jueves, 17 de mayo de 2012

DISPARATES / 40


ESPAÑA EN AMÉRICA

El llamado “mundo anglosajón” no es sólo el ámbito del que proceden el neoliberalismo, las despiadadas primas de riesgo, las infinitas series televisivas que inundan las pantallas del mundo entero, las noticias del periódico o los cereales del desayuno. El mundo anglosajón es ante todo una comunidad lingüística y por eso mismo cultural de una dimensión, en el tiempo y el espacio, acaso inédita en la historia de la humanidad. Como todas las culturas que ya tienen mucho tiempo a sus espaldas, también la anglosajona posee sus zonas oscuras, sus inquisiciones, sus brahmanes y sus intocables. Sin embargo, si algo la caracteriza, la distingue y a la vez sirve de explicación a su éxito, esto es sin duda su peculiar facultad para la asimilación, la absorción, ese temperamento pragmático del que sobradamente ha dado muestras y que ha invitado siempre, a lo largo de su carrera imperialista, a incluir e integrar.

Los anglosajones del siglo XVIII hicieron sitio a un músico alemán que venía de Italia, y que se llamaba Georg Friedrich, para que llegara a ser Handel y pasara a la historia. También los anglosajones de América que en el siglo XIX ganaron una guerra civil fueron lo bastante listos como para incluir a los vencidos en su proyecto nacional, en lugar de fusilarlos o enviarlos al exilio. Cuando ese proyecto adquirió la forma de un gigantesco monumento económico, los mismos americanos abrieron las puertas de su blanco, protestante y capitalista país a sucesivas oleadas de inmigrantes chinos, italianos, eslavos, judíos o hispanos, como ellos los llaman, convocados todos a una construcción nacional. Cuando hoy se habla de América, la del norte, como “un gran país”, ni los más reaccionarios que forman parten de él olvidan lo que otros, venidos de los cuatro puntos cardinales, han hecho para alcanzar tal fin. Además, esos mismos reaccionarios también son otros, o lo fueron.

Todo ello ha hecho posible que un mal (la colonización) al que tarde o temprano sucede otro mal (la descolonización) haya adoptado en América del norte una naturaleza modélica que ya quisieran para sí los que en África y Asia han sufrido desastrosas colonizaciones y aún más desastrosas descolonizaciones, de lo que nosotros, que sabemos algo de estas cosas, tenemos un ejemplo todavía palpitante en la ex provincia del Sahara, caso único de descolonización que ha superado en horrores a la colonización propiamente dicha. Por lo mismo, difícilmente encontraremos en nuestro atribulado mundo una relación semejante, entre potencia colonial y ex colonia, a la que existe entre el Reino Unido y Estados Unidos, estados que sobre el papel no pueden ser más diferentes, monarquía uno y república el otro, ni con jefes de estado más dispares, una anciana dama de tez blanquísima, jefa de la Iglesia anglicana por añadidura, por un lado y un caballero de color indefinible y de raíces musulmanas por el otro. Sin que nada de esto interfiera en una relación que ambas partes consideran preferencial y privilegiada, y esto en todos los ámbitos: el político, el financiero, el militar. Quienes tienden a ver lo anglosajón como un modelo granítico, olvidan que tal cosa es por el contrario el ejemplo más radical y categórico de lo que alguien quijotescamente llamó “alianza de civilizaciones”, y por consiguiente la prueba palpable de que tal invento, lejos de ser una utopía o una idea que pueda situarse en un improbable futuro, es ya desde hace tiempo una realidad, y a la vista de su éxito una realidad tan digna de admiración como de imitación.

Pues bien, ¿por qué no la imitamos?

Hace unos días decía Ignacio Ramonet que “gracias a las políticas aplicadas por los gobiernos progresistas, América Latina está viviendo el mejor momento de su historia, pues ochenta millones de personas han salido de la pobreza”. Mientras la economía de América Latina crece, la de España, según afirman los sabios neoliberales y atestiguan las colas ante las oficinas de empleo, ha entrado en su segunda recesión en cuatro años. Mientras en España se recortan y suprimen derechos y servicios públicos, en América Latina esos mismos derechos y servicios se fortalecen o se crean. América Latina tiene petróleo, gas, y, como se ha visto, la voluntad de afirmar su soberanía sobre sus abundantes bienes naturales. Por si fuera poco el pasado fin de semana un venezolano ganó el gran premio de España de Fórmula 1, amparado entre otros patrocinios en el de la empresa nacional de petróleo de su país.

