martes, 29 de mayo de 2012

LECTURA POSIBLE / 60


CORAZONES CICATRIZADOS, UNA NOVELA SOBRE LA ENFERMEDAD Y EL DESEO

Emanuel, un joven que ha sido internado en el sanatorio de Berck a causa de una dolencia ósea, y que vive en el interior de una coraza de escayola, conoce a Solange en los primeros días de su internamiento. Ella, ex enferma que también fue aprisionada durante largo tiempo por el rigor médico imperante en el sanatorio, despierta de inmediato en el joven un ardiente, imperativo deseo sexual. Un día él, que está obligado a yacer en una especie de camilla, extiende hacia ella un brazo con un movimiento rápido y brusco. A esto sigue un abrazo apasionado y la exploración de las intimidades del cuerpo de Solange, quien advierte: “Esto te hará mal”. El joven, reducido a la condición de busto de piedra, descubre horrorizado que entre su cuerpo y el de Solange el yeso pone “una barrera de indiferencia y crea un organismo nuevo, impersonal”. La escayola lo aplasta de manera insoportable, impidiéndole realizar los movimientos libres, naturales, del amor. Después, pasada la exaltación, y mientras Solange le acaricia la frente, Emanuel “notó que una parte de su vida, libre y esencial, había desaparecido de él, quizá para siempre. En su lugar, se había instalado una amargura tranquila y dolorosa, como una nueva luz interior llena de tristezas”.

Este es uno de los episodios centrales de Corazones cicatrizados, novela del rumano Max Blecher que ha sido publicada por la editorial Pre-Textos. La producción total de Blecher, autor de tres novelas y de una breve pero importante obra poética, ha sido íntegramente traducida al castellano en los últimos años. Toda ella, por cierto, por el mismo traductor: Joaquín Garrigós. A la publicación en 2006 de sus novelas Acontecimientos de la irrealidad inmediata y La guarida iluminada (diario de sanatorio), que aparecieron en un volumen de la editorial valenciana Aletheia, se ha añadido últimamente ésta que comentamos y el poemario Cuerpo transparente (Ediciones de la Rosa Cúbica, 2008), que reúne los quince poemas que se conocen del autor y que éste publicó en vida.

Y digo “en vida” cuando en realidad acaso debería decir en “infravida”, pues este autor nacido en Botoşani, en la región de Moldavia que hoy queda fuera del estado de ese nombre, y que a la vez es parte de la llamada baja Bucovina, vio dramáticamente mermada su existencia ya a los diecinueve años, cuando se le diagnosticó una tuberculosis ósea que afectó a su columna vertebral, lo que le obligó a pasar el resto de su breve existencia (falleció en el año 1938 con sólo veintinueve de edad) encorsetado en un armazón de escayola y en posición yacente.

No es preciso insistir sobre el hecho notorio por lo dicho hasta aquí de que toda la obra de Blecher es autobiográfica, producto personal de su experiencia con la enfermedad y de la forma de vida (y de la visión del mundo) que aquélla le impuso. La anormalidad de sus condiciones de existencia se convierte en dicha obra en normalidad fisiológica que él describe con precisión, sin ahorrar al lector detalles escabrosos acerca de las miserias que puede producir y soportar un cuerpo humano. Blecher escribe sin lamentarse ni compadecerse, y lo que trasciende en su obra al horror del mal físico es un ansia nunca agotado y nunca satisfecho de vida. En Corazones cicatrizados, desde las primeras páginas, cuando se le informa de la naturaleza de su enfermedad, Emanuel es consciente de estar poniendo fin a la vida conocida hasta entonces y de empezar a adentrarse en una nueva, una en la que se hallará bajo la esfera de nuevas y desconocidas realidades: el omnipresente y opresivo sanatorio de Berck, verdadera armadura del mundo tras la que no existe nada y que es por ello equivalente a esa otra armadura de yeso que el protagonista lleva bajo la ropa, el doctor Cériez y las enfermeras, y sobre todo la población enferma o ex enferma de esa montaña mágica a orillas del Canal de la Mancha, ese Berck que es “algo más que una ciudad de enfermos. Es un veneno muy sutil. Penetra directamente en la sangre. Quien ha vivido aquí no encuentra su sitio en ningún otro lugar del mundo”.

A las primeras impresiones (es decir, a la sensación de estar viviendo un sueño o una alucinación surrealista) sucederá pronto en la conciencia del protagonista la de que ni siquiera Berck puede negar del todo sus derechos a la vida, la cual adopta allí si acaso un tinte heroico, ya que lo que era común fuera se convierte dentro en extraordinario, heroísmo acentuado aún por el impaciente anhelo de placeres de aquella comunidad de enfermos, lo que se manifiesta en la profundidad exacerbada de sus amores y odios, circunscritos a un presente que carece por completo de horizonte, tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Todo ello convierte por momentos a Corazones cicatrizados en una novela erótica, a la vez que en una novela de formación en la que el protagonista debe aprender (como ocurre en cualquier otro contexto, dicho sea de paso) a desenvolverse, para lo cual nuestro Emanuel contará con guías especializados: en primer lugar su amigo Ernest, que le introducirá en las fiestas, siempre próximas a convertirse en orgías, que celebran los enfermos de Berck; el ex piloto de carreras Zeta; y, destacando entre muchos otros, la pareja formada por la señora Wandeska y su enamorado Tonio. Pues sucede que el estar reducidos a la condición de larvas, oprimidos por sus corsés de escayola que hacen imposible todo verdadero contacto físico, y limitados a la posición horizontal, tendidos permanentemente en sus gutieras, no les impide desplegar una incesante actividad social y amorosa, a menudo tan enardecida como frustrante.

No por casualidad el libro se abre con una cita de Soren Kierkegaard, lo que sugiere que las turbaciones que triunfan allí donde la enfermedad alcanza su máxima plenitud, pese a las apariencias, no son sino las mismas que aquejan por necesidad a la existencia humana. Blecher muestra en la sobriedad de su crónica en tercera persona, y con pulso de gran narrador,  la pura naturaleza del sufrimiento, pero también la constante y feroz rebelión contra los límites impuestos a la vida y al goce de la misma, sean estos cuales sean, pues dichos límites no pueden ser aceptados sencillamente por esa conciencia superior de la que para bien o para mal está dotado el hombre. Esta conciencia experimenta el implacable destino, el dolor y el deseo, y en su inagotable afán de existir acaba siempre por consumirse, aunque entretanto nos deje, como de pasada, el relato de sus desvelos.

martes, 22 de mayo de 2012

LECTURA POSIBLE / 59


UNA OBRA MAESTRA DE LA NARRATIVA BREVE: JARMILA, DE ERNST WEISS

Desde que Heinrich von Kleist escribió sus narraciones a principios del siglo XIX, algunas tan célebres como La marquesa de O y El terremoto de Chile, el relato corto se ha incorporado a la mejor tradición de la literatura alemana, que con el tiempo habría de dar los preciosos frutos de la creación kafkiana. Si a esa fuente de inspiración, es decir, a las desbocadas pasiones de la última literatura romántica en lengua germánica, añadimos la pericia descriptiva y la maestría técnica alcanzada por Poe en la narración de historias en formato breve, casi siempre abocadas al terror y a la confrontación del hombre con sus propios límites y con lo desconocido, puede decirse que tenemos los elementos que configuran la más noble corriente literaria que ha querido hallar su forma de expresión en la brevedad y que en español ha tenido insignes cultivadores como Francisco Ayala y Jorge Luis Borges.

