martes, 28 de enero de 2014

LECTURA POSIBLE / 133

LAS DESVENTURAS DEL PRÍNCIPE STERNENHOCH, DE LADISLAV KLÍMA. UNA SÁTIRA GROTESCA

“Hagamos sistemáticamente lo que está prohibido”, escribió Ladislav Klíma. Y otro escritor checo, quien en parte se considera a sí mismo su heredero, Milan Kundera, anotó: “El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido”.

La primera cita pertenece a uno de los textos filosóficos que Klíma redactó al final de su vida, encuadrado en lo que él llamaba la “surética”. La segunda, más cercana a nosotros, procede de uno de los siete relatos que componen el Libro de los amores ridículos, una de las obras de Kundera que más han contribuido a engrandecer su justa fama. Una fama de la que carece Klíma, de quien entre nosotros sólo está traducido un libro, Las desventuras del príncipe Sternenhoch, que publicó hace algo más de un año la editorial barcelonesa Libros del Silencio.

La afirmación de Kundera establece lo que podría llamarse el campo de juego de la literatura, ese espacio en el que la vida se convierte en narración, vida que entonces, y no antes, puede ser comprendida y desentrañada en su calidad de proceso incomprensible en sí mismo, de peregrinaje. Entender el proceso de la vida, examinado retrospectivamente, es el objeto de la mayor parte de la literatura que merece tal nombre, y desde luego, de manera explícita, es la razón de ser de una de las principales corrientes novelísticas de las letras modernas, la tantas veces mencionada aquí Bildungsroman o novela de formación, una de cuyas obras inaugurales, Las penas del joven Werther, satiriza Klíma en el título de la que ahora comentamos.

Porque sucede que la novela de formación es un producto genuinamente alemán que antes de ser exportado al resto del mundo alcanzó, como era de esperar, a los territorios vecinos y sometidos por entonces a su abrumadora influencia, entre ellos la hoy llamada República Checa y sobre todo su capital, la Praga de autores que escribieron directamente en alemán, como Kafka, o de los que escribieron en checo, como Klíma. Había razones poderosas para que éste no redactara su obra en la lengua del Imperio, lo que no impide que todo el arsenal, no pequeño, de sus ideas tenga su origen en la cultura germánica, en especial en Schopenhauer y Nietzsche. Pero de una manera singular, pues Klíma se propuso no sólo reunir a dichos autores, sino también superarlos, mirar más allá de sus límites, y ello igualmente en su obra literaria, en la de ficción y en la ensayística, como en su propia vida.

Klíma nació en 1878 en Domažlice (Taus, en alemán), en el oeste de Bohemia. Expulsado del sistema de enseñanza en 1895 por insultar al Estado, a  la Iglesia y a los Habsburgo, emprendió una trashumancia que le llevó al Tirol, a Zurich y finalmente a Praga, lugares en los que fue conductor de tren y fabricante de sucedáneo de tabaco. Sólo una mínima parte de la obra de Klíma fue publicada en vida del autor, quien además procedió a quemar no pocos de sus manuscritos. Sus últimos años, ya enfermo de tuberculosis, los pasó lustrando zapatos en un hotel, bebiendo alcohol y alimentándose de bichos que encontraba en el campo. Murió en 1928.

De la nómina de autores que se marginaron del mundo voluntariamente, y que se opusieron de forma radical a toda forma de orden establecido, Klíma destaca por derecho propio, tanto por su vida como por la obra que de él nos ha llegado. Nadie como Klíma fue tan tenaz enemigo de la sociedad, y tampoco nadie tan autodestructivo. Otro escritor checo, también heredero de nuestro autor, Karel Čapek, escribió que, “comparado con él, Diógenes el Perro en su barril era un propietario”. Las obras completas de este hombre, publicadas hace una década, se componen de cuatro volúmenes que incluyen sus llamados “Escritos íntimos”, sus piezas de teatro y de narrativa, su correspondencia y sus artículos filosóficos, una obra escrita originalmente en checo, latín y alemán, y a la que últimamente ha venido a añadirse su autobiografía, que se tradujo al francés con el título de Je suis la volonté absolue (Éditions de la Différence, 2012).

Las desventuras del príncipe Sternenhoch es un buen compendio del pensamiento de Klíma, una novela satírica, fantástica, humorística y filosófica que constituye por sí sola todo un género, y un género único e irrepetible, tan único e irrepetible como su propio autor. En ella se nos presenta el supuesto fragmento de un diario, el del príncipe Sternenhoch, uno de los más prominentes dignatarios del Imperio alemán, quien estaba llamado a convertirse en el sucesor de Bismarck en la cancillería, cosa que habría logrado si no se hubiera cruzado en su camino una joven, Helga, con la que iba a compartir un destino diferente. Por tratarse de un diario, la narración se nos aparece obviamente en primera persona, a excepción del prefacio y un epílogo. En aquél, en el que se cita el Werther de Goethe, el supuesto editor nos informa de que ha sido preciso hacer algunas correcciones en el texto original, ya que “Su Alteza Serenísima andaba bastante a la greña con la pluma”, licencias en las que el editor ha procedido “de una manera completamente laxa e instintiva, lúdica y disparatada, arbitraria y grandiosa”.

