martes, 24 de abril de 2012

LECTURA POSIBLE / 55


SEAMOS LAICOS, DE JEAN JAURÈS

En la excelente y entre nosotros casi desconocida novela de Paul Nizan La conspiración (Icaria, 1978) sus jóvenes protagonistas, fundadores y redactores de la revista Guerra Civil, planean la futura revolución; descubren el mundo y a veces, difícilmente, el amor; visitan los tugurios parisinos en los que se hartan de pernod; filosofan a la orilla del Sena y asisten al traslado de los restos de Jean Jaurès al Pantheón, “donde el muerto de julio del catorce era esperado por la agradecida patria y lo que quedaba de los grandes hombres”. Jaurès fue asesinado por un ultraderechista en esa fecha, vísperas de la Gran Guerra, en el Café du Croissant, en Montmartre. En su novela, Nizan describe aquella ceremonia a la que asistieron miles de parisinos, la impaciencia de quienes aguardaban a las puertas del Pantheón, ya que al parecer el tren que trasladaba los restos mortales se había averiado, la orquesta que tocaba la marcha fúnebre del Sigfrido de Wagner y el clamor de gritos irreconocibles entre los que algunas veces se adivinaba la palabra Jaurès. “Nadie lloraba”, nos dice Nizan, quien también habría de morir por la mano de un hombre, en 1940, durante la Batalla de Dunkerque.

Jaurès nació en Castres, en la región de Mediodía-Pirineos, pequeña población hoy gobernada por un alcalde del partido de Sarkozy que tiene entre sus atracciones turísticas un museo con obras de Goya y de otros pintores españoles. De Jaurès, héroe y mártir de la izquierda francesa, fundador de L’Humanité, ha publicado hace unas semanas Trama Editorial un volumen titulado Seamos laicos. Educación y laicidad, que reúne textos de diversa procedencia y que viene a sumarse a lo poco que de este importante autor puede leerse hoy en castellano. El libro, que incluye un esclarecedor prólogo de Dionisio Llamazares, se presentó el mes pasado en el Ateneo de Madrid, y consta de una primera parte con intervenciones parlamentarias de 1910 y de una segunda en la que se recogen varios artículos que el autor escribió para la Revue de l’enseignement primaire et primaire supérieur entre 1908 y 1909.

Cuando Jaurès escribió estos textos se verificaba en Francia una reacción de las fuerzas conservadoras y clericales en contra de algunos logros de la Tercera República, sobre todo en el campo de la educación. El cuestionamiento de la enseñanza pública no se enmascaraba con motivos económicos, como ahora, sino en virtud de una pretendida falta de valores morales que sustituyeran a los religiosos en la formación de la infancia. Pese a la variopinta procedencia de los textos de Jaurès aquí recogidos, estos constituyen una respuesta coherente a dicha crítica y todo un programa, de absoluta vigencia en nuestros días, acerca del sentido y la necesidad de la escuela laica.

Para Jaurès el laicismo en la enseñanza, ante todo, no consiste en otra cosa sino en preparar al individuo para el uso de la libertad del pensamiento, lo que implica la conquista de la propia soberanía frente a cualquier dogma. Los de Jaurès eran tiempos de optimismo científico, y precisamente a la ciencia debía corresponder un papel destacado en la formación de los individuos. Así, la moral laica que Jaurès propone es científica y a la vez humanista, pues en ella alienta “la aspiración de que todas las personas sean libres, que se practique la justicia”, entendida ésta como justicia social, “y que se defiendan los derechos humanos” que ya habían sido recogidos en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (y que por cierto adoptaría la asamblea general de las Naciones Unidas en 1948). Razones suficientes, según alegaba el autor hace más de cien años, para reconocer al Estado (un Estado laico, se entiende) el derecho a instituir un sistema de enseñanza pública eficiente. Pues ésta constituye una de las máximas responsabilidades de todo gobierno, siendo como es la educación el taller o el laboratorio en el que se construye el futuro, lo que la convierte en el centro del conflicto entre las fuerzas reaccionarias y progresistas de toda sociedad. Cuestión que Jaurès, en el contexto de su tiempo, expresó así: “La próxima gran batalla contra el conservadurismo se desarrollará con toda probabilidad en torno a la escuela laica”.

Los textos de Jaurés también constituyen una definición del acto de enseñar, “acto de generación que debe comunicar los principios esenciales de la libertad y la vida”, lo que convierte de hecho a la enseñanza en un acto de ciudadanía y de generación de nuevos ciudadanos dotados de razón y libertad de conciencia. Éstos son herederos de una conciencia previa, colectiva, propia de una sociedad persuadida de la eficacia moral y social de la razón. De ahí que la educación no pueda recaer en grupo sectario alguno, sino que debe conformarse como una experiencia colectiva de transmisión del saber público, el cual garantiza a su vez la futura libertad de criterio. Ninguna enseñanza privada puede usurpar esta función, ya que necesariamente ella responderá a unos intereses ajenos a los colectivos y carecerá además de esa capacidad que tiene lo público para transmitir la integridad de la experiencia de una nación. La enseñanza, desde la perspectiva de Jaurès, viene a ser el fundamento de toda sociedad democrática, adquiriendo así el rango de poder soberano.

Únicamente la educación pública, concluye Jaurès, asegura que al niño “lo iluminen todos los rayos procedentes de cualquier lado del horizonte, y la función del Estado consiste en impedir que se intercepte una parte de esos rayos”. A lo largo de estos textos, junto a la idea arriba mencionada de la colectividad que transmite su conjunto de experiencias mediante la enseñanza a la siguiente generación, Jaurés insiste en la estrecha vinculación entre ésta y la realidad social, cuyo progreso era irrenunciable desde su ideología de republicano y socialista.

