martes, 25 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 224

SAKI: UN MONO FISGÓN O LA COPA DE LA VIDA

El novelista Will Self, conocido además de por su obra literaria por sus colaboraciones en The Guardian y en Radio 4 de la BBC, a quien un psicólogo describió una vez como “esquizoide” y víctima de un “trastorno límite de la personalidad”, se considera a sí mismo un moderno flâneur aficionado a los largos paseos por Londres y sus alrededores. Ha contado que en una ocasión llegó andando hasta el aeropuerto de Heathrow, y en otra, recorriendo con su hijo los bonitos parajes de Yorkshire, fue detenido bajo sospecha de pedofilia, después de que la policía fuera avisada por un guardia de seguridad de que había sido visto en compañía de un menor. En sus caminatas por Londres, Self y unos amigos encontraron una vez una placa azul del Patrimonio Inglés en la que se leía que Hector Hugh Munro, alias “Saki”, cuentista, había vivido allí. La placa se hallaba detrás de unos andamios en Mortimer Street, y él y sus acompañantes tuvieron que arrastrarse por la acera para localizarla. Más tarde, en una taberna cercana, decidieron tomarse unas copas a la memoria del cuentista, lo que dio pie a que uno de sus acompañantes, biógrafo americano de Saki, mostrara algunos de los descubrimientos que había hecho acerca de su vida en los años que llevaba dedicado a estudiarla. Uno de ellos se refería a un baúl que se encontraba en el ático de una casa carcomida en Irlanda del Norte en la que vivían dos viejas solteronas, al parecer las últimas parientes del escritor. El baúl contenía algunos papeles de Saki, entre ellos un “libro de contabilidad” en el que su propietario había registrado la cuenta de todos los jóvenes con los que había tenido encuentros sexuales en la ciudad y sus alrededores, junto a un detallado registro de las “estadísticas vitales” de su pene. Por cierto que a su manera Saki fue un donjuán de éxito, y en su cuaderno abundan los períodos con una anotación cada dos días. A Will Self le pareció que la revelación era una manera más que digna de celebrar la memoria de este hombre poco ortodoxo de la Inglaterra eduardiana, autor de relatos y narraciones que murió, según se dice por culpa de un fumador imprudente, hace ahora cien años.

En un mundo libre en el que un padre no puede pasear con su hijo sin ser detenido seguramente la psicología, por no hablar de la policía y los guardias de seguridad, también habrían encontrado algún defecto en la personalidad de Saki. Nació en Akyab, Birmania, hijo de un funcionario del Imperio Británico. En 1872 su madre, que estaba embarazada, se encontraba de viaje en Inglaterra, donde fue corneada por una vaca que la hizo abortar y le ocasionó lesiones que poco después causaron su muerte. No era la primera vez que un animal se cruzaba mortalmente en la vida de uno de los familiares de nuestro autor. Tiempo atrás, en una cacería, un tigre había acabado con la vida de uno de sus antepasados, y al acto en el que se verificó esta inesperada inversión de papeles le dedicó Saki un pasaje de su autobiografía. En él se informa de una representación festiva instaurada por el sultán Tipu, gobernante del reino de Mysore, consistente en que un tigre mecánico de tamaño natural ataca y devora a un soldado británico, en lo que no es sino una conmemoración de aquel acontecimiento familiar. Después de pasar una parte de su infancia en la metrópoli, en el hogar puritano de su abuela, el joven Saki se trasladó de nuevo a Birmania, donde fue policía colonial (como Orwell unos años más tarde), y tras contraer la malaria regresó a Gran Bretaña. Al estallar la Gran Guerra se alistó y fue destinado a un batallón de fusileros reales. En la noche del 14 de noviembre de 1916 se hallaba refugiado en el cráter de un obús en Beaumont-Hamel, en el Somme, donde fue alcanzado por la bala de un francotirador alemán. Según parece, sus últimas palabras fueron las que dirigió a uno de sus camaradas: “¡Apaga ese maldito cigarrillo!”

De este modo, la guerra y el tabaco privaron a las letras inglesas de uno de los mayores autores de la época, el cual fue también uno de los más fervientes y eficaces críticos de la sociedad británica. La singularidad de Saki, en comparación con otros eminentes satíricos, reside en el carácter amable y elegante de su prosa, la cual, mediante lo que parece ser la descripción desenvuelta, a veces humorística, de la vida en las altas esferas, en realidad nos cuenta otra cosa, referida al cinismo y la banalidad de las élites y de sus convenciones sociales.

Aunque había iniciado su carrera como periodista en la Westminster Gazette, Saki no tardó en darse a conocer como autor de relatos que se publicaron en los periódicos ingleses. En 1900 publicó un libro con su verdadero nombre, The Rise of the Russian Empire, y dos años más tarde, ya bajo pseudónimo, otro titulado The Westminster Alice, una colección de viñetas redactadas en forma de parodia en las que Alice, el personaje de Lewis Carroll, intenta inútilmente dar un sentido a la actividad parlamentaria y a los debates políticos de la época. En la década siguiente trabajó como corresponsal del Morning Post en los Balcanes y Rusia, y por último en París. Más tarde, en 1912, publicaría la novela The unbearable Bassington, y al año siguiente la fantasía When William came, que narra una imaginaria invasión alemana y el sometimiento de las Islas Británicas al imperio de los Hohenzollern.