En la nómina de escritores en alemán que se han sentido atraídos por este formato no figuraba el nombre del checo Ernst Weiss, conocido sobre todo por su novela El testigo ocular (Siruela, 2003), de quien se ignoraba que fuera autor de una obra maestra del relato, esta Jarmila que comentamos y que ha tenido una existencia azarosa hasta su tardía publicación.

Weiss, que era médico y ejerció la cirugía en Viena, Berlín y Praga, tuvo una estrecha amistad con Kafka y formó parte de los círculos literarios de esta última ciudad hasta que se exilió a París en 1934. Allí pudo vivir precariamente gracias a la ayuda económica de amigos como Thomas Mann y Stefan Zweig. En su correspondencia con éste puede leerse: “Aunque es cierto que ahora todo se acerca al abismo con una celeridad espantosa, no me han abandonado del todo la esperanza y la confianza”. En París no sólo recibía de Zweig esas aportaciones económicas que le permitían ir tirando, sino también libros que todavía podían publicarse en Viena y a los que sus penurias le impedían el acceso. Así llegaron a sus manos dos libros de relatos de su amigo, de los últimos que pudo publicar antes de que el Reich se anexionara Austria: Caleidoscopio y La cadena. Decidido a seguir escribiendo, aunque consciente de las pocas posibilidades de ser publicado, este autor de novelas que le habían otorgado prestigio en la Alemania de los años 20, escribió su primer y único relato breve, al que se refirió en una carta enviada a Zweig en junio de 1937: “Estimulado por su tomo de novelas breves, he escrito una pequeña narración de unas sesenta páginas mecanografiadas”. Y añade que, en el proceso de creación de la misma, “he descubierto cuánta precisión, sutileza y unidad interna presupone dicha forma… ¿Puedo permitirme enviarle esa cosa, que quizá en estos momentos no sea publicable en absoluto? Se llama Jarmila y, de un modo más o menos irónico, lleva el subtítulo: Una historia de amor de Bohemia”.

Zweig, que por entonces se encontraba en Londres, le animó a seguir escribiendo y le dio esperanzas de que la obra pudiera ser publicada. De hecho, parece ser que Jarmila iba a editarse en una revista de los exiliados alemanes en Moscú, Das Wort, cosa que finalmente no ocurrió, si bien Weiss recibió unos honorarios que le permitieron “hacer una escapada al mar”, según informó en otra carta. El 15 de junio de 1940, a la entrada de las tropas nazis en París, Weiss se suicidó en su habitación del Hotel Trianon, en la Rue de Vaugirard. Los manuscritos que se encontraron en su habitación fueron destruidos, y se cree que entre ellos figuraba la continuación de su novela El seductor y otra casi acabada, así como sus diarios y la narración Jarmila. De ésta aparecería décadas más tarde una copia que conservó Mona Wollheim, otra exiliada alemana en París que mecanografió algunos de los últimos escritos de Weiss. Así, Jarmila pudo publicarse finalmente en alemán en 1998, más de sesenta años después de su redacción.

La agitada historia de esas sesenta páginas mecanografiadas, que según Mona Wollheim presentan un desenlace distinto al que figuraba en el manuscrito, es parecida a la de otras historias escritas en aquellos años, así como a la existencia y al destino en los mismos de sus propios autores. En su Jarmila, Weiss, como hacía Zweig en sus relatos, se propuso devolver a la vida el viejo mundo que él y su amigo habían conocido, pero a diferencia de éste no situó la narración en un ámbito urbano, sino en la Bohemia rural vecina a la Moravia en que nació. Esto le permitió viajar imaginariamente a regiones que conocía bien y que por esos años le estaban vedadas. Así, no es extraño que el protagonista sea un francés innominado que se traslada a Praga por un asunto de negocios, ciudad de la que se hace una nostálgica descripción en los primeros capítulos.

El relato arranca con los preparativos del viaje a Praga y con un objeto que cobrará protagonismo durante el relato, a la manera de un leitmotiv de fuerza simbólica y que ayudará al avance de la historia: un reloj. Y es que el viajero ha olvidado el reloj en casa, por lo que de camino a la estación decide comprar uno en un baratillo. Resultará ser un reloj de propiedades extraordinarias y que ostenta su propia concepción del tiempo, lo que le hace adelantar y atrasar de manera en apariencia aleatoria. Por medio del reloj, y ya en Praga, el viajero trabará amistad con un curioso personaje, vendedor ilegal en la Plaza de San Venceslao, con el que pasará una noche y del que conocerá la trágica historia de su amor por Jarmila. Al inicio de este relato aparece ya el segundo leitmotiv de la historia: las plumas de ganso que caen a los pies de Jarmila, pues ella, como buena campesina, también debe desplumar a estos indefensos animales para obtener el valioso plumón con el que comercia su esposo. El narrador de esta historia, que antes de dedicarse a la venta ilegal de baratijas era relojero, mantenía una adúltera y apasionada relación con Jarmila, de la que resultó un hijo que el esposo de ésta, el hacendado y mercader de plumas de ganso, creía propio. La pareja se debate entre una doble vida cada vez más conocida públicamente y la ilusoria esperanza de un viaje a América, a la negra Harlem, donde ambos podrían iniciar con su hijo una nueva vida.

La narración del relojero se intercala con el relato marco que se desarrolla en Praga durante una noche, tiempo en el que aquél y el viajero trasegarán abundante cerveza recorriendo las tabernas del centro de la ciudad. Más tarde la acción se desplazará a París, donde el relojero aparece de pronto con su hijo, y donde la historia de aquél tendrá su desenlace. La de Jarmila también había tenido el suyo, que hemos conocido a través del relato del relojero. El de éste y Jarmila no era un amor corriente, pues, como él dice, Jarmila se entrega al hombre de un modo distinto a como “suelen ser las mujeres entre nosotros, la gente del campo”. Y es que la sensualidad y la arrolladora naturaleza instintiva son de los rasgos comunes en varios personajes femeninos de la obra de Weiss.

Hoy los tiempos tienen un aroma (un hedor, más bien) que nos resulta familiar por la obra de autores como el que nos ocupa. Y si bien para Weiss Jarmila pudo ser casi una momentánea evasión, en realidad sus preocupaciones para entonces eran ya otras, pues sus últimos proyectos de novela se situaban todos en la estela de El testigo ocular, donde mostró las perturbaciones mentales de un personaje al que aludía como AH, un veterano de la I Guerra Mundial que fue ingresado en un hospital militar aquejado de “ceguera histérica”. Este personaje naturalmente es Adolf Hitler, a cuyo historial psiquiátrico tuvo al parecer acceso Weiss durante su estancia en París. Y también sobre el ascenso del nazismo trataba la inacabada El seductor, así como presumiblemente la otra novela casi completa que fue destruida junto a aquélla. Puede suponerse, en suma, que el relato que comentamos significó para su autor una pausa en los trabajos que le ocupaban en esos años, y que él consideraba más importantes. Lo que sin embargo no justifica la afirmación del editor alemán hecha en el posfacio de la edición de Minúscula, según la cual Jarmila es una narración “apolítica”.