Seamos laicos es un libro necesario y de sorprendente actualidad del que muchos párrafos parecen haber sido escritos en estos días en que la ya precaria enseñanza pública padece interesados ataques inéditos en la historia reciente. Los textos de Jaurès ilustran fielmente un conflicto que no es sólo de hoy, y también el esfuerzo que ha sido preciso para alcanzar logros que ahora vuelven a estar amenazados. “Quizá los hombres y mujeres de las aceras habían tenido deseos de mantenerse tranquilos, porque habían venido allí en familia, por curiosidad o por agradecimiento, o por fidelidad a las imágenes sentimentales que París guardaba de Jean Jaurès y de su canotier y de su viejo chaqué y de sus puños alzados contra la guerra ante el inmenso cielo del Pré Saint-Gervais, pero no había forma de estar tranquilos”, escribió Paul Nizan en la novela citada al principio, en su espléndida descripción de la llegada del cadáver de Jaurès al Pantheón. Éste, que en vida fue un gran orador admirado incluso por sus enemigos, sigue expresándose hoy con luminosa elocuencia.

martes, 17 de abril de 2012

LECTURA POSIBLE / 54


WALTER BENJAMIN: LA PRENSA EN TIEMPOS DE BAUDELAIRE

“Ahora y aquí no hay esperanza mientras cada destino aterrador, cada destino oscuro, sea discutido en sus detalles una hora tras otra por la prensa, analizado en sus causas más ficticias y en sus más ficticias consecuencias, lo cual no nos ayuda a conocer esas oscuras fuerzas a que nuestra vida está sujeta”. Así escribe Walter Benjamin en su libro Calle de dirección única, una de las obras que dedicó a su Berlín natal. Como su vida, la obra de Benjamin transcurrió entre Berlín y París, y ambas, más que en lugares de residencia, o más bien de paso, se convirtieron para él en lugares de estudio. Su libro sobre Baudelaire contiene una detallada descripción de la jungla urbana parisina en los tiempos del autor de Las flores del mal, pues no en balde Benjamin se sintió fascinado por el ritmo y la vida de la gran ciudad, donde “las personas se conocían entre sí en tanto que deudores y acreedores, o como vendedores y clientes, o como patronos y empleados; y, sobre todo, se conocían entre sí en su calidad de competidores”. Una parte de dicha descripción está ampliamente dedicada a la prensa, por lo que podría añadirse a la cita anterior que las gentes de la época ya podían conocerse también como informados e informadores.

La obra mayor de Benjamin, obra frustrada como casi todo en él, debía haber tratado sobre París y sobre la manera en que, en las primeras décadas del siglo XIX, se desplegaba el nuevo orden del mundo. Tras su muerte en Port Bou quedó un extenso legado disperso formado por gran variedad de textos en diferentes estados de elaboración, fragmentos que contienen ya todo el vigor y la erudición propios de lo poco que nos ha llegado de él ya acabado, y otros en forma de esbozo, a veces ni siquiera eso: simples registros de citas tomadas de los libros que tenía a su alcance en las difíciles circunstancias de su exilio y que pensaba utilizar en su gran obra.

El aliento filosófico del trabajo inconcluso de Benjamin partía de la tesis de que “el capitalismo fue un fenómeno natural por el cual un encantamiento nuevo, lleno de sueños, se abatió sobre Europa, acompañado de una reactivación de las fuerzas míticas”. El método que concibió el autor para abordar la crítica de este fenómeno era totalmente nuevo y se servía de lo que él llamaba “el montaje”, concepto extraído del lenguaje cinematográfico y en virtud del cual proyectó “valorar la totalidad social a partir de sus fragmentos, de sus hechos minúsculos, de los mismos productos de la sociedad, lo que conducirá a percibir los monumentos de la burguesía triunfante como ruinas, y, en suma, a descubrir en el análisis del pequeño momento singular el cristal del evento total”.*

Hallándose inmerso en la redacción de su obra sobre la cultura y sociedad francesas, y ya en su exilio parisino, Benjamin recibió del Instituto de Frankfurt el encargo de un libro sobre Baudelaire, del que en 1923 había traducido los Cuadros parisinos y el cual, en principio, debía constituir un capítulo de su Passagen-Werk, y que sin embargo acabó convirtiéndose en una obra independiente. Es en la primera parte de ésta, titulada La bohemia, donde Benjamin investiga el entorno social y cultural tras la Revolución de Julio en el que Baudelaire escribió parte de su obra y da un repaso al estado de la prensa parisina en aquellos años.

En los inicios del siglo XIX apenas existía la competencia periodística. Hasta la cuarta década del siglo, nos cuenta Benjamin, los periódicos se vendían por suscripción, cuyo elevado importe (ochenta francos) indicaba que iban dirigidos en exclusiva a las clases altas. Así, el acceso popular a los periódicos estaba limitado al ámbito de los cafés, donde por lo general había una manifiesta desproporción entre el número de ejemplares disponibles y el de parroquianos deseosos de leerlos. Con el propósito de dar satisfacción a esa demanda de noticias nace en 1836 La Presse, periódico del periodista y político conservador Émile de Girardin, que sirvió para que el número total de suscriptores en París pasara de 70.000 en ese año a 200.000 diez años después. Benjamin señala las tres innovaciones que puso en práctica La Presse y que tendrían una decisiva influencia sobre toda la prensa posterior. En primer lugar el reducido precio de la suscripción (cuarenta francos); en segundo, y como extraordinaria novedad, la inclusión de publicidad, la cual tenía por misión recaudar lo que dejaba de recaudarse en concepto de suscripción; y, por último, la novela por entregas.

