jueves, 9 de mayo de 2013

DISPARATES / 70


CAMBIO, IZQUIERDA Y SOBERANÍA

¿Qué tiene que pasar para que algo cambie? Muchos creen que el cambio político llegará inevitablemente y de manera natural, como la caída de los nísperos. En un intento de superar esta creencia aparecieron el movimiento llamado 15-M y sus actuales secuelas, cada vez, dicho sea de paso, más debilitadas, en parte por efecto de la resignación, en parte por miedo. De aquel movimiento tan necesario como espontáneo se cumplen ahora dos años, y sin embargo parece que ocurrió hace décadas, tantas y tan graves son las cosas que han ocurrido en este tiempo.

Existen diversos malentendidos acerca de aquel movimiento, que en contra de lo que algunos esperaban ha quedado rápidamente neutralizado en la esfera de lo político. Ante todo, y sin entrar aquí a analizar la más que obvia heterogeneidad del mismo, cabe afirmar que el 15-M fue en gran parte una reacción de rebeldía y frustración frente a los primeros (y tímidos, comparados con lo que vendría después) recortes del gobierno del PSOE. Sólo en segundo lugar vino a convertirse en la constatación de que un pacto no escrito entre el mundo de la política y la ciudadanía se había roto. Sus alcances, en la práctica, no eran mucho mayores, y fue, en consecuencia, un movimiento defensivo, descabezado, y excesivamente variopinto como para dar lugar a una alternativa política. El gobierno de entonces, presionado por una parte para que acelerase la adopción de medidas de austeridad, y por otra por las protestas en la calle, pudo haber optado por una dimisión fulminante, pero en lugar de eso (cumpliendo con la tradición española de no dimitir bajo ningún concepto), prefirió una forma de dimisión lenta por el procedimiento de anticipar las elecciones. Así suele suceder en el bipartidismo, cuando un gobierno sale por la puerta de atrás con dignidad (eso cree él), evitando un descalabro mayor y conduciéndose como el deportista que habiendo sido titular pasa a ser suplente, a la espera de una mejor ocasión que sin duda llegará cuando el nuevo titular se canse, o, lo que es más probable, cuando canse a la gente. Lo sustancial en este caso es que el gobierno que tomaba tales medidas era del PSOE, del que se esperaba que adoptase otras muy diferentes. Era, pues, el propio electorado del PSOE el que, con razón, se sentía indignado con un gobierno que, si bien (y como los anteriores desde que existe la democracia) no suscitaba ningún entusiasmo, hasta entonces se consideró al menos tolerable. El segundo gran equívoco de aquel movimiento se desprende de su propia naturaleza y de su incapacidad (que se advirtió pronto) para convertirse en alternativa política.

Quizá no esté de más recordar que la historia no muestra ejemplos (salvo acaso la Comuna de París de 1871) en que sea la calle la que gobierna. Es bien sabido que la acción de gobernar se ejerce desde los ministerios, los gobiernos regionales, ayuntamientos y demás instituciones del Estado. En un sistema democrático en el que los electores eligen a sus representantes, la toma del poder político corresponde a los partidos, a sus candidatos y al pueblo, constituido por medio de las elecciones en soberanía popular. Es decir, si la indignación social quiere convertirse en poder político debe elegir representantes comprometidos con su causa; y si estos no existen, crearlos.

Así lo han entendido en diversos países europeos, en especial desde que el gobierno de coalición formado en Alemania certificó la anulación, en la práctica, de toda política socialdemócrata. Anulación que se ha aplicado automáticamente a toda Europa y de la que a estas alturas no sabemos si es provisional o definitiva, si bien es seguro que el horizonte no deja vislumbrar en un tiempo razonable la posibilidad de que a los partidos que practicaron (en mayor o menor grado) esta política se les permita volver a hacerlo, cosa que constituye un duro golpe, sobre todo en aquellos países (especialmente Alemania) en los que la misma desempeñó un papel predominante en su historia nacional. Esta socialdemocracia no fue liquidada de golpe y sin previo aviso, y de hecho lo que hoy llamamos “crisis” no es su causa, sino su consecuencia. De ahí que Alemania y Francia se hayan apresurado a crear nuevos partidos de izquierda llamados a ocupar el lugar abandonado por los partidos tradicionales, el SPD y el PSF.

