martes, 17 de abril de 2012

LECTURA POSIBLE / 54


WALTER BENJAMIN: LA PRENSA EN TIEMPOS DE BAUDELAIRE

“Ahora y aquí no hay esperanza mientras cada destino aterrador, cada destino oscuro, sea discutido en sus detalles una hora tras otra por la prensa, analizado en sus causas más ficticias y en sus más ficticias consecuencias, lo cual no nos ayuda a conocer esas oscuras fuerzas a que nuestra vida está sujeta”. Así escribe Walter Benjamin en su libro Calle de dirección única, una de las obras que dedicó a su Berlín natal. Como su vida, la obra de Benjamin transcurrió entre Berlín y París, y ambas, más que en lugares de residencia, o más bien de paso, se convirtieron para él en lugares de estudio. Su libro sobre Baudelaire contiene una detallada descripción de la jungla urbana parisina en los tiempos del autor de Las flores del mal, pues no en balde Benjamin se sintió fascinado por el ritmo y la vida de la gran ciudad, donde “las personas se conocían entre sí en tanto que deudores y acreedores, o como vendedores y clientes, o como patronos y empleados; y, sobre todo, se conocían entre sí en su calidad de competidores”. Una parte de dicha descripción está ampliamente dedicada a la prensa, por lo que podría añadirse a la cita anterior que las gentes de la época ya podían conocerse también como informados e informadores.

La obra mayor de Benjamin, obra frustrada como casi todo en él, debía haber tratado sobre París y sobre la manera en que, en las primeras décadas del siglo XIX, se desplegaba el nuevo orden del mundo. Tras su muerte en Port Bou quedó un extenso legado disperso formado por gran variedad de textos en diferentes estados de elaboración, fragmentos que contienen ya todo el vigor y la erudición propios de lo poco que nos ha llegado de él ya acabado, y otros en forma de esbozo, a veces ni siquiera eso: simples registros de citas tomadas de los libros que tenía a su alcance en las difíciles circunstancias de su exilio y que pensaba utilizar en su gran obra.

El aliento filosófico del trabajo inconcluso de Benjamin partía de la tesis de que “el capitalismo fue un fenómeno natural por el cual un encantamiento nuevo, lleno de sueños, se abatió sobre Europa, acompañado de una reactivación de las fuerzas míticas”. El método que concibió el autor para abordar la crítica de este fenómeno era totalmente nuevo y se servía de lo que él llamaba “el montaje”, concepto extraído del lenguaje cinematográfico y en virtud del cual proyectó “valorar la totalidad social a partir de sus fragmentos, de sus hechos minúsculos, de los mismos productos de la sociedad, lo que conducirá a percibir los monumentos de la burguesía triunfante como ruinas, y, en suma, a descubrir en el análisis del pequeño momento singular el cristal del evento total”.*

Hallándose inmerso en la redacción de su obra sobre la cultura y sociedad francesas, y ya en su exilio parisino, Benjamin recibió del Instituto de Frankfurt el encargo de un libro sobre Baudelaire, del que en 1923 había traducido los Cuadros parisinos y el cual, en principio, debía constituir un capítulo de su Passagen-Werk, y que sin embargo acabó convirtiéndose en una obra independiente. Es en la primera parte de ésta, titulada La bohemia, donde Benjamin investiga el entorno social y cultural tras la Revolución de Julio en el que Baudelaire escribió parte de su obra y da un repaso al estado de la prensa parisina en aquellos años.

En los inicios del siglo XIX apenas existía la competencia periodística. Hasta la cuarta década del siglo, nos cuenta Benjamin, los periódicos se vendían por suscripción, cuyo elevado importe (ochenta francos) indicaba que iban dirigidos en exclusiva a las clases altas. Así, el acceso popular a los periódicos estaba limitado al ámbito de los cafés, donde por lo general había una manifiesta desproporción entre el número de ejemplares disponibles y el de parroquianos deseosos de leerlos. Con el propósito de dar satisfacción a esa demanda de noticias nace en 1836 La Presse, periódico del periodista y político conservador Émile de Girardin, que sirvió para que el número total de suscriptores en París pasara de 70.000 en ese año a 200.000 diez años después. Benjamin señala las tres innovaciones que puso en práctica La Presse y que tendrían una decisiva influencia sobre toda la prensa posterior. En primer lugar el reducido precio de la suscripción (cuarenta francos); en segundo, y como extraordinaria novedad, la inclusión de publicidad, la cual tenía por misión recaudar lo que dejaba de recaudarse en concepto de suscripción; y, por último, la novela por entregas.

En el nuevo formato periodístico el prolijo y sosegado reportaje de fondo es sustituido en gran parte por la información breve y abrupta, colocada a menudo bajo grandes titulares. Con frecuencia el réclame no es ni publicidad ni información propiamente dichas, sino una mezcla de ambas, ya que se trata de artículos pagados por el editor y que debían servir de respaldo a algún producto anunciado en el mismo periódico, por ejemplo un libro, un edificio en venta o una empresa colonial. Las innovaciones aportadas por La Presse constituyeron un éxito financiero, pero despertaron las sospechas y en algún caso aislado el rechazo de quienes por su oficio debían avenirse, si no querían verse condenados a la marginación, a las mismas. Así, Sainte-Beuve escribió: “¿Cómo se puede condenar un producto del que, dos pulgadas más abajo, se lee que es una maravilla de nuestra época? La atractiva fuerza de las cada vez más grandes letras del anuncio obtiene además la delantera: es como una enorme montaña magnética que desorienta por completo la brújula”. Como acertaron a ver algunos contemporáneos, la publicidad constituía un elemento extraño y, de hecho, el primer causante de la corrupción de la prensa.

