jueves, 30 de enero de 2014

DISPARATES / 93

LOS POETAS DE DANILO KIŠ*

1."Todo ser joven y sensible, especialmente si ha sido tocado por la educación y la música –y tal era su caso–, tiende a interpretar los turbios arrebatos del cuerpo y del alma, ese magma lírico de la juventud, como señales prematuras de talento, aunque con frecuencia se trate sólo del misterioso centelleo de la sensibilidad, esa turbia combinación de secreción glandular y contracción del sistema simpático, simbiosis de tectónica orgánica y de música del alma, que son un don de la juventud y de la exuberancia espiritual y que, parecidos a la poesía por sus estremecimientos, pueden ser fácilmente confundidos con ésta. Y una vez poseído por semejante magia –que se convierte con los años en un hábito peligroso, como el tabaco y el alcohol–, uno continúa escribiendo, con la mano hábil del versificador, sonetos y elegías, versos patrióticos y circunstanciales, aunque no se trate más que de un mecanismo en marcha que arrancó en la juventud y que ahora, por la fuerza de la inercia y de la costumbre, da vueltas con el más mínimo soplo de brisa como un molino de viento vacío".

2. "A pesar de las señales externas, hay pruebas irrefutables de que Darmolatov en aquella época ya estaba invadido por la peste psicológica: se lavaba las manos con alcohol de quemar y sospechaba que todos eran delatores; ellos, sin embargo, se le acercaban de todas formas, sin avisar y sin llamar a la puerta, vestidos de amantes de la poesía, luciendo corbatas de colores, o de traductores, llevando las torres Eiffel en miniaturas de aluminio amarillo, o disfrazados como fontaneros escondiendo en el bolsillo de atrás, en vez de una llave inglesa, un revólver inmenso.

En noviembre acabó en el hospital, donde le sometieron a curas de sueño: durmió en el estéril paisaje de las habitaciones del hospital durante cinco semanas largas y, desde entonces, el ruido mundano parecía haber dejado de alcanzarle. Incluso el terrible plañido de la guitarra hawaiana del poeta Kiranov, al otro lado del biombo, estaba suavizado con un poco de algodón y una fina capa de grasa para los oídos. Por intervención de la asociación de escritores, le permitieron visitar el picadero municipal dos veces por semana; se le veía torpe, gordo, con los primeros síntomas de elefantiasis, trotando en un manso caballo de los establos. Mandelstam y su esposa, antes de partir a Smatih, donde a éste le esperaban el arresto y la muerte, fueron a visitarlo y a despedirse. Delante de la puerta del ascensor se toparon con Darmolatov, vestido con un ridículo pantalón de montar y portando una minúscula fusta infantil en una mano. El taxi acababa de llegar, pero él se fue corriendo hacia el picadero, sin despedirse de su amigo de juventud".

3. "Se miraba a sí mismo con los ojos de los otros y hacía el balance de su existencia tal como la veían ellos, los demás, los desconocidos: tras él dejaba sus obras completas, que recogían su biografía, su lenguaje, mezclados con la historia de su pueblo; eso les garantizaba lo que los hombres denominan inmortalidad. Aún había entre sus papeles unos libros seleccionados a conciencia y guardados en carpetas: poesías, diarios, notas. Los había purgado, eliminando de ellos cualquier cosa que pudiera comprometerlo a los ojos de la posteridad, cualquier vestigio personal, cualquier hecho privado, a fin de perdurar en la memoria de las futuras generaciones más como una abstracción, más como un escritor, que como un hombre de carne y hueso. Había en ese gesto suyo algo de amargo y de justo; ciertamente toda su existencia había transcurrido en el mundo de la ficción, en el mundo de los ideales platónicos, y cada una de sus incursiones en la vida no le habían acarreado más que tormentos y desgracias, aturdimiento y hastío. Cualquier decisión vital, fuera del mundo de las ideas puras, fuera del silencio y de la soledad, acababa hiriéndolo; cada una de sus acciones era un fracaso, cada encuentro con la gente, una derrota, cada éxito, un problema más; también había eliminado de esas páginas los nombres de unos y otros, todo ese universo efímero que sólo podía ensuciar su propio nombre: porque probar que un imbécil es imbécil es comprometedor".

4. "Quedará en la literatura rusa como un fenómeno médico: el caso de Darmolatov entró en todos los libros de patología contemporáneos. Una fotografía de sus genitales, del mismo tamaño que la calabaza más grande de los koljós, sigue imprimiéndose en la literatura médica extranjera, cuando se menciona la elefantiasis (elephantiasis nostras), y como moraleja para los escritores: para escribir, no basta con tener huevos".

Danilo Kiš, El apátrida (1), Una breve biografía 
de A.A. Darmolatov (2 y 4) y La deuda (3).

En (3) el texto en cursiva aparece en el manuscrito del autor enmarcado por un círculo. Mirjana  Miočinović, responsable de la edición en serbio traducida al castellano por Acantilado (Laúd y cicatrices, 2009), opina que en este párrafo debía incluirse el texto complementario, apenas esbozado, que figura en el margen y en el reverso de la tercera hoja. El fragmento dice: "durante toda su vida, anudadas a la antigua con un lazo morado, guardó las cartas de amor que (y en las que...) políticamente comprometedoras..."

