viernes, 3 de mayo de 2013

DISPARATES / 69

“Nuestros líderes nos llevan al abismo porque ya no se rigen por el interés colectivo”, escribe Elisabeth Cudeville. Al igual que muchos economistas, la autora del siguiente artículo aconseja a los líderes europeos cerrar el “paréntesis liberal” y dejar de aferrarse al “mito” de la eficacia de los mercados libres para regular la economía, el equilibrio fiscal y la inflación.

¿QUIÉN QUIERE (DE VERDAD) SALVAR A EUROPA?

Elisabeth Cudeville

Europa y los países de la OCDE atraviesan una de las peores crisis que han conocido, si no la más grave desde la revolución industrial. Si los efectos de la crisis actual parecen menos urgentes que los causados por la Gran Depresión, asociada en el imaginario colectivo a un sinfín de colas de pobres infelices y hambrientos en la puerta de los comedores populares, el choque de hoy no es menos brutal. Desempleo, precariedad, exclusión social, vidas destrozadas, siempre es la crisis. Sin embargo, desde los años ‘30 y la Segunda Guerra Mundial, algunos visionarios idealistas y pragmáticos han conseguido desarrollar la idea de que un mundo más justo no sólo podría ser mejor, sino también más eficiente. Sobre esta base, los sistemas de protección social y de redistribución se han aplicado en todos los países de la OCDE, especialmente en Europa.

A pesar de los ataques sistemáticos que han sufrido en las últimas tres décadas, estos sistemas han desempeñado eficazmente su función, incluida la protección de las poblaciones más vulnerables frente a los desastrosos efectos de la actividad económica. Este simple hecho debería llevarnos a reflexionar sobre las consecuencias del abandono progresivo de los sistemas que los hombres han construido en un momento de lucidez propiciado por la miseria y la barbarie. El libre mercado no garantiza el buen funcionamiento de la economía. La búsqueda de intereses individuales no garantiza la realización del bien común, al contrario de lo que los economistas de 1920-1930 querían creer.

Desde entonces, la economía como disciplina científica ha avanzado considerablemente y ya no hay ninguna razón para creer en las virtudes del libre mercado. Pero los mitos permanecen, las fábulas simplistas arraigan en las mentes con facilidad, y siguen desempeñando un papel en el complejo juego de la búsqueda de intereses pequeños y grandes de cada uno en beneficio de la propia supervivencia, aunque la ciencia que contribuyó a crear dichos mitos haya dejado de creer en ellos.

La revolución liberal que alcanzó su punto álgido en la década de 1980, con la llegada al poder de Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, no ha fracasado desde el punto de vista teórico. Los argumentos seductores que momentáneamente fascinaron a  los economistas, y el elegante y sofisticado aparato matemático en el que se basaban, han mostrado rápidamente sus límites, sin embargo, en su confrontación con los hechos. Los monetaristas y los neoclásicos, cuyo programa de investigación consistía explícitamente en rehabilitar la visión clásica de Adam Smith sobre el funcionamiento de la economía en su versión más simplista, empeñados en desacreditar la acción pública y las políticas macroeconómicas coyunturales, han fracasado, para bien o para mal, pese a haber dejado una profunda huella en la teoría económica contemporánea.

Sin embargo, el fin del interludio liberal no parece estar cerca en la práctica. Nuestros políticos, como la mayoría de los comentaristas económicos, siguen pensando en un marco teórico donde la eficiencia del mercado es la regla y no la excepción y constituye la piedra angular del dogma liberal, sobre la que se erigen los principios de la virtud: inflación nula y un presupuesto equilibrado, todo ello sin una base teórica sólida. Al cumplir con estos principios tan ciegos como estúpidos, los gobiernos europeos se ven privados de cualquier margen de maniobra para influir en la actividad económica.

Si todos los economistas serios coinciden en que es peligroso para una economía dejar crecer sus déficits, y que la acumulación de una deuda irracional a la vista de las perspectivas de crecimiento futuro es insostenible; si se argumenta que el estímulo presupuestario no es la panacea, ni una solución, todos sabemos en cambio que aplicar una política presupuestaria de austeridad en pleno corazón de una recesión sin precedentes, no puede sino agravar peligrosamente la recesión.