Si bien es cierto que Saki fue ante todo autor de relatos, a los que dio un toque personal de fina ironía y de crítica de la cultura de su país, puede que sea su novela corta El insoportable Bassington, que en España publicó hace unos años la editorial Valdemar, la obra que mejor encarna de las suyas esa atmósfera entre refinada y cruel en la que alientan sus personajes. Ambientada en la alta sociedad londinense, la novela cuenta la historia del individuo al que se refiere su título pero también la de su madre, Francesca, viuda que ha llevado una vida desahogada e insustancial dedicada a los entretenimientos propios de su clase. Tras su viudez, a Francesca le ha quedado una exigua fortuna, además de una pequeña colección de objetos que ha ido acumulando por medio de viajes y devaneos. El principal de ellos es un Van der Meulen, cuadro que preside su salón, que según parece es uno de los más notables que pintó este artista flamenco y que, no por casualidad, representa una batalla. La pequeña renta que ha dejado a Francesca su difunto marido debería servirle para pasar con algo más que decoro el resto de su vida, si no fuera por dos detalles que la sumen en la mayor preocupación: la primera, que la casa en la que vive no es suya, sabiendo de antemano que deberá abandonarla cuando cierta heredera se case; y la segunda, su hijo.

El joven Comus Bassington, en efecto, es una criatura tan bella y encantadora como inútil para todos los aspectos prácticos de la vida. Es de hecho un genuino producto de esa misma sociedad ociosa, y un arquetipo que transita por no pocos relatos del autor. Comus resulta decorativo y hasta brillante en un salón, en una charla animada, en un baile, en un estreno teatral, en una excursión campestre, pero más allá de eso no es posible vislumbrar en él ninguna otra habilidad, en particular ninguna que le permita ganarse la vida. La salvación de Francesca, y de paso la de su hijo, pasa necesariamente por una boda, la cual debería ser con una rica heredera, precisamente aquélla que está llamada a habitar la casa en la que guarda sus tesoros Francesca, además de a sí misma. Por desgracia, iniciado el cortejo, no tarda la joven en percatarse del carácter de Comus, cuyo rasgo principal es el egoísmo, de lo que resultará que la elección de novio no recaerá sobre él, sino sobre un amigo suyo, prometedor miembro de la Cámara de los Comunes. Fracasado en su empeño, el improductivo Comus es enviado a una provincia colonial en África, donde contraerá unas fiebres que le causarán la muerte. La noticia de ésta la recibe su madre el mismo día que conoce que su famoso van der Meulen, responsable del plan de boda y por tanto del destierro de su hijo, es falso. El consiguiente dolor materno suscita un reproche dirigido a sí misma y a la sociedad que habita, una sociedad cuyas buenas maneras apenas pueden ocultar el hecho de que en su seno se libra una batalla, una batalla ciertamente a muerte en la que los afectos humanos han sido arteramente sustituidos por intereses, y en la cual las personas, incluyendo a los hijos, no son más que soldados.

La “posición”, el logro de la misma y su ulterior mantenimiento, es la obsesión y el único motivo de la existencia de estos personajes a los que tarde o temprano Saki hace caer de su pedestal, poniéndoles en situación de considerar el juicio que hasta ese momento dramático, humorístico en no pocos casos, han tenido de ellos mismos, de la vida y el mundo. De ello encontramos suficientes ejemplos en las diversas colecciones de relatos de Saki, de las que una parte considerable se ha publicado en castellano con los títulos de Alpiste para codornices, Los fabuladores y Animales y más que animales. Entre ellos destacan los que narra el personaje de Clovis, figura decadente y escéptica de la que el autor se sirvió en abundancia para fustigar la sociedad de su tiempo, y un cuento en especial, el titulado La ventana abierta, en el que una joven aterroriza a un invitado de su tía con una historia de fantasmas y que concluye con la frase, que se ha hecho proverbial, de “la fantasía improvisada era su especialidad”. Una fantasía que, como el ingenio, nunca le faltó a Saki, autor que ha dejado su huella en las letras británicas en autores como Tom Sharpe y el ya citado Will Self.

Acerca del pseudónimo de nuestro autor no han faltado las controversias, habiendo encontrado los eruditos dos posibles fuentes del mismo: el saki es un mono tímido y fisgón que vive en la selvas de América del Sur, y Saki es también el nombre del portador de la copa de la vida en el célebre Rubaiyat, colección de poemas en persa de Omar Jayam. De ambas maneras, en cualquier caso, es posible caracterizar a este hombre que observó con atención la época desde su propio ocultamiento, pues, como ha hecho notar Will Self a propósito de su homosexualidad, ésta era todavía delito, de lo que fue prueba el juicio contra Oscar Wilde, cuando nuestro autor alcanzó la mayoría de edad; y es su obra un compendio de vida contemporánea servida aquí por él como mero intermediario, tan esperpéntica y tragicómica como real.

martes, 18 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 223

BERYL BAINBRIDGE: LOS AMORES Y LAS LETRAS

El de la biografía, género de éxito en los países anglosajones, tiene como es sabido una arraigada tradición sobre todo en el Reino Unido, país en el que no es raro que alguna de ellas, en competencia con los libros de autoayuda y con los de actualidad política, ocupe uno de los primeros lugares en las listas de ventas. Por muy extraño que pueda parecer entre nosotros, algunas de esas biografías de éxito lo son de escritores, y prueba de ello es Beryl Bainbridge. Love by all sorts of means, libro del que es autor Brendan King y que ha publicado la editorial Bloomsbury el pasado septiembre. King también es escritor y traductor, y fue asistente de la ahora biografiada desde 1987 hasta su muerte en 2010. A él se deben las páginas finales de La chica del vestido de topos, última novela de Bainbridge que quedó inacabada y que se publicó póstumamente en 2011.