El párrafo alude a una preocupación que fue constante en la obra de Kiš: la de la imagen legada a la posteridad por el autor literario, entendiendo esto no en un sentido personal, sino como material de su narrativa. Quien tanto se interesó por la reconstrucción de biografías reales o imaginarias partiendo de documentos a menudo dispersos no podía dejar de aplicar su propia norma a los escritores que pululan en su obra. Y mismamente éste es el tema central de uno de sus relatos más célebres, Una tumba para Boris Davidovich, en el que el protagonista, viejo revolucionario, se ve forzado a modificar su impecable biografía –y con ello el sentido de toda su vida– a instancias de su interrogador/torturador. Acaso del mismo modo que obró Boris Davidovich en la construcción de su mito de revolucionario ejemplar,  finalmente frustrado, el protagonista del relato La deuda (el escritor Ivo Andrić, imaginariamente confrontado aquí a su propia muerte y al saldo de las deudas contraídas) se habría propuesto acentuar su indefensión y su torpeza hacia los asuntos de la vida práctica a fin de dar mayor consistencia al retrato que, como escritor, debía quedar de él para el futuro. Tal mixtificación evoca ciertamente los comentarios de E. H. Carr en su libro ¿Qué es la historia? acerca de Gustav Stresemann, ministro de asuntos exteriores de la República de Weimar. El historiador británico señalaba allí cómo los documentos de Stresemann, conocidos por medio de una edición que de los mismos se había hecho en Inglaterra, contribuyeron a divulgar una imagen del todo errónea de las funciones del canciller mientras estuvo activo, y ello por varias razones: a) porque la propia selección de documentos que se había publicado constituía ya una desfiguración arbitraria; b) porque el editor había tenido a su alcance sólo los documentos previamente seleccionados por el secretario del canciller; y c) por la inclinación natural de Stresemann a plasmar favorablemente en sus anotaciones sus propios planteamientos políticos y diplomáticos, los cuales aparecen siempre como bien fundados y razonables, a diferencia de lo que esas mismas anotaciones dejan entrever de los argumentos de sus interlocutores. Esa misma superchería, puesta en práctica conscientemente por quien se consideraba un prócer de la Revolución (en el caso de Boris Davidovich), es la que presenta al protagonista de La deuda y a otros escritores de la obra de Kiš, junto a la comprensible voluntad de no dejar signos de determinadas actividades que pudieran implicar políticamente a terceros, como perfectos inútiles para la vida, habitantes ideales "del silencio y la soledad" de un mundo literario que les absorbe plenamente.

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* Fragmento de un Estudio sobre los escritores en la obra de Danilo Kiš de próxima publicación.

martes, 28 de enero de 2014

LECTURA POSIBLE / 133

LAS DESVENTURAS DEL PRÍNCIPE STERNENHOCH, DE LADISLAV KLÍMA. UNA SÁTIRA GROTESCA

“Hagamos sistemáticamente lo que está prohibido”, escribió Ladislav Klíma. Y otro escritor checo, quien en parte se considera a sí mismo su heredero, Milan Kundera, anotó: “El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido”.

La primera cita pertenece a uno de los textos filosóficos que Klíma redactó al final de su vida, encuadrado en lo que él llamaba la “surética”. La segunda, más cercana a nosotros, procede de uno de los siete relatos que componen el Libro de los amores ridículos, una de las obras de Kundera que más han contribuido a engrandecer su justa fama. Una fama de la que carece Klíma, de quien entre nosotros sólo está traducido un libro, Las desventuras del príncipe Sternenhoch, que publicó hace algo más de un año la editorial barcelonesa Libros del Silencio.

La afirmación de Kundera establece lo que podría llamarse el campo de juego de la literatura, ese espacio en el que la vida se convierte en narración, vida que entonces, y no antes, puede ser comprendida y desentrañada en su calidad de proceso incomprensible en sí mismo, de peregrinaje. Entender el proceso de la vida, examinado retrospectivamente, es el objeto de la mayor parte de la literatura que merece tal nombre, y desde luego, de manera explícita, es la razón de ser de una de las principales corrientes novelísticas de las letras modernas, la tantas veces mencionada aquí Bildungsroman o novela de formación, una de cuyas obras inaugurales, Las penas del joven Werther, satiriza Klíma en el título de la que ahora comentamos.

Porque sucede que la novela de formación es un producto genuinamente alemán que antes de ser exportado al resto del mundo alcanzó, como era de esperar, a los territorios vecinos y sometidos por entonces a su abrumadora influencia, entre ellos la hoy llamada República Checa y sobre todo su capital, la Praga de autores que escribieron directamente en alemán, como Kafka, o de los que escribieron en checo, como Klíma. Había razones poderosas para que éste no redactara su obra en la lengua del Imperio, lo que no impide que todo el arsenal, no pequeño, de sus ideas tenga su origen en la cultura germánica, en especial en Schopenhauer y Nietzsche. Pero de una manera singular, pues Klíma se propuso no sólo reunir a dichos autores, sino también superarlos, mirar más allá de sus límites, y ello igualmente en su obra literaria, en la de ficción y en la ensayística, como en su propia vida.

Klíma nació en 1878 en Domažlice (Taus, en alemán), en el oeste de Bohemia. Expulsado del sistema de enseñanza en 1895 por insultar al Estado, a  la Iglesia y a los Habsburgo, emprendió una trashumancia que le llevó al Tirol, a Zurich y finalmente a Praga, lugares en los que fue conductor de tren y fabricante de sucedáneo de tabaco. Sólo una mínima parte de la obra de Klíma fue publicada en vida del autor, quien además procedió a quemar no pocos de sus manuscritos. Sus últimos años, ya enfermo de tuberculosis, los pasó lustrando zapatos en un hotel, bebiendo alcohol y alimentándose de bichos que encontraba en el campo. Murió en 1928.

De la nómina de autores que se marginaron del mundo voluntariamente, y que se opusieron de forma radical a toda forma de orden establecido, Klíma destaca por derecho propio, tanto por su vida como por la obra que de él nos ha llegado. Nadie como Klíma fue tan tenaz enemigo de la sociedad, y tampoco nadie tan autodestructivo. Otro escritor checo, también heredero de nuestro autor, Karel Čapek, escribió que, “comparado con él, Diógenes el Perro en su barril era un propietario”. Las obras completas de este hombre, publicadas hace una década, se componen de cuatro volúmenes que incluyen sus llamados “Escritos íntimos”, sus piezas de teatro y de narrativa, su correspondencia y sus artículos filosóficos, una obra escrita originalmente en checo, latín y alemán, y a la que últimamente ha venido a añadirse su autobiografía, que se tradujo al francés con el título de Je suis la volonté absolue (Éditions de la Différence, 2012).

