martes, 12 de julio de 2016

DISPARATES / 157

VERHAEREN, REGOYOS Y LA ESPAÑA NEGRA

En 1879 dos jóvenes músicos, catalán uno y madrileño el otro, emprendieron viaje a Bruselas, en cuyo Real Conservatorio, en el que habían estudiado unos años como becados, iban a recibir, respectivamente, el primer premio de piano y el de violín. Isaac Albéniz, el primero de ellos, tenía diecinueve años, y el segundo, Enrique Fernández Arbós, acababa de cumplir los dieciséis. A ambos se unió un tercero algo mayor que ellos, el cual había nacido en Ribadesella, hijo de un arquitecto. Tras el fallecimiento de su padre, y con la intención de seguir la misma carrera, el joven en cuestión se había inscrito en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la que tuvo por maestro al pintor de origen belga Carlos de Haes. El viaje a Bruselas iba a tener consecuencias para este estudiante de arquitectura llamado Darío de Regoyos, quien nunca iba a ser arquitecto y habría de pasar muchos años lejos de su tierra.

Es significativo que este Regoyos con inclinaciones pictóricas no viajara a Roma, escala y destino obligado durante largo tiempo para todos los aprendices de pintor: Roma, en efecto, es el clasicismo, pero París, y subsidiariamente Bruselas, son la modernidad y la vanguardia. En la capital belga Regoyos va a encontrarse con L’Essor, grupo que se había formado poco antes y al que sucederá el de Los XX, y al que pertenecen James Ensor, Théo van Rysselberghe y Fernand Khnopff, pero por el que también pasarán Monet, van Gogh, Pissarro y Cézanne, entre otros. Regoyos recibe clases del paisajista Joseph Quinaux, pintor de la naturaleza de Namur y de las Ardenas, y enseguida empieza a pintar y a ser pintado por sus condiscípulos, miembros de ese movimiento heterogéneo que apenas tiene otro común denominador más allá de su oposición al academicismo todavía imperante. Stefan Zweig relataría años más tarde una visita a Ensor, miembro destacado del grupo que vivía en la planta superior del pequeño negocio familiar que regentaba su madre en Ostende, cerca de la playa. El lugar estaba repleto de grandes cuadros, máscaras, tapices y objetos chinos, y el conjunto daba miedo. Entre tanto artilugio era difícil moverse, y Ensor, al fondo, semiescondido, con la cabeza en otra parte, tocaba el piano.

Se decía más arriba que Regoyos no tardó en convertirse en tema para la obra de los otros miembros del grupo, los cuales le retrataron con frecuencia, por lo general con una guitarra en las manos y cantando flamenco. Uno de esos retratos, el de Théo van Rysselberghe, le muestra en esa posición, exhibiendo sus aptitudes para el cante jondo y apoyando la espalda en un cojín, como si estuviera herido. En un margen del lienzo se lee la coplilla Gitanas en caló, que dice: “¡Llamo la muerte à vose / y no quiere veni / que hasta la muerte, ay mare / tenelaba làstima e mí! / Es el amor mi vida / como la sombra / que cuanto mas se aleja / mas cuerpo toma. / La ausencia es aire / que apaga el fuego chico / y enciende el grande”.

Regoyos es un visitante exótico, emisario de la ruina de un imperio que oprimió siglos atrás las tierras belgas, y de una España romántica que ya había sido descrita por Théophile Gautier y Victor Hugo. El primero de ellos había hecho la semblanza de un artista que para los europeos contemporáneos reunía todos los secretos, las seducciones y los misterios del país: “Goya”, escribió, “es admirable sobre todo cuando se entrega a su inspiración demonográfica; nadie como él sabe hacer danzar en la cálida atmósfera de una noche de tormenta gruesos nubarrones negros cargados de vampiros, de trasgos, de demonios, y desatar una cabalgata de brujas sobre una franja de horizontes siniestros”. Inevitablemente nuestro Regoyos se convirtió en agencia personal de viajes, y acompañó a algunos de sus colegas en expediciones españolas que solían incluir El Escorial, lugar que para los belgas compendiaba gran parte de lo siniestro hispánico, la supuesta Casa del Greco en Toledo y, naturalmente, el Museo del Prado. Es en este punto de nuestra pequeña historia, en 1888, cuando aparece el poeta Émile Verhaeren.*