En primer lugar, la relación social entre los miembros del trío protagonista, es decir, el gordo hacendado, su esposa y el humilde relojero, tiene un contenido político que nos es bien conocido por la literatura naturalista de ámbito rural de principios de siglo, de lo que es buen ejemplo Terra baixa, del catalán Ángel Guimerá. Segundo: el relato alude a dos temas que obsesionaban a Weiss y que tienen también un fuerte contenido político. Me refiero a la triste cuestión de “las fronteras”, esa espantosa maldición que los tiempos modernos trajeron a millones de europeos que antes habían podido desplazarse libremente, y acerca de la cual escribieron profusamente Zweig y Joseph Roth, entre otros. Cuestión aparte, desde luego, es el proyecto de emigración a Harlem del relojero, que constituye uno de los leitmotiv de la narración y que sin duda tenía alguna implicación política en el momento en que Weiss escribía, hallándose éste emigrado, virtualmente en la miseria y con los nazis a las puertas de París. A lo que bien puede añadirse el hecho mismo que explica el relato, a saber: la añoranza de Praga que no oculta su autor, y a la que le era imposible regresar por las razones que podemos suponer. Salvedades todas ellas que no restan valor al ilustrativo posfacio de Peter Engel y que deben tenerse en cuenta para comprender los méritos de Jarmila, esta obra maestra que sirve para ilustrar, de paso, cómo la palabra consigue abrirse camino a través del tiempo y de la barbarie.

jueves, 17 de mayo de 2012

DISPARATES / 40


ESPAÑA EN AMÉRICA

El llamado “mundo anglosajón” no es sólo el ámbito del que proceden el neoliberalismo, las despiadadas primas de riesgo, las infinitas series televisivas que inundan las pantallas del mundo entero, las noticias del periódico o los cereales del desayuno. El mundo anglosajón es ante todo una comunidad lingüística y por eso mismo cultural de una dimensión, en el tiempo y el espacio, acaso inédita en la historia de la humanidad. Como todas las culturas que ya tienen mucho tiempo a sus espaldas, también la anglosajona posee sus zonas oscuras, sus inquisiciones, sus brahmanes y sus intocables. Sin embargo, si algo la caracteriza, la distingue y a la vez sirve de explicación a su éxito, esto es sin duda su peculiar facultad para la asimilación, la absorción, ese temperamento pragmático del que sobradamente ha dado muestras y que ha invitado siempre, a lo largo de su carrera imperialista, a incluir e integrar.

Los anglosajones del siglo XVIII hicieron sitio a un músico alemán que venía de Italia, y que se llamaba Georg Friedrich, para que llegara a ser Handel y pasara a la historia. También los anglosajones de América que en el siglo XIX ganaron una guerra civil fueron lo bastante listos como para incluir a los vencidos en su proyecto nacional, en lugar de fusilarlos o enviarlos al exilio. Cuando ese proyecto adquirió la forma de un gigantesco monumento económico, los mismos americanos abrieron las puertas de su blanco, protestante y capitalista país a sucesivas oleadas de inmigrantes chinos, italianos, eslavos, judíos o hispanos, como ellos los llaman, convocados todos a una construcción nacional. Cuando hoy se habla de América, la del norte, como “un gran país”, ni los más reaccionarios que forman parten de él olvidan lo que otros, venidos de los cuatro puntos cardinales, han hecho para alcanzar tal fin. Además, esos mismos reaccionarios también son otros, o lo fueron.

Todo ello ha hecho posible que un mal (la colonización) al que tarde o temprano sucede otro mal (la descolonización) haya adoptado en América del norte una naturaleza modélica que ya quisieran para sí los que en África y Asia han sufrido desastrosas colonizaciones y aún más desastrosas descolonizaciones, de lo que nosotros, que sabemos algo de estas cosas, tenemos un ejemplo todavía palpitante en la ex provincia del Sahara, caso único de descolonización que ha superado en horrores a la colonización propiamente dicha. Por lo mismo, difícilmente encontraremos en nuestro atribulado mundo una relación semejante, entre potencia colonial y ex colonia, a la que existe entre el Reino Unido y Estados Unidos, estados que sobre el papel no pueden ser más diferentes, monarquía uno y república el otro, ni con jefes de estado más dispares, una anciana dama de tez blanquísima, jefa de la Iglesia anglicana por añadidura, por un lado y un caballero de color indefinible y de raíces musulmanas por el otro. Sin que nada de esto interfiera en una relación que ambas partes consideran preferencial y privilegiada, y esto en todos los ámbitos: el político, el financiero, el militar. Quienes tienden a ver lo anglosajón como un modelo granítico, olvidan que tal cosa es por el contrario el ejemplo más radical y categórico de lo que alguien quijotescamente llamó “alianza de civilizaciones”, y por consiguiente la prueba palpable de que tal invento, lejos de ser una utopía o una idea que pueda situarse en un improbable futuro, es ya desde hace tiempo una realidad, y a la vista de su éxito una realidad tan digna de admiración como de imitación.

Pues bien, ¿por qué no la imitamos?

Hace unos días decía Ignacio Ramonet que “gracias a las políticas aplicadas por los gobiernos progresistas, América Latina está viviendo el mejor momento de su historia, pues ochenta millones de personas han salido de la pobreza”. Mientras la economía de América Latina crece, la de España, según afirman los sabios neoliberales y atestiguan las colas ante las oficinas de empleo, ha entrado en su segunda recesión en cuatro años. Mientras en España se recortan y suprimen derechos y servicios públicos, en América Latina esos mismos derechos y servicios se fortalecen o se crean. América Latina tiene petróleo, gas, y, como se ha visto, la voluntad de afirmar su soberanía sobre sus abundantes bienes naturales. Por si fuera poco el pasado fin de semana un venezolano ganó el gran premio de España de Fórmula 1, amparado entre otros patrocinios en el de la empresa nacional de petróleo de su país.

No es casualidad. No es casualidad que estos estados que hoy disponen de gobiernos progresistas estén ganando terreno a la pobreza y la exclusión, pues es bien sabido que tales estados sufrieron ya hace tiempo las mezquindades neoliberales que hoy se abaten sobre nosotros. Lo que tienen en común esos estados, que por lo demás difieren en la forma de afrontar sus respectivas situaciones (tan dispares como pueden ser las de Ecuador y Argentina), es esa experiencia catastrófica del neoliberalismo, su reacción positiva ante ella y la capacidad de imaginar un nuevo proyecto nacional, y sobre todo el hecho de que todos hayan roto su servidumbre, que los mantenía en una condición virtualmente colonial, frente a las instituciones que representan a los delictivos poderes financieros y que siguen siendo sacrosantas en España: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y sus allegados. Las estadísticas que periódicamente publican organismos tan libres de sospecha como las Naciones Unidas revelan con claridad, excepto para quienes dichas estadísticas son invisibles, cómo la pobreza y la marginación prosperan en los países que siguen los dictados del mercado y disminuyen en los que se han liberado de éste, a costa de ser demonizados por los medios de comunicación, y que, tras conocer dicha experiencia, han elegido el camino de la soberanía.

¿Será posible una nueva forma de relación de España con esta Latinoamérica tan próxima y tan lejana a nosotros, más allá de la palabrería habitual y de los que sólo ven en esta última, con los ávidos ojos del que añora otros tiempos imperiales, un territorio abierto a los negocios de Repsol y Telefónica?