De esta escritora poco conocida en el Continente, autora de más de una veintena de novelas y de tres libros de relatos, se había rumoreado mucho en Inglaterra, suficiente como para espantar a sus posibles biógrafos, los cuales, a propósito de ella, debían enfrentarse a algún que otro episodio más bien tortuoso. Esta mujer que según se cree unánimemente no era muy aficionada a la verdad tuvo una vida que fue toda ella una peripecia al estilo de las que proliferan en sus novelas. Eso mismo, a causa del muy refinado gusto inglés por el escándalo, hacía añorar el libro que relatara su azarosa existencia, del cual sólo podía ser autor quien la acompañó durante más de veinte años y, en sus funciones de asistente, según cuenta el propio King, salía disparado al recibir de ella alguna incoherente llamada telefónica, a fin de acudir precipitadamente a su casa, en la Albert Street londinense, para ver qué pasaba. Si hay dudas razonables sobre el rigor del libro, en parte porque como señalan sus críticos el autor ha dado por buenos algunos documentos escritos por ella misma, lo que, en el acto, los convierte en poco fiables; o porque sus páginas se concentran en el desorden de la vida de la biografiada en detrimento de su escritura; o porque debió existir algún término medio entre las múltiples inseguridades de esta mujer y el don natural que se le atribuye para la dominación y la manipulación de quienes la rodeaban, no las hay en cambio acerca de la personalidad fascinante de esta autora que pocos años antes de su muerte, y tras haberse convertido en Dama del Imperio Británico, se proclamó a sí misma como “tesoro nacional”.

Nacida en Liverpool en 1932 (y no dos años después, como ella afirmaba), Beryl Bainbridge se crió en Formby, ciudad costera de famosas playas con dunas de arena en el Mar de Irlanda. A los diez años ya llevaba un diario, y a los once, después de asistir a clases de dicción, apareció en un popular programa de radio llamado La hora de los niños. Venida al mundo poco después de que su padre se arruinase, empezó a recibir, pese a todo, lo que se esperaba que fuese una esmerada educación en una escuela privada, con poco éxito, pues no tardó en ser expulsada tras encontrar un maestro en su uniforme de gimnasia un poema de asunto sexual. “Comprendí entonces que las historias verdes debía aprendérmelas de memoria”, explicó ella años más tarde. La adolescente Beryl, que ya entonces daba muestras de poseer una “ortografía atroz” que la acompañaría toda la vida, dirigió sus pasos hacia la interpretación, y cuando contaba doce años el Liverpool Echo la presentó como “una notable debutante en las filas del arte dramático”. A los quince, de mala gana, ingresó en un internado de señoritas dedicado a formar artistas profesionales, y a los dieciséis se presentó en un teatro de su ciudad natal, el Liverpool Playhouse. Responsable de esta incipiente carrera teatral fue su madre, quien había puesto en Beryl grandes esperanzas, y ello a pesar de sus “paparruchas comunistas”, según calificó sus ideas políticas un amigo de la familia. “Toda tu carrera podría arruinarse por culpa de tus creencias”, le dijo una vez su madre, “así que por favor sé sensata”. Pero la sensatez no figuraba entre las virtudes de su hija.

No era este el único motivo de preocupación de los padres de Beryl, quien precozmente manifestó una intensa vida amorosa. Su primer novio fue un prisionero de guerra bávaro llamado Harry, y como bien dice el autor de la biografía si en aquellos tiempos no era conveniente ser comunista, menos aún lo era relacionarse con un prisionero alemán. Con su novio, Beryl se iba a las dunas de arena de Formby, y más tarde, cuando él fue repatriado, mantuvieron una correspondencia que duró hasta 1953, cuando a Harry se le denegó el permiso para regresar a Inglaterra.

Contando Beryl diecinueve años, se encaprichó de un hombre “de bien modulada voz y pequeñas manos blancas” que conoció en una sala de cine, el cual, de vuelta a su apartamento, la violó. El episodio dejaría en ella efectos duraderos, en especial, según escribió, el de que “me despreciaba a mí misma”, lo que al parecer marcaría el futuro de sus relaciones con los hombres. Los años sucesivos los dedicó Beryl al alcohol y al sexo casual. Se casaría con el pintor y fotógrafo Austin Davies, del que tuvo dos hijos, y tras divorciarse tuvo un tercero con el guionista Alan de Sharp. Fue amante del escritor Michael Holroyd y más tarde del que sería su editor, Colin Haycraft, quien iba a hacer de ella su autora estrella y alquiló para sus encuentros ocasionales, a cierta distancia de su mujer Anna (la novelista Alice Thomas Ellis), un apartamento cerca de su casa, en Candem Town. Beryl y Anna se convertirían en íntimas amigas; para entonces a la primera se la consideraba ya “la mujer más amada de Londres”.

Si al referirse a la región natal de Bainbridge, el Merseyside, el biógrafo examina a la clase media productora de hijas noveleras, revoltosas y anhelantes de aventuras que nunca tienen lugar, habitantes en este caso de una ciudad muy concurrida y de una clase culturalmente ambiciosa aunque venida a menos, la parte del libro dedicada a Londres aparece dominada por la bohemia de hábitos poco convencionales que ya daba sus frutos en los “angry young men” de los años cincuenta y que se marchitaría en la década siguiente. En ese cambio de década, en 1961, Beryl logra el mayor éxito de su carrera dramática, al aparecer en un episodio de la telenovela Coronation Street, interpretando el papel de una activista antinuclear. Pero este breve momento de gloria iba a ser también el canto del cisne de la actriz Beryl Bainbridge, quien para esas fechas ya había comenzado a escribir.

