martes, 1 de mayo de 2012

DISPARATES / 39


ESPAÑA Y LA SOBERANÍA

Los recientes acuerdos que permiten el despliegue de misiles nucleares en la base militar de Rota, en un momento en que se aprecia gran actividad en la cúpula de la OTAN, van a convertir a la provincia de Cádiz en un lugar de enorme importancia estratégica en la próxima guerra contra Irán, y a la vez en un principalísimo objetivo para los misiles y la aviación de dicho país. Estos acuerdos militares parecen no tener mucha relación con el estado general de la economía y la sociedad españolas, así como con la política radical que sigue el gobierno de Rajoy. Y sin embargo es posible que todo ello guarde una estrecha relación que, de existir, debería ser conocida a fin de comprender mejor nuestro lugar en el mundo y el futuro que nos espera. Tales cosas nos exigen hacer un poco de historia, ya que, como decía Agnes Heller, “la historicidad no es sólo algo que nos haya sucedido: la historicidad somos nosotros; nosotros somos tiempo y espacio”.

En 1939, y en virtud de la victoria en la guerra civil española de las potencias del Eje, España perdió su soberanía nacional, pasando a ser parte de un proyecto mundial que se gestionaba desde Berlín y Roma. Este hecho bien conocido debe ser tenido en cuenta al hacer cualquier consideración sobre el lugar de España en el mundo, por la sencilla razón de que, por mucho que sea el tiempo transcurrido desde entonces, nuestra historia reciente carece de un acontecimiento que corrija, modifique o contradiga lo anterior. Antes bien, la derrota de Alemania e Italia en la II Guerra Mundial no supuso para España la recuperación de su soberanía, sino sólo que ésta pasara a otras potencias. 

En efecto, la derrota del fascismo en Europa en 1945 dio lugar a que en ésta se pusiera en marcha un nuevo proyecto, auspiciado por las potencias vencedoras, del que España quedó al margen. Expulsada de las Naciones Unidas y de todos los organismos internacionales, retirados todos los embajadores excepto tres (el de Portugal, el de Suiza y el del Vaticano), sin aliados ni socios comerciales, y devastada por la guerra, España sufrió entonces “los años del hambre”, lo que, en el marco general de aquella España trágica, dio pie a muchos a confiar en un rápido fin de la dictadura. Que esto no ocurriera fue producto de unos acontecimientos que se sucedían muy lejos de España, como es propio de los países que carecen de soberanía.
  
En 1947 los consejeros del presidente Truman le urgían a tomar medidas drásticas contra la creciente influencia de la Unión Soviética. Y es que la Guerra Fría había comenzado ya antes de que se acuñara su nombre. Una de sus consecuencias, aparentemente modesta en el orden internacional, pero de gran trascendencia para España, fue que en 1949 el almirante Connolly de la U.S. Navy arribase al puerto de Ferrol con su task force y se entrevistara con el general Franco. Dos años después una nueva entrevista del jefe del Estado español, esta vez con el almirante Sherman, sí alcanzó una repercusión internacional. Sherman informó al general Franco de la absoluta necesidad que veía el Pentágono de contar con aeropuertos en Europa occidental y con puertos para poder reunir en los primeros las fuerzas del Ejército del Aire y en los segundos las escuadras norteamericanas. Las duras críticas recibidas en su país por el presidente Truman, al que se acusaba de mantener relaciones con un ex aliado de Hitler, le obligaron a hacer una comparecencia pública en la que afirmó a regañadientes que la actitud de Estados Unidos con respecto a España había cambiado “algo”.

Pero ese algo era mucho. El recrudecimiento de la Guerra Fría forzó a Estados Unidos a estrechar sus relaciones con el régimen del general Franco, y en compensación, para tranquilizar a la opinión pública norteamericana, nuestro dictador debió comprometerse a emprender un plan de reformas políticas, económicas y sociales de gran envergadura, el cual incluía la designación de un sucesor (el príncipe Juan Carlos), una tímida democratización que aquí recibió el curioso nombre de “apertura” y un nuevo impulso económico que no podía correr a cargo de quienes directamente habían ganado la guerra, pero sí de sus fieles protegidos, que no resultaron ser sino los tecnócratas del Opus Dei. Fueron los años del desarrollismo, que entre otras grandes transformaciones hicieron posible que España dejara de ser por primera vez en su historia un país rural, pero que también trajeron consigo reformas que serían indispensables en la futura homologación europea de España: la Seguridad Social, la sanidad pública, la creación de una red de comunicaciones, todo ello facilitado por la abundancia de una dócil mano de obra barata que resultaba atractiva para las multinacionales norteamericanas y alemanas y que además podía exportarse. Como se ve, España se embarcó en un proyecto gigantesco y de promisorio futuro, pero un proyecto diseñado, auspiciado y ejecutado desde el exterior, y con vistas a servir a intereses ajenos.