Hoy es preciso admitir que no existe en España ni el más remoto indicio de ver en América Latina un modelo a seguir, lo que bien puede ser un trágico error que padecerán, si nada cambia, generaciones que aún no han nacido y a las que por tanto es difícil atribuir alguna culpa. Por no hablar de las que ya han nacido y no tienen idea de las contradicciones y los disparates de sus padres y abuelos. 

De padres y abuelos va también por cierto la cosa en Grecia, donde al hundimiento del sistema económico ha sucedido el del sistema político, de forma que los dos partidos mayoritarios han pasado de controlar el ochenta por ciento de los votos a sólo el treinta. Otras formaciones políticas que no cuentan con las bendiciones del poder económico, y que a la primera no han conseguido formar un gobierno, deberán intentarlo de nuevo, seguramente en mayoría, tras las próximas elecciones. La formación en Grecia de un gobierno partidario de no pagar la deuda, de la salida del euro y de la Unión Europea significaría un hecho revolucionario en Europa y que tendría consecuencias, en primer lugar en España. Ello no significa que el camino que podría emprenderse sea fácil. Pero sí demostraría aquello de que otro mundo es posible, un mundo multipolar que ya existe en América Latina, donde desde hace tiempo se viene manifestando que es posible prosperar al margen de lo que impone el mercado. O más bien: que sólo es posible prosperar en dicho margen.

Norteamérica se hizo grande con la inclusión, ante todo con la inclusión de lo diferente. ¿Qué nuevas posibilidades se abrirían a la Europa del sur si fuéramos capaces de concebir un futuro al margen del despotismo económico del norte, uno que mirase hacia América Latina, hacia su modelo basado en la soberanía? Tal nueva mirada hacia ese sur que existe y que es afín a nosotros por cultura, por tradición y por historia abriría unas posibilidades inmensas de prosperidad recíproca. Y a España le ofrecería la alternativa de construir una soberanía de la que hoy carece. Pues Europa no es ya el único horizonte, ni es capaz de ofrecer un modelo político y económico que sea a la vez viable y mucho menos justo. Que la expectativa de una salida del euro y una aproximación a América Latina en el marco de unas nuevas relaciones internacionales no sea, ni de lejos, una opinión extendida, no basta para invalidarla, en primer lugar porque el proyecto de Europa ya no es una opción, y en segundo porque precisamente las crisis suelen tener el efecto de abrir la mente a posibilidades que antes de ellas nadie imaginó. Aprender de América Latina, cooperar con ella de igual a igual, integrarse en un gran proyecto que es a la vez político y económico, y que cuenta con suficiente arraigo en nuestra cultura, un proyecto además que tiene por rumbo la justicia de la que Europa reniega, no es un delirio transitorio en tiempos de emergencia ni un capricho surgido de la ofuscación reinante. Es una necesidad.

martes, 15 de mayo de 2012

LECTURA POSIBLE / 58


ENCUENTRO EN EL INFINITO, UNA HISTORIA DE TIEMPOS DE CRISIS

En una estación de Berlín el joven Sebastian, escritor e intelectual en ciernes, sube al tren que lo llevará a París, donde espera introducirse en los círculos literarios y encontrar el camino para su oficio y su alma. A la partida asisten algunos de sus amigos, entre ellos su acongojada novia, la bella Do. La marcha de Sebastian tiene algo de despedida definitiva, y da la impresión de que sobre el momento pesa un oscuro presagio. En su compartimiento, el joven evoca la mirada de miedo que ha captado en Do, y trata de explicarse sus contradictorios sentimientos hacia quien hasta hace poco ha sido su mejor amigo, Gregor Gregori, que no ha acudido a la estación a despedirlo. Éste, en la misma estación berlinesa, daba la bienvenida a esa hora a Sonja, actriz que vuelve tras hacer unas funciones en Munich. Gregori es bailarín y coreógrafo, pero sobre todo es un hombre de éxito que ha empezado a desenvolverse en círculos más elevados. Son los primeros años 30 y los últimos de la República de Weimar.

Así empieza Encuentro en el infinito, novela de Klaus Mann que se desarrolla en esos años alegres y depravados que presagiaban la barbarie que se acercaba. Klaus fue el último miembro de la saga literaria de los Mann junto a su hermana Erika, a quien debemos, aparte de sus propias obras, gran cantidad de manuscritos de su padre que ella rescató de la casa familiar de Munich cuando todos los Mann, por distintos medios, emprendieron el camino del exilio. Hijos de una educación profundamente liberal, Klaus y Erika fueron cómplices espirituales desde la infancia. Ella estrenó un drama de su hermano, y juntos hicieron un viaje por todo el mundo y más tarde por Estados Unidos. Klaus Mann se convirtió en el exilio en uno de los más activos propagandistas antinazis, estuvo presente como corresponsal en la guerra civil española y consiguió ser admitido en las fuerzas armadas estadounidenses, de cuya revista Star and Stripes fue redactor, a pesar de su homosexualidad y sus simpatías con el comunismo. Al final de la guerra desembarca en Italia y desde ahí llega a la devastada Alemania, en la que durante unos años se dedicará a denunciar la indiferencia de unos y el colaboracionismo de otros. Alemania lo acogió con hostilidad, o mejor dicho: no lo acogió. Aislado, y alejado progresivamente de su padre y de su hermana, Klaus Mann se suicidó en un hotel de Cannes en 1949.

De Klaus Mann fue muy divulgada entre nosotros la novela Mephisto, que escribió en 1936 y cuya difusión internacional casi medio siglo más tarde se benefició de una adaptación fílmica debida al húngaro István Szabó, quien recibió por la misma un Oscar y diversos premios en Europa. En Mephisto, Mann contaba la historia de un actor de éxito que se veía envuelto, no siempre contra su voluntad, en las redes del poder nazi. Si el film de Szabó encontró el camino allanado en los años 80, no ocurrió lo mismo con la novela de Mann, que no se publicó en Alemania hasta veinte años después de su redacción y que enseguida suscitó algunas querellas judiciales por parte de personajes de la política, la banca y la industria que creían verse retratados, con razón, en la obra. Curiosamente, estos episodios protagonizados por unos personajes que se presentaban libres de toda culpa y que eran alabados en la Alemania de postguerra vino a ser de hecho la continuación más apropiada a la novela de Mann, la cual, como la mayor parte de su obra, trata entre otros el tema de la responsabilidad cívica (o de la falta de ella) frente a la barbarie.

También éste es uno de los temas de Encuentro en el infinito, novela mucho menos conocida que la mencionada más arriba y que sin embargo es tal vez la mejor de su autor. De esta novela de 1932, de la que por su fecha de redacción no puede esperarse un retrato del ascenso del nazismo tan completo como el que aparecerá unos años más tarde en Mephisto, su moderno editor alemán, Fredric Kroll, ha escrito en el epílogo a la edición que comentamos: “Inmediatamente me convencí de que había encontrado un libro de culto para los jóvenes”. Pues la novela describe de manera muy personal “el desconcierto de los jóvenes, su rebelión contra la soledad y su crítica del reparto injusto de los bienes terrenales”. Por ello, Kroll señala a Encuentro en el infinito como un complemento de El lobo estepario, de Hermann Hesse, a lo que bien podría sumarse otra novela de culto posterior, En el camino, de Jack Kerouac.