Hay dos períodos en la amplia producción literaria de Bainbridge: uno en el que se nutrió de su propia experiencia y que contiene por tanto una notable carga autobiográfica; y otro, posterior, dedicado a la novela histórica. Aunque las obras que se enmarcan en ambos períodos fueron en general bien acogidas por la crítica, sólo las últimas lo fueron por el público, razón por la cual sus primeros años de escritura lo fueron igualmente de penuria económica. Obras de este último período son Every man for himself, que se publicó en 1996 y que trata del hundimiento del Titanic; Master Georgie, novela ambientada en la Guerra de Crimea que apareció en 1998; y According to Queeney, de 2001, última de las suyas que llegó a completar y que ha sido traducida al español con el título de El doctor Johnson y la señorita Thrale (Ático de los Libros, 2013). Su argumento gira alrededor de los últimos años de la vida del intelectual ilustrado Samuel Johnson, figuradamente descritos aquí por Queeney, hija de la confidente de aquél Hester Thrale.

Más interesantes literariamente, aunque sólo sea por su atrevimiento, son las novelas de la primera época de nuestra autora, la cual se inicia con Lo que dijo Harriet, que publicó en España la editorial Impedimenta el año pasado. Escrita a finales de los sesenta, nadie se atrevió a publicarla, y a sus protagonistas aludió uno de los editores que la rechazó como “dos jovencitas increíblemente repulsivas”. Tuvo que ser la mencionada Anna Haycraft, esposa del editor y futuro amante de la novelista, la que se maravilló al descubrir el manuscrito en su casa y convenció a su marido para que lo publicase.

Tarea delicada para el crítico es referirse a esta novela perturbadora y profundamente erótica sin entrar en conflicto con el código penal, ya que está protagonizada por dos chicas de trece y catorce años. Aunque el carácter y no poco de la conducta de sus heroínas están tomados de la propia experiencia juvenil de la autora, el argumento, que atañe al desenlace trágico del libro, se inspira vagamente en un crimen real ocurrido en Nueva Zelanda en 1954, el cual ha dado lugar a un par de películas para el cine y alguna más para la televisión, entre ellas la titulada Criaturas celestiales que dirigió Peter Jackson. La narración transcurre durante unas vacaciones de verano en Formby, territorio de una insulsa clase media en el que imperan los cotilleos y el aburrimiento. El libro es de esos que dicen lo que tienen que decir, ni más ni menos, y que aciertan en la manera de decirlo. Escrito en un único y salvaje aliento, sólo falta añadir que es una obra maestra. Y aquí tenemos a las dos íntimas amigas que viven completamente aisladas de la gente de su edad y cuyo único círculo social es el de los adultos. Una, desenvuelta y dominadora, guía los pasos de la otra, como es natural, hacia las dunas de arena, donde se han citado con unos prisioneros de guerra que esta vez no son alemanes, sino italianos. Estas muchachas descaradas (descarriadas, dirán algunos) se encuentran en plena efervescencia sexual, “demasiado vivas”, afirma una de ellas, de lo que dejan constancia en un diario que llevan en común y también, para desgracia suya, en la vida del señor Biggs, “el Zar”, hombre derrotado e infeliz. Más allá de lo que expresan y hacen estas chicas, el libro constituye una demoledora crítica de esa gigantesca y malsana anomalía antropológica que llamamos “sociedad occidental”.

De 1974, The bottle factory outing, traducida al español con el título de La excursión (Ático de los Libros, 2011), también está protagonizada por dos chicas, que aquí son ya adultas y trabajan en una fábrica embotelladora. De manera exótica, la fábrica es propiedad de un italiano y en ella, a excepción de las dos heroínas, todos los empleados son de esa nacionalidad. Una de las protagonistas, también desenvuelta y dominadora, planea una excursión al campo en la que tratará de seducir al elegante sobrino del dueño de la fábrica, mientras que la otra intentará salir airosa de las asechanzas de otro fogoso italiano. El resultado será un desastre, y culminará con un cadáver enviado a Santander en el interior de un barril de vino.

En Injury time, novela de 1977 que ha sido traducida como La cena de los infieles (Ático de los Libros, 2010), el endiablado humor negro de Bainbridge vuelve a hacer de las suyas, esta vez a cuenta de un individuo pusilánime, contable y aficionado a la jardinería, que junto a su amante organiza una cena de consecuencias catastróficas. La historia es comedia de costumbres y crítica social, y remite a una de las constantes de la obra de nuestra autora ya manifestada en su inicial Lo que dijo Harriet: “¿Cuándo dejamos de ser inocentes?”, pregunta fastidiosa que se formula aparejada a la certeza de que “lo mejor de la vida ya ha pasado”.