No es casualidad. No es casualidad que estos estados que hoy disponen de gobiernos progresistas estén ganando terreno a la pobreza y la exclusión, pues es bien sabido que tales estados sufrieron ya hace tiempo las mezquindades neoliberales que hoy se abaten sobre nosotros. Lo que tienen en común esos estados, que por lo demás difieren en la forma de afrontar sus respectivas situaciones (tan dispares como pueden ser las de Ecuador y Argentina), es esa experiencia catastrófica del neoliberalismo, su reacción positiva ante ella y la capacidad de imaginar un nuevo proyecto nacional, y sobre todo el hecho de que todos hayan roto su servidumbre, que los mantenía en una condición virtualmente colonial, frente a las instituciones que representan a los delictivos poderes financieros y que siguen siendo sacrosantas en España: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y sus allegados. Las estadísticas que periódicamente publican organismos tan libres de sospecha como las Naciones Unidas revelan con claridad, excepto para quienes dichas estadísticas son invisibles, cómo la pobreza y la marginación prosperan en los países que siguen los dictados del mercado y disminuyen en los que se han liberado de éste, a costa de ser demonizados por los medios de comunicación, y que, tras conocer dicha experiencia, han elegido el camino de la soberanía.

¿Será posible una nueva forma de relación de España con esta Latinoamérica tan próxima y tan lejana a nosotros, más allá de la palabrería habitual y de los que sólo ven en esta última, con los ávidos ojos del que añora otros tiempos imperiales, un territorio abierto a los negocios de Repsol y Telefónica?

Hoy es preciso admitir que no existe en España ni el más remoto indicio de ver en América Latina un modelo a seguir, lo que bien puede ser un trágico error que padecerán, si nada cambia, generaciones que aún no han nacido y a las que por tanto es difícil atribuir alguna culpa. Por no hablar de las que ya han nacido y no tienen idea de las contradicciones y los disparates de sus padres y abuelos. 

De padres y abuelos va también por cierto la cosa en Grecia, donde al hundimiento del sistema económico ha sucedido el del sistema político, de forma que los dos partidos mayoritarios han pasado de controlar el ochenta por ciento de los votos a sólo el treinta. Otras formaciones políticas que no cuentan con las bendiciones del poder económico, y que a la primera no han conseguido formar un gobierno, deberán intentarlo de nuevo, seguramente en mayoría, tras las próximas elecciones. La formación en Grecia de un gobierno partidario de no pagar la deuda, de la salida del euro y de la Unión Europea significaría un hecho revolucionario en Europa y que tendría consecuencias, en primer lugar en España. Ello no significa que el camino que podría emprenderse sea fácil. Pero sí demostraría aquello de que otro mundo es posible, un mundo multipolar que ya existe en América Latina, donde desde hace tiempo se viene manifestando que es posible prosperar al margen de lo que impone el mercado. O más bien: que sólo es posible prosperar en dicho margen.

Norteamérica se hizo grande con la inclusión, ante todo con la inclusión de lo diferente. ¿Qué nuevas posibilidades se abrirían a la Europa del sur si fuéramos capaces de concebir un futuro al margen del despotismo económico del norte, uno que mirase hacia América Latina, hacia su modelo basado en la soberanía? Tal nueva mirada hacia ese sur que existe y que es afín a nosotros por cultura, por tradición y por historia abriría unas posibilidades inmensas de prosperidad recíproca. Y a España le ofrecería la alternativa de construir una soberanía de la que hoy carece. Pues Europa no es ya el único horizonte, ni es capaz de ofrecer un modelo político y económico que sea a la vez viable y mucho menos justo. Que la expectativa de una salida del euro y una aproximación a América Latina en el marco de unas nuevas relaciones internacionales no sea, ni de lejos, una opinión extendida, no basta para invalidarla, en primer lugar porque el proyecto de Europa ya no es una opción, y en segundo porque precisamente las crisis suelen tener el efecto de abrir la mente a posibilidades que antes de ellas nadie imaginó. Aprender de América Latina, cooperar con ella de igual a igual, integrarse en un gran proyecto que es a la vez político y económico, y que cuenta con suficiente arraigo en nuestra cultura, un proyecto además que tiene por rumbo la justicia de la que Europa reniega, no es un delirio transitorio en tiempos de emergencia ni un capricho surgido de la ofuscación reinante. Es una necesidad.

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