En el nuevo formato periodístico el prolijo y sosegado reportaje de fondo es sustituido en gran parte por la información breve y abrupta, colocada a menudo bajo grandes titulares. Con frecuencia el réclame no es ni publicidad ni información propiamente dichas, sino una mezcla de ambas, ya que se trata de artículos pagados por el editor y que debían servir de respaldo a algún producto anunciado en el mismo periódico, por ejemplo un libro, un edificio en venta o una empresa colonial. Las innovaciones aportadas por La Presse constituyeron un éxito financiero, pero despertaron las sospechas y en algún caso aislado el rechazo de quienes por su oficio debían avenirse, si no querían verse condenados a la marginación, a las mismas. Así, Sainte-Beuve escribió: “¿Cómo se puede condenar un producto del que, dos pulgadas más abajo, se lee que es una maravilla de nuestra época? La atractiva fuerza de las cada vez más grandes letras del anuncio obtiene además la delantera: es como una enorme montaña magnética que desorienta por completo la brújula”. Como acertaron a ver algunos contemporáneos, la publicidad constituía un elemento extraño y, de hecho, el primer causante de la corrupción de la prensa.

Lo que era “digno de saberse” era lo que daba variedad al periódico, e incluía los cotilleos de la ciudad y las típicas intrigas de teatro. Si ya tradicionalmente los cafés aparecían como una institución asociada al periódico, la nueva forma de éste da pie al surgimiento de una nueva institución que todavía hoy subsiste: el aperitivo, hora en la que los redactores y otra diversa fauna de plumíferos recorren los bulevares en busca del rumor, el crimen o la desgracia de última hora. “Antes, cuando había solamente periódicos serios”, escribió Gabriel Guillemot, “la hora del aperitivo no existía. Ésta es así la consecuencia lógica de la llamada ‘crónica parisina’ y los cotilleos ciudadanos”. Es por tanto en el bulevar, entre vividores, soplones y cocottes, y hasta que en el Segundo Imperio hiciera su aparición la telegrafía sin hilos, donde los reporteros intentan conocer en primicia la exclusiva que les permitirá medrar en el oficio, y también el lugar en el que el literato se socializa y se asimila, y esto por el simple procedimiento de ser reclutado por el periódico, al que, en el mejor de los casos, deberá suministrar el consabido e interminable folletín.

Entre el bulevar y los cafés, a la hora del aperitivo, y hasta el cierre de la edición del día, las abundantes horas de ocio del literato se convierten por ensalmo en horario laboral, con lo que aquél, sugiere Benjamin irónicamente, se comporta “igual que si hubiera aprendido de Marx que el valor de toda mercancía viene determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción”. En efecto, las elevadas tarifas que se pagaban por el folletín sólo se entienden por el hecho de que éstas se fundaban en relaciones sociales (hechas, naturalmente, en el bulevar). Al respecto escribió Alfred Nettement: “A causa de la bajada de tarifas, el periódico ha de vivir de los anuncios. Para recibir muchos anuncios, la cuarta página, una que, de hecho, se había convertido en un cartel, tenía que ser vista por el mayor número posible de suscriptores. Así, se hizo necesario un cebo que consiguiera atraer a todos, independientemente de su opinión, y que además tuviera su valor en la sustitución de la política por el efecto de la curiosidad”. En esa cuarta página comenzó a insertarse el anuncio de la novela, que incluía un breve resumen de los capítulos anteriores. “De este modo se llegó casi con necesidad absoluta a la novela por entregas”, la cual, con su poder adictivo, acabaría creando nuevas formas de corrupción.

En 1845 Alejandro Dumas cerró con Le Constitutionnel y La Presse un contrato por el que percibiría 63.000 francos, cifra modesta en comparación con los 100.000 francos de honorarios cobrados por Eugène Sue por la publicación de Los misterios de París, y no digamos con los de Lamartine, que se agenció cinco millones sólo en el período de 1838 a 1851 (600.000 de ellos por su Historia de los Girondinos).

Charles Meryon, El vampiro, 1853
Se conocen casos de directores de periódicos de la época que, a la recepción de un manuscrito, lo publicaban bajo la firma de algún escritor de su elección. Eugène de Mirecourt denunció abundantes fraudes literarios en su Fábrica de novelas, Casa Alejandro Dumas y Compañía, que publicó en 1844. En la Revue de deux mondes apareció al año siguiente un artículo en el que se leía: “¿Quién conoce los títulos de todos esos libros que el señor Dumas ha ido firmando? ¿Los conoce él mismo? Como no lleve un libro mayor, con el ‘haber’ y el ‘debe’, seguro olvidaría más de uno de los hijos de que es padre legítimo, natural o adoptivo”. Se decía que en el sótano de su casa escondía Dumas a un batallón de escritores pobres, y en la revista mencionada más arriba se describió en 1855 la visita al domicilio de uno de los autores de éxito del momento, de quien se omitía el nombre: “…se accede a un sucio gabinete mal iluminado. En él está sentado, larga pluma de ganso en una mano y con el pelo muy desordenado, un hombre de mirada sumisa aunque adusta. A una milla se reconoce en él a un verdadero novelista de raza, aunque no sea sino un viejo empleado ministerial que aprendió el arte de Balzac en las páginas de los periódicos. Él es el verdadero autor, es decir, él es el novelista”.