No estaría de más que la biografía ahora publicada de Beryl Bainbridge, con independencia de los ya conocidos excesos y desbarajustes de su vida, sirviera hoy para volver a la lectura de ese tesoro literario que es su obra, una obra original que, bajo su forma desenfadada, nos ofrece con maestría una visión dura y compleja de nuestra sociedad y de nosotros mismos.

martes, 11 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 222

MASUJI IBUSE Y LOS CINCUENTA AÑOS DE LLUVIA NEGRA

El viaje que Barack Obama hizo a Hiroshima el pasado mes de mayo fue el primero de un presidente estadounidense a una de las ciudades sobre las que se lanzó la bomba atómica. Según explicó entonces el asesor de la presidencia Ben Rhodes el objeto del mismo no era ni pedir perdón ni cuestionar el uso que Estados Unidos hizo al final de la Segunda Guerra Mundial del armamento atómico, sino más bien “ofrecer una visión centrada en nuestro futuro compartido y reconocer el tremendo y devastador coste humano de la guerra”. Según los entendidos, la visita a Hiroshima fue una muestra de la conocida costumbre de los presidentes norteamericanos, al final de su mandato, de dejar para la posteridad algún que otro gesto benévolo en la política internacional. En este caso, más prosaicamente, debía servir también para reforzar la alianza americano-japonesa frente al creciente poderío chino. Un viaje y un gesto, los del premio Nobel de la paz Obama, en virtud de los cuales un concreto acto de guerra sufrido por la población civil ha venido a convertirse tiempo después en ilustración abstracta y libre de culpa del “poder autodestructivo del ser humano”.

La bomba atómica fue arrojada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945, y causó unos ciento sesenta mil muertos. Otras personas murieron después a causa de la radiación, y se estima que la cifra actual de supervivientes, todos ellos como mínimo octogenarios, es de ciento cincuenta mil. Estas víctimas de la radiación, a las que en Japón llaman hibakusha, han tenido que convivir durante décadas con las secuelas de la enfermedad, y en algunos casos las sufren todavía. Estas secuelas son variadas, y como ha podido documentarse suelen culminar en forma de cáncer y leucemia. Del calvario físico y moral por el que han pasado estos supervivientes se conocen hoy numerosos testimonios que en gran parte se deben a la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, de la que existen diversas secciones, una de ellas en Estados Unidos, donde residen alrededor de mil hibakusha que reciben una pensión del Estado y son sometidos a chequeos médicos cada dos años. A los efectos de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki está dedicado el Museo de la Paz que se inauguró en la primera de esas ciudades en 1955, el cual, pese a su atroz contenido, según afirmó hace poco el presidente de la asociación de afectados Sunao Tsuboi, “no puede compararse con las imágenes que todavía guardamos en la memoria”.

De la memoria, de la bomba, de la muerte que acarreó y de sus supervivientes tratan multitud de libros escritos por testigos que sobrevivieron y por cronistas que los entrevistaron. Uno de ellos es la novela de Masuji Ibuse Lluvia negra, que se publicó hace ahora cincuenta años. No fue el que dio inicio a esta saga, aunque sí es, tal vez, el más difundido. Antes de su publicación, las primeras noticias que se tuvieron en Occidente de los efectos de la bomba atómica las había proporcionado el periodista estadounidense John Hersey, quien recibió del editor de New Yorker William Shawn el encargo de visitar Hiroshima nueve meses después del bombardeo. Hersey permaneció en Japón unas semanas, y a su vuelta redactó un extenso artículo al que tituló Hiroshima y que se publicó en agosto de 1946. Otro periodista, el austríaco Robert Jungk, se trasladó a Hiroshima en 1957, y dos años más tarde publicó en Berna su novela Strahlen aus der Asche (Los rayos de las cenizas), primera contribución literaria dedicada a la descripción de los efectos de la bomba atómica escrita en Europa. En sus diversos textos sobre Hiroshima, Jungk detalló entre otras cosas la visión de futuro de los gobernantes japoneses, que a las dos semanas del bombardeo iniciaron la construcción de una red de prostíbulos a fin de atender las necesidades de los soldados americanos que se disponían a ocupar el país. Igualmente narró el modo en que los médicos de las autoridades de ocupación indagaron la naturaleza de las lesiones que presentaban los heridos y enfermos con fines de investigación, a la vez que se negaban a tratarlos. Jungk llegaría a ser un destacado activista antinuclear, y en 1992 se presentaría como candidato del Partido Verde a las elecciones presidenciales que tuvieron lugar en su país.

Pero los testimonios más completos acerca del bombardeo de Hiroshima son los que suministraron dos escritores japoneses, los cuales figuran entre los más notables de la literatura nipona del siglo pasado: Kenzaburo Oé y el ya citado Masuji Ibuse. Ambos testimonios se publicaron entre 1965 y 1966. El de Oé, Cuadernos de Hiroshima, es un reportaje en el que el autor se aproxima a las víctimas de la bomba, los hibakusha ancianos y condenados a la soledad y las mujeres desfiguradas, pero sobre todo a los médicos que con escasos recursos trataban de combatir las consecuencias de la radiación. Los horrores a los que tuvo acceso Oé le sirvieron para formular una reflexión que trascendía a los propios acontecimientos de los que trataba el libro, reflexión que se refiere al heroísmo cotidiano, al rechazo a sucumbir a la tentación del suicidio y al asombro suscitado por la obstinada dignidad humana.

El de Ibuse se publicó originariamente por entregas en la revista Shincho en 1965, habiendo aparecido en forma de libro al año siguiente. Ibuse había nacido en el distrito de Kamo, en Hiroshima, y tras estudiar literatura francesa en la Universidad de Waseda en Tokio empezó a escribir relatos alegóricos protagonizados por animales y novelas históricas. Durante la guerra trabajó en el departamento de propaganda, y vivió el final de la misma y el bombardeo de Hiroshima en su pueblo natal. Tenía por entonces cuarenta y siete años. Para la redacción de Lluvia negra se sirvió de sus propias experiencias, de las de familiares y amigos y de otras que conoció en los años que siguieron a las explosiones atómicas y al final de la guerra.