Por su parte el príncipe nos informa de que “al margen de mi prosapia y opulencia, oso decir que soy un adonis, pese a ciertos defectillos, como que mido tan solo metro y medio y peso cuarenta y cinco kilos, que ando algo desdentado, mondo y lampiño, además de un poco bizco y significativamente cojitranco”. No mucho mejor es la apariencia de la joven Helga, al menos tal como se le presenta al príncipe por primera vez, en un baile: “Mi primera impresión fue que se trataba de una muchacha francamente fea. Una figura tan escuálida que asustaba; un semblante de una repulsiva lividez, casi blanco, macilento; nariz judía; todos sus rasgos, si bien no poco agraciados, algo marchitos, somnolientos, somníferos. Parecía un cadáver accionado por un mecanismo”. Esta mujer de diecisiete años despierta en el treintañero adonis una fascinación salvaje. Incapaz de quitarse su imagen de la cabeza, se presenta ante su padre para pedirla en matrimonio, y esto a pesar de ser ella “pobre como ratón de sacristía”. Y es que el príncipe es un excéntrico deseoso de causar sensación. El padre resulta ser un teniente coronel retirado y viudo, otro excéntrico al que suele aparecérsele su mujer muerta para decirle en un susurro: “Has de amar a Helga. Ten cuidado con ella: no sabes lo que tienes”. Lo que no ha impedido que el hombre la haya zurrado un día sí y otro también desde que cumplió diez años. Desde entonces ella perdió su lozanía y jovialidad, “dejó de hablar y casi de comer, cabizbaja como un sauce llorón, como alma en pena, cada vez más y más consumida”.

El matrimonio será un desastre que no durará mucho, e incluirá un embarazo y un terrorífico infanticidio cometido por la propia Helga, a la que el príncipe asigna el título de “Daemona”. A medida que avanza la narración, ésta se nos muestra cada vez más terrible y diabólica, convertida su vida en una permanente orgía sadomasoquista alimentada por el odio. Paralelamente, la novela que había empezado como parodia del Werther y como sátira de los grandes hombres del Imperio, deviene en novela gótica en la que se suceden acontecimientos escalofriantes en el estilo de E.T.A. Hoffmann y Poe, pero también de una especie de filosofía de lo siniestro que irá ganando terreno y que predominará en la última parte del libro. Esa filosofía, dotada de un peculiar vocabulario que virtualmente ha tenido que ser “reinventado” para esta excelente traducción, incorpora todos los rasgos del pensamiento inmoral de su autor: el triunfo de la libido, el desprecio de las convenciones sociales, el amor exaltado y la cada vez más diáfana presencia de la muerte, todo ello abocado a un destino en el que el príncipe y Helga alcanzarán a elevarse, en un dislocado aquelarre, hasta la forma del superhombre. Así, gran parte de la novela transcurre en un creciente estado de conciencia común a ambos personajes, ubicado en la penumbra en la que se solapan el bien y el mal, la vida y la muerte.

“Ante todo, he comprendido que estoy muerta”, dice Helga. “Todo fallecido se resiste a entenderlo; el pensamiento ‘Soy un muerto’ da muerte al que hasta entonces se mantenía en el territorio de vuestra vida. También a mí me derribó en un primer momento al suelo; sin embargo, al cabo de un rato estaba riéndome de ese error idiota: de hecho, toda esa vigilia vuestra no es sino un terrible error engendrado por la Omnidiocia. El ser humano ha de ser Dios; lo que resta de la humanidad no es más que mierda”.

La elevación de Helga hasta convertirse en figura sacrosanta para su amado viene a ser el preámbulo de la aparición en escena de una nueva mujer, la mujer del futuro, que inaugurará un nuevo período de la historia: “¡Oh! ¡Solo cuando la Mujer se despierte del letargo en que se encuentra sumida desde tiempos inmemoriales…, cuando pisotee a la vil, estúpida, brutal, parasitaria, irrisoria raza masculina, saldrá el sol para la humanidad!”

En nueve ocasiones Helga se presenta al príncipe, sin que éste llegue a saber nunca si se le aparece en su naturaleza de ser vivo o en la de fantasma. Él, por su parte, se desprende paso a paso de la realidad, si puede llamarse así a los altos y estrambóticos círculos en los que se desenvuelve, habitados por un káiser disparatado y unos ministros pedófilos, para entregarse por completo al alcohol y a la embriaguez que ese amor sobrenatural de Helga-Daemona le propone. “Sigo beodo”, escribe. “La ebriedad es locura; me rijo por el principio homeopático: ahuyento al diablo con Belcebú. Y, como podéis ver, ha resultado de fábula. Ahora estoy, en efecto, como un cencerro, pero, dado que vivo en una cogorza permanente…, nadie se da cuenta”. Es entonces, sin embargo, cuando los hechos de su pasado, y en especial los de su turbulenta y a la vez purificadora relación con Helga, se iluminan.

Las desventuras del príncipe Sternenhoch es el libro apocalíptico de un visionario, un libro repleto de intuiciones geniales y de originalidad, pero que constituye sobre todo un viaje interior en busca de la liberación de la conciencia, difícil viaje que transita por las estaciones de la desesperación y el odio y que culmina finalmente en el amor, el cual desvela su sentido sólo a aquellas almas dispuestas a merecerlo, pues, como dice Helga, “es necesario amarlo todo…, todo. El amor es lo más arduo, lo más cruel”.

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