martes, 28 de mayo de 2013

LECTURA POSIBLE / 102

EL ENEMIGO DECLARADO, UNA COLECCIÓN DE ARTÍCULOS DE JEAN GENET

En febrero de 1970 un representante de los Panteras Negras se entrevistó con Genet en un hotel de París. Por entonces el autor de Querelle de Brest era un escritor consagrado que había cimentado su fama en diversas novelas y obras teatrales, en su mayor parte redactadas en la cárcel, pero era sobre todo un autor que no escribía, y esto por decisión propia y por varias y justificadas razones. En primer lugar porque como explicó alguna vez el ejercicio de la literatura fue concebido por él, en su juventud, como procedimiento de evasión, es decir, como medio de salir de la cárcel; y en segundo, porque, estando ya libre y siendo un respetable literato más o menos adaptado a una sociedad contra la que había estado en guerra desde la infancia, mereció ser protagonista de un ensayo de Jean-Paul Sartre, Saint Genet comédien et martyr, que era en realidad un exhaustivo análisis del personaje, análisis que si tuvo la virtud de probar la tesis sartreana según la cual el hombre es libre y capaz por ello de decidir su destino incluso en las circunstancias más adversas, también tuvo el inconveniente de secar por completo la inventiva y la imaginación del analizado, quien se vio privado de las mismas al tener a la vista, clasificados en toda su desnudez, los nervios, las vísceras, los orines y el resto de fluidos que componen el magma que en su estado natural de caos estimula la creación artística. Según sus palabras, el libro de Sartre “creó en mí un vacío que propició una especie de deterioro psicológico”. A esto hay que añadir la desaparición de Abdallah, el joven acróbata que fue su compañero durante largos años, y tras cuyo suicidio Genet anunció formalmente su despedida de la literatura.

En diciembre de 1967 Genet había vuelto a ser un inadaptado impedido de regresar a los que tiempo atrás fueron sus hábitats naturales: la cárcel y la literatura, razón por la cual, y en vista de que los honorarios devengados de sus derechos de autor le eximían de toda urgencia económica, decidió marcharse a Extremo Oriente. Al regreso de su viaje se encuentra de golpe con el Mayo del 68. Inmediatamente Genet toma partido por los estudiantes y escribe su primer artículo político, que dedica a uno de los líderes del movimiento, Daniel Cohn-Bendit. El desenlace de los acontecimientos de mayo supone para él una amarga decepción, e invitado por una revista norteamericana se traslada a Chicago para asistir a la convención del Partido Demócrata. En Estados Unidos se interesa poco por las intrigas partidistas, pero descubre la efervescencia del movimiento contra la guerra de Vietnam, que entonces se encuentra en su apogeo y en el que cree adivinar un potencial transformador más sólido que el vislumbrado en París pocos meses antes. No es extraño, pues, que tras su regreso, y habiéndose instalado según su costumbre en un hotel, pues carecía de domicilio y la única dirección que figuraba en su pasaporte era la de la editorial Gallimard, se pusiera enseguida a disposición de aquel representante de los Panteras Negras, el cual esperaba que su interlocutor escribiera un artículo en defensa de la causa de los negros americanos, y que se encontró en cambio una contrapropuesta inesperada. Genet, en efecto, se ofrece a marchar nuevamente a Estados Unidos, esta vez como activista de los derechos de los negros, y a la pregunta de cuándo estaría dispuesto a partir, ansioso por participar en todo cuanto allí está sucediendo, responde sin dudarlo: “Mañana”.

De esta forma se inicia propiamente el activismo político de Jean Genet, este hombre, hijo de padre desconocido, que fue abandonado por su madre a la edad de siete meses; que fue criado por una familia adoptiva; que a los trece años se escapó de un internado, y que a los quince fue recluido primero en un correccional y después, por delitos menores, en la colonia penitenciara de Mettray. De este Genet político trata el volumen El enemigo declarado, que ha publicado Errata Naturae y que reúne diversos textos escritos entre 1968 y 1985, poco antes de su muerte.

Así pues, Genet vuelve a Estados Unidos, y como le niegan el visado entra en el país clandestinamente a través de Canadá. Allí permanecerá dos meses conviviendo con los dirigentes de los Panteras Negras, dando conferencias en las universidades y participando en actos de protesta. A la pregunta que a su regreso a París le haría un periodista de Le Nouvel Observateur, acerca de sus motivos para unirse a la causa de los negros americanos, Genet responde: “Lo que me hizo sentir cercano a ellos de inmediato fue el odio que profesan por el mundo blanco, su empeño por destruir una sociedad, romperla”. Durante esos intensos meses Genet denuncia la situación de los militantes negros en presidio, conoce a Dalton Trumbo y Allen Gingsberg y traba una amistad que sería duradera con Angela Davis, dirigente del Partido Comunista americano y profesora universitaria que por esas fechas había sido privada de su cátedra. Pero sobre todo se sintió fascinado por aquel movimiento revolucionario que no excluía la lucha armada y que en aquellos años gozaba de fama mundial. En las raíces del mismo, Genet creyó descubrir una poética de la revolución que de algún modo venía a coincidir con la que a su manera practicó desde su juventud: “Ese empeño fue el mío desde muy joven”, escribe, “aunque no pudiera cambiar el mundo yo solo. Únicamente podía pervertirlo, corromperlo un poco”.

De nuevo en París, Genet seguiría ligado a los Panteras Negras y fundaría una organización de solidaridad con la causa de los derechos civiles. El conocimiento obtenido de los problemas de los negros en América, los cuales constituían una especie de colonia explotada por el imperialismo blanco, le permitió comprender los mecanismos mediante los que la sociedad capitalista subyuga a las colonias, en especial en lo relativo a Francia y a sus antiguas posesiones en el norte de África, así como a la situación de indefensión en que se hallaban los trabajadores emigrantes que trataban de buscarse un sitio en la metrópoli. Esta experiencia con los movimientos sociales otorga a la obra de Genet una carga decididamente política que ya estaba presente en sus obras teatrales Las criadas, El balcón y Los negros, pero que a partir de entonces, en virtud de su posición de prestigio en las letras francesas, se permite explotar al servicio de causas justas, en las que se involucrará con una actividad más allá de sus manifiestos y sus artículos en la prensa. Fracturar la sociedad, en suma, “es lo que he intentado hacer a través de una corrupción del lenguaje, es decir, desde dentro de la lengua francesa”, porque, como dijo en otro momento, “lo que tenía que decirle al enemigo era preciso decírselo en su lengua”.

En los siguientes años, invitado por la Organización para la Liberación de Palestina, Genet hará diversos viajes a los campos de refugiados, de cuyas condiciones de vida dejará constancia en diversos artículos aparecidos en la prensa. También aquí Genet encuentra esa poética revolucionaria que es propia de los pueblos que se han encontrado a sí mismos en la lucha, un pueblo todavía no institucionalizado y tan carente de Estado como de territorio, y para el que cada día es un desafío a su supervivencia. Lo visto y vivido aquí, junto a su experiencia con los Panteras Negras, le lleva a poner manos a la obra en un nuevo libro, que tendrá una ardua gestación de más de quince años y que se titulará El cautivo enamorado, obra en parte de ficción y en parte autobiográfica que se convertiría en lo que acaso sea su legado político y moral. Entretanto Genet escribe sobre los fedayin y sobre las mujeres palestinas, y cuando sus artículos empiezan a resultar incómodos recibe del gobierno jordano la orden de expulsión. Esto último no le impide estar presente en Oriente Medio en septiembre de 1982, cuando se producen las masacres de Sabra y Chatila. Genet fue, en efecto, uno de los primeros occidentales que entró en los campos una vez retiradas las milicias y el ejército israelí, de lo que dejó una emocionada crónica en su artículo Cuatro horas en Chatila, texto recogido en su integridad en el volumen que comentamos.

El libro contiene una interesante reflexión en la que Genet distingue entre brutalidad y violencia, reflexión hecha al hilo de sus escritos acerca de la liquidación en las cárceles alemanas de Andreas Baader, Ulrike Meinhof y el resto de los miembros de la Fracción del Ejército Rojo. “Brutalidad”, escribe, “es la arquitectura de las viviendas de protección oficial; la burocracia; la sustitución de la palabra por la cifra; la autoridad de la máquina sobre el hombre que la sirve; la codificación de las leyes, que prevalece sobre las costumbres; el crecimiento numérico de las penas; el uso del secreto que impide la difusión de informaciones de interés general; los bofetones gratuitos en las comisarías; el tuteo de los policías con aquellos de piel morena…”, inagotable enumeración que Genet confronta con “la violencia espontánea de la vida, llamada a poner en jaque a la brutalidad organizada”.

El enemigo declarado constituye un valioso testimonio de las infamias de la segunda mitad del siglo XX, de las que muchas continúan, y de lo que, más allá de los tópicos, viene a ser el verdadero compromiso de un intelectual que, a la vez que su obra, decide vivir en primera persona también su tiempo. Estos artículos y entrevistas son un complemento útil para entender las novelas y las obras teatrales de Genet, de las que aquéllos son comentario al tiempo que ilustración. Y queda tras su lectura la sospecha de que si la obra de Genet ha sido plenamente asimilada y digerida no sucede lo mismo con el autor, cuyas opiniones, expresadas siempre sin cortapisas de ninguna clase, siguen hoy tan cargadas de razones e insumisión como hace cincuenta años. Un motivo más para acercarse a ellas.

martes, 21 de mayo de 2013

LECTURA POSIBLE / 101


GENET, EL POETA DEL BARRIO CHINO, VISTO POR JUAN GOYTISOLO

En esa efusión de vida, de sensualidad y sexualidad que es Santa María de las Flores, la primera novela de Genet, el narrador describe así a uno de sus personajes: “Está armado. Tanto y con tanta calma que su virilidad observada por los cielos tiene la fuerza penetrante de los batallones de guerreros rubios que nos dieron por culo el 14 de junio de 1940 sosegadamente, seriamente, con la mirada en otra parte, caminando en medio del polvo y del sol”. Pocholo (tal es el nombre del personaje), como Divina, o como el mismo Santa María de las Flores, o como los personajes que aparecerán en una novela posterior, Diario del ladrón, es producto de la experiencia vivida en apartamentos cochambrosos, pensiones de mala nota, urinarios públicos, cabarets, cárceles y sobre todo en la calle, calle maldita, nocturna y bulliciosa en la que los chaperos se buscan la vida antes o después de hacer la obligada visita a La Criolla, santuario de prostitutas e “invertidos” que se encontraba en la barcelonesa calle del Cid, de la que hoy quedan sólo unos metros entre el Paralelo y la avenida de Les Drassanes.