El libro narra los acontecimientos que se sucedieron en diez días, entre el bombardeo y la rendición de Japón. Pero no los describe cronológicamente, pues los hechos aparecen como evocación en el marco de un presente narrativo varios años posterior. Responsable de esta evocación es Shigematsu Shizuma, superviviente de la explosión que vive con su esposa y su sobrina Yasuko en el pueblo de Kobatake. Yasuko, joven casadera que trabajó en la misma fábrica textil de la que era gerente su tío, es una enferma de la radiación, una de los miles de hibakusha que trataban de rehacer su vida tras la explosión de la bomba atómica. Ella ha recibido una propuesta de matrimonio, pero la familia del pretendiente alberga dudas acerca de su salud. Para asegurarse, la familia se sirve de un intermediario, el cual se presenta en el pueblo a fin de conocer el estado de la joven. Consciente de que los informes que pueden reunir los familiares del prometido no son muy favorables para el futuro de su sobrina, Shigematsu decide poner en limpio las anotaciones de su diario de los últimos días de la guerra, a fin de ponerlos a disposición de aquéllos. La memoria del bombardeo, pues, que ha estado durante años pudorosamente guardada en un baúl (como de hecho sucedió en todo Japón), sale a relucir tardíamente, con el objeto de que Yasuko se case.

Pronto, sin embargo, el ejercicio evocador de Shigematsu, lleno de heridas reales y figuradas que aún no se han cerrado, cobra sentido por sí mismo, y crece como actividad autónoma a la que se van sumando otros recuerdos, empezando por los de su esposa. Hábilmente el autor combina el presente narrativo con ese pasado que se recrea hasta componer un cuadro completo y coral en el que se acumulan los testimonios de la tragedia, desde el momento de la explosión hasta el hacinamiento de los heridos en hospitales improvisados a los que, tras un penoso éxodo, llegaron casi siempre para morir o para comprobar que el suyo era un mal desconocido que carecía de tratamiento. Entre un punto y otro de ese camino el lector deberá poner a prueba sus nervios y la fortaleza de su estómago, a fin de soportar la dureza de las imágenes que, implacablemente, se le presentan.

Los fugitivos de la bomba son seres fantasmales y desollados cuya piel se desprende a tiras, que exhiben sus vísceras y huesos y que en medio de la desorientación en la que se encuentran ven caer sobre ellos, desde lo alto del hongo radioactivo, la lluvia negra, lluvia que aún empeorará sus heridas y a las que todavía, días y semanas después, les aguardará un nuevo horror: el de las larvas. Los insectos se reproducen de manera insospechada, algunas plantas crecen monstruosamente a la vez que otras se extinguen, como los peces de ríos y estanques y las aves. Pese a todo, la metáfora que nos presenta Ibuse es exacta: a fin de que los jóvenes vuelvan a tener algo parecido a lo que se llama una vida normal es preciso recordar esto, recordarlo para evitar que se repita.

Pero el libro de Ibuse no es una mera descripción de miserias humanas. El protagonista, Shigematsu, nos informa aquí y allá, como de pasada, de las conflictivas relaciones que hacia el final de la guerra existían entre el ejército y la población civil, de la solidaridad entre vecinos y desconocidos y de la vida cotidiana. Del mismo modo el autor, a la manera de reliquias, deja en las páginas del libro signos de una memoria anterior, la de un Japón que también fue destruido por la bomba y que estaba habitado por dioses y duendes, fiestas agrícolas tradicionales y juegos infantiles.

En 2002 el Ayuntamiento de Hiroshima emprendió un proyecto con el fin de que los “sucesores”, los hijos y nietos de quienes sobrevivieron a la bomba, no la olviden. En la actualidad hay ya ciento cuarenta y dos “sucesores” que han contribuido al mantenimiento de esta memoria colectiva mediante fotografías, diarios y otros documentos de la época. “Devolvednos nuestra humanidad”, decía el poeta, enfermo de radiación, Sankichi Tōge, cuyo testimonio personal es parte de dicho proyecto. Otro superviviente escribió: “Todavía recuerdo el contacto de la mano de una mujer horriblemente desfigurada que agarró mi tobillo implorando agua”. Y otro dice: “Uno cualquiera de los supervivientes es el eco de las voces de los muertos”. A propósito de este proyecto el presidente de la Asociación de Supervivientes de la Bomba Atómica, Sunao Tsuboi, ha afirmado que “no se trata de reunir hechos, sino los sentimientos de las víctimas, el dolor que no se muestra, porque hay una parte de verdad indecible en lo que vivimos”. A tratar de expresar esa parte de verdad indecible se han puesto la literatura y el arte.

Así, en efecto, la saga de narraciones sobre la bomba atómica no se ha interrumpido. La novela de Ibuse dio lugar en 1989 a una adaptación cinematográfica dirigida por Shōhei Imamura que fue premiada en Cannes. Hace unos años se tradujo al castellano Diario de Hiroshima, del médico Michihiko Hachiya, quien prestaba servicio en el Hospital de Comunicaciones de Hiroshima el día del bombardeo. Y el año pasado empezó a publicarse en España Pies descalzos, manga monumental de dos mil quinientas páginas en cuatro volúmenes que está considerado como una de las obras maestras del cómic y del que es autor Keiji Nakazawa. Igualmente, este verano el Museo dell’Ara Pacis de Roma ha exhibido una muestra de fotografías de Ken Domon, maestro del realismo que fue uno de los primeros fotógrafos que ilustró la vida de los habitantes de Hiroshima tras la explosión atómica. De su obra afirmó el mencionado Oé que era “la primera del arte moderno que afronta el tema de la bomba atómica hablando de los vivos, y no de los muertos”.