Las desventuras del príncipe Sternenhoch es un buen compendio del pensamiento de Klíma, una novela satírica, fantástica, humorística y filosófica que constituye por sí sola todo un género, y un género único e irrepetible, tan único e irrepetible como su propio autor. En ella se nos presenta el supuesto fragmento de un diario, el del príncipe Sternenhoch, uno de los más prominentes dignatarios del Imperio alemán, quien estaba llamado a convertirse en el sucesor de Bismarck en la cancillería, cosa que habría logrado si no se hubiera cruzado en su camino una joven, Helga, con la que iba a compartir un destino diferente. Por tratarse de un diario, la narración se nos aparece obviamente en primera persona, a excepción del prefacio y un epílogo. En aquél, en el que se cita el Werther de Goethe, el supuesto editor nos informa de que ha sido preciso hacer algunas correcciones en el texto original, ya que “Su Alteza Serenísima andaba bastante a la greña con la pluma”, licencias en las que el editor ha procedido “de una manera completamente laxa e instintiva, lúdica y disparatada, arbitraria y grandiosa”.

Por su parte el príncipe nos informa de que “al margen de mi prosapia y opulencia, oso decir que soy un adonis, pese a ciertos defectillos, como que mido tan solo metro y medio y peso cuarenta y cinco kilos, que ando algo desdentado, mondo y lampiño, además de un poco bizco y significativamente cojitranco”. No mucho mejor es la apariencia de la joven Helga, al menos tal como se le presenta al príncipe por primera vez, en un baile: “Mi primera impresión fue que se trataba de una muchacha francamente fea. Una figura tan escuálida que asustaba; un semblante de una repulsiva lividez, casi blanco, macilento; nariz judía; todos sus rasgos, si bien no poco agraciados, algo marchitos, somnolientos, somníferos. Parecía un cadáver accionado por un mecanismo”. Esta mujer de diecisiete años despierta en el treintañero adonis una fascinación salvaje. Incapaz de quitarse su imagen de la cabeza, se presenta ante su padre para pedirla en matrimonio, y esto a pesar de ser ella “pobre como ratón de sacristía”. Y es que el príncipe es un excéntrico deseoso de causar sensación. El padre resulta ser un teniente coronel retirado y viudo, otro excéntrico al que suele aparecérsele su mujer muerta para decirle en un susurro: “Has de amar a Helga. Ten cuidado con ella: no sabes lo que tienes”. Lo que no ha impedido que el hombre la haya zurrado un día sí y otro también desde que cumplió diez años. Desde entonces ella perdió su lozanía y jovialidad, “dejó de hablar y casi de comer, cabizbaja como un sauce llorón, como alma en pena, cada vez más y más consumida”.

El matrimonio será un desastre que no durará mucho, e incluirá un embarazo y un terrorífico infanticidio cometido por la propia Helga, a la que el príncipe asigna el título de “Daemona”. A medida que avanza la narración, ésta se nos muestra cada vez más terrible y diabólica, convertida su vida en una permanente orgía sadomasoquista alimentada por el odio. Paralelamente, la novela que había empezado como parodia del Werther y como sátira de los grandes hombres del Imperio, deviene en novela gótica en la que se suceden acontecimientos escalofriantes en el estilo de E.T.A. Hoffmann y Poe, pero también de una especie de filosofía de lo siniestro que irá ganando terreno y que predominará en la última parte del libro. Esa filosofía, dotada de un peculiar vocabulario que virtualmente ha tenido que ser “reinventado” para esta excelente traducción, incorpora todos los rasgos del pensamiento inmoral de su autor: el triunfo de la libido, el desprecio de las convenciones sociales, el amor exaltado y la cada vez más diáfana presencia de la muerte, todo ello abocado a un destino en el que el príncipe y Helga alcanzarán a elevarse, en un dislocado aquelarre, hasta la forma del superhombre. Así, gran parte de la novela transcurre en un creciente estado de conciencia común a ambos personajes, ubicado en la penumbra en la que se solapan el bien y el mal, la vida y la muerte.

“Ante todo, he comprendido que estoy muerta”, dice Helga. “Todo fallecido se resiste a entenderlo; el pensamiento ‘Soy un muerto’ da muerte al que hasta entonces se mantenía en el territorio de vuestra vida. También a mí me derribó en un primer momento al suelo; sin embargo, al cabo de un rato estaba riéndome de ese error idiota: de hecho, toda esa vigilia vuestra no es sino un terrible error engendrado por la Omnidiocia. El ser humano ha de ser Dios; lo que resta de la humanidad no es más que mierda”.

La elevación de Helga hasta convertirse en figura sacrosanta para su amado viene a ser el preámbulo de la aparición en escena de una nueva mujer, la mujer del futuro, que inaugurará un nuevo período de la historia: “¡Oh! ¡Solo cuando la Mujer se despierte del letargo en que se encuentra sumida desde tiempos inmemoriales…, cuando pisotee a la vil, estúpida, brutal, parasitaria, irrisoria raza masculina, saldrá el sol para la humanidad!”

En nueve ocasiones Helga se presenta al príncipe, sin que éste llegue a saber nunca si se le aparece en su naturaleza de ser vivo o en la de fantasma. Él, por su parte, se desprende paso a paso de la realidad, si puede llamarse así a los altos y estrambóticos círculos en los que se desenvuelve, habitados por un káiser disparatado y unos ministros pedófilos, para entregarse por completo al alcohol y a la embriaguez que ese amor sobrenatural de Helga-Daemona le propone. “Sigo beodo”, escribe. “La ebriedad es locura; me rijo por el principio homeopático: ahuyento al diablo con Belcebú. Y, como podéis ver, ha resultado de fábula. Ahora estoy, en efecto, como un cencerro, pero, dado que vivo en una cogorza permanente…, nadie se da cuenta”. Es entonces, sin embargo, cuando los hechos de su pasado, y en especial los de su turbulenta y a la vez purificadora relación con Helga, se iluminan.