Por medio del folletín, a muchos literatos, y mientras alguno de sus “negros” escribía su siguiente éxito, se les abrieron las puertas de la carrera política. A Dumas se le ofreció emprender un viaje a Túnez a costa del Estado para hacer propaganda de las posesiones africanas (expedición que costó una fortuna y que nunca se realizó), y Sue fue elegido diputado por un distrito obrero de París. “De ahí”, afirma Benjamin, “resultaron nuevas formas de corrupción con peores consecuencias que el mal uso de nombres de autores famosos, pues, una vez despertada la ambición política del literato, resultaba fácil para el régimen mostrarle cuál era el camino correcto”.

Por cierto que a Benjamin le habría divertido mucho observar cómo la novela por entregas ha sido sustituida por cupones (palabra que despierta ecos de la época del racionamiento) que podrán ser canjeados por un patinete o por un juego completo de vajilla. Y Benjamin concluye: “En consecuencia, es claro que muy difícilmente se podría escribir la historia de la información separada de la correspondiente corrupción de la prensa”. A lo que puede añadirse que ésta es un buen termómetro del estado moral de una sociedad. Pues como decía su muy admirado Karl Kraus: “¿Es la prensa, pues, un mensajero? No. Ella es el acontecimiento”.

Hoy día las palabras de Benjamin tienen una vigencia que no es necesario subrayar. Ilustran aquello de que todo está inventado y deberían ser tenidas en cuenta por quienes todavía manifiestan alguna confianza en los grandes productores de noticias de nuestro mundo global.
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* Fernando Bruno, en la introducción a: Walter Benjamin, Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire (Boletín de Estética, Buenos Aires, 2005)

martes, 10 de abril de 2012

LECTURA POSIBLE / 53


LAS HISTORIAS DE FAMILIA DE URS WIDMER

Entre la producción literaria de algunos pequeños países (pequeños por su dimensión, se entiende) se encuentran a veces joyas cuya divulgación tropieza con la competencia de los que sí poseen una gran industria editorial, lo que aún se agrava cuando el pequeño país, por su situación geográfica y su historia, intenta expresarse en la lengua de uno de sus poderosos vecinos. Es lo que le sucede a la literatura suiza, que no ha tenido tradicionalmente una gran acogida entre nosotros. Por ceñirnos al alemán, que es seguramente el idioma en el que la novela ha alcanzado sus mayores logros en ese país plurilingüe, de los tres grandes autores realistas del siglo XIX, Conrad Ferdinand Meyer, Gottfried Keller y Jeremias Gotthelf, es poco lo que se ha traducido al castellano, y si bien la novela del segundo de ellos Enrique el verde goza de una justa fama, en España apenas ha llamado la atención fuera de un restringido círculo de estudiosos. No mucha mejor suerte han corrido las obras de dos autores dramáticos del siglo pasado metidos eventualmente a novelistas: Max Frisch y Friederich Dürrenmatt, del último de los cuales se ha podido ver no hace mucho en los escenarios españoles su magnífica La avería, y que, igual que su casi exacto coetáneo Frisch (ambos murieron al inicio de los noventa), también escribió novelas, en una de las cuales precisamente se basó el autor para escribir la citada obra teatral. Un caso aparte, por muchas razones, es el de Robert Walser, el más universal de los escritores suizos del siglo pasado, a cuya obra el tiempo no ha hecho todavía la justicia que merece.

Urs Widmer, escritor en activo que también ha dividido su tiempo entre el teatro y la novela, es heredero de esa noble tradición literaria, lo que se advierte cumplidamente en las dos únicas novelas que de él se han traducido al castellano: El amante de mi madre y El libro de mi padre (había otra, El sifón azul, ahora descatalogada). Ambas participan de la apariencia de humildad, incluso en sus dimensiones, que ya fue típica de la obra de Gotthelf en el siglo XIX y de la de Walser en el XX. Y es que estos autores, como el propio Widmer, hallaron su fuente de inspiración en la narración de lo sencillo y lo doméstico, ámbito que, por ser en el que universalmente se desarrolla nuestra vida, encierra toda la profundidad y gravedad, se diría que involuntarias, de los llamados “grandes temas”. En esta importante tradición literaria, marcada por una intención aparentemente modesta y hasta costumbrista, se nos suele aparecer (como ocurría en la obra de Walser) un protagonista que pasea y que nos narra lo que encuentra en el camino, o un joven e inexperto aprendiz que nos informa de su entrada en la vida. Así sucede con las obras de Widmer que comentamos, obras que, como sugieren sus títulos, están narradas en primera persona y desde la perspectiva que correspondería a un niño.

Widmer nació en Basilea en 1938 y estudió Filología e Historia. En Frankfurt, donde vivió casi veinte años, fundó la editorial Verlag der Autoren, dio clases en la Universidad y comenzó a escribir en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Por la casa de su padre, que era traductor, crítico literario y profesor de secundaria, pasaron jóvenes y entonces desconocidos escritores que con el tiempo habrían de tener un papel más que destacado en la literatura alemana, entre ellos Heinrich Böll. Como su padre, ha ejercido también la traducción y la crítica literaria.