A unos y a otros se refirió nuestro Masuji Ibuse, quien, citando palabras del budista Sermón de la Mortalidad, anotó en Lluvia negra: “Así se plegaran las rosáceas mejillas de la mañana al manto de la calavera nocturna. Un cambio de viento en un suspiro habrá cerrado los brillantes ojos”.

martes, 4 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 221

ASTRONAUTAS, DE STANISŁAW LEM

A inicios de nuestro siglo XXI, décadas después de la caída del capitalismo, el descubrimiento en Siberia de un mensaje llegado de las estrellas pone en conocimiento de los científicos el proyecto ideado en alguna parte de nuestro sistema solar de la destrucción de la Tierra. A fin de obtener más información sobre los seres que han concebido semejante propósito se emprende una expedición a Venus, para la que se emplea una nave, el Cosmocrátor, a bordo de la cual viajan un selecto grupo de científicos y un piloto de avión. Ellos serán protagonistas de una epopeya científica y comunista, pero también de una aventura que servirá a los humanos para advertirnos del riesgo de una guerra atómica y, de paso, para que un escritor polaco debute en el género en el que poco después será reconocido como maestro: la novela de anticipación.

En el prólogo a la reedición de este libro que se había publicado originalmente en 1951, su autor, Stanisław Lem, nos cuenta que cuando lo redactó el conocimiento que existía del espacio exterior y de los viajes espaciales era escaso, y que la palabra misma que le da título constituía un raro neologismo que algunos de sus primeros lectores confundieron con la palabra, mucho más familiar, de “argonautas”. Eran los primeros años de la postguerra mundial y en la memoria de los supervivientes estaba fresca la imagen de las ciudades arrasadas, y en especial la de los efectos que en Hiroshima y Nagasaki había provocado la novísima tecnología atómica. Por entonces Lem había escrito ya una primera novela, El hombre de Marte, que se publicó por entregas en una revista polaca, así como diversos relatos referidos a las innovaciones en la carrera armamentista que se habían ensayado en la última contienda, producto de los avances científicos. Títulos como El hombre de Hiroshima, La ciudad atómica y V sobre Londres son testimonio de esa primeriza atención prestada por Lem al candente asunto de los servicios prestados por la ciencia al militarismo y al incremento de la capacidad de destrucción de la especie humana. Si estos temas no iban a abandonar del todo la futura producción de nuestro autor, los relatos escritos hasta entonces por el mismo presentaban en cambio sólo un carácter divulgativo, y la novela mencionada, pese a su temática marciana, constituía más bien un relato fantástico que no hacía presagiar nada de lo que vendría después en el campo de la ciencia ficción.

A finales de los años cuarenta Lem se hallaba enfrascado en la redacción de una novela, El hospital de la transfiguración, que le estaba dando no pocos quebraderos de cabeza. Y no porque le faltaran ideas, pues como dijo más tarde en una entrevista entonces escribía “como si cantara un pajarito” y con la frescura de “una adolescente enamorada”, sino porque el contenido del libro, el cual se desarrollaba en un hospital psiquiátrico apartado del mundo, chocaba frontalmente con los principios del entonces vigente realismo socialista. En otro lugar recordó Lem aquellos días en los que cogía el autobús para presentarse en la recién fundada editorial Książka i Wiedza de Varsovia, donde aquel autor desconocido que aún no había cumplido la treintena tuvo que escuchar habitualmente las reprimendas que le dirigían los editores, alarmados por el carácter pesimista y “contrarrevolucionario” de su obra. Lem hizo en ella todos los cambios, cortes y adiciones que le señalaron, lo que no impidió que fuera a quedar olvidada en un cajón, de donde sólo pudo salir para ir a la imprenta en 1956. A diferencia de El hombre de Marte, que como reconoció Lem fue escrita únicamente a fin de paliar las penurias económicas por las que atravesaba, El hospital de la transfiguración era ya, o intentaba serlo, una obra personal, si bien no madura, en la que el autor quiso por primera vez dar forma narrativa a sus preocupaciones acerca de la naturaleza y el futuro de los hombres. De hecho, este libro casi juvenil que bien podría considerarse novela de guerra en el que se muestra el drama del individuo como ser desgarrado, existencialmente dividido entre mente y cuerpo, enfermo del alma cuyo instinto ético se enfrenta con rigor al nihilismo creciente en la cultura europea, viene a ser un claro adelanto de toda la obra posterior de Lem, que si ciertamente iba a desenvolverse en otro escenario no dejaría de buscar respuesta a los anhelos morales del ser humano. Pero fue precisamente entonces, mientras nuestro autor trataba de salvar su novela del dogmatismo de los editores, cuando por un camino inesperado su interés se orientó hacia un viaje interplanetario que habría de llevarle rápidamente hasta el misterioso Venus.

Un día, hallándose en la Casa de los Escritores que el gobierno polaco había abierto en Zakopane, en los Montes Tatra, nuestro autor se encontró con Jerzy Pański, director de la radio y presidente de la editorial Czytelnik, quien a la vista de algunos de los textos que ya había escrito Lem le sugirió la conveniencia de ponerse manos a la obra en la creación de una novela de ciencia ficción polaca. Habiendo renunciado por entonces a culminar sus estudios de Medicina, y andando necesitado de recursos, le tomó la palabra, y poco después se puso a escribir la novela Astronautas, primera incursión de Lem en la ciencia ficción. Contra todo pronóstico, el libro tuvo un gran éxito, y acabó por decidir el futuro literario de su autor.