Las desventuras del príncipe Sternenhoch es el libro apocalíptico de un visionario, un libro repleto de intuiciones geniales y de originalidad, pero que constituye sobre todo un viaje interior en busca de la liberación de la conciencia, difícil viaje que transita por las estaciones de la desesperación y el odio y que culmina finalmente en el amor, el cual desvela su sentido sólo a aquellas almas dispuestas a merecerlo, pues, como dice Helga, “es necesario amarlo todo…, todo. El amor es lo más arduo, lo más cruel”.

martes, 21 de enero de 2014

LECTURA POSIBLE / 132

EÇA DE QUEIRÓS: LA FANTASÍA DE LA VERDAD

El realismo literario llegó a Portugal en tren, en la línea París-Coimbra que se inauguró en 1863. Para el lector actual, que ha pasado por el expresionismo, la Nouveau Roman, la antinovela y otros ismos iconoclastas del siglo XX, el realismo se aparece como un regreso, regreso a las primeras lecturas adultas, nunca olvidadas, lo que despierta una grata y apacible sensación de retorno a casa. Al realismo no se va, sino que se viene de él o acaso se vuelve, razón por la que hoy nos resulta difícil imaginar las dificultades, los tortuosos desvíos y los accidentes sufridos por él en su primer viaje.

Por aquellos años dos jóvenes estudiantes de Derecho de la Universidad de Coimbra iban a la estación de esa ciudad universitaria para empaparse de los volúmenes que procedían de la lejana y luminosa París. Eran Antero de Quental y Eça de Queirós (o Queiroz, según solía escribir él mismo). Aquellos libros, en parte, ya habían perdido el aire de novedad en su estación de origen, donde el naturalismo empezaba a asomar la cabeza, pero no así en Portugal, país que al aislamiento de España sumaba el suyo propio, y donde todavía alentaba un tardío y putrefacto romanticismo cargado de fantasías medievales, de glorias marítimas y de saudade. Ambos jóvenes iban a ser protagonistas de la turbulenta historia de algo más que el realismo portugués.

En los años siguientes Quental hace el viaje en sentido inverso, y así en París conoce a Proudhon, cuyas ideas ya habían inspirado algunas de sus primeras obras. Eça de Queirós se instala en Lisboa, donde abre un despacho de abogado y colabora con la Gazeta de Portugal, y más tarde se marcha a Évora, cuyo periódico local dirigió durante unos años. Vuelven a encontrarse a finales de 1867, y junto a otros escritores en ciernes crean un grupo político-literario, el “Cenáculo”, responsable de la organización de unas llamadas “Conferências Democráticas” que se celebraban en el Casino de Lisboa. Quental pronunció la primera, sobre las causas de la decadencia de los pueblos peninsulares, que a su juicio eran tres: el absolutismo, la Contrarreforma y la expansión en ultramar; Queirós, la última: El realismo como nueva expresión del arte. Tras esto, las “Conferências” fueron prohibidas. Quental fundó en 1872 la sección portuguesa de la Asociación Internacional de Trabajadores y se presentó a las elecciones como candidato socialista. Poco después, en 1875, Queirós publica su primera novela realista: El crimen del padre Amaro.

Para entonces Queirós ya había publicado una novela, El misterio de la carretera de Sintra, que escribió en colaboración con su amigo y también miembro del “Cenáculo” Ramalho Ortigão, así como unos artículos que aparecieron en el Diário de Notícias: De Port-Said a Suez, que eran producto de su viaje como reportero a fin de asistir a la inauguración del canal. Y es que de Queirós se había apoderado un instinto viajero que le hizo presentarse al examen de cónsul, iniciando así de la noche a la mañana una carrera diplomática que le llevaría en primer lugar a la provincia española de Cuba, después a Inglaterra y por fin (no podía ser de otra forma) a París.

El crimen del padre Amaro, que apareció primero como folletín y luego, ya en forma de libro y con abundantes modificaciones, en 1880, ha sido reeditado por Alianza hace unas semanas, en una traducción ya conocida y que puede considerarse clásica. La narración está ambientada en la ciudad costera de Leiria, en la que nuestro autor vivió algún tiempo. El padre Amaro, destinado a una parroquia de la localidad, se hospeda en la casa de Joaneira, quien al parecer mantiene relaciones con un canónigo. La hija de aquélla, Amélia, se enamora del padre, lo que da pie a un antiguo pretendiente de la joven a denunciar en el periódico la hipocresía del clero. Deshecho su compromiso de boda, y despedido de su trabajo, el autor del artículo se convierte en un paria social que deberá marcharse de la ciudad, mientras que las relaciones del padre Amaro con Amélia tienen como consecuencia el nacimiento de un niño. El libro fue un completo escándalo en el momento de su publicación, y se comprende que Queirós, él mismo hijo ilegítimo, eligiera el benigno exilio diplomático. Resulta que el argumento, tan propio del realismo decimonónico, no es extraño en nuestros días, y hace una década su versión cinematográfica, dirigida por el mexicano Carlos Carrera, cosechó también un escándalo (y un gran éxito) en su país.

En 1874, siendo cónsul en Newcastle-upon-Tyne, Eça de Queirós empezó a redactar una de sus grandes novelas, El primo Basilio, de la que existen en la actualidad dos ediciones en castellano (Alianza, 2012; y Pre-Textos, 2005). A este período corresponde también el proyecto de las Escenas de la vida portuguesa, colección de doce novelas o estudios sociales. Para nuestro autor, sin embargo, esos años, ya como cónsul portugués en Bristol, son sobre todo los de Los Maia, la obra más ambiciosa de toda la producción queirosiana.

Los Maia (Pre-Textos, 2013) cuenta la historia de una familia a través de dos de sus miembros, el anciano Afonso y su nieto, Carlos. El primero es un noble y respetado propietario; el segundo, un idealista y un romántico. A ellos hay que añadir la generación intermedia, la de Pedro Maia, criado en Inglaterra, adonde su padre debió marcharse a causa de sus ideas liberales. El carácter de este personaje está marcado por las influencias contrarias de sus progenitores, y en particular por el catolicismo fanático de su madre. La familia escenifica los conflictos que atraviesan todo el siglo XIX portugués, poniendo en evidencia los factores sociales, económicos, políticos y religiosos que configuran ese país, lo que convierte a esta novela en una de las cimas de toda la literatura realista, y en precursora de ese otro gran y elocuente retrato histórico y generacional que es Los Buddenbrook. Protagonista de Los Maia es también Lisboa, ciudad a la vez provinciana y cosmopolita que encarna la vida burguesa con sus paseos, sus salones, sus veladas en el teatro y en la Ópera, y especialmente con su vida sexual tan abundante como secreta, repartida entre el adulterio y los burdeles.