La novela fue muy mal acogida en su momento, y ya antes de que a su autor se le colgara la etiqueta de degenerado que el nazismo reservaba a todo el arte contrario a sus principios de sumisión y pureza racial, Encuentro en el infinito escandalizó a derecha e izquierda por la amoralidad de sus jóvenes protagonistas, por su carencia de objetivos y su falta de raigambre social. Pero es que Mann no se proponía con ella establecer doctrina alguna, sino solamente (lo que no es poco) mostrar con honestidad el estado de las cosas en una sociedad corrupta y sometida a un radical embrutecimiento, pero eso sí, un embrutecimiento envuelto por el exquisito y refinado velo del arte, de la estética, del sexo y de las drogas.

Y es que pocas veces una época habrá sido plasmada en la literatura de manera tan escrupulosa. Aspecto éste que nos lleva a pensar en Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, o en El Jarama, de nuestro Sánchez Ferlosio, sin ir más lejos. De ese caldo de cultivo caracterizado por la ausencia de valores morales, por la imposibilidad de encontrar un sentido a la vida, y, dicho sea de paso, también un lugar en ella, de esa marginación generacional en tiempos de crisis surgirán más tarde los Gregor Gregori y los Mephisto que no dudarán en vender su alma al diablo y que se constituirán en “monos del poder” y “payasos para distracción de los asesinos”, según las palabras de Werner Rieck reproducidas por el editor en el epílogo citado. Y es que a estos personajes, jóvenes, sanos, en general bienintencionados, no les es dado concebir ninguna realización personal en este mundo, sino sólo en el infinito, lugar imaginario donde las líneas paralelas ya descritas en el primer capítulo de la novela deberían encontrarse.

Pues en efecto la novela gira alrededor de estos Sebastian y Sonja que no se conocen, en torno a los cuales se desenvuelven los numerosos integrantes de esta novela coral que se encuentran y desencuentran como en una enloquecida coreografía a ritmo de jazz, y cuyo cuadro completo trae a la mente del lector la desquiciada imagen de esa obra maestra de la pintura del siglo XX que es Metropolis de George Grosz: la de una multitud abigarrada sumida en un delirio colectivo, y en la que cada uno de sus individuos está completamente solo. Idea que secunda Do en su breve reencuentro con Sebastian, en el que le describe su visita al estrafalario doctor Massis, improbable psicoanalista, hipnotizador y traficante de drogas: “Todo está dispuesto de un modo absurdo. Él lo cuenta con mucho ingenio, pero no lo hace menos terrible. Dice que la maldición que Dios nos impuso en su día —ya sabes, cuando el pecado original— consistía en que la unidad de la vida se rompía. Lo llama la maldición de la individuación, o algo así. El uno no encuentra al otro. Massis dice que ni siquiera somos capaces de imaginar que el otro vive realmente, que es a su vez otro Yo. Tal es nuestra separación. Y que no sería tan terrible si no dependiéramos al mismo tiempo uno del otro, sin poder acceder a él: ni siquiera podemos imaginárnoslo; en realidad, ni siquiera existe para nosotros. Necesitamos algo que para nosotros ni siquiera existe.” Estos personajes arrastran su soledad por medio mundo, desde Berlín y París hasta Fez, pasando por Algeciras y Niza. Con ellos accedemos a los salones de la alta burguesía berlinesa, pero también a los tugurios en los que la bohemia intelectual se mezclaba con los bajos fondos. En un memorable capítulo, se sugiere que el encuentro necesario, la fusión en una verdadera unidad, sólo puede producirse en la ebriedad originada por el hachís, lo que constituye un rasgo baudeleriano que atraviesa la obra de arriba abajo.

Encuentro en el infinito es una novela que ha crecido con el tiempo. Su narración fragmentada, construida por medio de secuencias que buscan la simultaneidad, que dialogan entre sí, que anticipan hechos del futuro o nos invitan a contemplar otros del pasado con una mirada novedosa, nos resulta hoy familiar, ya que como bien sabemos tales son las influencias heredadas por la literatura del cine, pero constituían todavía una soberana audacia en la época en que Mann escribía. A ello hay que añadir el monólogo interior que aparece aquí y allá y que nos da una rica visión de la psicología de los personajes. Parece que su publicación hace unos años por la editorial valenciana El Nadir pasó casi inadvertida, lo que no es justo para esta gran novela y para su autor, a los que tal vez en este inquietante tiempo les esté llegando por fin la hora de ser apreciados y entendidos.

martes, 8 de mayo de 2012

LECTURA POSIBLE / 57


NATSUME SOSEKI, UN CONFLICTO CULTURAL HECHO LITERATURA

Entre las aves exóticas de la novela, pocas habrá más raras entre nosotros que la japonesa, de cuya gran tradición el lector en español posiblemente rescatará sólo tres nombres, los de Yukio Mishima, Kenzaburo Oe y Haruki Murakami. Los tres son autores que han desplegado su actividad en la segunda mitad del siglo pasado y, en el caso de los dos últimos, también en la centuria presente, lo que significa que cada uno a su manera son hijos de la muy traumática II Guerra Mundial, sin la que difícilmente se entenderían ni su obra ni el Japón actual. Como tampoco se entenderían sin los autores que les precedieron, en especial los ya clásicos que abrieron la insular literatura japonesa a influencias extranjeras y que además contribuyeron a la modernización de su lengua, la cual no había cambiado mucho desde los tiempos medievales, tiempos que, dicho sea de paso, no están muy lejanos en la historia de Japón. Para muchos críticos, dos autores resultaron decisivos en este proceso. Uno es Junichiro Tanizaki; el otro, Natsume Sōseki.

Sōseki vivió entre 1867 y 1916, lo que significa que fue casi exacto coetáneo de la llamada era Meiji, que se inició con la Restauración de 1868, la cual habría de poner fin al feudalismo y supuso la apertura de Japón hacia Occidente. Si a esta modernización japonesa y a los conflictos asociados a ella que Sōseki vivió en carne propia añadimos el dato de que nuestro autor procedía de una familia prominente en la época anterior pero venida a menos, de lo que él mismo tuvo que ser consciente en su accidentada infancia, puede decirse que contamos ya con las claves principales de su abundante obra.

Como profesor de inglés, Sōseki pasó unos años en Tokio y más tarde en la remota isla de Shikoku, a lo que sucedió una larga estancia en Londres en calidad de becado. El joven Sōseki debió dedicar supuestamente este período al perfeccionamiento de su inglés, pero, totalmente inadaptado a la forma de vida londinense, se consagró a devorar literatura en las bibliotecas, adquiriendo con ello un conocimiento de la novelística inglesa que se apreciaría más tarde en su obra. Es a su regreso, destinado a la cátedra de Filología inglesa en la Universidad Imperial, cuando Sōseki empieza a publicar relatos por entregas en las revistas literarias, de lo que resultará su primera novela, Soy un gato, que alcanzó gran éxito. Y es que esta obra humorística, en la que el narrador es un gato lleno de sentido común y de ironía, mostraba ya al lector japonés contemporáneo los efectos de la mencionada apertura a Occidente de la era Meiji, con los consiguientes conflictos en el ámbito de las costumbres y de los valores morales. Todavía hoy esta voluminosa novela, en la línea satírica de Opiniones del gato Murr de E.T.A. Hoffmann, es no por casualidad una de las más populares de su autor, pese a carecer de la riqueza y profundidad psicológica que lograría en sus producciones de madurez. Por cierto que éste no es el único gato en la obra de Sōseki, que volvería sobre el tema en La tumba del gato, narración breve en la que el autor insiste en mostrarnos la terca sensatez felina frente a la disparatada humanidad..