Oskar Lafontaine fue dirigente del SPD y ministro de economía en el primer gobierno de Gerhard Schröder. La deriva neoliberal del gobierno le forzó a dimitir, y más tarde a fundar Die Linke, coalición de izquierdas destinada a enfrentar la austeridad y a defender los derechos sociales. El caso de Jean-Luc Mélenchon es similar, pues tras haber sido ministro en el primer gobierno de Lionel Jospin, también él abandonó el PSF para fundar el Partie de Gauche. Los suyos son proyectos nacionales, ajustados a las circunstancias y necesidades de sus países, y concebidos para escapar del laberinto neoliberal. Es verdad que estos nuevos partidos no tienen suficiente apoyo como para gobernar en solitario, pero es que en Alemania y Francia entran en juego otros factores diferentes, derivados del hecho de que allí no existe el bipartidismo y en general son necesarias coaliciones para formar gobierno. Además, como se ha visto en Alemania y Francia los políticos dimiten, no sólo por protagonizar casos de corrupción (igual que ocurre en Inglaterra y no digamos en Estados Unidos), sino también por estar en desacuerdo con las decisiones de su partido.

Podrá alegarse que tales casos no sirven de modelo a España, en primer lugar porque en nuestro partido socialdemócrata nadie ha conservado por medio de una dimisión a tiempo ni un mínimo de credibilidad. Y es cierto.  Nuestros dos partidos mayoritarios tienden a practicar internamente una disciplina de cuartel, y el espacio que queda para el desacuerdo es nulo. La dependencia que estos partidos tienen del poder económico y del mediático, y de una ley electoral hecha a su medida, es total, y fuera de ellos todo es terra incognita. Ello significa que para cualquiera de sus líderes dejar el partido equivale a autoexcluirse de la política profesional. Otros creerán que en España ya existe una izquierda alternativa, la cual muy bien puede encarnar políticamente el descontento popular. Ahora bien, ¿por qué no ocurre así?

Según las actuales encuestas de intención de voto, a Izquierda Unida se le atribuye sólo un ligero ascenso, que si bien podría ser decisivo en un sistema electoral como el alemán o el francés, donde sería imprescindible para formar gobierno, no lo es en el español; ni lo será si la ley no cambia. Por lo demás, da la impresión (y esto no es nuevo) de que IU tiene un límite electoral que aleja a esta formación de las condiciones aceptables, en términos de realismo, para influir en la política. Pero es que incluso en la hipótesis poco probable de que IU superase el 20% de los votos sus posibilidades de entrar en el gobierno serían escasas, como ha demostrado hace poco el caso de Syriza. Pues sucede que para situaciones extremas de necesidad, y con una fuerte presión internacional, el bipartidismo (también vigente en Grecia) se guarda en la manga el as de la coalición entre los dos grandes y supuestamente irreconciliables partidos tradicionales. Cosa que muy bien podríamos ver también aquí, y antes de lo que imaginamos, si el poder correspondiente (es decir, económico) lo considera necesario.

Ciertamente no se puede comparar la democracia española con la alemana o la francesa, y más bien, por motivos históricos, la nuestra es de una naturaleza más parecida a la griega y la portuguesa. No es por casualidad. España, Grecia y Portugal son los únicos países de la llamada zona euro que han sufrido dictaduras en el siglo XX, y los tres salieron de sus respectivos regímenes autoritarios mediante procesos de transición tutelados por Estados Unidos y las altas esferas de las finanzas y la industria. No obstante, hay entre nosotros profundas diferencias que pueden explicar la distinta reacción en cada uno de estos tres países a la actual crisis política. La izquierda y los pueblos de Grecia y Portugal pueden apelar orgullosamente, aunque sea sólo en el ámbito de lo simbólico y de la memoria colectiva, a importantes victorias históricas, contra el nacional-socialismo en el caso de Grecia; y contra la dictadura y la guerra colonial en el portugués. En la memoria de la izquierda española no hay victoria alguna, y de hecho la gran singularidad de la España del siglo XXI, que incluye su corrupción congénita, de la que ha hablado hace unos días en su portada el New York Times; los estrechos vínculos entre el Estado y la Iglesia (que son únicos en Europa); su total carencia de tradición organizativa entre los ciudadanos; la crónica debilidad de sus sindicatos; la incansable repetición de los mismos apellidos en los consejos de administración y hasta en los gobiernos, muchos de ellos miembros de una aristocracia dominante que hizo su fortuna en plena postguerra mediante el contrabando y el estraperlo; la miseria de su sociedad civil; la paciente espera de “lo que la autoridad mande”; todo ello y mucho más obedece al hecho, una y otra vez olvidado y siempre obstinadamente presente, de que el nuestro es el único país de Europa en el que el autoritarismo jamás fue derrotado. Este hecho, ingrato de recordar, sin duda, ha podido pasarse por alto en épocas de bonanza económica y de consumo desenfrenado, pero en tiempos como los que corren se nos vuelve a aparecer como los fantasmas familiares que, se dice, ocupan las casas viejas, cobrando una forma, ahora coloreada, que evoca sin embargo antiguas fotografías en blanco y negro.