La culminación de este proyecto, como sabemos, sólo pudo realizarse tras la muerte del general Franco, y fue posible gracias a quienes lo gestionaron en la llamada transición, quienes junto al proyecto en sí heredaron del franquismo su dependencia, la del poder político y económico, de las potencias dominantes. Éstas, en efecto, no sólo avalaban y daban aliento al proceso político y económico, sino también a los encargados de llevarlo a cabo, primero a los políticos franquistas y luego a los postfranquistas. Así pues, la legitimidad de estos, y su perpetuación, recae en ese respaldo internacional, no en otra cosa, razón por la cual es lógico que nuestros políticos de los últimos setenta años nunca hayan rendido cuentas a nadie más que a sus padrinos en el extranjero.

Así las cosas, el fracaso de la Constitución europea y de la consiguiente unidad política en Europa ha sido una mala noticia para nosotros, al esfumarse con ella nuestra posibilidad de acceder a una especie de soberanía, aunque estuviese diluida en un macroestado europeo. Ese revés sufrido por el ideal de una Europa unida políticamente, y que hoy se considera inviable, no sólo supone un fiasco para los hombres de Estado que hace décadas creyeron en ella, especialmente en las filas de la socialdemocracia, sino que también tiene gran parte de culpa en la actual revalorización de lo privado sobre lo público, y esto en toda Europa, pero especialmente en sus naciones más débiles, Grecia, Portugal y España, tres naciones que sufrieron crueles dictaduras el siglo pasado, con un amplio historial de represión y cuyas transiciones fueron promovidas desde el exterior. Tres naciones, en suma, que carecen desde hace décadas de un proyecto nacional que les sea propio.

Un buen ejemplo de esa ausencia de proyecto nacional lo tenemos en el desmantelamiento que hoy sufre la sanidad española. Y es que a estas alturas no suele decirse que nuestra sanidad ya empezó a estar en el punto de mira mucho antes de iniciarse la llamada crisis actual. Fue a la llegada del presidente Obama a la Casa Blanca cuando sus promesas de una reforma sanitaria en Estados Unidos hicieron saltar todas las alarmas en las poderosas corporaciones americanas, las cuales constituyen uno de los mayores poderes financieros del mundo. Que entre los argumentos de Obama figurase el de que una buena sanidad pública era compatible con un sistema económico de libre mercado, como demostraban algunos países europeos, y entre ellos España, ha tenido consecuencias nefastas para nosotros. Ya antes de que Obama accediese a la presidencia de Estados Unidos la prensa de ese país, en gran parte financiada por las corporaciones de la sanidad privada, iniciaron una campaña en contra de lo que allí llaman “el sistema sanitario sociocomunista español”, un sistema a su juicio insostenible que creaba una enorme deuda pública. Que dicha  campaña llegara a nuestra prensa y a nuestros partidos políticos dominantes, aunque con un lenguaje levemente maquillado, no era más que cuestión de tiempo, como se ha visto. Así, el desprestigio y finalmente la liquidación de nuestra sanidad no va a ser más que el producto de un asunto interno de Estados Unidos, un asunto que se recrudece a medida que se aproximan las elecciones presidenciales, y que se ha convertido en el tema principal de la argumentación contra la política del presidente Obama. De este modo, la afirmación de que “si en Europa es posible una sanidad pública, aquí también debe serlo” se ha convertido en lo contrario o en algo peor: “la sanidad pública no es posible, ni en Europa ni aquí”. Este era ya el estado del debate sobre la sanidad mucho antes de 2008, fecha en la que oficialmente se inició la crisis de la deuda pública.

Sí parece, pues, que hay una profunda relación entre nuestra incapacidad para desarrollar una política de defensa nacional y el actual desmantelamiento del Estado del Bienestar, cuyas consecuencias seguirán padeciéndolas los españoles de dentro de medio siglo. Y es que lo que llaman crisis es en realidad un cambio de modelo, que en pocos meses destruirá lo que, por razones ajenas a nosotros, empezó a construirse en 1949 cuando el almirante Connolly desembarcó en Ferrol. Fracasada la Europa política, nuestro lugar en el mundo será otro. En este contexto resultarían risibles, si no viviéramos un momento tan grave, las lamentaciones de muchos que tras haber dejado la política en manos de los políticos durante setenta años hoy se arrepienten de ello. Por no hablar de nuestra triste izquierda, ésa que ahora increíblemente ha decidido pactar con el PSOE en Andalucía, y que deberá refrendar el despliegue de misiles nucleares en la base de Rota. Son cosas que sólo pueden ocurrir en un lugar que ni siquiera merece el nombre de país, sino el de colonia, y en el que no se conocen ni la soberanía ni la dignidad.

2 comentarios:

  1. La única forma que tiene IU de representar a sus votantes es en la oposición. ¡Que pacten PP y PSOE la entrada de misiles en Rota!.

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  2. Eso ya está pactado, pero también lo está el apoyo de IU al PSOE en Andalucía. Algo falla.

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