Soy un gato es de 1905, y del año siguiente es Botchan, novela también de enorme fama en Japón no obstante su carácter de obra menor. En ella Sōseki evoca su lamentable experiencia como profesor en la isla de Shikoku, desamparado ante la panda de sus díscolos alumnos y, lo que es peor, la de sus colegas profesores. Aquí el narrador, sin omitir un agudo sarcasmo dirigido contra sí mismo, muestra a su protagonista como un inexperto y a la vez engreído jovenzuelo persuadido de tener siempre razón y de poseer una indiscutible superioridad moral frente al mundo, lo que le convierte en un personaje fuera de lugar en la época y en permanente conflicto con el entorno. De hecho, la única relación social saludable que el protagonista logra establecer en toda la novela es con la anciana que fue su niñera, también ella (como el propio Sōseki) perteneciente a una familia venida a menos y, como dice el narrador, una mujer “a la antigua”. Volverán a aparecer personajes semejantes en la obra posterior de Sōseki.

Con Sanshiro, de 1908, la novelística de Sōseki se adentra en nuevos ámbitos, por mucho que las formas se mantengan fieles a sus obras anteriores, es decir, un estilo sencillo y directo que le permite poner en evidencia la crisis cultural y moral que vivía su país. Ésta se presenta aquí en la historia del personaje que da título a la novela, un joven de provincias que se traslada a Tokio para estudiar en la universidad. El encuentro con la gran ciudad, y sobre todo con el personaje de Yojiro, que se mueve en ella como pez en el agua, dará lugar a una serie de aventuras de las que el protagonista no siempre saldrá bien parado. Como en Daisuke, de 1909, y El caminante, novela de 1913, en Sanshiro se aprecia la profundidad de la brecha abierta entre la tradición y la modernidad, entre la educación y la vida práctica, brecha de imposible reparación que nos expresa los últimos estertores de una sociedad del pasado y los balbuceos de otra a la que a algunos les resulta imposible acomodarse.

Pero la ya mencionada El caminante es propiamente la primera novela moderna, casi experimental, con la que Sōseki trasciende el ámbito de la narrativa japonesa y se pone a la altura de los más grandes de la europea y americana. En ella el joven Jiro Nagano viaja a Osaka para visitar a un pariente y concertar un matrimonio. Sin embargo, aunque la novela está escrita en primera persona, su protagonista no es Jiro, sino su hermano mayor, Ichiro, el cual aparece sólo en la segunda parte. Éste sospecha de la relación mantenida entre su esposa y Jiro, lo que creará unas tensiones que se desatarán al final de la novela. En esta primera obra maestra de Sōseki el lector se ve envuelto en una tupida red de sutiles relaciones familiares de las que uno de los personajes, Ichiro, se siente excluido. Éste, que por tradición debería ser el cabeza de familia, es incapaz de toda reacción ante lo que sucede a su alrededor, incluso cuando le afecta personalmente. Obra de estructura compleja, es de las que mejor ha retratado a uno de los típicos personajes de Sōseki, y esto por medio de un relato indirecto, ya que el propio Ichiro apenas toma la palabra.

Es Kokoro, de 1914, la novela de Sōseki universalmente considerada como su obra cumbre. Aquí la dualidad ya manifestada en toda su obra anterior es encarnada por Yo y Sensei, cuyas narraciones en primera persona se alternan en una estructura que vuelve a ser compleja y que progresivamente nos va introduciendo en la inquietante historia de ambos y de la relación que los une. De este modo una en apariencia intrascendente amistad hilvanada en ocasiones epistolarmente, recurso por cierto ya utilizado por Sōseki en El caminante, acaba revelándose como una profunda historia en la que se mezclan el amor y la culpa, temas muy queridos por Sōseki en su madurez, y a menudo presentados a través de relaciones triangulares entre amigos o miembros de una misma familia. El tono crepuscular de la obra, construida en torno a la muerte del padre de Yo, alude al fin de una época, que es también el fin de un modo de entender las relaciones humanas. Así, no es extraño que en el contexto familiar de deberes y responsabilidades involuntariamente adquiridos acabe por instalarse la culpa, encerrada ésta en la verdad profunda de unos personajes que la velan pudorosamente y que sin embargo acabarán por expresarla. De este modo la obra de Sōseki termina por adoptar la forma de una confesión que no es sólo individual, ni exclusiva de una generación que se encontró perdida entre dos mundos, sino universal.

Esa universalidad es la que hace recomendable la lectura de estas novelas, a lo que habría que añadir el extraordinario y atractivo dominio que Sōseki alcanzó de unos materiales no siempre gratos ni de fácil transmisión y a los que él supo dar el toque maestro de la sencillez. Y si al principio de estos libros el lector puede dejarse llevar por algún prejuicio y formarse la idea de que aquello es una rara “historia japonesa”, no tardará en ser llevado hasta el fondo del corazón de estos personajes simplemente humanos.

martes, 1 de mayo de 2012

DISPARATES / 39


ESPAÑA Y LA SOBERANÍA

Los recientes acuerdos que permiten el despliegue de misiles nucleares en la base militar de Rota, en un momento en que se aprecia gran actividad en la cúpula de la OTAN, van a convertir a la provincia de Cádiz en un lugar de enorme importancia estratégica en la próxima guerra contra Irán, y a la vez en un principalísimo objetivo para los misiles y la aviación de dicho país. Estos acuerdos militares parecen no tener mucha relación con el estado general de la economía y la sociedad españolas, así como con la política radical que sigue el gobierno de Rajoy. Y sin embargo es posible que todo ello guarde una estrecha relación que, de existir, debería ser conocida a fin de comprender mejor nuestro lugar en el mundo y el futuro que nos espera. Tales cosas nos exigen hacer un poco de historia, ya que, como decía Agnes Heller, “la historicidad no es sólo algo que nos haya sucedido: la historicidad somos nosotros; nosotros somos tiempo y espacio”.

En 1939, y en virtud de la victoria en la guerra civil española de las potencias del Eje, España perdió su soberanía nacional, pasando a ser parte de un proyecto mundial que se gestionaba desde Berlín y Roma. Este hecho bien conocido debe ser tenido en cuenta al hacer cualquier consideración sobre el lugar de España en el mundo, por la sencilla razón de que, por mucho que sea el tiempo transcurrido desde entonces, nuestra historia reciente carece de un acontecimiento que corrija, modifique o contradiga lo anterior. Antes bien, la derrota de Alemania e Italia en la II Guerra Mundial no supuso para España la recuperación de su soberanía, sino sólo que ésta pasara a otras potencias. 

En efecto, la derrota del fascismo en Europa en 1945 dio lugar a que en ésta se pusiera en marcha un nuevo proyecto, auspiciado por las potencias vencedoras, del que España quedó al margen. Expulsada de las Naciones Unidas y de todos los organismos internacionales, retirados todos los embajadores excepto tres (el de Portugal, el de Suiza y el del Vaticano), sin aliados ni socios comerciales, y devastada por la guerra, España sufrió entonces “los años del hambre”, lo que, en el marco general de aquella España trágica, dio pie a muchos a confiar en un rápido fin de la dictadura. Que esto no ocurriera fue producto de unos acontecimientos que se sucedían muy lejos de España, como es propio de los países que carecen de soberanía.
  