No se conoce con exactitud la fecha en que Jean Genet arribó a Barcelona, aunque Goytisolo sugiere que su estancia debió abarcar entre noviembre de 1933 y abril de 1934. Genet, niño de la Asistencia Pública que no obtuvo su partida de nacimiento hasta los veintiún años, hijo de Gabrielle Genet y de padre desconocido, procedía de la colonia penitenciaria de Mettray y del ejército, en el que sirvió primero como “jenízaro colonial” en Siria y luego, reenganchado, como miembro del Séptimo Regimiento de tropas indígenas de Meknès (Mequinez), en Marruecos. Por entonces Genet, que había sido expulsado del ejército por “indecencia”, se hallaba en los inicios de una prometedora carrera de vagabundo que habría de llevarle, después de Barcelona, a recorrer varios países y cárceles de Europa. En ellas escribiría su obra narrativa y sus piezas para el teatro, que despertaron la admiración en primer lugar de Jean Cocteau y después de Sartre, que le dedicó su Saint Genet, comédien et martyr, libro que viene a probar filosóficamente que “el genio no es un regalo, sino la forma que uno inventa en situaciones desesperadas”, y que volvió a servirle de inspiración en el personaje de Goetz en la obra Le Diable et le Bon Dieu.

El libro de Juan Goytisolo Genet en el Raval que se editó en España en 2009, y que ahora ha sido publicado en Francia por Fayard, reúne cuatro textos que ya habían aparecido previamente por separado y a los que en este volumen han venido a unirse algunas cartas dirigidas por Genet al autor entre 1958 y 1970. A través de estos textos Goytisolo reconstruye y nos devuelve una imagen de Genet, la del personaje que ha podido rastrear en el pasado y la que nos entrega en primera persona por medio de su trato continuado a lo largo de los años, a partir de su encuentro en 1955.

La amistad de Genet no dejó de ejercer su influencia sobre aquel joven catalán y exiliado que por entonces andaba en París colaborando en publicaciones como El Ruedo Ibérico, buscando sus señas de identidad y a su Juan Sintierra, descubriendo la obra de otro exiliado, Blanco White, y empezando a formar una obra literaria, y también moral, que habría de ser una de las más importantes y singulares escritas en castellano en la segunda mitad del siglo XX. Obra literaria de un autor en activo que por desgracia parece haber abandonado la narrativa, con la única excepción en los últimos años de El exiliado de aquí y de allá (2008), donde resucitó al Monstruo del Sentier, pero que en cambio nos ha deparado recientemente diversas obras ensayísticas en las que no sería disparatado reconocer la presencia de Genet, quien, según nuestro autor, “me enseñó una línea moral que he tratado de mantener siempre”. Así, este libro se convierte también en un capítulo no menor de la biografía de Juan Goytisolo.

El primero de los textos, que da título al libro, intenta ser una reconstrucción del joven Genet a su paso por Barcelona. Nos encontramos aquí con un Genet caído en la abyección y que había decidido “asumirla y convertirla en virtud suprema”. En las andanzas de este hombre que se prostituye para mantener al manco Stilitano, el cual “reunía en su persona el rigor del soldado, el aventurero, el sicario, el hampón”, está ya la materia prima de los libros que escribirá más tarde en la cárcel parisina de la Santé, especialmente su Diario del ladrón, que sirve a Goytisolo para trazar el retrato del Genet decidido a convertir la inmoralidad en nueva y revolucionaria moral: “Cuanto mayor sea mi culpabilidad a vuestros ojos, entera y totalmente asumida, mayor será mi libertad y más perfectas mi soledad y mi unicidad”. En vano se buscará en este período el más leve contacto con los círculos literarios, cosa que por cierto se convertirá en rasgo característico del resto de la vida de Genet, de quien sólo queda aquí constancia del voluntario desorden de su vida, convertida en indigencia y en aventura libre y alegremente asumida. A ello se refirió en una carta enviada a André Gide: “Estoy sin un duro en Barcelona; soy huérfano y voy errando de café en café”.

En el segundo texto, El territorio del poeta, Goytisolo recuerda su primer encuentro con Genet en el piso de Monique Lange, a quien aquél acababa de conocer y que unos meses después pasaría a ser su compañera. En ese piso de la rue Poissonnière aparecería Genet a menudo, siempre sin previo aviso, liberado de la amenaza de cadena perpetua que había pesado sobre él a causa de sus reiterados arrestos, aunque no de sus hábitos de vagabundo. Por entonces Goytisolo había leído Diario del ladrón, en el que, “a la expresión personal, fascinadora e insólita del autor se agregaba la introducción a un mundo para mí desconocido; algo presentido de modo oscuro desde la adolescencia, pero que mi educación y prejuicios me habían impedido verificar”. Genet ya es un autor reconocido y sus obras de teatro se interpretan en todo el mundo, pero es, como constata Goytisolo, persona poco dada a conversar sobre su obra, con respecto a la cual se impone a sí mismo una distancia infranqueable. Y cuando, cosa rara, accede a tomar parte en un acto mundano en el que se codea con los intelectuales de la época, él será, escribe Goytisolo, “el halcón introducido por error en una asamblea de pavos reales”.

El autor nos deja interesantes testimonios de las opiniones de Genet en materia política. Nos habla de sus simpatías por la causa de los exiliados españoles y de su atracción por esa mentalidad de “fortaleza sitiada” de los partidos comunistas, pero también de su incomprensión hacia el hecho de que Goytisolo y sus amigos se ocupen sólo del tema español, lo que es causa de que les castigue con su ironía. Antonio Machado, cuyo Juan de Mairena le presta Goytisolo en una traducción francesa, no le interesa en absoluto, y lo tilda de “autor reducido y estrecho; su castellanismo es una forma de contemplarse narcisistamente y resucitar los valores retrógrados del paisaje”. Además, Machado no sólo escribe en español, sino que también quiere ser español, una identificación cultural que para Genet, que manifestó en multitud de ocasiones su desprecio hacia las naciones europeas y en particular hacia Francia, no es más que chovinista. Y añade: “La patria sólo puede ser un ideal para aquellos que no la tienen, como los fedayin palestinos”. Juicio al que Genet volvería a referirse más tarde en diversos artículos, tras sus visitas a los campos de refugiados.

A este tema se refiere el tercero de los textos incluidos en el libro, en el que Goytisolo comenta el último de los libros de Genet, Un cautivo enamorado, que se publicó póstumamente y que es producto de la familiaridad que su autor alcanzó con la resistencia palestina. El comentarista sugiere que tal vez Un cautivo enamorado sea la obra más bella y original de Genet, a la vez que la más incomprendida. Y esto a causa de la concepción misma que de la literatura había alcanzado Genet en esos años, lo que explica que el libro, además de tratar de la revolución palestina, sea también “una reflexión aguijadora, casi siempre insólita, sobre la escritura, la memoria, la sociedad, el poder, la aventura, el viaje, la rebeldía, el erotismo y la muerte: la de los personajes que aparecen en el mismo y la del propio autor, acaecida mientras corregía las últimas pruebas de imprenta”. Un libro, pues, caracterizado por su radicalidad poética tanto como por su significado político. Significado que aquí se entrelaza coherentemente con el autor comprometido con la independencia de Argelia, con la lucha de los Panteras Negras en Estados Unidos y la de los inmigrantes en Francia, así como con las grandes esperanzas (y la amarga decepción final) del Mayo del 68.

El poeta enterrado en Larache es el título del texto que cierra el volumen, y que viene a ser un sincero homenaje del autor a este hombre que quiso ser enterrado en el viejo cementerio español de Larache, frente al mar. “La fascinación ejercida por este solitario del mundo”, escribe Goytisolo, ha escapado a sus manos y puede adoptar formas imprevistas en el campo de la leyenda”. Y es que igual que Sartre vio en él a un santo de esa religión laica que es la existencia, también Goytisolo cree advertir signos que emparentan a Genet con los santos populares y proscritos del islam, los llamados malamatís que exhibían una conducta reprensible a ojos del prójimo. Y Goytisolo se pregunta: “¿Se convertirá con los años en uno de esos santos a quienes los romeros, tras anudar las cintas de sus exvotos en los árboles cercanos a la tumba, colman de humildes presentes y solicitan favores?” Por ahora, de la tumba de la “maricona” Genet, como le gustaba llamarse, parece que se ocupa sólo alguna mano anónima, encargada de que su lugar de descanso no desentone del jardín en que el cementerio, hoy abandonado, ha devenido con el paso del tiempo. Para muchos su obra sigue siendo una especie de acción soez y vandálica. Basta, sin embargo, acercarse a cualquiera de sus libros, hermosamente escritos, para comprender que se trata de un vandalismo tan poético como necesario.

sábado, 18 de mayo de 2013

DISPARATES / 71

DEMOCRATIZAR LA PROPIEDAD DE LOS MEDIOS, UN INQUIETANTE SUEÑO LATINOAMERICANO

Thierry Deronne
.
¿Quién duda aún que los medios de comunicación son el instrumento central del que se sirve el capitalismo para legitimar la explotación bajo todas sus formas, reproducir su ideología e interferir con el derecho de los electores que rechazan el orden neoliberal? Sin embargo, preocupada por su supervivencia política, la izquierda europea no se atreve a transformar la propiedad de los medios de comunicación, sin duda por miedo a ser tachada de "enemiga de la libertad de expresión", como una y otra vez remacha el Partido de la Prensa y del Dinero respecto a los gobiernos latinoamericanos que legalizan medios de comunicación populares, restauran servicios públicos que no son copia de los privados y comienzan a equilibrar el espectro hertziano haciendo retroceder el monopolio del "libre mercado". Argentina mostró el camino dividiendo en tres tercios el conjunto de sus ondas de radio y TV, y por primera vez en 2013 Brasil quebranta el tabú. Frente al monopolio de TV GLOBO, el Partido de los Trabajadores, la CUT (primera central sindical del país) y el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra reclaman a su vez el fin de la dictadura mediática. Una ley de iniciativa popular está siendo refrendada por la firma de miles de ciudadanos en todo Brasil.