Las dos novelas de Widmer disponibles en castellano fueron escritas en 2000 y 2004, tienen un mismo narrador y de hecho describen los mismos acontecimientos, aunque la primera de ellas la protagoniza la madre, Clara, y la segunda el padre, Karl. En 2006 escribió Widmer la tercera novela sobre el mismo tema, que viene a completar una especie de santa trinidad y cuyo protagonista es ya, lógicamente, el propio narrador, es decir, el hijo: Ein Leben als Zwerg (Una vida de enano). Las tres, como toda la obra de Widmer, fueron publicadas originariamente por la editorial de Zurich Diogenes.

El amante de mi madre nos cuenta la historia de Clara, que en su juventud se enamoró del director de orquesta Edwin Schimmel. La narración nos introduce en el ambiente en el que se creó la llamada “nueva música” y en la formación de una joven orquesta de aficionados que, tras la más absoluta incomprensión inicial, acabaría alcanzando un enorme éxito. Schimmel aparece como el fundador de dicha orquesta y como un héroe inalcanzable para Clara, reducida en aquélla a la condición de tesorera. Tras quedar embarazada y provocarse un aborto, su admiración y su amor por Schimmel no hacen sino aumentar, a despecho de la indiferencia de éste, que sólo parece vivir para la música. Más tarde el director se casará con una rica heredera y se convertirá en brillante empresario, porque sucede que tal personaje ha sido bendecido por la suerte, y sus proyectos siempre llegan a una feliz consumación, por aventurados que sean. Sólo entonces se casará Clara con un oscuro profesor de literatura, con el que tendrá un hijo (el narrador), y cuyo nombre (el del padre) no aparece en ninguna parte de esta novela.

En el relato anterior se intercalan diversos acontecimientos, entre ellos los relacionados con los orígenes familiares de Clara, cuya numerosa familia transalpina recibirá en una ocasión la visita del Duce, así como los que corresponden a los coqueteos de Schimmel con los comunistas y a la guerra, que tampoco perdonó a la neutral Suiza.

El libro de mi padre describe la vida del personaje que queda innominado en la novela anterior. Karl tiene su origen en una aldea remota, de hecho más allá de un caserío llamado El Fin del Mundo. La tradición manda que al producirse un nacimiento en esta aldea se fabrique en el acto un ataúd  para el futuro difunto, ataúd que se deposita delante de su casa, donde lo esperará hasta el momento en que le sea de utilidad. Además, a los doce años los muchachos deben caminar completamente solos hasta la aldea del padre, donde serán sometidos a un ritual de iniciación. En esa fecha el joven recibe un libro en blanco, en el que deberá escribir todos los días y que será por ello el libro de su vida, destinado a ser leído por sus descendientes sólo tras su fallecimiento. De manera que lo que tenemos en las manos es literalmente “el libro del padre”, que ha tenido que ser reescrito por el hijo por razones que se conocerán al final de la novela. Por él nos enteramos del modo en que él y Clara se comprometieron, de las penalidades económicas que padecieron y de los vaivenes de su relación. Y también aquí aparece fugazmente el famoso Edwin Schimmel, junto a otros personajes como Heinrich Böll y Bela Bartok. Por la historia del padre conoceremos de manera más directa que por la de Clara las circunstancias políticas del momento, ya que Karl es comunista, y también las de la guerra, puesto que Karl fue movilizado (como el resto de los suizos) en el momento mismo en que ésta se declaró.

Ya se ha dicho que los dos libros están escritos en primera persona. Conviene añadir que el narrador no carece de humor y que de hecho las dos novelas, sobre todo la segunda, tienen mucho de parodia, cargada ésta de imaginación e ironía. Que de los mismos hechos, descritos a través de dos personajes que son marido y mujer, resulten dos novelas tan distintas viene a ser una muestra de algo más que lo que solemos llamar la incomunicación humana. Pues es cierto que lo que no sabemos del otro (que es casi todo), lo que no podemos ni sabemos compartir, se encuentra sólo en el libro de la vida de cada uno, un libro en el que escribimos cada día, en el que también echamos nuestros borrones y que sólo podrá ser leído tras nuestra propia muerte.

Hasta qué punto los hechos narrados son autobiográficos o no es una cuestión que ha sido muy discutida en Suiza y fuera de ella, pues sucede que el tal Edwin Schimmel podría no ser otro que Paul Sacher, prominente figura nacional suiza que a su fama como director de orquesta hay que sumar su importancia como gran empresario, condición esta última a la que accedió por su matrimonio con Maja Stehlin, viuda de uno de los fundadores del imperio farmacéutico Hoffmann-La Roche. Parece ser que el propio Urs Widmer podría ser hijo de Paul Sacher, árida cuestión que no añade ni resta valor a la obra de Widmer y que él mismo parece contemplar más bien con saludable humor. Éste es precisamente uno de los temas de la tercera parte de la trilogía, con la que es de esperar que alguna editorial española nos obsequie algún día.