En 1947 los consejeros del presidente Truman le urgían a tomar medidas drásticas contra la creciente influencia de la Unión Soviética. Y es que la Guerra Fría había comenzado ya antes de que se acuñara su nombre. Una de sus consecuencias, aparentemente modesta en el orden internacional, pero de gran trascendencia para España, fue que en 1949 el almirante Connolly de la U.S. Navy arribase al puerto de Ferrol con su task force y se entrevistara con el general Franco. Dos años después una nueva entrevista del jefe del Estado español, esta vez con el almirante Sherman, sí alcanzó una repercusión internacional. Sherman informó al general Franco de la absoluta necesidad que veía el Pentágono de contar con aeropuertos en Europa occidental y con puertos para poder reunir en los primeros las fuerzas del Ejército del Aire y en los segundos las escuadras norteamericanas. Las duras críticas recibidas en su país por el presidente Truman, al que se acusaba de mantener relaciones con un ex aliado de Hitler, le obligaron a hacer una comparecencia pública en la que afirmó a regañadientes que la actitud de Estados Unidos con respecto a España había cambiado “algo”.

Pero ese algo era mucho. El recrudecimiento de la Guerra Fría forzó a Estados Unidos a estrechar sus relaciones con el régimen del general Franco, y en compensación, para tranquilizar a la opinión pública norteamericana, nuestro dictador debió comprometerse a emprender un plan de reformas políticas, económicas y sociales de gran envergadura, el cual incluía la designación de un sucesor (el príncipe Juan Carlos), una tímida democratización que aquí recibió el curioso nombre de “apertura” y un nuevo impulso económico que no podía correr a cargo de quienes directamente habían ganado la guerra, pero sí de sus fieles protegidos, que no resultaron ser sino los tecnócratas del Opus Dei. Fueron los años del desarrollismo, que entre otras grandes transformaciones hicieron posible que España dejara de ser por primera vez en su historia un país rural, pero que también trajeron consigo reformas que serían indispensables en la futura homologación europea de España: la Seguridad Social, la sanidad pública, la creación de una red de comunicaciones, todo ello facilitado por la abundancia de una dócil mano de obra barata que resultaba atractiva para las multinacionales norteamericanas y alemanas y que además podía exportarse. Como se ve, España se embarcó en un proyecto gigantesco y de promisorio futuro, pero un proyecto diseñado, auspiciado y ejecutado desde el exterior, y con vistas a servir a intereses ajenos.

La culminación de este proyecto, como sabemos, sólo pudo realizarse tras la muerte del general Franco, y fue posible gracias a quienes lo gestionaron en la llamada transición, quienes junto al proyecto en sí heredaron del franquismo su dependencia, la del poder político y económico, de las potencias dominantes. Éstas, en efecto, no sólo avalaban y daban aliento al proceso político y económico, sino también a los encargados de llevarlo a cabo, primero a los políticos franquistas y luego a los postfranquistas. Así pues, la legitimidad de estos, y su perpetuación, recae en ese respaldo internacional, no en otra cosa, razón por la cual es lógico que nuestros políticos de los últimos setenta años nunca hayan rendido cuentas a nadie más que a sus padrinos en el extranjero.

Así las cosas, el fracaso de la Constitución europea y de la consiguiente unidad política en Europa ha sido una mala noticia para nosotros, al esfumarse con ella nuestra posibilidad de acceder a una especie de soberanía, aunque estuviese diluida en un macroestado europeo. Ese revés sufrido por el ideal de una Europa unida políticamente, y que hoy se considera inviable, no sólo supone un fiasco para los hombres de Estado que hace décadas creyeron en ella, especialmente en las filas de la socialdemocracia, sino que también tiene gran parte de culpa en la actual revalorización de lo privado sobre lo público, y esto en toda Europa, pero especialmente en sus naciones más débiles, Grecia, Portugal y España, tres naciones que sufrieron crueles dictaduras el siglo pasado, con un amplio historial de represión y cuyas transiciones fueron promovidas desde el exterior. Tres naciones, en suma, que carecen desde hace décadas de un proyecto nacional que les sea propio.

Un buen ejemplo de esa ausencia de proyecto nacional lo tenemos en el desmantelamiento que hoy sufre la sanidad española. Y es que a estas alturas no suele decirse que nuestra sanidad ya empezó a estar en el punto de mira mucho antes de iniciarse la llamada crisis actual. Fue a la llegada del presidente Obama a la Casa Blanca cuando sus promesas de una reforma sanitaria en Estados Unidos hicieron saltar todas las alarmas en las poderosas corporaciones americanas, las cuales constituyen uno de los mayores poderes financieros del mundo. Que entre los argumentos de Obama figurase el de que una buena sanidad pública era compatible con un sistema económico de libre mercado, como demostraban algunos países europeos, y entre ellos España, ha tenido consecuencias nefastas para nosotros. Ya antes de que Obama accediese a la presidencia de Estados Unidos la prensa de ese país, en gran parte financiada por las corporaciones de la sanidad privada, iniciaron una campaña en contra de lo que allí llaman “el sistema sanitario sociocomunista español”, un sistema a su juicio insostenible que creaba una enorme deuda pública. Que dicha  campaña llegara a nuestra prensa y a nuestros partidos políticos dominantes, aunque con un lenguaje levemente maquillado, no era más que cuestión de tiempo, como se ha visto. Así, el desprestigio y finalmente la liquidación de nuestra sanidad no va a ser más que el producto de un asunto interno de Estados Unidos, un asunto que se recrudece a medida que se aproximan las elecciones presidenciales, y que se ha convertido en el tema principal de la argumentación contra la política del presidente Obama. De este modo, la afirmación de que “si en Europa es posible una sanidad pública, aquí también debe serlo” se ha convertido en lo contrario o en algo peor: “la sanidad pública no es posible, ni en Europa ni aquí”. Este era ya el estado del debate sobre la sanidad mucho antes de 2008, fecha en la que oficialmente se inició la crisis de la deuda pública.

Sí parece, pues, que hay una profunda relación entre nuestra incapacidad para desarrollar una política de defensa nacional y el actual desmantelamiento del Estado del Bienestar, cuyas consecuencias seguirán padeciéndolas los españoles de dentro de medio siglo. Y es que lo que llaman crisis es en realidad un cambio de modelo, que en pocos meses destruirá lo que, por razones ajenas a nosotros, empezó a construirse en 1949 cuando el almirante Connolly desembarcó en Ferrol. Fracasada la Europa política, nuestro lugar en el mundo será otro. En este contexto resultarían risibles, si no viviéramos un momento tan grave, las lamentaciones de muchos que tras haber dejado la política en manos de los políticos durante setenta años hoy se arrepienten de ello. Por no hablar de nuestra triste izquierda, ésa que ahora increíblemente ha decidido pactar con el PSOE en Andalucía, y que deberá refrendar el despliegue de misiles nucleares en la base de Rota. Son cosas que sólo pueden ocurrir en un lugar que ni siquiera merece el nombre de país, sino el de colonia, y en el que no se conocen ni la soberanía ni la dignidad.

