martes, 26 de enero de 2010

LECTURA POSIBLE / 5


LIBROS NOCTURNOS

Las grandes empresas editoras vienen mostrando al mundo desde hace tiempo su preocupación con respecto al futuro del libro, entendiendo por libro ese objeto con forma de paralelogramo al que según parece empezó a llamarse así ya en la Edad Media. Los perseverantes, curtidos y piadosos monjes de entonces, que confeccionaban sus libros de manera totalmente manual, encontrarían un poco extraño el objeto al que hoy damos este nombre, sin que por ello dejaran de reconocer en él lo que sencillamente es, ya que su aspecto físico y su uso no son hoy muy diferentes de lo que eran en su no tan oscura época. Los libros no han cambiado mucho, pero sí los editores, en general para desgracia de aquéllos. El Editor Corriente (llamémosle así para que nadie se dé por aludido) se despierta por la mañana al ritmo de su despertador electrónico, y mientras desayuna se encasqueta los auriculares del mp3 para escuchar alguna cancioncilla que le ayude a espabilarse en esa hora tan dura de la vida, de la que dejaron constancia Proust y Kafka cuando buscaban sus tiempos perdidos en medio de inauditas metamorfosis. Al otro lado de la mesa el hijo del Editor Corriente, llamémosle Primogénito, enciende su iPod y empieza a descargarse el Midnight Soul que es indispensable para su Time Life. La Señora Editora, que hoy no tiene pilates, hojea ensimismada el catálogo de venta por correo con vistas a su necesario spinning, pero duda entre la bicicleta Jetstream JSC-1000 y la Gym Fit Rebel 18C, lo que no le impide encender mientras tanto su HP Touch Smart para comprobar si tiene algún email. El Editor Corriente ordena a su Primogénito que cambie las pilas del Riddex Plus, y sin perder tiempo se desconecta el Snore Stopper y pone entre sus labios un filtro de Health e-cigarrette, ya que está dejando de fumar. “¿Quién olvidó ayer el Nicer Dicer en el fregadero, y con una patata dentro?”, pregunta la Señora Editora sin obtener respuesta, ya que padre e hijo están enfrascados con el Home Cinema, porque es la hora en que el Editor Perro debe recibir su adiestramiento diario por medio del útil Perfect Dog. Sin embargo, antes de lanzarse a sus ocupaciones diarias, ella debe enviar todavía un mpg acompañado de un sms explicativo. El Editor Corriente, que ya estaba en la puerta, vuelve a la cocina, recoge algo de la mesa y murmura con alivio: “Casi olvidaba mi LG KM 900”.

No me sorprende que los editores corrientes estén muy preocupados por el futuro del libro, ya que se trata de un artefacto que no tiene cables ni pilas, no necesita software y además no está fabricado en Silicon Valley, lo que le convierte inmediatamente en un objeto sospechoso. El libro no crea dependencia tecnológica, no contamina, no tiene averías, no hay que sustituirlo cada tres meses por un hardware más avanzado y ni siquiera hay que tirarlo cuando uno termina de leerlo. En suma: no puede haber para el editor corriente una cosa más inútil, absurda y poco fiable. Es preciso, pues, acudir en socorro del libro, arrancándoselo en primer lugar al editor corriente de sus electrónicas manos.

Esto último puede parecer una utopía y sin duda lo es, pero se trata de una de esas utopías que tienen la curiosa y esperanzadora cualidad de suceder, y suceden a nuestro alrededor sin que a veces nos enteremos, ya que semejantes cosas no gozan del despliegue de medios que sí merece la última trifulca entre Jimmy y Pipi. Que del mundo de la literatura, y no del de los negocios, salgan verdaderos editores es un acontecimiento que nos reconcilia con el mundo y nos devuelve a aquellos tiempos en que el encuentro, a menudo accidental, con un libro se constituía enseguida en milagro. Por medio de esos milagros podemos volver a escuchar voces que vienen de otro tiempo y espacio y nos hablan a media voz, contándonos las aventuras que otros vivieron, sus ilusiones y sufrimientos, y transmitiéndonos incluso un olor que no puede ser de otra cosa que de humanidad. Porque el libro, al contrario que las máquinas, pertenece a la esfera de lo sensitivo, de aquello que entre el cielo y la tierra hay de experiencia, de cultura vivida y heredada; una cultura de la que no podemos prescindir, si queremos ser quienes somos. Por eso el libro nunca dejará de existir, y estoy seguro de que sobrevivirá, con mucho, al futuro y no muy lejano apagón energético que pondrá fin a la actual inflación electrónica.