Verhaeren tenía dos años más que Regoyos, era flamenco nacido a la orilla del río Escalda, aunque siempre escribió en francés, y fue estudiante de Derecho en Lovaina. Frecuentaba la casa del escritor socialista Edmond Picard, y publicaba poemas y artículos críticos en las revistas L’Art Moderne y La Jeune Belgique. No está de más tener en cuenta que su país había alcanzado la independencia tardíamente, y que en la consecución de la misma había tenido parte respetable el recuerdo del siglo XVI, con sus feroces guerras de religión y el correspondiente dominio de los Austrias españoles. Dicha memoria, y su reacción contra ella, formaba parte de la identidad nacional, como también sucedía con la dudosa relación que los belgas mantenían con el catolicismo, cuyas raíces allí se hundían en un período doloroso de la propia historia. Todo ello era tema de reflexión y de polémica entre los intelectuales, cosa a la que no era extraño Verhaeren, quien habría de interesarse por los problemas sociales de su tiempo y se adscribió al anarquismo, de lo que fue producto su colaboración en la prensa libertaria y su novela inacabada Désiré Menuiset et son cousin Oxyde Placard. El citado Zweig, gran admirador del poeta, creería encontrar en el joven y pequeño país de los belgas, multicultural y plurilingüe, un modelo a escala y un ejemplo de lo que podría ser en el futuro la progresista y unificada Europa.

Cuando tiene lugar el viaje a España de Verhaeren y Regoyos, en 1888, el padre de aquél acababa de morir y el poeta atravesaba una crisis que era en parte filial y que constituía una paradoja. Aquel adinerado padre, en efecto, había empezado por recluirle en un internado de jesuitas en Gante, y luego, cuando su hijo publicó su primera colección de poemas, Les Flamandes, que fue recibida con entusiasmo por la vanguardia, se sintió lo bastante consternado por el escándalo que el libro suscitó en su terruño como para, con la ayuda del cura, intentar adquirir la totalidad de la tirada para destruirla. A esos primeros poemas realistas y naturalistas habían sucedido otros que se inscribían de lleno en la corriente entonces en boga del simbolismo, pero el poeta había seguido bajo la sombra del padre, una sombra de la que debía desembarazarse en su viaje. Así iba a suceder, y Verhaeren sólo se sentiría en condiciones de emprender un proyecto de vida a la vuelta del mismo, de lo que sería prueba su matrimonio con la pintora Marthe Massin, a la que con el tiempo dedicaría tres colecciones de poemas: Les Heures claires, Les Heures d’après-midi y Les Heures du soir. El viaje que nos ocupa tiene trazas del que desde hacía un siglo realizaban los hijos de la aristocracia británica por Italia, un rito de paso, una iniciación, una búsqueda de experiencias, un revulsivo moral y estético, pero concebido todo ello a la inversa de un grand tour, pues lo que aquí se persigue es ante todo el rincón sombrío, la paz del cementerio bajo un cielo tenebroso.

Y ahí están: en Fuenterrabía, Rentería, Pasajes, Tolosa, Guetaria y Zumaya. Escuchan el euskera, van dando tumbos por los caminos, huyen de las aglomeraciones urbanas en pos de los caseríos más apartados, a los que siempre intentan llegar de noche para escapar de ellos al alba. Y bien pronto encuentran lo que buscan: iglesias destartaladas, efigies sangrantes, cementerios, duelos por un difunto, viáticos, harpías vestidas de negro, romerías, novilladas, procesiones y rosarios de la aurora. Más tarde seguirán hasta Pamplona, Tudela, Sigüenza y Madrid, donde hay que ver las obras de El Greco y Goya en el Museo del Prado, y como conclusión pasarán una tarde en El Escorial. Es aquí, no propiamente en el monasterio, sino en su entorno, donde el poeta creerá encontrar el sentido cierto de su viaje. En un paraje árido, escribirá, surgen de pronto “grupos de cuatro o cinco cantos amontonados [que] parecen túmulos de tiempos prehistóricos. No se puede creer que la casualidad los haya colocado de aquella manera extraña; otras veces forman bolas terribles o grandes mesas de granito. Se buscan los epitafios, pero nada: es la muerte inmensa, aunque anónima”.