"Si es una radio comunitaria, debe ser para nosotros. La radio comunitaria de mi región es la de los propietarios de la fábrica", afirma un militante del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra en el estado de Sergipe. Los Sin Tierra evalúan la desigualdad de la lucha en términos de comunicación: las televisiones y las radios, locales y nacionales, criminalizan las protestas del movimiento por el acceso a la tierra. Con sus mensajes, "empujan a la gente a oponerse a las ocupaciones de tierras".

"El monopolio de los medios de comunicación impide a la sociedad expresar libremente sus derechos, su visión política, su ideología", explica Gerardo Gasparin, miembro de la coordinación del campamento Hugo Chávez. "Desgraciadamente el gobierno, a través del Ministro de las Comunicaciones, no participa ni toma  posición en el debate de la sociedad civil por un Marco de Regulación de las Comunicaciones, lo que obliga a la sociedad a actuar. El campamento participa en esta lucha", concluye.

El proyecto de ley, como iniciativa popular, reglamenta los artículos de la Constitución que se refieren a las radios y las televisiones. El fin es destinar un tercio de las frecuencias a las radios y a las televisiones públicas (entre las que están el 15 % de los medios de comunicación comunitarios), además de garantizar la producción de contenidos locales y regionales. La propuesta también prevé la creación de un Fondo Nacional de Comunicación Pública para apoyar a las cadenas públicas y comunitarias, además de definir reglas para impedir la formación de monopolios en la propiedad de los medios de comunicación.

Para divulgar este proyecto que se lleva también a cabo en Ecuador, Bolivia y Venezuela, publicamos la contribución del economista brasileño Luciano Wexell Severo.

«ICIA» PARA DESESTABILIZAR AMÉRICA LATINA

Luciano Wexell Severo

La ICIA son unas siglas que podrían sintetizar la actual ofensiva de los sectores más conservadores de la sociedad sudamericana. Condensarían las supuestas banderas de «lucha» de las clases altas, históricamente privilegiadas, en contra de los avances progresistas y democratizadores promocionados sobre todo por los gobiernos de Hugo Chávez, Cristina Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa.

Las banderas de la ICIA («Inflación», «Corrupción», «Inseguridad» y «Autoritarismo») forman el cuadrilátero reaccionario, oligárquico y derechista que orienta los discursos y las acciones de una parcela de las oposiciones de la región. Debe llamar la atención que el grado de «sensibilidad» de esas cuatro variables tenga una fuerte relación con dos agentes principales:

1) los grandes conglomerados industriales, financieros y comerciales, controlados exactamente por las clases altas y el capital extranjero; y
2) los medios de comunicación hegemónicos, que también están bajo la intervención de las élites locales y las transnacionales.

Se nota que cada uno de esos dos agentes influye de forma decisiva para la mayor o menor «gravedad» de esos cuatro problemas. Los primeros, los grupos económicos, en la medida en que controlan amplias franjas de los mercados, cumplen un papel crucial en la determinación de los precios finales de los productos. Además de eso, por medio del acaparamiento y la especulación, pueden generar el desabastecimiento de bienes, la escasez y la consecuente alza de precios. Esa fue la llamada «fórmula para el caos» que ayudó a derrumbar al gobierno de Salvador Allende en 1973. La ausencia de productos en las góndolas de los supermercados y el encarecimiento de bienes básicos como leche, azúcar, arroz y harina, provocaron un alto nivel de insatisfacción social y la disminución de la popularidad del gobierno. Es lo que se está tramando, en grados relativamente distintos, en Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina.

Por otro lado, y de forma complementaria, esos mismos elementos desestabilizadores resisten a los controles públicos que intentan actuar contra sus posturas criminales. Los grandes conglomerados económicos acusan a los gobiernos intervencionistas de autoritarios, seguidores de Hitler y Mussolini. Arremeten en contra de la acción del Estado sobre las elevadas tasas de ganancia, las tasas de interés, las tasas de cambio, el acceso a dólares y la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Su argumento central es el supuesto «libre mercado», que en verdad es una tela de protección para la libre actuación de poderosos grupos económicos.

La planificación de los gobiernos es tildada de «exagerado intervencionismo», de regreso al «populismo irresponsable» o, incluso, de «dictadura castro-chavista-comunista». Son deprimentes la ignorancia, el desconocimiento y la cultura del odio presentes en esas marchas y cacerolazos de sectores opositores. Todo hace recordar a las momias chilenas que celebraron la llegada de Augusto Pinochet. Utilizan conceptos de forma primaria, haciendo incomprensibles ensaladas con términos desenterrados de la Guerra Fría contra la «amenaza roja» y los «guerrilleros marxistas». El estribillo es el cuarteto ICIA.

Los que manejan un poquito mejor los conceptos suponen que regresar al nacional-desarrollismo de los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado es un gravísimo error. Sin embargo, en lugar de eso, plantean ir aún más atrás. Buscan al viejo liberalismo que tan bien presentó, hace 250 años, el maestro Adam Smith. Se sabe que el planteamiento de un mundo liberal, que un día pudo haber sido parte de los sueños de hombres honestos, desde David Ricardo se transformó en una propuesta malandra, en una teoría hipócrita, para único beneficio de los más grandes y más fuertes. El alemán Friedrich List se dio cuenta de eso y lo denunció hace 170 años. Desde allá no les cree ni el loro.

Al mismo tiempo, los poderosos monopolios de desinformación y de alienación en masa, controlados por dos o tres familias de nuestros países, también se convirtieron en cajas de resonancia de la «corrupción» y de la «inseguridad». De esa forma, las cuatro ruedas de la carroza opositora se convierten en verdades, en pruebas, en denuncias. En acción orquestada, imponen el ICIA. Por eso, los medios sí son autoritarios y torpedean la libertad de expresión. Se autodenominaron los defensores de las libertades individuales, guardianes de la justicia y de los derechos ciudadanos. Esos mismos medios hegemónicos son aquellos que nacieron, se crearon y se callaron durante las dictaduras militares.

Respondiendo netamente a sus inconfesables intereses económicos, denuncian la existencia de una «inflación galopante», la «mayor corrupción de la historia», el «autoritarismo creciente» y la «inseguridad insoportable». Es la fórmula para el caos del siglo XXI, nieta del matrimonio entre monopolios económicos y monopolios comunicacionales. Es lo que se ve, con distintos matices, principalmente en Argentina, Venezuela, Bolivia y Ecuador. En Brasil, se vislumbró de forma muy clara esa campaña mediática en contra del ex presidente Lula. Las vacilaciones y crecientes concesiones del gobierno de Dilma Rousseff a los grandes grupos económicos nacionales e internacionales mantienen una aparente paz, solamente quebrada por los panfletos (portavoces de Washington) que circulan por nuestros quioscos.

Por fin, es fundamental que nos preguntemos hasta qué punto un gobierno puede controlar los niveles de inflación, inseguridad y corrupción en economías tan concentradas y con niveles tan altos de extranjerización. Con acaparamiento y especulación se genera inflación y se tensionan las tasas de interés hacia arriba, como forma de enriquecer al sistema financiero. Con acciones terroristas y conspiratorias, con playboys quemando caucho y motorizados armados, se aumenta la violencia y los grados de inseguridad hasta niveles «intolerables». Con shows de denuncias y bombardeos de TV, radios, revistas y periódicos se presenta un clima de «corrupción generalizada» como «nunca antes». Y toda acción del Estado para hacer frente a la inflación, a la inseguridad y a la corrupción es denominada autoritarismo por los grandes medios.

Por tanto, uno debe preguntarse hasta qué punto los niveles de medición de esas cuatro variables responden a la influencia de los medios de comunicación. Y hasta qué punto la percepción de las personas acerca de esos cuatro problemas es dirigida por los monopolios mediáticos. La respuesta, desde nuestro punto de vista, lleva a una conclusión: no hay ninguna forma de avanzar en procesos progresistas, populares y democratizadores sin la implosión y el exterminio de esos dos tipos de monopolios privados. Porque aunque esa combinación de cuatro factores que llamamos ICIA sea etérea, gaseosa y superficial, ha impuesto dificultades y generado frenos considerables a los procesos de avance.

La destrucción de esos monopolios privados, económicos y mediáticos, es imprescindible y genera pavor en las élites y el capital extranjero. Por ese motivo se critica de forma tan contundente cualquier intento de ampliar el control del poder público, del Estado, sobre esas dos estructuras. Cuanto antes los gobiernos progresistas se percaten de la gravedad de esa situación y cuanto antes implementen acciones democratizadoras, mayor será su posibilidad de éxito. Por otro lado, seguir financiando esos monopolios con inmensas y crecientes sumas de dinero público, además de crimen de traición nacional, puede ser considerado un tiro en el propio pie.