Una de esas utopías ha vuelto a realizarse hace sólo unos meses, cuando se presentó Nocturna Ediciones, cuyos artífices pertenecen a la literatura tanto como los libros que ya han editado y los que anuncian para un futuro próximo: dos de Lewis Carroll, autor del que aquí conocíamos su Alicia y poco más y que fue un inteligente observador de su tiempo, Diario de un viaje a Rusia y Cartas inéditas a Mabel Amy Burton; Recuerdos recobrados, título de las memorias de Kiki de Montparnasse, heroína y testigo directo de la tan traída y llevada bohemia parisiense; Hijas de la ira, libro de entrevistas en el que Juana Salabert desgrana los recuerdos de las niñas de nuestra guerra civil; pequeñas joyas como La Guía completa de Fantasilandia, de Diana Wynne Jones, o ¿Quién?, de Elena Alexieva. Títulos todos ellos exquisitamente presentados y que permiten augurar una larga carrera a esta editorial nocturna que ahora comienza. Pues la literatura y los hombres y mujeres de la literatura se han decidido a rescatar los libros que una vez fueron secuestrados por los editores corrientes y por el infausto negocio electrónico y transnacional. Con un par, que se dice.
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Visita aquí la web de Nocturna Ediciones
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Y aquí, Kiki de Montparnasse vista por Man Ray y Fernand Léger


domingo, 24 de enero de 2010

DISPARATES / 7


.OBAMA EN HAITÍ

Para mayor ilustración de los legos en la materia, es decir, para todos aquellos que no hemos sido tocados por la gracia divina, el flamante obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, ha declarado que hay cosas peores que lo de Haití, y se ha quedado tan ancho. Es admirable este obispo que dio sus primeros pasos en el seminario de Toledo y son todavía más admirables sus valedores, Rouco Varela y Esperanza Aguirre, que por fin han conseguido poner a uno de los suyos en la diócesis vascongada, cosa con la que no soñó el Caudillo ni siquiera en sus mejores tiempos. Que casi toda la curia donostiarra haya dimitido tras la llegada de Munilla es cosa atribuible al consabido fanatismo de algunos que siguen sin enterarse de que España, incluso con Zapatero, va bien.

No creo que los haitianos se hayan enterado de que hay cosas peores que las que les pasan a ellos, pero es que no todo el mundo puede ser tan sabio como Munilla, y además los caminos de Dios son inescrutables, o inextricables, como dijo aquel. “Porque a cualquiera que tiene se le dará más, y tendrá en abundancia; pero a cualquiera que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”, dijo Mateo (13, 12), que también se quedó tan ancho, y tengo para mí que el Evangelista pensaba en Haití cuando escribió semejante frasecita. Pues, ¿cabe imaginar mayores desgracias que las que han caído sobre este pueblo desde que el mundo es mundo, es decir, desde que las carabelas de Colón tropezaron accidentalmente con sus costas? De los nativos haitianos nada podemos decir hoy, ya que fueron exterminados por la codicia de los colonizadores y por las epidemias que estos les llevaron. Los actuales haitianos son todos ellos descendientes de esclavos, ya nacidos con callos en las manos y grilletes en pies, cuello y alma, en todo caso, mano de obra baratísima que fue reclutada en África y trasladada a la fuerza en las bodegas de barcos piratas subcontratados por su Católica Majestad, acompañados por hambrientos chinches y ratas. Y es que aquellas majestades eran unos adelantados de la globalización. Bajo dominio francés, se reforzó aún más la política esclavista, con lo que Haití se convirtió en una inmensa hacienda en la que unos 300.000 esclavos negros trabajaban en condiciones infrahumanas para una minoría blanca de apenas 10.000 individuos. Ya en el siglo XX se estableció la dictadura de François Duvalier, Papa Doc, a la que siguió un período de caos en el que se sucedieron las asonadas y los golpes de estado. La cosa no les ha ido mejor a los haitianos desde entonces, pero hoy las epidemias se llaman Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial y Ayuda Arancelaria, particularmente la de Estados Unidos. La deforestación intensiva y descontrolada ha reducido la masa forestal de un 60% en 1923 a menos de un 2% en 2006, y la renta per cápita de 772 dólares (2009) es la menor de todo el continente americano. Por si fuera poco, el presidente constitucional y reformista Jean-Bertrand Aristide, hoy exiliado en Sudáfrica, fue depuesto en 2004 por un golpe de estado que contó con el apoyo logístico y la financiación de ese laboratorio de la moderna globalización (esclavismo, se llamaba antes) que es el Pentágono.