Pues en efecto tras la lectura de estos libros nos quedamos con las ganas de saber algo acerca del hijo. Éste sólo alude a sí mismo brevemente en El libro de mi padre, y curiosamente lo hace en tercera persona refiriéndose a “el niño”, el cual “se daba con el puño en la cabeza” cuando estaba dormido, interpretando “algo parecido a un andante”. Además se hacía nudos en el pelo, se chupaba el dedo, y “cuando no estaba inmóvil, silbaba, pero no como un pájaro, sino apretando los labios, conciertos enteros. Sin embargo”, añade, “sí que era un pájaro, el niño, pues, como él, un pájaro dice con su canto: Aquí estoy, existo, éste es mi sitio, estoy bien”. Por lo demás, la mejor descripción del estilo y del universo literario de Urs Widmer la da uno de sus personajes, de quien el narrador expresa así sus preferencias literarias: “le encantaba lo pequeño e insignificante, así como lo inconformista, lo anárquico y lo rebelde”. Interesante tarjeta de presentación para un autor del que los buenos lectores agradecerían conocer algo más.

martes, 3 de abril de 2012

LECTURA POSIBLE / 52


Bergamín visto por Ramón Gaya (1961)
POESÍA Y EXILIO DE JOSÉ BERGAMÍN

La publicación hace medio siglo del volumen Rimas y sonetos rezagados supuso el nacimiento oficial del poeta José Bergamín, que para entonces ya era bien conocido como prosista, lo que no deja de ser una paradoja en quien escribió siempre a la manera poética, y ya de hecho en sus inicios, cuando en el lejano 1923 apareció su primer libro, el juvenil El cohete y la estrella. La poesía impregnó completamente la prosa y el hoy olvidado teatro de este autor singular, católico y taurino, que regresó del exilio en 1958, al que volvió unos pocos años después y del que retornaría por segunda vez para ser testigo de la transición democrática, de la que él se apartó desengañado, y que pidió ser enterrado en Hondarribia “para no dar mis huesos a tierra española”.

Bergamín fue el más joven y también el más longevo miembro de la Generación del 27 y por ello el último depositario de una herencia irrepetible que él mismo contribuyó a crear y que se dispersaría a los cuatro vientos tras la guerra civil. Discípulo directo y amigo de Unamuno y de Juan Ramón Jiménez, quienes tanto hicieron por adecentar la cultura española y elevarla al grado alcanzado por aquella generación de la República, Bergamín fue autor de una inmensa obra que sólo recientemente los eruditos han empezado a poner en orden, tarea tan compleja como necesaria tratándose de un autor como el que nos ocupa, cuyos artículos, ensayos y poemas se publicaron azarosamente aquí y allá, en España y en Latinoamérica, a menudo en revistas de escasa difusión. Al valor de su obra escrita hay que añadir la contribución de Bergamín como animador de la cultura española, especialmente hasta el primero de sus exilios en 1939: la edición que hizo de Poeta en Nueva York a partir del manuscrito que Lorca le entregó poco antes de su muerte, y que apareció simultáneamente en México y en Estados Unidos; la creación de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y la organización del Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura de 1937; así como el encargo que, en su calidad de agregado cultural de la embajada española en París, hizo a Picasso para la Exposición Universal de ese mismo año, y para la que el malagueño pintaría su célebre Guernica. Ya en el exilio fundó la editorial Séneca, que publicó obras de Antonio Machado, Rafael Alberti y Luis Cernuda, entre muchos otros. Pero esta breve enumeración de sus actividades más allá de la pura creación literaria estaría incompleta si no se mencionara la fundación de la que habría de ser una de las instituciones capitales de la cultura española hasta la guerra, y que volvería a la vida brevemente en los años en que Bergamín publicaba sus primicias poéticas: la revista Cruz y raya.

Sorprende en Bergamín la originalidad de la obra y el estilo, que aparecen ya maduros en sus inicios, los cuales señalarán las pautas de una producción posterior caracterizada por la coherencia. Así, ya en los primeros números de Cruz y raya se encuentran ensayos totalmente bergaminianos en los que su pensamiento, casi siempre laberíntico, se manifiesta con una prosa envolvente de la que participan por igual la poesía y el aforismo. Y es que Bergamín, como Ramón Gómez de la Serna, forma parte de aquella generación que reacciona frente a la densidad del mamotreto decimonónico creando y recreando un nuevo lenguaje reconocible por la concisión, lenguaje que emplearían cada uno a su manera todos los autores de la época, y al que Pedro Salinas definió como “la ambición de la brevedad”. Pero fue Bergamín quien llevó este impulso generacional hasta su extremo, convirtiéndolo en un género que le fue propio y en el que alcanzó una rara maestría, y esto, como decíamos, ya desde sus primeras publicaciones. Todo lo cual constituye un programa que es a la vez estético y filosófico. En él se persigue el efecto genial, la fértil y brillante asociación de ideas, pero también la libre circulación de éstas dentro del texto, lo que acaba por constituirse en toda una visión personal acerca de las prácticas mediante las que se aborda el conocimiento y también en las que éste se expresa. Ideas liebres llamó Bergamín al cultivo de esta forma de pensamiento y de literatura. “Hay que correr las ideas como las liebres”, escribió. “No para cogerlas, sino para verlas correr. Y no seguirlas –perseguirlas– demasiado, para no acabarlas”.

Aforísticos son el ya citado El cohete y la estrella (1923) y La cabeza a pájaros (1934), como también muchos de los textos que publicó en México, sobre todo en la revista España peregrina, algunos de los cuales recogería en la colección Aforismos de la cabeza parlante, publicada en 1983, el año mismo de su muerte. Los temas de los mismos son de lo más variopintos e incluyen los asuntos de la más estricta contemporaneidad y los que nacen con una ambición de trascendencia y hasta de metafísica. Los hay referidos a la actividad literaria del Madrid de preguerra, a la pintura muralista mexicana, a las peripecias del exilio, al Cristianismo, a la literatura, a la condición humana y a la tauromaquia. Y, muy especialmente, acerca de otra de las constantes en el pensamiento de Bergamín: la reflexión sobre España.