Fuentes: Le Grand Soir y El Correo

martes, 14 de mayo de 2013

LECTURA POSIBLE / 100

EL MURO Y OTRAS HISTORIAS DE MARLEN HAUSHOFER

Un personaje de alguna de las magistrales novelas de Wilkie Collins tiene el hábito de jugar a las “suertes virgilianas” con su ejemplar de Robinson Crusoe. El juego, que es algo más que eso, consiste en abrir el libro al azar y leer la primera frase que aparezca a la vista. A la frase en cuestión se le atribuye la propiedad de servir de guía y consejo a las tribulaciones del lector-jugador. Dicho hábito le sirve a Collins para ilustrar el carácter de su personaje, pero a nosotros, lectores de hoy, nos es útil para comprobar la influencia y el grado de significación moral que en la segunda mitad del siglo XIX había alcanzado, al menos en el ámbito anglosajón, el relato de Defoe, para muchos, entonces y ahora, poco más que un libro de aventuras. Por las mismas razones, no sería extraño que hoy a alguien se le ocurriera jugar a las suertes virgilianas con la obra más célebre de Marlen Haushofer: El muro.

El azar quiere que el libro se abra por la página 63, donde se lee: “Sentí profundamente tener que reanudar mi camino, y andando me fui transformando otra vez en esa única criatura que no pertenecía al mundo del bosque, es decir, en un ser humano que pensaba cosas confusas, tronchaba las ramas con sus pesados zapatos y se dedicaba a la sangrienta actividad de la caza”. Y luego, en la página 218, se lee: “La vida, pequeña y sencilla, penetrará con el agua de los arroyos de nuevo en la tierra y la vivificará”. En realidad ignoro si estas frases vueltas a leer ahora casualmente pueden servir de guía moral, pero al menos tienen la virtud, como cada una de las que pudiéramos tomar de los libros de Haushofer, de decirnos mucho acerca de la vida y la obra de esta mujer que fue madre y ama de casa y que con los libros que escribió en sus ratos libres consiguió incorporarse con todo derecho a la nómina de los autores más importantes del siglo pasado en lengua alemana.

Marlen Haushofer nació en 1920, hija de un guarda forestal de Frauenstein, en la Alta Austria. Los paisajes, los ríos y las montañas de Carintia iban a convertirse con el tiempo en la materia prima de algunas de sus narraciones, en las que siempre iba a quedar algo de aquella primera infancia en un entorno completamente natural, hasta que a la edad de diez años fue enviada por sus padres a un internado de Linz. Del resto de su biografía, habiendo sido la suya una vida sin estridencias, caben destacar el servicio social obligatorio con el que debió cumplir durante la guerra; su primera maternidad, fruto de su relación con un estudiante de medicina; y su matrimonio en 1941 con un dentista, con el que tendría un segundo hijo, del que se divorciaría en 1950 y con el que más tarde volvería a casarse. De hecho toda su carrera literaria duró menos de veinte años, y sólo en los últimos, después de recibir el Premio Arthur Schnitzler por El muro, obtuvo un reconocimiento literario que anunciaba un futuro prometedor, el cual, como su vida, se vio truncado en 1970 a causa de un cáncer óseo.

Narrativamente Haushofer fue un caso aparte, lo que no impide que se la haya relacionado con los movimientos literarios austríacos de postguerra, en especial con el “Wiener Gruppe” que solía reunirse en el Café Raimond de Viena, y también con las otras dos escritoras que por entonces se atrevieron a desafiar la hegemonía masculina en las letras alemanas: Ingeborg Bachmann (de la que ya hemos hablado aquí) e Ilse Aichinger.

De 1952 data su primera narración, la novela corta El quinto año, que cuenta diversos episodios de la vida de una niña de esa edad, y en la que ya figuran algunos de los rasgos de su obra posterior. En efecto, lo llamativo de esta historia no son los acontecimientos, sino el punto de vista desde el que están tratados, punto de vista infantil que corresponde sin embargo a una visión ya completa del mundo, lo que incluye la naturaleza, la vegetación, los animales, un mundo en el que reina un orden que contrasta con (y que viene a ser perturbado por) la incomprensible actividad humana.

Si este primer relato ya contiene, en germen, los principios de una moral, ésta aparece formulada con una voz completamente adulta en la novela de 1955 Un puñado de vida. En ella se lee: “En aquella época todavía no sabía que un esclavo tiene que entender y hablar el lenguaje de su amo si pretende defenderse medianamente en el mundo de éste. Sólo mucho más tarde comenzó a hacer suyos los temas sobre los que se podía conversar con los hombres. Sus conocimientos, si bien superficiales, bastaban para entender la jerga de comerciantes, políticos y artistas. Así se ganó la fama de ser una mujer con la que se podía hablar como con un hombre, y desde entonces sus empresas se vieron coronadas por el éxito”. La narración nos presenta a una misteriosa mujer interesada en la compra de una finca. El dueño de la misma es Toni, quien la ha heredado de su padre, muerto en un accidente de tráfico. Desde esta novela el marco vivencial de las historias de Haushofer ya está establecido: se trata de grupos familiares que giran en torno a un personaje patriarcal, distante e inaccesible, lo que imposibilita toda comunicación y lleva a la protagonista, que también suele ser la narradora, a habitar un mundo interior del que no están excluidas las fantasías ni los sueños.

La puerta secreta, de 1957, es la novela en la que más crudamente ha retratado Haushofer la dominación masculina, de la que la mujer termina por convertirse en cómplice involuntaria. Annette es una bibliotecaria que ha sido educada por su tía en un catolicismo riguroso. A la joven se le ha enseñado que no debe esperar nada de la vida, razón por la cual, tras unos noviazgos con tipos totalmente insulsos, acaba casándose a la fuerza, pues está embarazada, con un hombre que le resulta tan atractivo a causa de su vitalidad como a la vez extraño. En todas las novelas de Haushofer, como aquí, el grupo familiar en el que se desarrollan los hechos constituye un universo cerrado y opresivo, siendo la protagonista una mujer que transita desde su huérfana infancia hasta un matrimonio catastrófico en el que se extinguirá en vida.

Del año siguiente es Nosotros matamos a Stella, relato de poco más de ochenta páginas en el que el patriarcado vuelve a cebarse en el grupo familiar, ampliado aquí con la presencia de Stella, joven inexperta que es enviada por unos meses a la ciudad para cursar estudios, tiempo durante el cual se aloja en la vivienda de un matrimonio. La narradora es de nuevo la esposa, que aquí es también amiga de la madre de Stella. Ésta se enamorará perdidamente del marido, lo que traerá consecuencias trágicas que deberán permanecer ocultas tras una fachada de hipócrita y apacible decencia. La narradora es testigo, y a la vez cómplice, del sacrificio de la joven, pues como ella misma dice: “¿Qué va a ser de esta niña grande e infeliz a mi lado? La rabia y la vergüenza hacían afluir la sangre a mi corazón. Pero callé”.

La buhardilla es la última novela de Haushofer, escrita poco antes de su muerte. En ella la narradora se evade de la infelicidad conyugal dibujando en su buhardilla insectos y aves, obsesionada sobre todo con la idea de dibujar un pájaro “que no esté solo”, y releyendo las notas que escribió cuando sus conflictos psíquicos le produjeron una sordera total, tiempo que pasó recluida en el campo y donde mantuvo una extraña relación con un desconocido. Aquí, obviamente, la compleja estructura de la novela ya no es la de la inicial El quinto año, lo que no impide que Haushofer conserve intacto ese estilo fácil de leer y por momentos tragicómico en el que se combinan de manera original el más puro horror con los sencillos pensamientos que se derivan de la vida doméstica. Horror y sencillez que son “la marca de fábrica” de esta escritora que ha sido puesta en valor especialmente por la crítica feminista en lengua alemana y que presenta hoy una lúcida y admirable modernidad.

Pero volvamos al principio. “Algo espantoso se había aproximado tanto a mi pared de cristal que hasta podía sentir su aliento y su mal olor”, escribe la autora en una de sus novelas de los años ‘50. Y en 1969 escribe: “Ser una persona es una categoría incierta; quizá haga tiempo que ya no seamos lo que antes se denominaba una persona, sólo que no lo sabemos”. Entre una frase y otra aparece El muro, de 1963, que recientemente ha dado lugar a una versión cinematográfica, Die Wand (2012), que dirigió Julian Pölsler y que pudo verse en la última edición del Festival de Sitges. Cuenta la historia de una mujer que es invitada por unos amigos a pasar unos días en su casa de campo, al pie de los Alpes. Sus amigos se marchan al pueblo a hacer unas compras, y la protagonista y narradora queda sola en la casa. Llega la noche y los amigos no vuelven. Al día siguiente, muy intrigada, ella se pone en camino hacia el pueblo, hasta que descubre que el valle en el que se encuentra ha quedado aislado del exterior por un muro invisible. Como Robinson, la mujer deberá habituarse a vivir aislada y sin compañía humana, recluida en la naturaleza junto a su perro, su vaca y su gata. El muro de incomunicación que ya estaba presente en sus anteriores narraciones, aquí se ve trascendido: ya no es la pared que separa a los dos miembros de una pareja, o a una madre de sus hijos, sino uno que separa físicamente del resto de la humanidad, la cual ha sido destruida por una nueva arma mortífera. La mujer se interroga acerca de su razón de ser en el mundo mientras se ocupa sin descanso de los quehaceres que exige su supervivencia. En medio, surge la idea esperanzada de que el hombre sea capaz de imaginar y poner en práctica una nueva forma de relación con la naturaleza, pero al mismo tiempo la de que si el hombre necesita a ésta, ella en cambio no nos necesita. Pues las miserias del hombre, sus una y otra vez fracasadas nociones de justicia y de virtud, su conciencia de la libertad y de la soledad, como él mismo, no son sino conceptos ajenos a esta tierra. Reflexión cuyas dimensiones constituyen la única inmodestia que se permitió esta sencilla cronista de los horrores cotidianos, la ilusión y el silencio.