Y ahora, mientras el (más) devastado Haití termina de consumirse, mientras la ayuda humanitaria se almacena en galpones insalubres sin que nadie se acuerde de distribuirla, y mientras el presidente Obama tiene a bien enviar la no desdeñable cantidad de diez mil marines armados hasta los dientes, las grandes compañías de cruceros siguen ofreciendo a los usuarios del primer mundo la ocasión de disfrutar de un inolvidable viaje por el Caribe, incluyendo una escala en Labadee, en la costa norte de Haití, ya que, como ellos dicen, “usted puede hacer sus sueños realidad”. Habíamos oído hablar últimamente del turismo humanitario, asociado a oenegés diversas que prometen disfrutar de pobreza auténtica en estos tiempos en los que casi nada es auténtico, pero es que este mundo no deja de sorprendernos, y ahora al parecer han inventado también el turismo de zonas devastadas, que permite saborear a plena satisfacción la disentería, el tifus, el cólera, el hambre y hasta el canibalismo. Los aficionados a los deportes de aventura están de enhorabuena, porque ahora, además de Afganistán, Irak y la franja de Gaza, pueden visitar Haití. ¿Qué más se puede pedir?

Ha querido el azar, o alguna otra instancia superior, que precisamente en estos días el descolorido presidente Obama, que sostiene a toda costa su política sobre Afganistán e Irak pero no puede hacer política en su propio país, haga pública su renuncia a ejecutar las reformas que figuraban en su programa electoral, reconociendo con ello implícitamente lo que algunos aquí (y en Haití) ya sabíamos: que el modelo democrático que ellos exportan es ineficiente, y que sencillamente no sirve para satisfacer las legítimas demandas de los ciudadanos, ni en Estados Unidos ni en Haití. Puesto que no va a cumplir sus promesas electorales, ¿por qué no dimite? ¿No es un fraude hacerse elegir formulando promesas que después no es posible realizar? Con la mayor humildad cabría sugerir a Obama que haga una visita, aunque sea de cortesía, al obispo Munilla en Donosti, y que de paso almuerce en Arzak, a ver si alguno de ellos le ilumina. ¿Será posible que todavía en algún lugar pueda aprenderse a gobernar, a hacer promesas y a cumplir?
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Y aquí, Ti ca, una canción del artista haitiano Altieri Dorival
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domingo, 17 de enero de 2010

MÚSICA NOCTURNA / 4


UN MODERNO

Ha sido muy comentado recientemente el episodio de la deserción de público durante alguna representación de Lulú en el Teatro Real (no en El País, pues como es sabido hace tiempo que este periódico no considera que la música merezca un espacio en sus páginas de cultura, al contrario que la moda). Es obvio que para una parte del público que asiste a las salas de concierto, aquí y en Lima, la música es más un aditamento social, una ocasión para lucir el propio status, que una experiencia artística. Ello explica los molestos conciertos paralelos que se escuchan durante los conciertos propiamente dichos: teléfonos móviles que suenan oportunamente, como es natural, en los pasajes en pianissimo; crepitantes papeles de caramelos, masivos ataques de faringitis, etc. El despiste que trae consigo la escasa cultura musical queda también patente en los comentarios que se escuchan a la salida de los conciertos, en especial cuando estos escapan al habitual sota, caballo y rey. Hace poco una señora con los oxigenados pelos de punta (quizá a causa de los decibelios reclamados por el maestro Weller a la orquesta) decía a su acompañante que “esta música es demasiado moderna para nosotras”. ¿Y qué música era ésa que tanto había confundido a las dos empingorotadas damas? Pues la Sinfonía Resurrección de Gustav Mahler.