Igualmente, las limitaciones de la izquierda española de hoy son también, en gran parte, herencia de nuestro oscuro pasado: cuarenta años de represión y de un exilio del que muchos nunca volvieron, así como la “guerra sucia” aplicada a la renacida izquierda en los años de la transición, una guerra sucia que incluyó el terrorismo de la extrema derecha y la concienzuda inoculación del narcotráfico en los barrios obreros, a lo que se ha referido recientemente Xosé Manuel Beiras en el Parlamento gallego. A lo que aún habría que añadir, ya en plena democracia, la guerra mediática declarada por los medios entonces afines al PSOE contra IU en nombre de una imaginaria “pinza”, operación periodística que constituyó ciertamente la primera campaña masiva de intoxicación de nuestra democracia, que ha servido (y sirve) de modelo a otras posteriores y cuyo éxito, pues las mentiras repetidas hasta la extenuación arraigan con facilidad en la conciencia colectiva, llega hasta el momento presente.

¿A quién sorprenderá que nuestra izquierda muestre en la actualidad esta apariencia disgregada, desideologizada, desarmada política, cultural y moralmente? Con tales antecedentes, no puede resultar extraño que nuestro país posea otro rasgo que, por la intensidad con que se presenta aquí, nos aleja del entorno europeo. Me refiero a esa forma apática y apolítica que adopta entre nosotros el desencanto hacia la cosa pública y que suele expresarse (incluso en sectores de la derecha) con declaraciones estereotipadas, supuestamente exclusivas de una postmoderna, selecta y culta progresía, al estilo de un melindroso “pero yo soy un poco anarquista”. No es posible ser “un poco” anarquista, de la misma forma que no se puede ser un poco del Real Madrid o un poco gay. Quien así se declara está afirmando implícitamente que desprecia a los líderes políticos (de hecho, cualquier clase de liderazgo político), a los partidos y en general a todas las formas que puede adoptar la política, lo que sirve para eludir personalmente el compromiso (para escurrir el bulto, como suele decirse) y en la práctica anula toda expectativa de conquistar el poder, que no es otra cosa que el dominio de lo político. Y por el camino estos falsos anarquistas demuestran su desconocimiento absoluto de la historia del anarquismo, que naturalmente tuvo sus líderes, su tenaz y muchas veces admirable compromiso con lo político y por supuesto su voluntad de conquistar el poder. ¿Deberían por las mismas razones los alemanes y franceses dar la espalda a un Lafontaine y a un Mélenchon, y a sus partidos, para así de paso garantizar la hegemonía neoliberal en los próximos cincuenta años?

Los estereotipos acerca del odioso liderazgo y del no menos odioso nacionalismo han causado daños difícilmente reparables, hasta el punto de que muchos son totalmente incapaces de reconocer a la izquierda allí donde ésta existe. De ello son buena prueba los denuestos que se oyen aquí y allá respecto a los diversos aunque convergentes procesos sociales que se viven hoy en Latinoamérica, y que si sirven de referencia en los nuevos proyectos transformadores de Alemania y Francia en cambio no causan sino el espanto de nuestra glamorosa progresía. Aquí el lector de El País y el del ABC se dan la mano, escandalizados por la torpe apariencia de los líderes latinoamericanos, la extravagancia de sus partidos y en especial su agresividad contra las empresas multinacionales, sobre todo las españolas. ¿Tan difícil es entender y aceptar que esa agresividad no es más que el modo de deshacerse de un ya rancio neocolonialismo, ante el que se precisa una política soberana capaz de poner los recursos naturales al servicio del pueblo? ¿Es que acaso esa política es posible sin un liderazgo y sin un nacionalismo, esos que los medios citados más arriba desacreditan interesadamente tachándolos de burdo populismo? Esa izquierda gobernante y con sus defectos, desprendida de la tutela del FMI, existe y debería servir aquí de inspiración, pues ha pasado por lo mismo por lo que pasamos ahora en Europa. Y en estos tiempos difíciles viene a ser la constatación empírica de la falsedad de aquella célebre máxima tatcheriana, hoy de nuevo tan en boga, según la cual “no hay alternativa”.