Resuelto esta vez a no tropezar con los editores, Lem concibió entonces un mundo comunista del que se había erradicado felizmente toda forma de economía y de cultura burguesas. Los jóvenes estudian con perplejidad en los libros de Historia ese oscuro período capitalista en el que el hombre era un lobo para el hombre, y se sorprenden de que no haya existido desde siempre ese régimen de fraternidad universal en el que ellos han nacido. Lem dejó caer aquí y allá algunas frases sentenciosas acerca del destino comunista de la humanidad; dio al cerebro electrónico de la nave interplanetaria el nombre de MÁRAX, que es la abreviatura de “Machina Rationatrix” pero que evoca también el apellido del autor de El Capital; y se ocupó de subrayar que los nuevos tiempos lo eran ante todo de paz y de desarrollo científico, el cual, en la línea de los colosales proyectos soviéticos, tenía previsto por ejemplo irrigar el desierto del Sahara con agua del Mediterráneo. Se abstuvo en cambio de dedicar florituras al Partido, de cuyos dirigentes y funcionarios no hay ni rastro en la novela, y en su lugar esbozó una sociedad de abnegados técnicos y científicos entregados con pasión a su oficio y en general al ideal de la época, que no es otro que el conocimiento. Algunos de estos científicos iban a ser los verdaderos protagonistas de la aventura espacial narrada en Astronautas.

Sin embargo, el inicio del libro, hasta casi su mitad, adolece del tono didáctico y del estilo encorsetado que ya fueron propios de los relatos divulgativos del autor, rémora a la que hoy tenemos que añadir que la información científica allí expuesta ha sido superada y en no poca medida refutada ampliamente. El conocimiento popular que hoy se tiene de ciencias como la astrofísica es, en efecto, causa de que el lector medio se sonroje ante algunas de las afirmaciones hechas por el narrador, cosa de la que Lem se cuidaría en el resto de su obra. Esta es la razón de que Astronautas no contara con el aprecio del Lem maduro, quien sólo accedió a su reedición, y ello con un prólogo que servía de advertencia al lector, en 1972. Cierto es que esa primera mitad del libro, como la totalidad de El hombre de Marte, se inscribe de lleno en lo que el propio autor llamó “cementerio de ilegibilidad general”, pero no es menos cierto que en la segunda el autor deja a un lado la divulgación científica, o hace un uso más comedido de ella, para entregarse por completo al relato de la aventura de los protagonistas. Resulta posible incluso precisar las páginas en las que Lem se libera para empezar a encontrar la forma, la voz propia, que prevalecería en su obra: son aquéllas en las que el piloto de la nave espacial hace su primer vuelo de reconocimiento sobre la superficie venusiana. En última instancia, puede afirmarse que la comprensión de la aventura es facilitada por la árida primera parte, la cual, con respecto a aquélla, vendría a hacer la función de una introducción.

El resultado es menos estrambótico de lo que cabría suponer, y tiene la virtud de incorporar en el relato una ligereza y una ingenuidad que remiten directamente a la atmósfera entre científica y fantástica de los Viajes extraordinarios de Julio Verne. El hecho es que el lector embarcado en este Cosmocrátor no puede abandonar la lectura, en gran parte a causa de la fantasía y vivacidad con que se describe la superficie de Venus, con sus paisajes totalmente inventados pero a la vez verosímiles; con los singulares fenómenos atmosféricos y los signos dejados allí por una civilización de inteligencia superior; a lo que se añade naturalmente la intriga motivada por las verdaderas intenciones de ésta, cosa que como tiene que ser sólo se aclara en las últimas páginas y no es asunto de esta reseña.

Las páginas en las que se cuentan las andanzas de los astronautas están escritas con verdadero pulso narrativo, y es en la libertad de la imaginación en que las creó donde Lem se descubrió a sí mismo como autor de novelas de ciencia ficción. El instrumento del que se sirve para, literalmente, hacer volar su historia es un personaje, el cual es ya enteramente un anticipo de los héroes que poblarán sus novelas maduras. Y para facilitar el acceso del lector al drama que sucederá el guía elegido no es uno de los científicos del Cosmocrátor, sino el piloto que forma parte de su tripulación y cuyos reducidos conocimientos en las diversas ciencias que deben manejarse para la exploración de Venus hacen de él un héroe siempre temerario, pero al que también siempre es preciso, como al lector, explicárselo todo. Este personaje es Hannibal Smith, el cual tiene la singularidad, en una tripulación formada mayormente por europeos a la que se añaden un chino y un indio (todos hombres, por cierto), de ser americano y negro. Este último detalle da pie a Lem para lanzar un dardo al racismo americano, pero también para dotar a Smith de una historia personal y de una psicología, una humanidad, en resumen, que tendrá difícil alcanzar algún grado de intimidad con el resto de los miembros de la expedición, todos ellos muy sesudos y muy concentrados en su trabajo, con una sola excepción: la del ruso Piotr Arseniev, cuya severidad científica no le impide añorar a la esposa que ha dejado en la Tierra.

Estos personajes, que son plenamente de la estirpe de los que más adelante encontraremos en Diarios de las estrellas y en Solaris, nos introducen en un universo plagado de misterios que no son otra cosa sino reflejos del propio misterio humano, expuestos en el caso de Lem con una imaginación ilimitada para mostrarnos la relación entre los hombres, la ética y la tecnología, así como los límites de la civilización, la responsabilidad que en la evolución de ésta tiene la ciencia y la disparidad de las formas de vida, a veces irreconocibles como tales superficialmente. Y sobre todo, quizá, para ilustrar esa ansia de conocimiento que posee el hombre y que nos hace aventurarnos más allá de nosotros mismos en busca del Otro.