Por pura casualidad, hay que reconocer que esta vez la digna señora tenía razón. Y es que Mahler es a la música lo que Kafka a la literatura: “aquél del que no puede prescindir nadie que se considere moderno”, como escribió Hannah Arendt refiriéndose al autor de El proceso. Tanta modernidad, tratándose de un hombre que nació hace ahora ciento cincuenta años, desorienta a la gente. Con razón ha escrito Pierre Boulez que Mahler, más que sinfonías, en el significado que tiene esta palabra desde finales del siglo XVIII, escribió diez novelas, o incluso una sola novela dividida (o unida) en diez partes. Pues ciertamente Mahler incorporó al sinfonismo la subjetividad, la humanidad y la irracionalidad que habían estado ausentes de la música en tiempos del clasicismo, cuando lo que se perseguía era la justa proporción y la exactitud formal. Subjetividad, humanidad e irracionalidad sin las que nada que esté vivo puede entenderse y que son, dicho sea de paso, ingredientes esenciales en la literatura de Kafka. Así, las sinfonías de Mahler, a las que hay que añadir esa undécima sinfonía que es La canción de la Tierra, no excluyen, sino todo lo contrario, la experiencia propia, el estado de ánimo, la visión del mundo y hasta los elementos autobiográficos concretos, de los que muchos han sido señalados por Mahler en las mismas partituras o en su correspondencia, sobre todo con Alma.

No es raro, pues, que nos suceda con Mahler lo mismo que con Kafka y con otros modernos (y pienso por ejemplo en Camus, del que hablaba aquí hace poco): que siempre creemos estar redescubriéndolos, que cada vez que los revisitamos nos parece identificar en ellos novedades antes inadvertidas, y que ante ellos vacilamos, pues nunca podemos estar seguros de hallarnos a su altura, de haber sabido desentrañar todo lo que de desentrañable hay en sus creaciones. Nuestra relación con ellos tiene algo de work in progress que no tiene ni tendrá fin, de ahí que nos sean tan necesarios.

Y son necesarios porque hoy la música y la literatura (la cultura en general) ya no gozan de la valoración social que tuvieron como instrumentos para el crecimiento, la formación y la emancipación de los individuos, de lo que son triste testimonio los adolescentes borrachos que pueblan las madrugadas de nuestras ciudades, el consumismo histérico y la ausencia de objetivos (más allá del de enriquecerse), de proyectos de vida. Que los medios de comunicación, salvo rarísimas excepciones, hayan dado virtualmente la espalda a la cultura nos da una idea de en qué dirección podría hallarse la responsabilidad de este estado de cosas. Que todo el debate educativo de un país se haya centrado durante meses en la conveniencia o inconveniencia de una asignatura que además está destinada por sus propios artífices a no ser más que una maría, cuando de todos es bien sabido que en los colegios e institutos faltan profesores, también es una vía que señala en la dirección de la responsabilidad, esa responsabilidad, precisamente, que tantos eluden.

Nunca está de más repetirlo: en la creación de quienes se han hecho preguntas, han reflexionado y han sufrido, en ese equilibrio tan difícilmente alcanzable entre lo clásico y lo moderno, abundan los valores que en opinión de muchos se echan en falta en nuestra civilización, de lo que los jóvenes son las principales víctimas: una civilización pujante en lo tecnológico pero moribunda en el ámbito de las ideas. Vacía, pues. Y es que el mundo de la cultura hoy ya no es cosa de creadores responsables y audaces, sino de una cínica e ignorante industria productora y reproductora de caos, en la que no hay espacio físico para el pensamiento y mucho menos para ninguna vanguardia. Como escribe Dan Schiller en la edición de enero de Le Monde Diplomatique, “en las revoluciones sociales de 1789, 1917 y 1949 fuerzas sociales poderosas actuaban para transformar las modalidades de la cultura. En la actualidad, las prácticas culturales se definen a escala mundial bajo la exclusiva égida del capital. Las tentativas de contrarrestar esta hegemonía siguen siendo al día de hoy políticamente insignificantes”. Esa industria quiere que vivamos rodeados de aparatos electrónicos, la mayor parte de ellos superfluos e inoperantes desde el punto de vista cultural. Los hombres, en consecuencia, ya no somos seres de conocimiento, sino simplemente usuarios. Y así nos va.
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Un fragmento (el final) de la Segunda Sinfonía Resurrección de Mahler:
Oh, cree, corazón mío, cree.
Nada perderás.
Tuyo es, sí, tuyo, lo que anhelaste.
¡Tuyo lo que amaste, por lo que luchaste!
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viernes, 8 de enero de 2010

