miércoles, 3 de agosto de 2011

MÚSICA NOCTURNA / 8


EL CURA ROJO Y LA MUJER DE NEGRO

Como se sabe, grandes artistas de aquellos que crecen con el tiempo los ha habido en todos los ámbitos de la actividad humana; y de algunos de ellos no conocemos ni el nombre, ya que vivieron en épocas lejanas y menos egocéntricas en las que no se daba la menor importancia a la autoría de la obra de arte, la cual parecía surgir espontáneamente de un tiempo y un lugar, encarnándose en signo, en pedazo de humanidad que podía presentarse como escultura, como melodía trovadoresca, como bajorrelieve o como miniatura en un libro de oración. Hoy, cuando los consabidos derechos de autor, y los sospechosos vigilantes de los mismos, están omnipresentes en todas las esferas de la creación, resulta difícil entender que la mayor parte del tiempo, desde que el hombre es hombre y crea obras de arte, los autores de las mismas han pasado sus vidas en el más absoluto anonimato, recluidos en la baja condición de artesanos, incapaces de imaginar los beneficios comerciales que sus obras rendirían, siglos o milenios después, a una industria turística, a una compañía de discos o a un grupo editorial. Quizá el ámbito en el que existe una mayor abundancia de artistas con nombre, pero cuya obra sólo hemos empezado a conocer recientemente, y que por ello no dejan de crecer, sea el de la música barroca.

Hace sólo un par de décadas creíamos saber quién era Vivaldi, o Handel. El primero de ellos había compuesto Las cuatro estaciones, además de otros trescientos conciertos de los que más valía olvidarse, ya que eran (eso nos dijeron) todos iguales; del segundo conocíamos El Mesías, lo que era más que suficiente. Ambas composiciones eran obligatorias en el programa de cualquier mediana orquesta de provincias, así como en la estantería de un salón como Dios manda, para lo cual la entonces boyante industria discográfica concibió el ingenioso invento de la colección de fascículos, en la que tampoco podía faltar alguna pieza de ese otro barroco que era necesario para completar la trilogía: Bach.

En esos años, los 80, se divulgaron entre el adormecido gran público dos novedades que no dejaron de provocar sarpullidos a los aguafiestas habituales: el disco compacto y las orquestas de instrumentos históricos. Al primero se le atribuían todos los males, pero nadie pudo negar que su existencia representaba una democratización de la industria del disco, ya que la tecnología digital era más accesible que la analógica, se podía extender al campo del vídeo sin pérdida de calidad y permitía unas posibilidades de distribución que unos años más tarde, con la llegada de internet, se multiplicarían hasta un grado que todavía hoy está lejos de haber sido explorado plenamente. En cuanto a las orquestas y los solistas que empezaron a guiar sus interpretaciones con criterios de época, y a utilizar instrumentos originales o reproducciones de los mismos, cabe decir que tampoco este fenómeno se libró de críticas que, repetidas hoy, causarían sonrojo. En primer lugar tales interpretaciones devolvieron la música a su estado natural, alejado de las grandilocuencias y los desquiciados efectismos que el siglo romántico hizo caer sobre ella. Pero es que además la aparición de artistas especializados en el período barroco permitió una descomunal ampliación del repertorio, lo que dio lugar a que descubriésemos a infinidad de compositores que estaban olvidados, y a que profundizáramos en el conocimiento de otros. En lo concerniente a esto último, el caso de Vivaldi es ejemplar.

Ahora comprendemos que no sabíamos nada del cura pelirrojo, y lo que es peor: que nunca habíamos escuchado su música. De manera que casi podría decirse que el viejo Vivaldi es ahora otra vez joven y que lleva unos cuantos años componiendo para nosotros, y no sólo los traídos y llevados conciertos para violín, sino también una cantidad inverosímil de obras para la voz humana, obras tanto religiosas como profanas.

Este año se cumplen los trescientos de la composición de su L’estro armonico, colección de conciertos entre los que figuran algunos que fueron una revolución en su momento y que anticipan hallazgos que desarrollaría unos quince años más tarde en otra colección, Il cimento dell’armonia e dell’invenzione, que incluye las célebres Cuatro estaciones. Estas obras, como sus oratorios y óperas, fueron escritas a menudo para interpretarse en una ocasión señalada, como ocurre con las cantatas de Bach, lo que significa que muchas de ellas no se habían escuchado desde hace trescientos años. Una de estas composiciones es el oratorio Juditha Triumphans, que Vivaldi escribió en 1716 para que fuera interpretado por las muchachas del Ospedale della Pietà. Por cierto que este oratorio es el primero de los cuatro que compuso, y el único que se conserva. La obra le fue encargada a Vivaldi en celebración de la victoria de la República de Venecia sobre los otomanos en Corfú, y el libreto de Iacopo Cassetti cuenta la historia, extraída del Libro de Judith, del rey asirio Nabucodonosor, el cual envía a su ejército a Israel para exigir el pago de tributos. El ejército asirio, comandado por Holofernes, pone sitio a la ciudad de Betulia, pero la joven judía Juditha se presenta en su campamento para implorar clemencia. Holofernes queda prendado de los encantos de la joven, la cual, aprovechando que él se echa la siesta, le corta el cuello para regresar a Betulia convertida en heroína (el asunto ya había sido reproducido crudamente unos años antes por Caravaggio).

Interpretaciones recientes han devuelto a este drama toda la vibrante vivacidad que debió tener en el momento de su estreno y que en tiempos posteriores se le había negado. Quién sabe, todavía es posible que aparezca alguno de los oratorios perdidos de Vivaldi, al que imagino en algún ruinoso caserón de Venecia, en medio del desbarajuste de este mundo, escribiendo música que los artistas de hoy (los que también crecen porque lo son de verdad, como Nathalie Stutzmann) nos regalarán cualquier día de estos, a la vuelta del camino.

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La contralto Nathalie Stutzmann y la orquesta de cámara creada por ella, Orfeo 55, interpretan Ombra mai fu, de Xerxes (Handel)




Un fragmento del Stabat Mater (Vivaldi)

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