De las últimas dos décadas de su siglo son El mandarín y La reliquia, narraciones ambas que ilustran la otra vertiente de la producción queirosiana, la fantástica, que corrió paralela a su trayecto realista y que tendría también eco en diversos cuentos que se publicaron a lo largo de la vida del autor. Al término de ésta, en 1900, su hijo recibió una maleta de hierro que habría de hacerse célebre, y que contenía diversos relatos manuscritos en distintos estados de elaboración. Uno de ellos era El conde de Abranhos, que se publicó en 1925 y que ha traducido al castellano Acantilado (2012). Este relato, que se presenta en forma biográfica, describe la vida y milagros de don Alipio Severo Noronha, conde de Abranhos, mezquino ejemplar de la casta política. El supuesto autor de la  narración es su secretario, Zagalo, quien, bajo el encargo de hacer una hagiografía enaltecedora de don Alipio, efectúa sin querer todo lo contrario, mostrándonos a su patrón como un fantoche ignorante, engreído y cobarde, un personaje que nos recuerda a algún hijo de la pluma de otro satírico genial, Octave Mirbeau. Aquí el realista Queirós se carga de ironía para convertir a su personaje en Ministro de Marina que enviará sus barcos a posesiones de ultramar que se encuentran en el interior, o que juzgará innecesario el transporte naval para acceder a una isla, dando con ello muestras de sus artes para desconocer y dislocar la geografía, las mismas con que a lo largo de toda su carrera, y en beneficio de ella, desconoce y disloca la verdad. La novelita no tiene desperdicio y en ella puede verse retratado con precisión más de uno de nuestros prohombres de hoy.

De la misma maleta procede parte del material que compone el volumen Estampas egipcias, que publicó en España hace dos años la editorial Impedimenta. El libro incluye las crónicas escritas por Queirós de su estancia en Egipto durante la inauguración del canal de Suez, lo que le permite hacer un recorrido por aquella sociedad en la que tropezó con tanto exotismo como miseria. Las observaciones de nuestro autor, también aquí, están llenas de perspicacia e ingenio, y en ellas se aprecian la influencia de la mirada objetiva de Flaubert, tan presente por otra parte en toda su obra, en especial en lo que se refiere a los retratos de personajes femeninos. El libro, además de los textos escritos originariamente para el Diário de Notícias, incluye otros seis artículos reunidos bajo el epígrafe de Los ingleses en Egipto, escritos en un viaje posterior y que narran la destrucción de Alejandría por el ejército colonial.

A la ya mencionada vertiente fantástica de la producción de Queirós pertenecen algunos relatos que por su diversidad con respecto al resto de su obra recuerdan a los heterónimos de su compatriota Pessoa. Pues sorprende en efecto que el mismo autor que describió como nadie la vida y las costumbres de Lisboa, así como las de su amada región del Minho, redactara también cuentos mitológicos como el de La perfección, donde se nos aparece Ulises retenido por Calipso en su isla, o Adán y Eva en el Paraíso, en el que se nos muestra un Edén muy diferente del del relato bíblico en el que imperan “el miedo, el hambre y el furor”.

Quizá a esta variante fantástica pueda adscribirse el último texto descubierto hasta ahora con la firma de nuestro autor, el cual no procede de la famosa maleta de hierro, sino de los papeles que componen la colección del compositor Augusto Machado en la Biblioteca Nacional portuguesa. En ésta, la investigadora Irene Fialho encontró hace unos años la partitura de una opereta escrita en 1869 con libreto de Queirós y del también diplomático Jaime Batalha Reis, opereta nunca estrenada y que, traspapelada durante casi siglo y medio, pudo ser por fin publicada, con su partitura, el pasado junio, en el marco de la Feria del Libro lisboeta. A morte do diabo (Editorial Caminho, 2013) comienza en el infierno, donde los diablos se aburren mortalmente y expresan su deseo de irse al Chiado, aunque también sea aburrido. Esta “ópera cómica”, como la llama su descubridora, es también una crítica de las costumbres de su tiempo, como tantas otras en la obra de Queirós, crítica de una sociedad que se da aires de europea sin dejar de ser pacata y provinciana, en la que venga o no a cuento se sueltan expresiones francesas, en la que las mujeres se consumen en habitaciones mal ventiladas, dando lugar con ello a tardíos romanticismos que acaban en drama o en tragedia, mientras sus hombres, escapados por poco tiempo de los negocios, van corriendo a visitar a sus queridas o hacen una gira por los burdeles. Lisboa, en fin, la misma que siempre, en distintos tonos, a veces con una seriedad sociológica, a veces con fina ironía y sentido del humor, evocaba el autor en su itinerante exilio diplomático.

José Maria Eça de Queirós (o Queiroz) es seguramente el único literato que tiene un monumento en Francia y otro en Portugal. El primero se encuentra en Neully-sur-Seine, donde ejerció de cónsul; el segundo está en ese barrio en el que los diablos esperan aburrirse menos que en el infierno, el Chiado, a la espalda de la Praça de Camões. A su pie se lee una frase tomada de su novela La reliquia: “Sobre la dura desnudez de la verdad, el manto diáfano de la fantasía”. Así Queirós parece seguir estando de viaje, entre el realismo francés y la fantasía portuguesa, a la espera de un tren que nunca llega, reservándonos todavía, tal vez, alguna exquisita sorpresa.

martes, 14 de enero de 2014

DISPARATES / 92

MARILYN MONROE EN ESCENA: TEXTO Y VOZ DE LA MUJER FRAGMENTADA

En 2007, Bernard Comment, escritor suizo responsable de una de las colecciones literarias de Éditions du Seuil, fue invitado a una cena en París en la que compartió mesa con el productor de cine Stanley Buchthal. Amigo de Anna Strasberg, viuda del fundador del Actor’s Studio, Buchthal le habló de la existencia de unos textos inéditos de Marilyn Monroe escritos entre 1943 y 1962, el año de su muerte. Los Strasberg habían heredado todas las posesiones de la actriz, que no eran muchas, y entre las que figuraban, además de su biblioteca, estos cuadernos manuscritos, una colección de cartas, textos dispersos y poemas. Comment se reunió con Anna Strasberg en Nueva York y obtuvo de ella la exclusiva de los derechos de publicación de dichos textos, que finalmente aparecieron en 2010 con el título de Fragments (Fragmentos, en la traducción española que publicó ese mismo año Seix Barral). “Es una visión completamente nueva del mito. Al leerla se entiende hasta qué punto Marilyn siempre quiso escapar del papel en que Hollywood la encerraba. Era una mujer sensible, profunda, exigente”, explicó Bernard Comment en una entrevista al diario Le Matin. Son estos textos íntimos los que ha recogido ahora Samuel Doux, quien los ha convertido en pieza dramática que se estrenará en Orléans el 15 de enero.