LECTURA POSIBLE / 4

CON EL TIEMPO...
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Con el tiempo, tan persistente él, ha llegado el cincuentenario de la muerte de Albert Camus. Ignoro si aún se leen sus libros y dudo mucho que se representen sus obras de teatro, aunque quizá esta conmemoración haya suscitado en Francia y en algún otro país francófono esa clase de eventos, como los llaman ahora, debidamente subvencionados, en los que algún superviviente ya canoso y reumático, quizá hoy adscrito a algún partido en el poder, pronuncia unas palabras, lee citas del homenajeado, recita versos o incluso canta una canción, “para que no perdamos la memoria”, como suele decirse. Quizá. Entre nosotros, y como también es habitual, lo más probable es que el aniversario pase inadvertido, si exceptuamos las dos páginas testimoniales aparecidas en los suplementos culturales que todavía dan algunos periódicos; lo cual es injusto, ya que Camus se ocupó bastante de los asuntos españoles, y, siendo como era hijo de un alsaciano pied noir y de una menorquina, él mismo era un medio español al estilo de aquellos que tanto han abundado en nuestra historia, es decir, los exiliados.

Camus escribió siempre sobre el exilio y exiliados son todos sus personajes, pese a la voluntad que comparten de participar desesperadamente de la vida. Pero sería fatigoso para el lector resumir aquí todos los exilios de Camus: en primer lugar el de su madre, a la que siempre amó; de la Rue de Lyon, en el barrio argelino de Belcourt; de la España en armas a la que no pudo acudir a causa de la tuberculosis, lo que siempre se reprochó; de la filosofía, en la que nunca acabó de creer; y también de la literatura, a la que no pudo dar la que tenía que haber sido su mejor novela, El primer hombre, que como tantas otras cosas quedó inconclusa a su muerte; y sobre todo exiliado de la libertad, que él, como dijo alguna vez, no había aprendido en los libros de Marx, sino en la miseria.

Por ahí, muy a mano, debe estar todavía La peste, libro que leí por primera vez en una traducción argentina, igual que El extranjero, al que recientes traducciones, más próximas al sentimiento de su autor, llaman El extraño; sus Carnets; su Estado de sitio y su Calígula. Menos accesible que sus libros me parece que es para nosotros hoy, con mucho, el hombre, este Camus que dimitió de su cargo en la UNESCO cuando en esta institución fue aceptado el país del General Franco; o que fue casi la única voz que se opuso al ingreso del mismo desdichado país en las Naciones Unidas, allá por 1955. Era otro siglo y casi otro planeta. Aquel pasado, también nuestro, del que el tiempo se empeña en alejarnos, tiene hoy a la venta, como en un parque temático, camisetas, viejos discos, libros desencuadernados, cosas con las que llenar de nostalgia esta época sin ideas ni compromisos, ni esperanzas. Y es que ahora que los intelectuales son correctos, asépticos y neutros como la musiquilla que se oye en los ascensores y en El Corte Inglés, resulta muy difícil comprender lo que significan las palabras Albert Camus. Habrá que seguir utilizándolas en el futuro, y con frecuencia, para que el sentido que tuvieron (que tienen) no se pierda.
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Y con el tiempo… también han vuelto a mis manos algunos poemas de Boris Vian, un bello libro con ilustraciones que lleva el título de No me gustaría palmarla y del que extraigo unos versos, rescatados aquí de otro olvido injusto y dedicados a Camus, a Vian y a todos los que están en el exilio todavía.

No quisiera morir
antes de conocer
los monos del Brasil
que duermen sin soñar.
No quisiera morir
sin haber agotado
mis labios en sus labios,
mi todo con su todo,
su todo con mis manos,
su infinito tesoro,
mi amor desmesurado.
No quisiera morir
sin que se haya inventado
la rosa permanente,
el ocio laboral,
el mar en la montaña,
la montaña en el mar,
el dolor que no daña,
y la sombra en color.
A los niños volando
y al ingenio inventando
la vacuna total,
la aventura espacial,
fontaneros baratos,
los monarcas en cueros,
arquitectos modestos,
abogados sinceros,
tantas cosas que ver,
tantas cosas que oír,
tanto por esperar.
Contra la oscuridad.
Y ahora veo el final
que se acerca hacia mí,
que me quiere besar
con besos de marfil,
que me quiere llevar.
No quisiera morir
sin dejar de probar
a la gélida novia,
la de gusto más fuerte,
el sabor que me agobia.
No quisiera morir
sin dejar de probar
el sabor de la muerte.
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(Traducción: Javier Krahe y Andy Chango)

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Serge Reggiani canta Je voudrais pas crever (No me gustaría palmarla)



Y Léo Ferré canta Avec le temps