_________________

Trailer de Die Wand (2012)

jueves, 9 de mayo de 2013

DISPARATES / 70


CAMBIO, IZQUIERDA Y SOBERANÍA

¿Qué tiene que pasar para que algo cambie? Muchos creen que el cambio político llegará inevitablemente y de manera natural, como la caída de los nísperos. En un intento de superar esta creencia aparecieron el movimiento llamado 15-M y sus actuales secuelas, cada vez, dicho sea de paso, más debilitadas, en parte por efecto de la resignación, en parte por miedo. De aquel movimiento tan necesario como espontáneo se cumplen ahora dos años, y sin embargo parece que ocurrió hace décadas, tantas y tan graves son las cosas que han ocurrido en este tiempo.

Existen diversos malentendidos acerca de aquel movimiento, que en contra de lo que algunos esperaban ha quedado rápidamente neutralizado en la esfera de lo político. Ante todo, y sin entrar aquí a analizar la más que obvia heterogeneidad del mismo, cabe afirmar que el 15-M fue en gran parte una reacción de rebeldía y frustración frente a los primeros (y tímidos, comparados con lo que vendría después) recortes del gobierno del PSOE. Sólo en segundo lugar vino a convertirse en la constatación de que un pacto no escrito entre el mundo de la política y la ciudadanía se había roto. Sus alcances, en la práctica, no eran mucho mayores, y fue, en consecuencia, un movimiento defensivo, descabezado, y excesivamente variopinto como para dar lugar a una alternativa política. El gobierno de entonces, presionado por una parte para que acelerase la adopción de medidas de austeridad, y por otra por las protestas en la calle, pudo haber optado por una dimisión fulminante, pero en lugar de eso (cumpliendo con la tradición española de no dimitir bajo ningún concepto), prefirió una forma de dimisión lenta por el procedimiento de anticipar las elecciones. Así suele suceder en el bipartidismo, cuando un gobierno sale por la puerta de atrás con dignidad (eso cree él), evitando un descalabro mayor y conduciéndose como el deportista que habiendo sido titular pasa a ser suplente, a la espera de una mejor ocasión que sin duda llegará cuando el nuevo titular se canse, o, lo que es más probable, cuando canse a la gente. Lo sustancial en este caso es que el gobierno que tomaba tales medidas era del PSOE, del que se esperaba que adoptase otras muy diferentes. Era, pues, el propio electorado del PSOE el que, con razón, se sentía indignado con un gobierno que, si bien (y como los anteriores desde que existe la democracia) no suscitaba ningún entusiasmo, hasta entonces se consideró al menos tolerable. El segundo gran equívoco de aquel movimiento se desprende de su propia naturaleza y de su incapacidad (que se advirtió pronto) para convertirse en alternativa política.

Quizá no esté de más recordar que la historia no muestra ejemplos (salvo acaso la Comuna de París de 1871) en que sea la calle la que gobierna. Es bien sabido que la acción de gobernar se ejerce desde los ministerios, los gobiernos regionales, ayuntamientos y demás instituciones del Estado. En un sistema democrático en el que los electores eligen a sus representantes, la toma del poder político corresponde a los partidos, a sus candidatos y al pueblo, constituido por medio de las elecciones en soberanía popular. Es decir, si la indignación social quiere convertirse en poder político debe elegir representantes comprometidos con su causa; y si estos no existen, crearlos.

Así lo han entendido en diversos países europeos, en especial desde que el gobierno de coalición formado en Alemania certificó la anulación, en la práctica, de toda política socialdemócrata. Anulación que se ha aplicado automáticamente a toda Europa y de la que a estas alturas no sabemos si es provisional o definitiva, si bien es seguro que el horizonte no deja vislumbrar en un tiempo razonable la posibilidad de que a los partidos que practicaron (en mayor o menor grado) esta política se les permita volver a hacerlo, cosa que constituye un duro golpe, sobre todo en aquellos países (especialmente Alemania) en los que la misma desempeñó un papel predominante en su historia nacional. Esta socialdemocracia no fue liquidada de golpe y sin previo aviso, y de hecho lo que hoy llamamos “crisis” no es su causa, sino su consecuencia. De ahí que Alemania y Francia se hayan apresurado a crear nuevos partidos de izquierda llamados a ocupar el lugar abandonado por los partidos tradicionales, el SPD y el PSF.

Oskar Lafontaine fue dirigente del SPD y ministro de economía en el primer gobierno de Gerhard Schröder. La deriva neoliberal del gobierno le forzó a dimitir, y más tarde a fundar Die Linke, coalición de izquierdas destinada a enfrentar la austeridad y a defender los derechos sociales. El caso de Jean-Luc Mélenchon es similar, pues tras haber sido ministro en el primer gobierno de Lionel Jospin, también él abandonó el PSF para fundar el Partie de Gauche. Los suyos son proyectos nacionales, ajustados a las circunstancias y necesidades de sus países, y concebidos para escapar del laberinto neoliberal. Es verdad que estos nuevos partidos no tienen suficiente apoyo como para gobernar en solitario, pero es que en Alemania y Francia entran en juego otros factores diferentes, derivados del hecho de que allí no existe el bipartidismo y en general son necesarias coaliciones para formar gobierno. Además, como se ha visto en Alemania y Francia los políticos dimiten, no sólo por protagonizar casos de corrupción (igual que ocurre en Inglaterra y no digamos en Estados Unidos), sino también por estar en desacuerdo con las decisiones de su partido.

Podrá alegarse que tales casos no sirven de modelo a España, en primer lugar porque en nuestro partido socialdemócrata nadie ha conservado por medio de una dimisión a tiempo ni un mínimo de credibilidad. Y es cierto.  Nuestros dos partidos mayoritarios tienden a practicar internamente una disciplina de cuartel, y el espacio que queda para el desacuerdo es nulo. La dependencia que estos partidos tienen del poder económico y del mediático, y de una ley electoral hecha a su medida, es total, y fuera de ellos todo es terra incognita. Ello significa que para cualquiera de sus líderes dejar el partido equivale a autoexcluirse de la política profesional. Otros creerán que en España ya existe una izquierda alternativa, la cual muy bien puede encarnar políticamente el descontento popular. Ahora bien, ¿por qué no ocurre así?

Según las actuales encuestas de intención de voto, a Izquierda Unida se le atribuye sólo un ligero ascenso, que si bien podría ser decisivo en un sistema electoral como el alemán o el francés, donde sería imprescindible para formar gobierno, no lo es en el español; ni lo será si la ley no cambia. Por lo demás, da la impresión (y esto no es nuevo) de que IU tiene un límite electoral que aleja a esta formación de las condiciones aceptables, en términos de realismo, para influir en la política. Pero es que incluso en la hipótesis poco probable de que IU superase el 20% de los votos sus posibilidades de entrar en el gobierno serían escasas, como ha demostrado hace poco el caso de Syriza. Pues sucede que para situaciones extremas de necesidad, y con una fuerte presión internacional, el bipartidismo (también vigente en Grecia) se guarda en la manga el as de la coalición entre los dos grandes y supuestamente irreconciliables partidos tradicionales. Cosa que muy bien podríamos ver también aquí, y antes de lo que imaginamos, si el poder correspondiente (es decir, económico) lo considera necesario.

Ciertamente no se puede comparar la democracia española con la alemana o la francesa, y más bien, por motivos históricos, la nuestra es de una naturaleza más parecida a la griega y la portuguesa. No es por casualidad. España, Grecia y Portugal son los únicos países de la llamada zona euro que han sufrido dictaduras en el siglo XX, y los tres salieron de sus respectivos regímenes autoritarios mediante procesos de transición tutelados por Estados Unidos y las altas esferas de las finanzas y la industria. No obstante, hay entre nosotros profundas diferencias que pueden explicar la distinta reacción en cada uno de estos tres países a la actual crisis política. La izquierda y los pueblos de Grecia y Portugal pueden apelar orgullosamente, aunque sea sólo en el ámbito de lo simbólico y de la memoria colectiva, a importantes victorias históricas, contra el nacional-socialismo en el caso de Grecia; y contra la dictadura y la guerra colonial en el portugués. En la memoria de la izquierda española no hay victoria alguna, y de hecho la gran singularidad de la España del siglo XXI, que incluye su corrupción congénita, de la que ha hablado hace unos días en su portada el New York Times; los estrechos vínculos entre el Estado y la Iglesia (que son únicos en Europa); su total carencia de tradición organizativa entre los ciudadanos; la crónica debilidad de sus sindicatos; la incansable repetición de los mismos apellidos en los consejos de administración y hasta en los gobiernos, muchos de ellos miembros de una aristocracia dominante que hizo su fortuna en plena postguerra mediante el contrabando y el estraperlo; la miseria de su sociedad civil; la paciente espera de “lo que la autoridad mande”; todo ello y mucho más obedece al hecho, una y otra vez olvidado y siempre obstinadamente presente, de que el nuestro es el único país de Europa en el que el autoritarismo jamás fue derrotado. Este hecho, ingrato de recordar, sin duda, ha podido pasarse por alto en épocas de bonanza económica y de consumo desenfrenado, pero en tiempos como los que corren se nos vuelve a aparecer como los fantasmas familiares que, se dice, ocupan las casas viejas, cobrando una forma, ahora coloreada, que evoca sin embargo antiguas fotografías en blanco y negro.