Samuel Doux nació en 1974. Hombre polifacético, ha realizado una quincena de documentales para el canal de televisión ARTE y algunos cortometrajes que han sido presentados en diversos festivales internacionales. Debutó en el teatro como director de la compañía L’œil écoute, con la que ha creado diversos espectáculos, algunos de los cuales han podido verse en el Festival Off de Aviñón. En 2010 dirigió Le Horla, adaptación cinematográfica del relato del mismo título de Maupassant, y dos años después publicó su primera novela, Dieu n’est même pas mort (Éditions Julliard). El año pasado presentó en el Centre Dramatique National de Orléans La fin du film, sobre un texto de Arthur Miller. El mismo escenario y la misma actriz que encarnó entonces a la protagonista, Lolita Chammah, que ha interpretado a la Salomé de Oscar Wilde y a una de las protagonistas de Les bonnes, de Genet, pondrán en pie ahora los textos de Marilyn, dando voz a esta mujer que escribió: “Yo no soy M.M.” Ella, según Doux, entre una realidad a partir de la cual debía construirse y una ficción que la permitía vivir, se encontró en una tierra que no era de nadie, una tierra de abandono, sin límites, “siempre en medio, ni niña condenada ni mujer realizada”, y fue sirviéndose de estas palabras dirigidas a sí misma como “trató de poblar ese espacio”.

La Marilyn que presenta Doux es “una mujer que aparece brutalmente, una mujer que escribe”. Mujer despojada de sus oropeles de estrella que en su desbordante soledad lo escribe todo, por necesidad, para comprenderse y comprender a los otros. La obra se inicia con las siguientes palabras: “Encuentro que la sinceridad y ser sencillo y directo como (posiblemente) me gustaría ser es tomado a menudo como una pura estupidez. Y ciertamente, ya que este no es un mundo sincero, es muy probable que ser sincero sea de estúpidos. Es probablemente estúpido ser sincero porque ni en este mundo ni en ningún otro estamos seguros de existir, lo que quiere decir (ya que la realidad existe y debemos ser con ella, ya que existe una realidad en la que debo decir que no soy M.M.) que no se me permite existir”. Esta mujer poeta a la que no se permitía existir, lectora de James Joyce, Samuel Beckett y Fiodor Dostoievski, luchó gran parte de su vida por desembarazarse del personaje que la industria le había adjudicado y en el que la había embutido como en una segunda piel, el de un producto de consumo, ahogando en ella lo que no encajaba con el personaje, imponiéndole un alienante papel del que trató de escapar por medio de paternales figuras masculinas, y cuando éstas le fallaban a través del alcohol, las drogas y estos escritos suyos, a veces ingenuos, casi aniñados, a veces profundos y rebeldes.

Por ellos es posible acceder a la biografía interior, oficiosa, de una mujer que era amada por todos menos por ella misma, y cuya “falta de profesionalidad” de los últimos años, sus ausencias, su impuntualidad, cabe ser interpretada como una forma de resistencia, una progresiva huida de los engranajes de una voraz industria. “Hay algo sorprendente en ella: su absoluta, irremediable, a veces intolerable, incapacidad para mentir”, escribió Arthur Miller, quien tampoco, al igual que sus otros esposos y amantes, desde Elia Kazan y Marlon Brando hasta los hermanos Kennedy, supo colmar el vacío de Marilyn, ese vacío en el que se combinaban “la tristeza, el resplandor y el ansia”, como escribió Lee Strasberg en un texto que fue incluido en el volumen Fragments. En el mismo volumen, prologado por Antonio Tabucchi, el escritor italiano anotó: “Si las personas escasamente sensibles e inteligentes tienden a hacer daño a los demás, las personas demasiado sensibles y demasiado inteligentes tienden a hacerse daño a sí mismas”. De ahí que “no sólo los poemas, sino también las notas breves y las páginas de sus diarios constituyan de una manera flagrante una búsqueda y una quête. La búsqueda racional de una intelectual que trata de comprender la realidad que la circunda (qué es este mundo, qué significa) y la quête de una persona que se busca a sí misma en este mundo (quién soy yo, qué sentido tengo...). La imagen que Marilyn ha dejado de sí misma esconde un alma que pocos sospechaban. De gran belleza, es un alma que la psicología barata calificaría de neurótica, como se puede calificar de neurótico a todo el que piensa demasiado, a todo el que ama demasiado, a todo el que siente demasiado”.

Pero ¿quién era entonces esta Marilyn Monroe a la que conocemos por lo que otros nos dicen de ella? “Una comediante, una actriz”, contesta el responsable de esta producción. Y añade: “Es la respuesta más simple, la que mejor hace justicia a las palabras que ella sembró como un método para interpretar y sobrevivir”. Porque sucede que Doux no pretende con su obra reemplazar el mito de Marilyn con uno nuevo, quizá tan falso y alienante como el otro, sino, muy al contrario, mostrarnos a la mujer que ante todo es actriz, y que en la interpretación (y por medio de ella) busca su centro de gravedad. Así, Fragments es el retrato de “una mujer que interpreta”, proceso que se verifica con plena consciencia y conocimiento del lugar que ella persigue, lo que puede ilustrarse con la cita que en uno de sus textos hace de Lee Strasberg: “Entre el actor y el suicidio no hay nada más que concentración”.