Así, Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001, ya indicó en mayo de 2010: “Europa va en la dirección equivocada [...], quiere un plan de austeridad coordinada. Si continúa en ese camino, está cortejando el desastre. Sabemos, desde la Gran Depresión de la década de 1930, que no es eso lo que se debe hacer”.

Olivier Blanchard, director del departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional, dijo el 24 de enero de 2012, tras el anuncio de que el FMI revisó a la baja sus previsiones de crecimiento para la zona euro: “Tenemos que seguir esforzándonos para equilibrar los presupuestos, pero a un ritmo adecuado. La reducción de la deuda es un maratón, no un sprint. Una acción muy rápida va a matar el crecimiento y la recuperación económica”.

En Francia, Thomas Piketty, ganador este año del prestigioso premio Yrjö Jahnsson al mejor economista de menos de 45 años, declaró en septiembre de 2012: “Nos encontramos abocados a la austeridad presupuestaria, supuestamente para recuperar nuestra credibilidad, mientras que todo el mundo sabe que esta política conducirá a una mayor recesión y a un incremento de la deuda”. 

Paul Krugman, premio Nobel de Economía en 2008, dijo en septiembre del año pasado: “Mi propuesta en contra de las políticas de austeridad se fundamenta en que los países aún tienen elección. Ni España ni Grecia pueden liberarse de las exigencias alemanas y tomar el riesgo de cortar el suministro. Pero desde mi punto de vista, Francia no está en una situación financiera crítica y no necesita en absoluto una política de austeridad”.

Maurice Obstfeld, profesor especializado en economía internacional en la Universidad de Berkeley, escribió en enero de 2013: “Políticas excesivamente ambiciosas para reducir el déficit y la deuda nacional no deben aplicarse en tiempos de recesión, especialmente en recesiones como la actual, que afecta a todos los países al mismo tiempo”.

Charles Wyplosz, economista francés, profesor en el Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo (Ginebra), especialista reconocido internacionalmente en crisis monetarias, escribe el 29 de marzo de 2013: “Sabemos que un país con una deuda muy elevada no puede volver a un cierto nivel de bienestar sino muy, muy lentamente, a lo largo de varias décadas. No hay prisa. Entonces, obligar al país a entrar en recesión y propiciar un aumento del desempleo no tiene sentido desde el punto de vista económico”.

Pero entonces, ¿hasta dónde somos responsables de la recesión y cuáles son sus beneficios? ¿Por qué nuestros gobiernos no escuchan a los economistas y por qué nadie se mueve?

A fuerza de anunciar reactivaciones que no se producen, de prever tasas de crecimiento que no se materializan, de dejar que el discurso neoliberal más pedestre se acredite en los medios de negocios, en el mundo de los expertos y en el mundo tecnocrático, mientras que al mismo tiempo los pueblos sólo contemplan una realidad social que se endurece, ¿cómo los economistas van a ser escuchados por la opinión pública? ¿Cómo asombrarse de que nadie se inquiete por las advertencias del FMI, esta institución que no deja de defender y de imponer, como ya lo hizo en la inmensa mayoría de los países en vías de desarrollo (con el escaso éxito que es bien conocido), después de cerca de cuarenta años y de manera inflexible, las mismas políticas de austeridad? Y sin embargo matar al doctor, aunque sea mediocre, no curará al paciente.

Si la ruptura entre los pueblos europeos y sus élites aumenta (véase el Eurobarómetro) es porque las personas se han dado cuenta de que la política que actualmente se practica en Europa no hace sino profundizar la crisis, pues únicamente sirve a los intereses de los bancos y de la industria. Hoy el interés de la banca, mientras sabe que en último extremo volverá a ser salvada por los gobiernos, es exigir tipos de interés siempre más elevados a medida que los países se hunden en la crisis. Por su parte, el interés de las empresas es ver desarrollarse el paro en masa e invocar la recesión y la competitividad para acabar de desmantelar los sistemas de regulación, de protección y de redistribución con el fin de aumentar sus beneficios, siempre en perjuicio de los salarios. Así pues, vemos cómo los intereses a corto plazo son incompatibles con los intereses a largo plazo.

Racionales, estos actores interpretan un drama que ellos mismos dirigen. De este modo, tengan conciencia o no, socavan las fuentes de crecimiento futuro y agotan toda la sociedad. La situación actual no es más que un ejemplo del fracaso de la mano invisible del mercado.

