domingo, 17 de enero de 2010

MÚSICA NOCTURNA / 4


UN MODERNO

Ha sido muy comentado recientemente el episodio de la deserción de público durante alguna representación de Lulú en el Teatro Real (no en El País, pues como es sabido hace tiempo que este periódico no considera que la música merezca un espacio en sus páginas de cultura, al contrario que la moda). Es obvio que para una parte del público que asiste a las salas de concierto, aquí y en Lima, la música es más un aditamento social, una ocasión para lucir el propio status, que una experiencia artística. Ello explica los molestos conciertos paralelos que se escuchan durante los conciertos propiamente dichos: teléfonos móviles que suenan oportunamente, como es natural, en los pasajes en pianissimo; crepitantes papeles de caramelos, masivos ataques de faringitis, etc. El despiste que trae consigo la escasa cultura musical queda también patente en los comentarios que se escuchan a la salida de los conciertos, en especial cuando estos escapan al habitual sota, caballo y rey. Hace poco una señora con los oxigenados pelos de punta (quizá a causa de los decibelios reclamados por el maestro Weller a la orquesta) decía a su acompañante que “esta música es demasiado moderna para nosotras”. ¿Y qué música era ésa que tanto había confundido a las dos empingorotadas damas? Pues la Sinfonía Resurrección de Gustav Mahler.

Por pura casualidad, hay que reconocer que esta vez la digna señora tenía razón. Y es que Mahler es a la música lo que Kafka a la literatura: “aquél del que no puede prescindir nadie que se considere moderno”, como escribió Hannah Arendt refiriéndose al autor de El proceso. Tanta modernidad, tratándose de un hombre que nació hace ahora ciento cincuenta años, desorienta a la gente. Con razón ha escrito Pierre Boulez que Mahler, más que sinfonías, en el significado que tiene esta palabra desde finales del siglo XVIII, escribió diez novelas, o incluso una sola novela dividida (o unida) en diez partes. Pues ciertamente Mahler incorporó al sinfonismo la subjetividad, la humanidad y la irracionalidad que habían estado ausentes de la música en tiempos del clasicismo, cuando lo que se perseguía era la justa proporción y la exactitud formal. Subjetividad, humanidad e irracionalidad sin las que nada que esté vivo puede entenderse y que son, dicho sea de paso, ingredientes esenciales en la literatura de Kafka. Así, las sinfonías de Mahler, a las que hay que añadir esa undécima sinfonía que es La canción de la Tierra, no excluyen, sino todo lo contrario, la experiencia propia, el estado de ánimo, la visión del mundo y hasta los elementos autobiográficos concretos, de los que muchos han sido señalados por Mahler en las mismas partituras o en su correspondencia, sobre todo con Alma.

No es raro, pues, que nos suceda con Mahler lo mismo que con Kafka y con otros modernos (y pienso por ejemplo en Camus, del que hablaba aquí hace poco): que siempre creemos estar redescubriéndolos, que cada vez que los revisitamos nos parece identificar en ellos novedades antes inadvertidas, y que ante ellos vacilamos, pues nunca podemos estar seguros de hallarnos a su altura, de haber sabido desentrañar todo lo que de desentrañable hay en sus creaciones. Nuestra relación con ellos tiene algo de work in progress que no tiene ni tendrá fin, de ahí que nos sean tan necesarios.

Y son necesarios porque hoy la música y la literatura (la cultura en general) ya no gozan de la valoración social que tuvieron como instrumentos para el crecimiento, la formación y la emancipación de los individuos, de lo que son triste testimonio los adolescentes borrachos que pueblan las madrugadas de nuestras ciudades, el consumismo histérico y la ausencia de objetivos (más allá del de enriquecerse), de proyectos de vida. Que los medios de comunicación, salvo rarísimas excepciones, hayan dado virtualmente la espalda a la cultura nos da una idea de en qué dirección podría hallarse la responsabilidad de este estado de cosas. Que todo el debate educativo de un país se haya centrado durante meses en la conveniencia o inconveniencia de una asignatura que además está destinada por sus propios artífices a no ser más que una maría, cuando de todos es bien sabido que en los colegios e institutos faltan profesores, también es una vía que señala en la dirección de la responsabilidad, esa responsabilidad, precisamente, que tantos eluden.

Nunca está de más repetirlo: en la creación de quienes se han hecho preguntas, han reflexionado y han sufrido, en ese equilibrio tan difícilmente alcanzable entre lo clásico y lo moderno, abundan los valores que en opinión de muchos se echan en falta en nuestra civilización, de lo que los jóvenes son las principales víctimas: una civilización pujante en lo tecnológico pero moribunda en el ámbito de las ideas. Vacía, pues. Y es que el mundo de la cultura hoy ya no es cosa de creadores responsables y audaces, sino de una cínica e ignorante industria productora y reproductora de caos, en la que no hay espacio físico para el pensamiento y mucho menos para ninguna vanguardia. Como escribe Dan Schiller en la edición de enero de Le Monde Diplomatique, “en las revoluciones sociales de 1789, 1917 y 1949 fuerzas sociales poderosas actuaban para transformar las modalidades de la cultura. En la actualidad, las prácticas culturales se definen a escala mundial bajo la exclusiva égida del capital. Las tentativas de contrarrestar esta hegemonía siguen siendo al día de hoy políticamente insignificantes”. Esa industria quiere que vivamos rodeados de aparatos electrónicos, la mayor parte de ellos superfluos e inoperantes desde el punto de vista cultural. Los hombres, en consecuencia, ya no somos seres de conocimiento, sino simplemente usuarios. Y así nos va.
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Un fragmento (el final) de la Segunda Sinfonía Resurrección de Mahler:
Oh, cree, corazón mío, cree.
Nada perderás.
Tuyo es, sí, tuyo, lo que anhelaste.
¡Tuyo lo que amaste, por lo que luchaste!
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