Marilyn sólo podía expresarse a través de fragmentos, pues su percepción de la vida y de sí misma era también fragmentada. Lectora sobre todo de poesía, sus breves textos, aun carentes de la voluntad de ser literatura, adquieren por sí mismos la forma de una “escritura poética”, según Tiphanie Samoyault, su traductora francesa. Dicha escritura, extendida en un período de casi veinte años, posee la naturalidad de una reflexión coherente en voz alta en la que aparecen temas recurrentes a la manera de leitmotivs, como ocurre en la obra de Beckett, lo que ha facilitado al adaptador la tarea de condensarla en un espectáculo de aproximadamente una hora y media.

El intento de conocer a la mujer que había más allá del personaje de Marilyn Monroe ha dado lugar, todavía en vida de la actriz, a una amplia producción que abarca diversos géneros y disciplinas, empezando por la famosa sesión fotográfica de Bert Stern. Así también Stanley Buchthal, a quien hemos encontrado al principio de esta historia, produjo en 2012 el documental Love, Marilyn, en el que algunas celebridades se explayaban acerca de ella y de lo revelado en sus textos inéditos. La película incluía algunos comentarios extraídos de las memorias de Truman Capote. A ella le dedicó éste uno de los relatos de su Música para camaleones, donde dejó un bello retrato de esta “adorable criatura”. A esos intentos, en los que Marilyn se nos aparece humanizada y renovada, viene a sumarse esta función de Samuel Doux hecha con los fragmentos que de sí misma dejó y con los que trató de componer una persona liberada del cliché que se le había impuesto, y que escribió que “mis rayos con abalorios son del color / que he visto en un cuadro –ah vida / te han engañado”.

A estos fragmentos los envuelve un espacio simbólico habitado por los hombres-padres a los que Marilyn dirigió preguntas que ellos no supieron responder, las que se dirigió también a sí misma cuando hacía sus inmersiones en el alcohol y en la página en blanco, y de las que volvía, ya que no con un material ordenado, analizado fríamente, sí al menos con gotas de su propia y visceral desolación, intuiciones de los estados de su ser, aureolados en consecuencia por esa forma del lenguaje entre primitiva y refinada que es la poesía. Esta poesía de los abismos es la que busca ahora a un público receptivo y dispuesto a escuchar las voces y los silencios de Norma Jean, un público que ya no es inocente y que es muy distinto del que fue a ver las películas de M.M.

Nuestra Marilyn, la que habla aquí con voz propia, hilvana sus pensamientos en un escenario ambientado en los años cincuenta, con los nombres de Arthur Miller, John Huston y Lee Strasberg escritos con luces de neón, desgranando sus reflexiones mientras entona One silver dollar, canción de taberna o de burdel que cantó en Río sin retorno. Y esta vez la encarna Lolita Chammah, hija de Isabelle Huppert que de niña jugaba a ser Marilyn Monroe y actriz que es rubia natural, lo que acaso constituye una pequeña traición, la única que se han permitido los responsables de esta puesta en escena.

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martes, 7 de enero de 2014

LECTURA POSIBLE / 131

RIVAS CHERIF: UNA DRAMATURGIA EN VÍSPERAS DEL EXILIO

La editorial Pre-Textos ha reeditado hace unos meses el volumen Cómo hacer teatro: apuntes de orientación profesional en las artes y oficios del teatro español, que se publicó en 1991 con motivo del centenario del nacimiento de su autor. Escrito por Cipriano de Rivas Cherif en condiciones singulares, el libro apareció como un documento excepcional, en tanto que reúne gran parte de experiencias y enseñanzas propias, las cuales vienen a ser un compendio del teatro y de las innovaciones que en él se operaron durante la II República.

Rivas Cherif, a quien con razón, y junto a Adrià Gual, se ha considerado como el pionero de la dirección escénica en España, redactó el libro en 1945, durante su reclusión en el penal del Dueso, en Santoña, con el propósito de que sirviera de manual teórico-práctico a otros reclusos, miembros del Teatro Escuela del Dueso, con los que había desarrollado una amplia actividad en los dos años previos, todo ello poco antes de que iniciara su exilio mexicano. Rivas Cherif había llegado al penal cántabro tras un tortuoso peregrinaje por distintas prisiones, como resultado de su detención en Francia por la Gestapo cumpliendo órdenes del embajador español. Después de que le fuera conmutada la condena a muerte, pudo en el Dueso fundar su escuela de teatro, con la que representó obras clásicas de diversos autores, desde Lope de Rueda hasta Calderón y Cervantes; así como otras modernas, de O’Neill y Arniches, por citar sólo a unos pocos.  Fue al término de este período de tolerancia cuando nuestro autor, incomunicado durante once meses, redactó diversas obras, entre ellas la que ahora comentamos.

La escena española que encontró Rivas Cherif en los años veinte, al introducirse en lo que entonces se llamaba todavía la “dirección artística” en el seno de compañías como La Escuela Nueva, El Mirlo Blanco, El Cántaro Roto y El Caracol, estaba dominada por la comedia burguesa de salón y por autores como Benavente o Muñoz Seca. Nuestro autor, que en 1911 obtuvo una beca que le permitió establecerse durante unos años en Bolonia, se había familiarizado entretanto con las nuevas técnicas de dirección elaboradas por Edward Gordon Craig, gran renovador del teatro inglés que tras colaborar con Stanislavski en el Teatro del Arte fundó una escuela de escenografía en Italia, en la que por primera vez dio protagonismo en sus montajes a la iluminación, prescindiendo de los elementos de atrezzo que la escena heredó del siglo anterior. De igual modo, Rivas Cherif conoció en París, en 1919, las experiencias que en el ámbito teatral se aplicaban a partir de las ideas de Henri Barbusse, y que perseguían la creación de un teatro político de calidad accesible a las clases trabajadoras. Así, a su regreso a España, Rivas Cherif llevaba consigo un doble aprendizaje: el de la escuela tradicional de dirección que aún predominaba en los teatros de ópera italianos y el de la vanguardia que empezaba a dar sus frutos en diversos escenarios de Europa, de lo que no tardarían en ser muestra los montajes de Max Reinhardt en el Grosse Spielhaus y más tarde en el Deutsches Theater. Estas enseñanzas son las que trató de incorporar a la escena española hasta el inicio de la guerra civil.