Asomado al abismo, Verhaeren ha visto que España es un monumento funerario, un inacabable día de los muertos. Esta percepción de un país doliente y torturado no es sin embargo un descubrimiento, sino una confirmación de los temas que desde hacía algún tiempo venían ocupando la mente del poeta. Verhaeren había redactado el año anterior el poemario Les Soirs, primera parte de su llamada “Trilogía Negra”, y a la segunda parte de ésta, Les Débâcles, le estaba dando los últimos toques durante su viaje a España. Los poemas de este ciclo están repletos de lúgubres imágenes de un catolicismo considerado como mortificación y de la presencia constante de la muerte. De igual modo, la pintura de Regoyos ya anticipaba en sus primeros años en la emigración la atmósfera devota y pueblerina de la España negra. La visión selectiva con que ambos emprendieron su viaje era producto de una disposición previa, y testimonio de ello fueron las notas que Verhaeren envió a la revista L’Art Moderne, que se publicaron en cuatro partes bajo el título de Impressions d’artiste.

Diez años después, en fecha tan señalada para la historia española como 1898, Regoyos se decidió a traducir el texto de su amigo a fin de publicarlo en la revista barcelonesa La Luz, y luego, junto a una serie de grabados propios, en un volumen que tituló España negra y que apareció al año siguiente. Como indica el título del texto de Verhaeren, y como ha subrayado el profesor Frederik Verbeke, las notas redactadas por aquél, y la posterior traducción “libre” de Regoyos, “no corresponden tanto a unas impresiones de viajeros, sino más bien a unas impresiones de artistas”.** Ello explica que el texto original, así como la refundición abordada por Regoyos, en la que se permitió licencias como la de suprimir párrafos enteros de la obra de Verhaeren, y la de introducir otros propios, más que expresión de un viaje, lo sea de los intereses estéticos y de los asuntos que, de manera coincidente, reclamaban la atención de ambos por aquellos años. Tal cosa no impidió que la noción misma de la España negra tuviera éxito entre nosotros y que, independizándose de los textos que le dieron origen, terminara por convertirse en referente nacional-popular de una parte no pequeña de la intelectualidad española, a lo que contribuyeron los sucesivos acontecimientos dramáticos de la historia de España. De ello son buena muestra algunos cuadros de Ignacio Zuloaga, muchos de los de José Gutiérrez Solana y el ciclo de grabados La España negra de Franco que el artista montañés Luis Quintanilla presentó en Nueva York en 1946.

De hecho, pese a la reducida difusión que tuvo en su momento el libro de Regoyos, sabemos que fragmentos del mismo se publicaron en la revista Vida nueva, en la que colaboraban autores como Unamuno y Galdós, y que la España negra se cruzó en el camino del acalorado debate que tuvo lugar en torno a la obra de Zuloaga y de su representación de lo que entonces se llamaba “el alma española”. Si ésta representaba en verdad una presunta esencia nacional, si era pura delectación en el atavismo y la barbarie de una sociedad atrasada, o si no era más que una postal concebida al gusto francés, fue la cuestión que se debatió entonces y cuyos ecos, sorprendentemente, llegan hasta nosotros. También a este asunto que sigue abierto se refirió Federico García Lorca en 1933 en su Juego y teoría del duende, en el que se refirió proféticamente y por extenso al “triunfo popular de la muerte española”.
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* El próximo noviembre se cumplirán cien años de la muerte del poeta belga. La información acerca de los diversos actos en homenaje a su memoria puede consultarse en la web del Museo Émile Verhaeren de Sints-Amands (en neerlandés y francés).

** Frederik Verbeke, La Rioja “negra” de Émile Verhaeren y Darío de Regoyos: encrucijada de lecturas, en Ignacio Iñarrea Las Heras y María Jesús Salinero Cascante (coords.), El texto como encrucijada: estudios franceses y francófonos, Vol. 2, Universidad de la Rioja, 2003, pags. 169-186.