Igualmente, las limitaciones de la izquierda española de hoy son también, en gran parte, herencia de nuestro oscuro pasado: cuarenta años de represión y de un exilio del que muchos nunca volvieron, así como la “guerra sucia” aplicada a la renacida izquierda en los años de la transición, una guerra sucia que incluyó el terrorismo de la extrema derecha y la concienzuda inoculación del narcotráfico en los barrios obreros, a lo que se ha referido recientemente Xosé Manuel Beiras en el Parlamento gallego. A lo que aún habría que añadir, ya en plena democracia, la guerra mediática declarada por los medios entonces afines al PSOE contra IU en nombre de una imaginaria “pinza”, operación periodística que constituyó ciertamente la primera campaña masiva de intoxicación de nuestra democracia, que ha servido (y sirve) de modelo a otras posteriores y cuyo éxito, pues las mentiras repetidas hasta la extenuación arraigan con facilidad en la conciencia colectiva, llega hasta el momento presente.

¿A quién sorprenderá que nuestra izquierda muestre en la actualidad esta apariencia disgregada, desideologizada, desarmada política, cultural y moralmente? Con tales antecedentes, no puede resultar extraño que nuestro país posea otro rasgo que, por la intensidad con que se presenta aquí, nos aleja del entorno europeo. Me refiero a esa forma apática y apolítica que adopta entre nosotros el desencanto hacia la cosa pública y que suele expresarse (incluso en sectores de la derecha) con declaraciones estereotipadas, supuestamente exclusivas de una postmoderna, selecta y culta progresía, al estilo de un melindroso “pero yo soy un poco anarquista”. No es posible ser “un poco” anarquista, de la misma forma que no se puede ser un poco del Real Madrid o un poco gay. Quien así se declara está afirmando implícitamente que desprecia a los líderes políticos (de hecho, cualquier clase de liderazgo político), a los partidos y en general a todas las formas que puede adoptar la política, lo que sirve para eludir personalmente el compromiso (para escurrir el bulto, como suele decirse) y en la práctica anula toda expectativa de conquistar el poder, que no es otra cosa que el dominio de lo político. Y por el camino estos falsos anarquistas demuestran su desconocimiento absoluto de la historia del anarquismo, que naturalmente tuvo sus líderes, su tenaz y muchas veces admirable compromiso con lo político y por supuesto su voluntad de conquistar el poder. ¿Deberían por las mismas razones los alemanes y franceses dar la espalda a un Lafontaine y a un Mélenchon, y a sus partidos, para así de paso garantizar la hegemonía neoliberal en los próximos cincuenta años?

Los estereotipos acerca del odioso liderazgo y del no menos odioso nacionalismo han causado daños difícilmente reparables, hasta el punto de que muchos son totalmente incapaces de reconocer a la izquierda allí donde ésta existe. De ello son buena prueba los denuestos que se oyen aquí y allá respecto a los diversos aunque convergentes procesos sociales que se viven hoy en Latinoamérica, y que si sirven de referencia en los nuevos proyectos transformadores de Alemania y Francia en cambio no causan sino el espanto de nuestra glamorosa progresía. Aquí el lector de El País y el del ABC se dan la mano, escandalizados por la torpe apariencia de los líderes latinoamericanos, la extravagancia de sus partidos y en especial su agresividad contra las empresas multinacionales, sobre todo las españolas. ¿Tan difícil es entender y aceptar que esa agresividad no es más que el modo de deshacerse de un ya rancio neocolonialismo, ante el que se precisa una política soberana capaz de poner los recursos naturales al servicio del pueblo? ¿Es que acaso esa política es posible sin un liderazgo y sin un nacionalismo, esos que los medios citados más arriba desacreditan interesadamente tachándolos de burdo populismo? Esa izquierda gobernante y con sus defectos, desprendida de la tutela del FMI, existe y debería servir aquí de inspiración, pues ha pasado por lo mismo por lo que pasamos ahora en Europa. Y en estos tiempos difíciles viene a ser la constatación empírica de la falsedad de aquella célebre máxima tatcheriana, hoy de nuevo tan en boga, según la cual “no hay alternativa”.

Lo anterior vuelve a poner en evidencia, por si hiciera falta, la urgente necesidad de unos rigurosos medios de comunicación que escapen a la doctrina única que nos imponen las grandes corporaciones mediáticas, todas ellas al servicio del interés de los grupos financieros. Pues sabemos que si las ideas conservadoras pueden imponerse por medio de la repetición, del cliché y del puro espectáculo, las que pertenecen al género de la crítica, la independencia y la reflexión exigen en cambio una información compleja y bien argumentada. Es estimulante al respecto la experiencia del diario digital en francés Mediapart, que cuenta con más de 60.000 abonados, que destapó en su día el llamado “caso Bettencourt” y que cuenta ahora con un socio español, infoLibre, formado por profesionales procedentes de los diarios Público y El País y de RTVE. Como sabemos, sin embargo, la viabilidad en España de proyectos como el que comentamos aparece lastrada por la falta de hábito entre nosotros de pagar un precio por la información, que según una creencia general puede encontrarse, de calidad o no, de manera gratuita. A ello se ha referido ampliamente Pascual Serrano en su último libro, La comunicación jibarizada (Península, 2013), donde se lee: “La reducción de la calidad de la información, asociada a la velocidad de las tecnologías, está produciendo fenómenos nuevos como la tuiterización de la forma de expresión, así como de la misma información. Se reducen los contenidos, se reducen las maneras de comunicarse, se jibariza el mundo”.

Pero no es sólo a nuestro triste pasado y a la guerra mediática a lo que debe su maltrecha condición la izquierda española. Ella misma ha hecho méritos. No de otra forma puede entenderse que Izquierda Unida sea la única formación política de la historia universal que tras la celebración de unas elecciones debe interrogar a sus votantes acerca del uso que ha de hacerse con su voto. ¿No está esto ya contenido en el programa político? Pero ¿es que acaso lo hay? El votante de IU debería saber si su voto va a servir para hacer oposición o si va a convertirse, como ha ocurrido en Andalucía, en un voto vergonzante e indirecto al PSOE. ¿Qué ofrece IU a la ciudadanía con respecto a la Unión Europea? ¿Y con respecto al euro? Diversos dirigentes de IU han reclamado para su formación el título de “la Syriza española”, pero con una importante diferencia, pues si la organización izquierdista griega tiene al respecto una opinión que puede gustar o no, pero que es bien conocida, IU se declara alegremente partidaria de “estimular el debate”, cosa ésta que puede encajar muy bien en una tertulia televisiva o incluso en una comunidad de vecinos, pero no en un partido político. Y es que IU, escaldada al parecer de la política, ha devenido últimamente en una especie de ambiguo y confuso movimiento social, olvidando que no son estos movimientos los llamados a ocupar el poder.

Más coherente, en principio, es la reciente propuesta de un llamado Frente Cívico, liderado por Julio Anguita, que ya empezó a gestarse el año pasado, que se dio a conocer en una conferencia de prensa en abril y que anuncia su asamblea constituyente para primeros de julio. Aquí sí se trata abiertamente de un movimiento ciudadano que según su programa está llamado a constituirse en contrapoder y a ejercer la soberanía nacional, pero no con el voto, sino mediante una desobediencia civil que lleve entre otras cosas a suspender el pago de la deuda ilegítima, es decir, la contraída aventureramente por los bancos, tras la necesaria auditoría. El proyecto es novedoso y se atiene a una situación que Anguita califica con suficientes motivos de excepcional. Sin embargo, en su calidad de movimiento, y no de partido, que quiere ser abarcador y que en consecuencia excluye en su programa toda alusión de tipo ideológico, no aclara de momento su opinión acerca de la forma que debería revestir ese contrapoder, ni tampoco el modo en que debería constituirse (si tal cosa figura entre sus objetivos) en poder político, el cual, no hay que olvidarlo, se ejerce en las instituciones.

El abandono por parte del PSOE de la función que le correspondía en virtud de los pactos de la transición nos ha deparado un descrédito de lo político del que no parece sacar provecho IU, al contrario de lo que sucede con el paralelo aumento de simpatías que concita una formación tan sospechosa como UPyD, lo que viene a confirmar que junto al movimiento de los indignados (y a veces mezclado con él) existe un inmovilismo de ciudadanos descarriados que se nutre de ex votantes socialistas, los cuales en un futuro cercano, y si un ejercicio de responsabilidad colectiva no lo impide, podrían dejarse seducir por opciones aún más inquietantes. El llamado Frente Cívico que acaba de ponerse en marcha parece a día de hoy la plasmación más fiel y organizada en la esfera de lo público del estado de cosas en la calle, y es de esperar que vaya dando respuestas a las diversas incertidumbres de la ciudadanía, condición necesaria para que el mismo consiga aglutinar y hacer efectivo, de manera positiva, el generalizado descontento popular. Su camino no va a ser fácil, y ya de entrada cabe esperar que contra sus actos y sus líderes se lance una violenta campaña periodística. Los descontentos que ahora andan confusos y desperdigados, incluso los que se declaran “un poco” anarquistas, los que lo tienen todo claro y los que quisieran tenerlo, podrían encontrar en este frente un espacio en el que les sea posible dar un paso más allá de la solitaria indignación. Ahí puede entreverse una propuesta con liderazgo y con lo que por ahora es el borrador de un proyecto de soberanía nacional. Que no es poco.

martes, 7 de mayo de 2013

LECTURA POSIBLE / 99


PAVEL DAN: HISTORIAS DE TRANSILVANIA

En pocos lugares la literatura ha sufrido tan íntimamente la suerte del territorio al que pertenece como en el Este de Europa. Que allí el territorio tenga un carácter voluble, inconstante y hasta viajero es algo de lo que, en el cine, dejó constancia Emir Kusturica en la última secuencia de su impresionante Underground, cuando literalmente el terreno serbio se aísla para convertirse en un nuevo país de promisión, país habitado por la turbamulta de siempre pero ahora enviada, por el arte de los efectos especiales, a un tan incierto como interminable futuro. Ardeal (o Erdély, en húngaro) es uno de esos territorios que históricamente ha sido difícil localizar en el mapa, aficionado como ha sido hasta hace poco a la práctica de un incesante transformismo nacional, una región, podría decirse, elástica, de fronteras caprichosas y movedizas, como esas placas tectónicas cuyo movimiento continuo no percibimos hasta que se estrellan con el vecino, o como la balsa de piedra, más próxima a nosotros, que imaginó Saramago y que va a la deriva por la tierra y por la Historia. Ese es el lugar que llamamos Transilvania, en el que lo único constante, desde tiempos de los que no hay memoria, es la pobreza.