“Hay que crear la escena, organizar espectáculos al aire libre, fundar cooperativas de cómicos y autores en sustitución de las empresas explotadoras del negocio teatral, reeducar al cómico y al espectador libertándolos de los hábitos adquiridos en una rutina ayuna de ideal”, escribió Rivas Cherif en un momento en que su regeneración de los escenarios podía manifestarse sólo de manera teórica, y que maduraría más tarde con la práctica teatral. En 1926 inicia una colaboración que sería sumamente fructífera con Salvador Bartolozzi, quien dirigía un innovador teatro de títeres para niños, así como con Valle-Inclán y los Baroja. En estos años los montajes en los que interviene Rivas Cherif como director se representan en el Ateneo y en el domicilio de los Baroja en la calle Mendizábal de Madrid, estrenándose obras de Claudio de la Torre y de Edgar Neville, entre otros. Sin embargo, será en 1930 cuando nuestro autor pueda dirigir un teatro completamente profesional y de reconocido prestigio. Ese año Margarita Xirgu le nombra director de su compañía dramática, al frente de la cual estará hasta 1936.

La contribución de Rivas Cherif como director escénico sirvió para dar vida a un teatro por entonces moribundo y que pronto iba a ser plenamente moderno tanto por sus textos como por su escenografía, una transformación que basta para ilustrar las inmensas posibilidades de un proyecto que era a la vez teatral y político, y que constituyó una auténtica apuesta por la renovación de la cultura española. En lo que respecta a las obras, la nómina de estrenos que en esos años llevó a cabo la compañía de Xirgu es abrumadora, e incluye títulos como Divinas palabras, de Valle-Inclán, o Yerma, de García Lorca, pero también otros de Rafael Alberti y de Alejandro Casona, a lo que habría que añadir la puesta en escena de obras que en ese mismo momento se escenificaban en los teatros de Nueva York, Londres o París, como por ejemplo La calle, de Elmer Rice, o Elektra, de Hoffmansthal. El propio Rivas Cherif resume así sus años en la compañía de la actriz catalana: “Llevé a cabo en ese tiempo, ante el público en general, compitiendo con la vulgaridad de los demás empresarios, la misma obra emprendida con mis pequeños públicos colaboradores en tantos ensayos y tanteos azarosos. Realicé, con medios más adecuados, el mismo programa de revalorización integral de los autores que tenemos por clásicos españoles y de alumbramiento de valores nuevos”, tarea no siempre bien comprendida por crítica y público, y que, hasta que Xirgu lo arrendó en 1929, tropezó con las dificultades administrativas y burocráticas de la gestión del Teatro Español de Madrid, a lo que nuestro autor se refirió amargamente en diversas ocasiones.

Junto al teatro experimental, que Rivas Cherif impulsó desde la escuela creada en el Español, y que más tarde culminó en el María Guerrero con la fundación del Teatro Estudio de Arte, el TEA, en el interés de Rivas Cherif ocupó siempre un lugar destacado el teatro clásico, en el que supo entrever un potencial expresivo desdeñado por las producciones al uso, centradas en lo que se consideraba la sagrada fidelidad al texto. A propósito de ello escribió: “Equivocadamente se ha atribuido toda la excelencia de nuestros clásicos a la expresión poética, mientras se podaba, cercenaba y destruía la gracia esencial de un ritmo dramático que el cine ha venido a reivindicar como propio. Los mejores guiones del cine español están en el teatro, en la acción escénica del siglo XVII”.
   
En su libro, Rivas Cherif alude a esa reteatralización que ya apuntaba en los montajes de Craig y a la que se refirió también Pérez de Ayala: el objetivo era hacer un teatro con una poderosa dramaturgia, la cual reivindica con orgullo su convencionalidad frente a la farsa naturalista y el amaneramiento de la realidad propio de la tradición. El nuevo teatro huye de la simplificación y del exceso e indaga en el ser de los personajes, ubicados en el contexto espacial que les es propio, lo que implica el uso de recursos luminotécnicos y sonoros. El libro dedica algunos capítulos a la técnica del actor, la escenografía y los oficios auxiliares, y también a las circunstancias en las que por lo general deben desarrollarse el negocio teatral y su gestión, en un intento de  abordar el teatro de manera integral. Para Rivas Cherif, “el arte del teatro exige preferentemente la mayor unidad directiva posible”, coincidiendo así con Reinhardt y Piscator en la controversia  acerca de las facultades omnímodas de los directores. En otro lugar Rivas Cherif escribe: “El arte es estilo. Un teatro de Arte quiere decir, pues, que hay que volver a la reflexión de la vida”. Esta reflexión se concreta en el modo en que todas las partes de la representación llegan a configurar una unidad formal, lo que implica poner freno al divismo de actores y actrices, entre ellos el del mismísimo Enrique Borrás, cuya manera de interpretar a Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea, fue corregida de arriba abajo en el montaje supervisado por nuestro autor. A esa misma exigencia de unidad formal obedecieron sus críticas a los decorados del estreno de Bodas de sangre, que habrían requerido una “plástica torturada, desquiciadísima, que agotase los recursos del cubismo y del expresionismo alemán más exasperado”, pero que, realizados a su juicio tímidamente por José Caballero, no lograron “lo que quizá pretendía García Lorca: fundir en un solo efecto la plasticidad y el dramatismo de su poema trágico”.

La experiencia educativa de quienes suben a la escena, y de su público, que Rivas Cherif adquirió en los teatros de Madrid, fue revivida en la prisión en la que redactó este libro, donde, según escribió, “he vuelto a ver nacer el teatro, de la ruina de mi tiempo”. El alumbramiento de ese nuevo teatro, que fue truncado por la guerra y la dictadura, dejó sin embargo huellas que hoy, en lo que atañe a la escenografía y a la dirección de actores, pueden reconstruirse por medio de las críticas de la prensa, de las fotografías que se han conservado y, en particular, de los textos de este libro esclarecedor, con el que Rivas Cherif nos transmite una forma de entender la dramaturgia que si fue novedosa en su tiempo igualmente puede servir de inspiración a las gentes del teatro actual.