martes, 14 de febrero de 2012

VARIACIONES / 12


MARIUS Y FANNY (Y JEANNETTE)
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Ciertos personajes son como los amigos que a veces vienen de visita y que parecen volver de una memoria que es también una mitología familiar. A diferencia de los amigos con cuerpo, domicilio y número de teléfono, estos se nos presentan siempre muy parecidos, si bien nunca idénticos, similares en edad, costumbres, caracteres, cargados con los mismos deseos, las mismas esperanzas. Las épocas son otras, sólo ellos permanecen. Los vimos por vez primera, quizá, en un libro, después en la pantalla de cine y un día, cuando menos lo esperamos, también en la ópera. El fondo al que pertenecen, y sin el que no tendrían sentido, apenas cambia. Se trata de una ciudad costera del sur, en el Mediterráneo, una ciudad luminosa en la que la vida parece tener mayor intensidad, más energía, movimiento: es Marsella. Los personajes fueron creados por Marcel Pagnol, o más bien, para ser exactos, él se limitó humildemente a tomarlos de la realidad, que a veces puede estar llena de quimeras y ser una completa ilusión. Al tomarlos de la vida, les otorgó también esa vida verdadera que tienen desde entonces y desde la que cada cierto tiempo deciden asomarse a la nuestra. Es posible que ellos nos miren también perplejos y con simpatía, al encontrarnos siempre iguales.

La ópera es casi el único género para el que nunca escribió Marcel Pagnol, absurdo descuido que ha podido corregirse hace poco con la feliz intervención de un músico poco asociado a los escenarios y a los asuntos del canto: Vladimir Cosma. Aunque no muy recordado hoy, es cierto que el cine francés no sería lo que es sin Pagnol. Tampoco Marsella, por supuesto, sería sin él la que es, o sea, la Marsella que imaginamos, la más real, la que creemos conocer y que recientemente ha vuelto a mostrársenos en las películas de Robert Guédiguian, continuador y a la vez renovador de la Marsella y de los personajes de Pagnol. Era aquélla una Marsella burguesa sin conflictos étnicos, sin Le Penn ni crisis económica. La de ahora es sólo un poco diferente, y, como otras ciudades del Mediterráneo (de la orilla del norte y de la del sur), recuerda a esas señoras que tras alcanzar la ideal madurez se mantienen magníficamente en ella por tiempo indefinido.

Pagnol había nacido en Aubagne, en la Provenza, en 1895. A los veintisiete años se estableció en París como profesor de inglés, y fue entonces, tras conocer al también provenzal Paul Nivoix, cuando empezó a escribir para el teatro. Sucesivamente vio los estrenos de Les marchands de gloire (1925), Jazz (1926) y Topace (1928), al que siguió un año después Marius, primera parte de su trilogía marsellesa. Entretanto, Pagnol ya había conocido en Inglaterra el cine sonoro, “nuevo mundo” de posibilidades ilimitadas al que sucumbió de inmediato, como tantos otros. Después de conseguir que Paramount se interesara por su Marius, la película se estrenó en 1931, dirigida por Alexander Korda y convertida en el acto en uno de los primeros éxitos del cine sonoro francés. Luego, todavía para el teatro, escribió Fanny (1931), adaptada a la pantalla al año siguiente bajo dirección de Marc Allégret, y, ya directamente para el cine, César (1936), que dirigió el propio Pagnol. A esto seguirá gran número de películas como director y otras tantas como productor, además de la revista Les Cahiers du Film, la elección como presidente de la Société des Auteurs et Compositeurs Dramatiques y, en 1946, un puesto en la Acádemie Française. Su cine tiene el mismo aire de comedia costumbrista, inspirado por Jean Giono y Alphonse Daudet (cuyas obras adaptó para la pantalla), presente ya en sus realizaciones para el teatro. En 1957 empiezan a aparecer en forma de novela sus Souvenirs d’enfance, en los que vuelven a recrearse la ciudad, la época y las gentes que ya habían poblado el teatro y el cine de Pagnol, y cuya última entrega se publicará veinte años después.

Pero faltaba ver esta Marsella y a sus habitantes en un escenario de ópera, cosa que no ocurrió hasta septiembre de 2007, cuando en la misma Marsella se estrenó Marius et Fanny, con dirección escénica de Jean-Louis Grinda y musical de Jacques Lacombe y con Roberto Alagna y Angela Gheorghiu en los papeles principales. Un estreno, como se ve, por todo lo alto y una acogida triunfal, como no podía ser menos, para estos personajes y sus historias, y un nuevo éxito, esta vez póstumo, para Pagnol y para el muy vivo Cosma, este compositor discípulo de Nadia Boulanger sin el cual tampoco es posible entender el cine francés, para el que ha compuesto más de doscientas partituras y del que ha recibido diversos premios, entre ellos dos César. Música, la de Cosma, impregnada de instinto melódico que no tiene inconveniente en apelar al naturalismo de Gustave Charpentier y al verismo de Mascagni e incluso Puccini, y que sirve de acompañamiento a las voces de la pareja de moda. ¿Le habría gustado todo esto a Pagnol? Es seguro que sí, aunque sólo fuera por el goce de ver de nuevo a sus personajes, jóvenes y bellos, sumidos en sus conflictos de siempre, los de la gente que se quedó a las puertas del teatro y de los que, estando por allí, no tenían ni idea de lo que se representaba dentro. Y es que de nuevo, como ocurre siempre, el melodrama, la comedia, el llanto y la risa están fuera, al caer el sol, en las calles y plazas, y también en los vacíos de la gran ciudad. Allí viven el cafetero César y la pescadera Honorine, además de la cajera Jeannette y el falso lisiado Marius, exótica víctima de la reconversión industrial. Ni unos ni otros pueden estar más vivos ni ser más reales, lo cual no es extraño, ya que la realidad los imita, y el gran escenario del mundo está repleto de estos seres que vienen a nosotros desde el pequeño mundo del Bar de la Marine y del Vieux Port de Marsella.

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