LECTURA POSIBLE / 56


CRÓNICA DEL AMOR Y EL DOLOR EN SENILIDAD, DE ITALO SVEVO

El nombre del triestino Svevo suele aparecer asociado a su obra maestra La conciencia de Zeno, esa novela seminal que con la aparente excusa de contarnos la lucha de un personaje contra su adicción al tabaco nos desvela, en realidad, el estado total de la conciencia de un hombre. Esta novela que, como repetidamente ha señalado la crítica, tiene vínculos no pequeños con el Ulises de Joyce, se nos aparece asociada también a Gide y a Los monederos falsos, donde un adolescente encuentra por casualidad el diario de su padre, hombre de profundas convicciones religiosas y por lo visto obsesionado con el tabaco, según parece indicar la minuciosa precisión con que hace en su diario anotaciones del estilo de hoy he vuelto a f, o bien: hoy he conseguido no pensar en f, anotaciones que revelan su verdadero significado cuando el adolescente comprende que la f significa otra cosa, pues su padre no es sino un adicto al sexo al que sus creencias atormentan con un doloroso sentimiento de culpa.

La conciencia de Zeno es de 1923, Los monederos falsos de 1925, y esta Senilidad que comentamos, que tiene mucho en común con ellas, la escribió Svevo en 1898, lo que la convierte en una obra referencial para el propio Svevo y para otros grandes autores del siglo pasado, y cuya poderosa influencia persiste en la actualidad. No en balde su autor fue de los primeros que se familiarizó con el psicoanálisis y con las técnicas que éste ponía a disposición de la literatura para indagar en el sentido íntimo de la vida de un hombre, un sentido que Svevo mostró con una clarividencia pasmosa, sin pudor, sin ahorrarse detalles escabrosos y sin hacer el más mínimo esfuerzo para ayudarnos a simpatizar con el héroe, el cual queda así más que desnudo, casi radiografiado en lo más secreto, turbulento e irracional de su alma.

En Senilidad el tema lo suministra un enamoramiento, lo que da a la novela un tono aparentemente próximo al folletín, tono engañoso como no tarda en comprender el lector, pues la narración se sitúa de hecho a años luz de la novela decimonónica, ante todo porque aquí el amor se nos aparece en un enfermizo estado que antes que Svevo sólo supo mostrar, acaso, Dostoievski. Su protagonista, Emilio Brentani, es un oscuro oficinista cuyo escaso peculio no le permite establecer una relación formal con su amada, la rubia Angiolina, mucho menos pensar en casarse. Ella, chica humilde, no muy lista y de costumbres livianas, por decirlo suavemente, hace ostentación en la pared de su cuarto del gran número de sus conquistas, fotografiadas para la posteridad como si fueran trofeos de caza. Con Angiolina mantendrá Emilio una accidentada relación totalmente desesperada, y sin embargo ineludible. Esta relación será el gran acontecimiento de la vida de Emilio, de hecho, en la provinciana Trieste que era también la ciudad natal de Svevo y que viene a ser en la práctica uno de los temas fundamentales de su obra, el único acontecimiento.

Trieste, en efecto, desempeña un papel importante en la obsesión de Emilio Brentani, una ciudad que invita al spleen, en la que todo el mundo se conoce y en la que la escasez de posibilidades es compensada con creces por el cotilleo. Pero es que además nuestro Emilio, que tiene o tuvo veleidades literarias (escribió una novela que fue bien acogida y que le convirtió en una especie de ínfimo héroe local) pertenece a una generación que Svevo conocía muy bien ya que era la suya propia, una generación que había crecido intelectualmente fascinada por la bohemia de ascendencia francesa que en Italia cobró forma en la llamada Scapligiatura, la cual triunfó en Milán y dio lugar a la breve irrupción de cierto número de autores de vida desordenada, algunos de ellos suicidados en edad juvenil, y una generación fascinada por Gabriele D’Annunzio y lo d’annunziano. En este entorno literario se gestó la única novela de Emilio Brentani, cuyo argumento el narrador nos describe así: “la historia de un joven artista a quien una mujer arruinaba la inteligencia y la salud... Había imaginado a su heroína conforme a la moda de entonces: una mezcla de mujer y tigresa. Del felino tenía los movimientos, los ojos, el carácter sanguinario. Nunca había conocido a una mujer y así la había soñado: era en verdad difícil que hubiese podido nacer y prosperar jamás un animal semejante, pero, ¡con qué convicción la había escrito! Había sufrido y gozado con ella sintiendo a veces vivir en sí mismo aquella híbrida combinación de tigre y mujer”. Una pálida novelita wertheriana, podemos suponer, que su autor quiso vivir más tarde en carne propia, asignando para ello a la casi analfabeta y bella Angiolina el papel de tigresa, papel que la joven representaba a la perfección.

La ofuscante omnipresencia de Trieste y la obsesión inspirada por su amante dan lugar a un memorable paseo nocturno del protagonista, el cual ha sido vilmente traicionado. Esta vez la infiel le ha engañado con un ridículo paragüero, hombre de edad avanzada por añadidura (de edad avanzada es también el sastre con quien se compromete Angiolina de común acuerdo con Emilio, a fin de esconder su apasionada relación tras una fachada socialmente aceptable). Los celos le dictan las palabras humillantes que dirigirá a Angiolina antes de romper definitivamente con ella, lo que no le impide pensar también en un eventual asesinato. En medio de tales turbulencias del corazón, el protagonista tiene ocasionales arrebatos de lucidez en los que acierta a retratarse a sí mismo: “El individuo extraño, enfermo, era él, no Angiolina”. Pero precisamente esta conclusión lo empuja a alejarse aún más de toda lucidez. De hecho, la conciencia de Emilio Brentani, si no genial en la composición de novelas, logra su más absoluta maestría en la radical transfiguración de lo exterior, convertido por ella en irreconocible.

El amor de Emilio no es noble, ni hermoso, sino una desfiguración del amor, el cual tiene su contrapunto en la historia paralela protagonizada por su hermana Amalia, ya que Senilidad es la historia de un cuarteto en el que dos ideales, fraguados en la soledad y en el dolor, se confrontan con la realidad de dos vidas que son pura afirmación del goce, las de Angiolina y el escultor Balli, típico representante provinciano de aquella bohemia italiana mencionada más arriba.

Senilidad es una novela que ha tenido éxito entre nosotros, como testimonian las dos traducciones anteriores ya conocidas, de Carmen Martín Gaite la primera, bajo el título de Senectud (traducción que fue recuperada por Acantilado en 2006) y de Carlos Manzano la segunda (Gadir, 2008). A ellas viene a sumarse ahora la que Pedro Gonzalbes ha hecho para Espuela de Plata, lo que dará ocasión a quienes no lo habían hecho antes de acercarse a esta novela perturbadora y nada complaciente que como alguna otra obra maestra (por ejemplo Él, uno de los grandes films mexicanos de Buñuel) ha venido a mostrarnos el amor como enfermedad y como pasión destructiva, todo lo cual muy bien puede resumirse en estas frases: “Mientras caminaba, tuvo un sueño delicioso. Ella lo amaba, lo seguía. Se apegaba a él y él seguía huyéndola, rechazándola. ¡Qué satisfacción sentimental!” Y es que la gran literatura, la que es grande de verdad, también sabe expresar los extravíos de la vida.