“Existir es pensar; y pensar es comprometerse”, escribió aforísticamente Bergamín; y toda su biografía, así como su obra, pueden entenderse como un compromiso. Bien es cierto que un compromiso difícil de seguir y no siempre comprensible para el lector actual, limitado a conocer sólo de oídas la realidad que dio aliento a la obra y la vida de nuestro autor, y sobre todo en lo que atañe a esa amada y odiada España a la que ya aludió en uno de sus primeros ensayos, La decadencia del analfabetismo (1930), donde se lee que su “personalidad histórica [la de España] está determinada por el analfabetismo espiritual permanente”. Lo que no le impidió erigirse en defensor a ultranza de la cultura popular, la verdadera, la de las gentes humildes, frente a la alfabetización obligatoria y uniformizadora. De ahí procede su entusiasmo hacia la obra de Lope de Vega en una época en que éste era poco menos que despreciado en beneficio del culteranismo de Góngora. Del ensayo mencionado, así como de los titulados Pintar como querer (Goya, todo y nada de España), Por nada del mundo y Cervantes, escritos estos últimos en el exilio, se desprende algo más y a la vez algo menos que una idea de la España peregrina de Bergamín, una España caracterizada como memoria que no debe perderse y como proyecto cultural y democrático, un proyecto esbozado, frustrado, incompleto.

A lo anterior se podría añadir la correspondencia que Bergamín mantuvo con María Zambrano o la importante conexión musical que durante muchos años le vinculó a Manuel de Falla y a Rodolfo Halffter. Todo ello, sin embargo, nos daría sólo una imagen somera y parcial del personaje y su obra, ya que ésta y aquél condensan todo su tiempo, un tiempo por lo demás en el que no faltaron las vicisitudes, tanto en el campo de la acción como en el de las ideas. De la inabarcable prosa de Bergamín, dispersa en ensayos, artículos, cartas y aforismos, la voz poética surge como en una lenta destilación que, en su calidad de último representante de aquella añorada generación, nos acerca a la exquisitez literaria y al compromiso político de su época, y también a aquellos temas universales a los que él supo dar una honda forma de ensueño, forma precisa que constituye, según los clásicos, el ideal de la poesía. Así dice su soneto Al volver: “Aquí nació mi vida a la esperanza / y aquí esperó también que moriría; / ahora que vuelvo aquí, parecería / que el tiempo me persigue y no me alcanza”. Y el tiempo ciertamente no ha alcanzado todavía a Bergamín, convertido él mismo por fin en aforismo e idea liebre.
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Una entrevista radiofónica de 1963 con Bergamín, realizada por Radio París y conservada en el proyecto Devuélveme la voz de la Universidad de Alicante.

domingo, 1 de abril de 2012

DISPARATES / 38


BLANCO WHITE Y EL IMPERIO ESPAÑOL

Hace poco terminó el año en que se conmemoraba el Bicentenario de la independencia en muchos países de América Latina, celebración que en España, dejando a un lado un par de actos folclóricos, ha pasado sin pena ni gloria. De hecho, si nuestras únicas fuentes de noticias fuesen los medios de comunicación nacionales, apenas nos habríamos enterado de tal celebración, la cual sin duda se ha visto reforzada en el contexto de profundos cambios que vive el continente. Resulta llamativo, incluso para quienes estamos sobradamente familiarizados con el carácter español, comprobar de nuevo esa obsesión tan nuestra por ignorar, ocultar, y, llegado el caso, negar sin más ni más la realidad de la que procedemos. Comparativamente, Inglaterra, que también poseyó un gigantesco imperio, muestra una actitud más saludable hacia su propia Historia. ¿A quién no le suena, incluso entre nosotros, La carga de la Brigada Ligera, el poema patriótico de Tennyson? “Media legua, media legua, / Media legua más allá, / En el valle de la Muerte, / Cabalgaron los seiscientos.” Como todo imperio, el suyo también cometió atrocidades, lo que nadie niega, y en sus actos hubo sin duda mezquindad, lo mismo que generosidad y heroísmo, de todo lo cual nos han puesto al corriente los mismos ingleses por medio de la literatura y el cine. ¿Por qué no así los españoles?

En lo que se refiere al proceso de independencia de las colonias americanas, nuestros libros de texto no son muy diferentes de los que se adoptaron en los años cuarenta del siglo pasado, inmediatamente después de la victoria franquista, sin que ninguna oficina ministerial y ningún sindicato de profesores, por no hablar de las asociaciones de padres, hayan no ya puesto el grito en el cielo, sino ni siquiera pedido una revisión. La enseñanza universitaria no va mucho mejor, y, hablando con suavidad, puede afirmarse que la parte que corresponde a nuestra investigación académica en este campo no es más que testimonial. Por si fuera poco, la actual moda de la novela histórica no ha afectado a este período, y se diría que nuestros prolíficos autores de mamotretos históricos, todos ellos en busca del bestseller del año, huyen del asunto de la independencia americana como de la peste. Por otro lado, entre los grandes fastos del Bicentenario en América Latina (celebrados sin representación del reino de España), se han editado numerosos libros que hacían falta y que conforman una bibliografía que ya es considerable.

No es extraño, pues, que muy pocos entre nosotros puedan decir algo sensato acerca de Simón Bolívar, José de San Martín o Francisco de Miranda (que por cierto está enterrado en una fosa común en Cádiz, donde murió prisionero de Fernando VII). Estos hombres combatieron no sólo a la metrópolis opresora, sino también a la Inquisición y al tráfico de esclavos. Además de libertadores, fueron liberales, razón suficiente para que se les unieran algunos liberales españoles y para que todos ellos, en la España integrista y embrutecida de la época, fueran pintados como enemigos de la patria, ingratos y herejes. Parece ser que esa es la idea que en el siglo XXI tenemos todavía de ellos.