Habitada desde la misma época inmemorial por una mayoría de rumanos, Transilvania no fue rumana hasta 1918, hace de esto, pues, menos de un siglo; y todavía una parte de ella, el norte, se fue de viaje en 1940 para hacerse húngara, aunque esta vez se trató de una breve excursión que concluyó tras el fin de la guerra. Hoy casi nos sorprende la inmovilidad de Transilvania, en la que conviven como siempre los rumanos con una minoría de húngaros, pero no es posible contemplar sin inquietud esa parte del mapa, a la espera de que el territorio decida volver a ejercitarse en sus viejas costumbres y emprenda un nuevo y arriesgado viaje.

La mayor parte de la literatura transilvana que es conocida entre nosotros se escribió en húngaro, de lo que es testimonio la obra de Miklós Bánffy, a la que nos referíamos aquí no hace mucho. Existe sin embargo una literatura transilvana escrita en rumano a la que contribuyeron grandes autores como Ioan Slavici, Ion Agârbiceanu y Liviu Rebreanu, una de cuyas novelas, El bosque de los ahorcados, fue traducida en 1967 a partir de una edición francesa por María Teresa León y Rafael Alberti. A los autores citados, que escribieron sus obras en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, hay que añadir el nombre de Pavel Dan.

La multisecular y complicada convivencia en la región de rumanos, húngaros, sajones y gitanos; y la pobreza ya aludida, son dos de los temas principales de la literatura transilvana, los cuales son inseparables de un tercero: la servidumbre. Pues los rumanos fueron durante siglos siervos de sus señores húngaros, quienes se ocuparon de mantener a la población en un estado feudal hasta bien entrado el siglo XIX. De todo ello tratan los cinco relatos que componen estos Cuentos transilvanos de Pavel Dan que ha publicado la editorial valenciana El Nadir.

Pavel Dan nació en 1907 en la provincia de Cluj. Fue colaborador de diversas revistas literarias y autor de relatos, uno de los cuales, Los siervos, fue traducido al francés por Eugene Ionesco. Su maltrecha salud (murió de cáncer con sólo treinta años) no le permitió escribir mucho más, y el resto de su obra consiste en un Diario que recopila diversos textos que tras haber estado perdidos se encontraron en 1966 en un desván. De estos cinco relatos, cuatro se publicaron póstumamente en un volumen titulado Urcan el viejo.

Chéjov escribió que “en la capital la gente sigue interesándose sólo por el lado lírico de la provincia, por decirlo de algún modo, por el paisaje, pero le juro a usted, amigo mío, que no hay lirismo por ninguna parte, sólo bestialidad, vileza, abominación”. Los cuentos de Dan nos hablan de la mísera vida rural, de las mezquindades y los conflictos familiares creados en torno a un pedazo de terruño, de las costumbres y de las supersticiones de los campesinos transilvanos. A estos, que giran alrededor de la figura patriarcal del viejo Urcan, se añade el ya mencionado Los siervos, narración escalofriante de la revuelta campesina que se vivió en Transilvania en 1784.

Las historias de Dan ilustran una forma de vida que nos es familiar por obras seminales como Los Malavoglia de Giovanni Verga o por nuestro Valle-Inclán. De aquél posee la habilidad del etnógrafo que nos ofrece el compendio de los códigos culturales de un pueblo; de éste, la desmesura y la magia del esperpento. El primer relato, Volar del nido, es la evocación del padre muerto hecha por su hijo, un profesor. El segundo, Urcan el viejo, nos introduce en la familia que va a protagonizar la mayor parte del libro y por la que vamos a conocer en profundidad las creencias, las desdichas, los anhelos y el habla de los campesinos transilvanos, un habla puesto aquí en boca de Ludovica, la terrible nuera de Urcan. Pues sucede que éste, en su vejez, pretende poner sus más bien estériles tierras a nombre de su nieto, lo que desata las iras de Ludovica y de Simión, su esposo. En la resolución del conflicto tendrá parte principal la importante figura del notario (un húngaro), que junto al pope constituye la mayor autoridad de la aldea, y que viene a ser algo así como la única representación en la misma de la Ley. La vecindad, el abigarrado grupo que cotillea y espía a la familia protagonista es una presencia permanente que, a su manera, comenta las trifulcas de la nuera y la suegra de los Urcan: “Estas dos se pelean, pero no porque les falte algo, sino porque tienen de sobra”. Sucede que la de los míseros Urcan es la familia más adinerada del lugar, de lo que ésta tendrá que alardear en el relato siguiente, El entierro de Urcan el viejo. Aquí se hace una precisa descripción de los complejos rituales funerarios que hasta no hace mucho han sido costumbre en la meseta transilvana, en los que el aguardiente corría en abundancia y podía llegar a ser motivo de querella entre el pueblo y el abstemio pope, empeñado inútilmente en cristianizar a unos aldeanos obsesionados con el mal de ojo y con otras mil supersticiones que, junto a las labores del campo, marcaban el ritmo de su vida diaria. A ésta, las desavenencias nunca del todo resueltas de los Urcan le otorgan un aire de permanente dislate y de desbocada alucinación tragicómica.

Pero quizá sean los dos últimos relatos del volumen los más logrados que nos legó su autor. El primero, Niño cambiado, es una fábula en la que Dan acierta a combinar magistralmente lo costumbrista con lo fantástico, ofreciéndonos una narración que en no pocos aspectos entronca con los lúgubres relatos de la fantasía popular. Cuenta la historia de un pescador furtivo obligado a hacer un recorrido nocturno por un bosque. En el trayecto, el personaje irá perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad y sumiéndose en un desbordante universo plagado de supersticiones y terrores ancestrales. Un universo en el que es envuelto progresivamente el lector, quien finalmente quedará en la incertidumbre de si lo narrado pertenece a la esfera de lo real o de lo onírico. El último relato, que por su temática se aleja de los anteriores, resulta ser en cambio la lógica culminación de las miserias y los miedos de los que nos han dado buena cuenta los Urcan. En Los siervos se narra sin pudor una histórica rebelión campesina en la que es asediado y finalmente destruido el odiado palacio de los señores húngaros, junto a sus habitantes, narración que el autor nos desvela desde un doble punto de vista, el de los siervos sublevados y el de los amos.

Estos relatos nos revelan a un autor que pese a su juventud se hallaba ya en posesión de un amplio registro y de una no menor desenvoltura en el dominio de su oficio, razón de más para lamentar su temprana muerte, causa principal del injusto desconocimiento en que cayó su obra. Y de nuevo hay que agradecer a una editorial modesta la recuperación de este autor para ese territorio, movedizo como su patria, que es la literatura.

viernes, 3 de mayo de 2013

DISPARATES / 69

“Nuestros líderes nos llevan al abismo porque ya no se rigen por el interés colectivo”, escribe Elisabeth Cudeville. Al igual que muchos economistas, la autora del siguiente artículo aconseja a los líderes europeos cerrar el “paréntesis liberal” y dejar de aferrarse al “mito” de la eficacia de los mercados libres para regular la economía, el equilibrio fiscal y la inflación.

¿QUIÉN QUIERE (DE VERDAD) SALVAR A EUROPA?

Elisabeth Cudeville

Europa y los países de la OCDE atraviesan una de las peores crisis que han conocido, si no la más grave desde la revolución industrial. Si los efectos de la crisis actual parecen menos urgentes que los causados por la Gran Depresión, asociada en el imaginario colectivo a un sinfín de colas de pobres infelices y hambrientos en la puerta de los comedores populares, el choque de hoy no es menos brutal. Desempleo, precariedad, exclusión social, vidas destrozadas, siempre es la crisis. Sin embargo, desde los años ‘30 y la Segunda Guerra Mundial, algunos visionarios idealistas y pragmáticos han conseguido desarrollar la idea de que un mundo más justo no sólo podría ser mejor, sino también más eficiente. Sobre esta base, los sistemas de protección social y de redistribución se han aplicado en todos los países de la OCDE, especialmente en Europa.

A pesar de los ataques sistemáticos que han sufrido en las últimas tres décadas, estos sistemas han desempeñado eficazmente su función, incluida la protección de las poblaciones más vulnerables frente a los desastrosos efectos de la actividad económica. Este simple hecho debería llevarnos a reflexionar sobre las consecuencias del abandono progresivo de los sistemas que los hombres han construido en un momento de lucidez propiciado por la miseria y la barbarie. El libre mercado no garantiza el buen funcionamiento de la economía. La búsqueda de intereses individuales no garantiza la realización del bien común, al contrario de lo que los economistas de 1920-1930 querían creer.

Desde entonces, la economía como disciplina científica ha avanzado considerablemente y ya no hay ninguna razón para creer en las virtudes del libre mercado. Pero los mitos permanecen, las fábulas simplistas arraigan en las mentes con facilidad, y siguen desempeñando un papel en el complejo juego de la búsqueda de intereses pequeños y grandes de cada uno en beneficio de la propia supervivencia, aunque la ciencia que contribuyó a crear dichos mitos haya dejado de creer en ellos.

La revolución liberal que alcanzó su punto álgido en la década de 1980, con la llegada al poder de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, no ha fracasado desde el punto de vista teórico. Los argumentos seductores que momentáneamente fascinaron a  los economistas, y el elegante y sofisticado aparato matemático en el que se basaban, han mostrado rápidamente sus límites, sin embargo, en su confrontación con los hechos. Los monetaristas y los neoclásicos, cuyo programa de investigación consistía explícitamente en rehabilitar la visión clásica de Adam Smith sobre el funcionamiento de la economía en su versión más simplista, empeñados en desacreditar la acción pública y las políticas macroeconómicas coyunturales, han fracasado, para bien o para mal, pese a haber dejado una profunda huella en la teoría económica contemporánea.