Lo que era “digno de saberse” era lo que daba variedad al periódico, e incluía los cotilleos de la ciudad y las típicas intrigas de teatro. Si ya tradicionalmente los cafés aparecían como una institución asociada al periódico, la nueva forma de éste da pie al surgimiento de una nueva institución que todavía hoy subsiste: el aperitivo, hora en la que los redactores y otra diversa fauna de plumíferos recorren los bulevares en busca del rumor, el crimen o la desgracia de última hora. “Antes, cuando había solamente periódicos serios”, escribió Gabriel Guillemot, “la hora del aperitivo no existía. Ésta es así la consecuencia lógica de la llamada ‘crónica parisina’ y los cotilleos ciudadanos”. Es por tanto en el bulevar, entre vividores, soplones y cocottes, y hasta que en el Segundo Imperio hiciera su aparición la telegrafía sin hilos, donde los reporteros intentan conocer en primicia la exclusiva que les permitirá medrar en el oficio, y también el lugar en el que el literato se socializa y se asimila, y esto por el simple procedimiento de ser reclutado por el periódico, al que, en el mejor de los casos, deberá suministrar el consabido e interminable folletín.

Entre el bulevar y los cafés, a la hora del aperitivo, y hasta el cierre de la edición del día, las abundantes horas de ocio del literato se convierten por ensalmo en horario laboral, con lo que aquél, sugiere Benjamin irónicamente, se comporta “igual que si hubiera aprendido de Marx que el valor de toda mercancía viene determinado por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción”. En efecto, las elevadas tarifas que se pagaban por el folletín sólo se entienden por el hecho de que éstas se fundaban en relaciones sociales (hechas, naturalmente, en el bulevar). Al respecto escribió Alfred Nettement: “A causa de la bajada de tarifas, el periódico ha de vivir de los anuncios. Para recibir muchos anuncios, la cuarta página, una que, de hecho, se había convertido en un cartel, tenía que ser vista por el mayor número posible de suscriptores. Así, se hizo necesario un cebo que consiguiera atraer a todos, independientemente de su opinión, y que además tuviera su valor en la sustitución de la política por el efecto de la curiosidad”. En esa cuarta página comenzó a insertarse el anuncio de la novela, que incluía un breve resumen de los capítulos anteriores. “De este modo se llegó casi con necesidad absoluta a la novela por entregas”, la cual, con su poder adictivo, acabaría creando nuevas formas de corrupción.

En 1845 Alejandro Dumas cerró con Le Constitutionnel y La Presse un contrato por el que percibiría 63.000 francos, cifra modesta en comparación con los 100.000 francos de honorarios cobrados por Eugène Sue por la publicación de Los misterios de París, y no digamos con los de Lamartine, que se agenció cinco millones sólo en el período de 1838 a 1851 (600.000 de ellos por su Historia de los Girondinos).

Charles Meryon, El vampiro, 1853
Se conocen casos de directores de periódicos de la época que, a la recepción de un manuscrito, lo publicaban bajo la firma de algún escritor de su elección. Eugène de Mirecourt denunció abundantes fraudes literarios en su Fábrica de novelas, Casa Alejandro Dumas y Compañía, que publicó en 1844. En la Revue de deux mondes apareció al año siguiente un artículo en el que se leía: “¿Quién conoce los títulos de todos esos libros que el señor Dumas ha ido firmando? ¿Los conoce él mismo? Como no lleve un libro mayor, con el ‘haber’ y el ‘debe’, seguro olvidaría más de uno de los hijos de que es padre legítimo, natural o adoptivo”. Se decía que en el sótano de su casa escondía Dumas a un batallón de escritores pobres, y en la revista mencionada más arriba se describió en 1855 la visita al domicilio de uno de los autores de éxito del momento, de quien se omitía el nombre: “…se accede a un sucio gabinete mal iluminado. En él está sentado, larga pluma de ganso en una mano y con el pelo muy desordenado, un hombre de mirada sumisa aunque adusta. A una milla se reconoce en él a un verdadero novelista de raza, aunque no sea sino un viejo empleado ministerial que aprendió el arte de Balzac en las páginas de los periódicos. Él es el verdadero autor, es decir, él es el novelista”.

Por medio del folletín, a muchos literatos, y mientras alguno de sus “negros” escribía su siguiente éxito, se les abrieron las puertas de la carrera política. A Dumas se le ofreció emprender un viaje a Túnez a costa del Estado para hacer propaganda de las posesiones africanas (expedición que costó una fortuna y que nunca se realizó), y Sue fue elegido diputado por un distrito obrero de París. “De ahí”, afirma Benjamin, “resultaron nuevas formas de corrupción con peores consecuencias que el mal uso de nombres de autores famosos, pues, una vez despertada la ambición política del literato, resultaba fácil para el régimen mostrarle cuál era el camino correcto”.

Por cierto que a Benjamin le habría divertido mucho observar cómo la novela por entregas ha sido sustituida por cupones (palabra que despierta ecos de la época del racionamiento) que podrán ser canjeados por un patinete o por un juego completo de vajilla. Y Benjamin concluye: “En consecuencia, es claro que muy difícilmente se podría escribir la historia de la información separada de la correspondiente corrupción de la prensa”. A lo que puede añadirse que ésta es un buen termómetro del estado moral de una sociedad. Pues como decía su muy admirado Karl Kraus: “¿Es la prensa, pues, un mensajero? No. Ella es el acontecimiento”.

Hoy día las palabras de Benjamin tienen una vigencia que no es necesario subrayar. Ilustran aquello de que todo está inventado y deberían ser tenidas en cuenta por quienes todavía manifiestan alguna confianza en los grandes productores de noticias de nuestro mundo global.
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* Fernando Bruno, en la introducción a: Walter Benjamin, Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire (Boletín de Estética, Buenos Aires, 2005)

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