¿Cómo explicar la ceguera de nuestros dirigentes? El mercado, como sabemos, no redistribuye, sino que conserva el status quo y tiende a reforzar la posición dominante. Por ello no es sorprendente que la liberalización de las economías, que se inició a mediados de la década de 1970, se haya visto acompañada por una tendencia hacia el aumento de la desigualdad dentro de los países. En una economía de mercado, hay fuerzas poderosas detrás de la perpetuación y el fortalecimiento de las desigualdades que pueden mantener o iniciar una dinámica perversa, como explica muy bien el economista François Bourguignon en su último libro, La globalización de la Desigualdad (2012).

El movimiento de liberalización ha ido tan lejos hoy en día, especialmente en el ámbito financiero, que las rentas se han convertido en enormes, y los incentivos para asegurar dichas rentas y ejercer presión sobre los gobiernos para avanzar en la dirección de la desregulación y la menor redistribución aumentaron considerablemente.

Los economistas tienen buenas razones para preocuparse por la evolución de la desigualdad. La redistribución del ingreso mediante la imposición de un límite de la desigualdad desempeña un papel importante en la perpetuación de la cohesión social, refuerza así la eficiencia económica y beneficia a todos. Este es el motivo por el que Thomas Piketty es tan insistente, y con razón, en materia de fiscalidad. Por tanto, una sociedad rica en la que la mayor parte de la riqueza se concentra en manos de unos pocos individuos, es económica y socialmente insostenible. Si hay un límite que no puede excederse es el de la inestabilidad social y política.

La vieja idea liberal de que el enriquecimiento de unos pocos podrá eventualmente beneficiar a todos se basa en presupuestos que no son válidos ni teórica ni empíricamente. ¿Cómo podemos imaginar que una sociedad, incluso una rica, puede sobrevivir de manera sostenible y pacífica con una tasa de desempleo juvenil superior al 50% y una tasa media de desempleo de casi el 30%, como se ve actualmente en España y Grecia? No tenemos ningún ejemplo histórico que nos permita creer algo así.

Tejiendo relaciones, a través de diferentes prácticas de lobbyng, abiertas o disfrazadas, que garantizan a las élites ventajas sustanciales y facilitan sus negocios, las fuerzas industriales y financieras y los rentistas del mundo entero orientan cada vez más claramente las decisiones políticas en un sentido que es favorable para ellos y se apropian así de una parte cada vez más grande de la riqueza creada, forzando a cada vez más individuos a la miseria.

Los pueblos europeos fundamentalmente entienden que sus élites se esfuerzan en negar toda alternativa tachándola de populismo. Pero el “populismo” tiene un futuro prometedor. Para crecer, necesita un suelo fértil que nuestros gobiernos están abonando a paladas en toda Europa. Nuestros líderes nos llevan al abismo porque ya no se guían por el interés público. Como todas las instituciones y organizaciones, un gobierno está confrontado al problema de poner coherencia en los intereses individuales de los miembros que lo constituyen, así como en la realización de sus fines.

La comunidad científica, intelectual, como los demás, también se enfrenta a este problema. Cuando la superposición entre la comunidad científica, los políticos y la comunidad empresarial se extiende aumenta el riesgo de explotación y de deriva. Cuando un economista académico trabaja en paralelo para un banco, es poco probable que se anime a centrarse en los posibles excesos del sistema bancario y financiero. Del mismo modo, cuando un ministro del presupuesto defrauda al fisco, es poco probable que sea el más apto para luchar contra la evasión fiscal.

La tendencia general de la desregulación ha abierto grietas en el dique y la inundación puede llevarnos a todos. Necesitamos, ahora más que nunca, visionarios idealistas o pragmáticos que cierren las grietas. Angela Merkel y François Hollande no son, por el momento, ni lo uno ni lo otro, y es de temer que continúen en el error, ya que el equilibrio de nuestras economías y nuestras sociedades todavía no se ha visto seriamente socavado. Pero pronto será demasiado tarde para revertir el proceso. No pueden culpar a los economistas por estar mal aconsejados. El economista informa, la política es cosa del gobierno.

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Elisabeth Cudeville, profesora de economía en la Universidad de París 1, miembro del Centro de Economía de la Sorbona y de la Escuela de Economía de la Sorbona y París.

Fuente: Mediapart

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