo las informaciones más nimias, de lo que resultará un conocimiento que no pudo tener el interesado, quien, presumiblemente, avanzó por la vida a ciegas y más bien dando tumbos, sin llegar a tener de sí mismo el mapa moral y espiritual del que puede disponer ahora su hija. Este inquietante relato alegórico ilustra por lo demás el sentido personal que Kiš tenía de la vida (y que compartía con Milan Kundera) como puzzle incomprensible para uno mismo, inteligible sólo posteriormente al convertirse en materia narrativa; o lo que es lo mismo: como obra que, en sus signos, en sus a menudo contradictorios datos, constituye el principal legado que tendrán que descifrar nuestros sucesores.

Algunos relatos destinados a integrarse en el volumen mencionado en último lugar, y otros dispersos, escritos entre 1980 y 1986, fueron publicados póstumamente bajo el título Laúd y cicatrices. Los más notables reunidos aquí son El apátrida, inspirado en la vida y la muerte del novelista y dramaturgo Ödön von Horvath, y el que da título al libro, bella y triste historia de un hombre en busca de la memoria. Ésta misma es la que alimenta cada obra de Kiš, un hombre que “cometió el delito de pensar” y que confrontó su lenguaje con una búsqueda que es literaria y por momentos metafísica, finalmente atemporal: la de otorgar un sentido a la vida más allá de ella misma.
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* La maleta de Portbou, Nº 2, Noviembre-diciembre 2013

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