El exilio en el que pasó gran parte de su vida José María Blanco White, y en el que vive todavía su obra, ilustra desdichadamente todo lo anterior. Este gran desconocido para el lector español fue uno de los autores españoles más importantes de su época, y ello no sólo por la sorprendente lucidez de su obra (que escribió en inglés), sino también por el lugar intelectual que ocupó y que le permitió codearse con los sectores más avanzados del Romanticismo europeo y americano.

Blanco White nació en Sevilla en 1775, hijo de un próspero comerciante de ascendencia irlandesa. Muy pronto se interesó por el estudio de las humanidades y por la literatura, pero, destinado por su padre a hacerse cargo del negocio familiar, optó como tantos otros por el único oficio que le permitiría desplegar sin estorbos sus inquietudes intelectuales: el sacerdocio. En esos años funda junto a Alberto Lista la Academia de Letras Humanas de Sevilla y en Madrid, donde se había instalado, frecuenta la tertulia de Manuel José Quintana. Para entonces había sufrido ya una profunda crisis de fe, lo que no impidió que le nombraran canónigo de la catedral de su ciudad. Ante los acontecimientos de 1808, Blanco decide regresar a Sevilla, donde sabe que sus ideas liberales le harán merecer el repudio de la conservadora sociedad hispalense. En efecto, por sus artículos en el Semanario Patriótico es declarado de inmediato persona non grata. En enero de 1810 se traslada a Cádiz, y dos meses después se exilia a Inglaterra, de donde nunca volvería.

En Londres funda la revista El Español, escribe sus Letters from Spain por consejo de Thomas Campbell y toma contacto con otros exiliados que desde Londres están contribuyendo a extender las ideas democráticas en América Latina: Francisco de Miranda y el humanista (y maestro de Simón Bolívar) Andrés Bello. Muy pronto El Español se convierte en portavoz en Europa del levantamiento anticolonial, por lo que es prohibido en España. En su libro Blanco White. El Español y la independencia de Hispanoamérica (Taurus, 2010), Juan Goytisolo enumera algunos de los epítetos que la prensa y el gobierno de España dedicaron al exiliado Blanco: “expatriado atrabiliario”, “monstruo”, “corruptor de la moral pública”, “venal y traidor”, “perro desleal”, “español desnaturalizado”, “pluma sanguinaria y atrevida”, “anglo-criollo”, “infame e indigno español”… Y el ínclito Menéndez Pelayo, refiriéndose a Variedades o El Mensajero de Londres, otra de las publicaciones que dirigió Blanco, escribió: “Del patriotismo de los editores júzguese por este dato: empieza con la biografía y el retrato de Simón Bolívar. Allí es donde Blanco se declaró clérigo inmoral y enemigo fervoroso del cristianismo, allí donde afirmó que España es incurable y que se avergonzaba de escribir en castellano, porque nuestra lengua había llevado consigo la superstición y esclavitud religiosa dondequiera que había ido. Allí, por último, llamó agradable noticia a la batalla de Ayacucho”.

Implacable y unánime condena, pues, la que pronunció su patria contra el director de El Español, este pionero de nuestro exilio y modelo que debieron seguir no pocos exiliados posteriores. Y es que El Español, como bien dice Goytisolo en la obra citada, “fue un eficaz instrumento de propaganda, no sólo de las ideas políticas de la Enciclopedia (a menudo para criticarlas) sino también de la corriente liberal inglesa, del pensamiento de los padres fundadores de la Constitución Federal estadounidense y de los defensores a ultranza de la libertad religiosa contra el poder opresor de la Iglesia católica, cuya causa abanderó Blanco White a lo largo de su vida”. Razones todas ellas más que suficientes para que la obra y el pensamiento de Blanco hayan permanecido en el limbo hasta no hace mucho. Un limbo del que es de esperar que salgan tras la publicación de sus obras completas, ambicioso empeño que en estos años está realizando la editorial Almed bajo la dirección de Jerónimo Páez y Antonio Garnica.

América Latina sigue conquistando hoy su independencia, ardua tarea que no ha podido completarse en doscientos años, cuyo futuro está erizado de dificultades y que sin embargo nunca se había vislumbrado tan posible como ahora. Estados que han vivido de espaldas, divididos y hasta enemistados artificiosamente por obra y gracia de las sucesivas potencias coloniales, vuelven ahora a mirarse y a descubrir sus semejanzas, así como las enormes riquezas que todavía atesoran, y que ya no deberían ser explotadas en beneficio ajeno. Riquezas entre las que la menor no es la étnica, como por fin empieza a reconocerse, lo que permitirá en el futuro una verdadera integración de minorías hasta hace poco excluidas: afrodescendientes e indígenas. Esta América Latina se perfila como una potencia económica y diplomática con presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que forzosamente hará reconsiderar a las autoridades de este lado del Océano su actitud, sus formas y el fondo de sus relaciones, empezando por esa risible farsa anual que es la Cumbre Iberoamericana. Sería deseable, en interés propio, que España supiera participar de los nuevos vientos que soplan en América, y que fuera capaz, pese a la desinformación a la que ya estamos acostumbrados, de mostrar hacia aquellas naciones, y sus pueblos, el respeto que ahora exigen y que no hemos sabido manifestarles desde hace quinientos años.