Sin embargo, el fin del interludio liberal no parece estar cerca en la práctica. Nuestros políticos, como la mayoría de los comentaristas económicos, siguen pensando en un marco teórico donde la eficiencia del mercado es la regla y no la excepción y constituye la piedra angular del dogma liberal, sobre la que se erigen los principios de la virtud: inflación nula y un presupuesto equilibrado, todo ello sin una base teórica sólida. Al cumplir con estos principios tan ciegos como estúpidos, los gobiernos europeos se ven privados de cualquier margen de maniobra para influir en la actividad económica.

Si todos los economistas serios coinciden en que es peligroso para una economía dejar crecer sus déficits, y que la acumulación de una deuda irracional a la vista de las perspectivas de crecimiento futuro es insostenible; si se argumenta que el estímulo presupuestario no es la panacea, ni una solución, todos sabemos en cambio que aplicar una política presupuestaria de austeridad en pleno corazón de una recesión sin precedentes, no puede sino agravar peligrosamente la recesión.

Así, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, ya indicó en mayo de 2010: “Europa va en la dirección equivocada [...], quiere un plan de austeridad coordinada. Si continúa en ese camino, está cortejando el desastre. Sabemos, desde la Gran Depresión de la década de 1930, que no es eso lo que se debe hacer”.

Olivier Blanchard, director del departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional, dijo el 24 de enero de 2012, tras el anuncio de que el FMI revisó a la baja sus previsiones de crecimiento para la zona euro: “Tenemos que seguir esforzándonos para equilibrar los presupuestos, pero a un ritmo adecuado. La reducción de la deuda es un maratón, no un sprint. Una acción muy rápida va a matar el crecimiento y la recuperación económica”.

En Francia, Thomas Piketty, ganador este año del prestigioso premio Yrjö Jahnsson al mejor economista de menos de 45 años, declaró en septiembre de 2012: “Nos encontramos abocados a la austeridad presupuestaria, supuestamente para recuperar nuestra credibilidad, mientras que todo el mundo sabe que esta política conducirá a una mayor recesión y a un incremento de la deuda”. 

Paul Krugman, premio Nobel de Economía en 2008, dijo en septiembre del año pasado: “Mi propuesta en contra de las políticas de austeridad se fundamenta en que los países aún tienen elección. Ni España ni Grecia pueden liberarse de las exigencias alemanas y tomar el riesgo de cortar el suministro. Pero desde mi punto de vista, Francia no está en una situación financiera crítica y no necesita en absoluto una política de austeridad”.

Maurice Obstfeld, profesor especializado en economía internacional en la Universidad de Berkeley, escribió en enero de 2013: “Políticas excesivamente ambiciosas para reducir el déficit y la deuda nacional no deben aplicarse en tiempos de recesión, especialmente en recesiones como la actual, que afecta a todos los países al mismo tiempo”.

Charles Wyplosz, economista francés, profesor en el Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo (Ginebra), especialista reconocido internacionalmente en crisis monetarias, escribe el 29 de marzo de 2013: “Sabemos que un país con una deuda muy elevada no puede volver a un cierto nivel de bienestar sino muy, muy lentamente, a lo largo de varias décadas. No hay prisa. Entonces, obligar al país a entrar en recesión y propiciar un aumento del desempleo no tiene sentido desde el punto de vista económico”.

Pero entonces, ¿hasta dónde somos responsables de la recesión y cuáles son sus beneficios? ¿Por qué nuestros gobiernos no escuchan a los economistas y por qué nadie se mueve?

A fuerza de anunciar reactivaciones que no se producen, de prever tasas de crecimiento que no se materializan, de dejar que el discurso neoliberal más pedestre se acredite en los medios de negocios, en el mundo de los expertos y en el mundo tecnocrático, mientras que al mismo tiempo los pueblos sólo contemplan una realidad social que se endurece, ¿cómo los economistas van a ser escuchados por la opinión pública? ¿Cómo asombrarse de que nadie se inquiete por las advertencias del FMI, esta institución que no deja de defender y de imponer, como ya lo hizo en la inmensa mayoría de los países en vías de desarrollo (con el escaso éxito que es bien conocido), después de cerca de cuarenta años y de manera inflexible, las mismas políticas de austeridad? Y sin embargo matar al doctor, aunque sea mediocre, no curará al paciente.

Si la ruptura entre los pueblos europeos y sus élites aumenta (véase el Eurobarómetro) es porque las personas se han dado cuenta de que la política que actualmente se practica en Europa no hace sino profundizar la crisis, pues únicamente sirve a los intereses de los bancos y de la industria. Hoy el interés de la banca, mientras sabe que en último extremo volverá a ser salvada por los gobiernos, es exigir tipos de interés siempre más elevados a medida que los países se hunden en la crisis. Por su parte, el interés de las empresas es ver desarrollarse el paro en masa e invocar la recesión y la competitividad para acabar de desmantelar los sistemas de regulación, de protección y de redistribución con el fin de aumentar sus beneficios, siempre en perjuicio de los salarios. Así pues, vemos cómo los intereses a corto plazo son incompatibles con los intereses a largo plazo.

Racionales, estos actores interpretan un drama que ellos mismos dirigen. De este modo, tengan conciencia o no, socavan las fuentes de crecimiento futuro y agotan toda la sociedad. La situación actual no es más que un ejemplo del fracaso de la mano invisible del mercado.

¿Cómo explicar la ceguera de nuestros dirigentes? El mercado, como sabemos, no redistribuye, sino que conserva el status quo y tiende a reforzar la posición dominante. Por ello no es sorprendente que la liberalización de las economías, que se inició a mediados de la década de 1970, se haya visto acompañada por una tendencia hacia el aumento de la desigualdad dentro de los países. En una economía de mercado, hay fuerzas poderosas detrás de la perpetuación y el fortalecimiento de las desigualdades que pueden mantener o iniciar una dinámica perversa, como explica muy bien el economista François Bourguignon en su último libro, La globalización de la Desigualdad (2012).

El movimiento de liberalización ha ido tan lejos hoy en día, especialmente en el ámbito financiero, que las rentas se han convertido en enormes, y los incentivos para asegurar dichas rentas y ejercer presión sobre los gobiernos para avanzar en la dirección de la desregulación y la menor redistribución aumentaron considerablemente.

Los economistas tienen buenas razones para preocuparse por la evolución de la desigualdad. La redistribución del ingreso mediante la imposición de un límite de la desigualdad desempeña un papel importante en la perpetuación de la cohesión social, refuerza así la eficiencia económica y beneficia a todos. Este es el motivo por el que Thomas Piketty es tan insistente, y con razón, en materia de fiscalidad. Por tanto, una sociedad rica en la que la mayor parte de la riqueza se concentra en manos de unos pocos individuos, es económica y socialmente insostenible. Si hay un límite que no puede excederse es el de la inestabilidad social y política.

La vieja idea liberal de que el enriquecimiento de unos pocos podrá eventualmente beneficiar a todos se basa en presupuestos que no son válidos ni teórica ni empíricamente. ¿Cómo podemos imaginar que una sociedad, incluso una rica, puede sobrevivir de manera sostenible y pacífica con una tasa de desempleo juvenil superior al 50% y una tasa media de desempleo de casi el 30%, como se ve actualmente en España y Grecia? No tenemos ningún ejemplo histórico que nos permita creer algo así.

Tejiendo relaciones, a través de diferentes prácticas de lobbyng, abiertas o disfrazadas, que garantizan a las élites ventajas sustanciales y facilitan sus negocios, las fuerzas industriales y financieras y los rentistas del mundo entero orientan cada vez más claramente las decisiones políticas en un sentido que es favorable para ellos y se apropian así de una parte cada vez más grande de la riqueza creada, forzando a cada vez más individuos a la miseria.

Los pueblos europeos fundamentalmente entienden que sus élites se esfuerzan en negar toda alternativa tachándola de populismo. Pero el “populismo” tiene un futuro prometedor. Para crecer, necesita un suelo fértil que nuestros gobiernos están abonando a paladas en toda Europa. Nuestros líderes nos llevan al abismo porque ya no se guían por el interés público. Como todas las instituciones y organizaciones, un gobierno está confrontado al problema de poner coherencia en los intereses individuales de los miembros que lo constituyen, así como en la realización de sus fines.

La comunidad científica, intelectual, como los demás, también se enfrenta a este problema. Cuando la superposición entre la comunidad científica, los políticos y la comunidad empresarial se extiende aumenta el riesgo de explotación y de deriva. Cuando un economista académico trabaja en paralelo para un banco, es poco probable que se anime a centrarse en los posibles excesos del sistema bancario y financiero. Del mismo modo, cuando un ministro del presupuesto defrauda al fisco, es poco probable que sea el más apto para luchar contra la evasión fiscal.

La tendencia general de la desregulación ha abierto grietas en el dique y la inundación puede llevarnos a todos. Necesitamos, ahora más que nunca, visionarios idealistas o pragmáticos que cierren las grietas. Angela Merkel y François Hollande no son, por el momento, ni lo uno ni lo otro, y es de temer que continúen en el error, ya que el equilibrio de nuestras economías y nuestras sociedades todavía no se ha visto seriamente socavado. Pero pronto será demasiado tarde para revertir el proceso. No pueden culpar a los economistas por estar mal aconsejados. El economista informa, la política es cosa del gobierno.

_____________

Elisabeth Cudeville, profesora de economía en la Universidad de París 1, miembro del Centro de Economía de la Sorbona y de la Escuela de Economía de la Sorbona y París.

Fuente: Mediapart