Lo anterior vuelve a poner en evidencia, por si hiciera falta, la urgente necesidad de unos rigurosos medios de comunicación que escapen a la doctrina única que nos imponen las grandes corporaciones mediáticas, todas ellas al servicio del interés de los grupos financieros. Pues sabemos que si las ideas conservadoras pueden imponerse por medio de la repetición, del cliché y del puro espectáculo, las que pertenecen al género de la crítica, la independencia y la reflexión exigen en cambio una información compleja y bien argumentada. Es estimulante al respecto la experiencia del diario digital en francés Mediapart, que cuenta con más de 60.000 abonados, que destapó en su día el llamado “caso Bettencourt” y que cuenta ahora con un socio español, infoLibre, formado por profesionales procedentes de los diarios Público y El País y de RTVE. Como sabemos, sin embargo, la viabilidad en España de proyectos como el que comentamos aparece lastrada por la falta de hábito entre nosotros de pagar un precio por la información, que según una creencia general puede encontrarse, de calidad o no, de manera gratuita. A ello se ha referido ampliamente Pascual Serrano en su último libro, La comunicación jibarizada (Península, 2013), donde se lee: “La reducción de la calidad de la información, asociada a la velocidad de las tecnologías, está produciendo fenómenos nuevos como la tuiterización de la forma de expresión, así como de la misma información. Se reducen los contenidos, se reducen las maneras de comunicarse, se jibariza el mundo”.

Pero no es sólo a nuestro triste pasado y a la guerra mediática a lo que debe su maltrecha condición la izquierda española. Ella misma ha hecho méritos. No de otra forma puede entenderse que Izquierda Unida sea la única formación política de la historia universal que tras la celebración de unas elecciones debe interrogar a sus votantes acerca del uso que ha de hacerse con su voto. ¿No está esto ya contenido en el programa político? Pero ¿es que acaso lo hay? El votante de IU debería saber si su voto va a servir para hacer oposición o si va a convertirse, como ha ocurrido en Andalucía, en un voto vergonzante e indirecto al PSOE. ¿Qué ofrece IU a la ciudadanía con respecto a la Unión Europea? ¿Y con respecto al euro? Diversos dirigentes de IU han reclamado para su formación el título de “la Syriza española”, pero con una importante diferencia, pues si la organización izquierdista griega tiene al respecto una opinión que puede gustar o no, pero que es bien conocida, IU se declara alegremente partidaria de “estimular el debate”, cosa ésta que puede encajar muy bien en una tertulia televisiva o incluso en una comunidad de vecinos, pero no en un partido político. Y es que IU, escaldada al parecer de la política, ha devenido últimamente en una especie de ambiguo y confuso movimiento social, olvidando que no son estos movimientos los llamados a ocupar el poder.

Más coherente, en principio, es la reciente propuesta de un llamado Frente Cívico, liderado por Julio Anguita, que ya empezó a gestarse el año pasado, que se dio a conocer en una conferencia de prensa en abril y que anuncia su asamblea constituyente para primeros de julio. Aquí sí se trata abiertamente de un movimiento ciudadano que según su programa está llamado a constituirse en contrapoder y a ejercer la soberanía nacional, pero no con el voto, sino mediante una desobediencia civil que lleve entre otras cosas a suspender el pago de la deuda ilegítima, es decir, la contraída aventureramente por los bancos, tras la necesaria auditoría. El proyecto es novedoso y se atiene a una situación que Anguita califica con suficientes motivos de excepcional. Sin embargo, en su calidad de movimiento, y no de partido, que quiere ser abarcador y que en consecuencia excluye en su programa toda alusión de tipo ideológico, no aclara de momento su opinión acerca de la forma que debería revestir ese contrapoder, ni tampoco el modo en que debería constituirse (si tal cosa figura entre sus objetivos) en poder político, el cual, no hay que olvidarlo, se ejerce en las instituciones.

El abandono por parte del PSOE de la función que le correspondía en virtud de los pactos de la transición nos ha deparado un descrédito de lo político del que no parece sacar provecho IU, al contrario de lo que sucede con el paralelo aumento de simpatías que concita una formación tan sospechosa como UPyD, lo que viene a confirmar que junto al movimiento de los indignados (y a veces mezclado con él) existe un inmovilismo de ciudadanos descarriados que se nutre de ex votantes socialistas, los cuales en un futuro cercano, y si un ejercicio de responsabilidad colectiva no lo impide, podrían dejarse seducir por opciones aún más inquietantes. El llamado Frente Cívico que acaba de ponerse en marcha parece a día de hoy la plasmación más fiel y organizada en la esfera de lo público del estado de cosas en la calle, y es de esperar que vaya dando respuestas a las diversas incertidumbres de la ciudadanía, condición necesaria para que el mismo consiga aglutinar y hacer efectivo, de manera positiva, el generalizado descontento popular. Su camino no va a ser fácil, y ya de entrada cabe esperar que contra sus actos y sus líderes se lance una violenta campaña periodística. Los descontentos que ahora andan confusos y desperdigados, incluso los que se declaran “un poco” anarquistas, los que lo tienen todo claro y los que quisieran tenerlo, podrían encontrar en este frente un espacio en el que les sea posible dar un paso más allá de la solitaria indignación. Ahí puede entreverse una propuesta con liderazgo y con lo que por ahora es el borrador de un proyecto de soberanía nacional. Que no es poco.

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