martes, 30 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 98


EL DELATOR Y DESEO, DE LIAM O’FLAHERTY. DOS CLÁSICOS DE LA NARRATIVA IRLANDESA

Leopold Bloom, el personaje de Joyce, llevaba siempre en el bolsillo una patata en recuerdo de la hambruna que sufrió su país entre 1845 y 1849, cuando más de dos millones de irlandeses murieron de hambre. A esto sucedió una diáspora masiva, sobre todo a Norteamérica, que terminó por mermar la población de la isla, la cual se redujo drásticamente en apenas una década. Dicha hambruna fue consecuencia del régimen de propiedad agrícola impuesto por el imperio británico, para el que Irlanda era poco más que su granero particular. Mientras en las praderas irlandesas los aparceros producían el trigo que debía alimentar a la metrópoli, ellos, que entretanto debían pagar el arriendo a los terratenientes ingleses, dependían totalmente de la modesta patata que cultivaban en pequeños huertos, hasta que una plaga acabó con ella. Las consecuencias fueron múltiples y duraderas, y puede afirmarse que sin ellas no se entendería la Irlanda de principios del siglo pasado (ni quizá la de hoy), de la que es fiel testimonio la obra de otro de los grandes narradores irlandeses de esa época: el aranés Liam O’Flaherty.

Nacido en una de las inhóspitas y remotas islas Aran, en el noreste de Irlanda, la primera lengua de O’Flaherty fue el gaélico, que debió abandonar en beneficio del inglés. Estudió en la Universidad de Dublín y como miembro del ejército británico participó en la Gran Guerra, que le dejó graves secuelas psicológicas de las que tardó en recuperarse, y en las que recayó años más tarde. Como republicano tomó parte en la Revolución Irlandesa y en la guerra civil que la sucedió, y decepcionado por los resultados de la misma, es decir, la partición de Irlanda y la perpetuación del colonialismo inglés en el norte, marchó a California, donde inició su carrera literaria.

O’Flaherty fue de los nacionalistas irlandeses que terminó por adscribirse al comunismo, de lo que resultó una escisión del Ejército Republicano Irlandés, el así llamado “IRA Oficial” (OIRA) que con el tiempo, ya en los años ’80, en los últimos de la vida de O’Flaherty, se convertiría en el actual Páirtí na nOibrithe (Partido de los Trabajadores de Irlanda).

La obra de O’Flaherty es extensa y en gran parte desconocida para el lector en castellano, a quien el nombre de nuestro autor le es conocido por una sola novela, El delator, que se publicó en inglés en 1925 y que dio lugar a dos versiones cinematográficas, la segunda de las cuales fue protagonizada por Victor McLaglen y dirigida por John Ford. De ella existe una moderna traducción que ha editado Libros del Asteroide. Otros títulos de O’Flaherty que en su día fueron editados entre nosotros, como por ejemplo Insurrección y Hambre, están descatalogados, pero a cambio podemos disfrutar de esa pequeña joya que es Deseo, colección de relatos escritos en gaélico que se publicó originariamente en 1953 y de la que existe una reciente edición española a cargo de la editorial Nórdica. A falta del resto de la obra de O’Flaherty, estos dos títulos deben bastarnos como introducción a nuestro autor, tanto más cuanto que los mismos son complementarios, en primer lugar porque corresponden a períodos muy distintos de su actividad creativa, y en segundo porque si El delator nos ilustra acerca de la vida en Dublín, los relatos que componen Deseo se desarrollan en su integridad en el ámbito rural.

El delator transcurre en “esa fétida ciénaga que era la orilla norte del río Liffey”, donde en tiempos vivió la nobleza y que en 1922, cuando sucede la narración, era uno de los suburbios obreros más pobres de Dublín. Francis Joseph McPhillip, ex miembro de una organización revolucionaria armada, reaparece en la ciudad tras varios meses escondido, pues es responsable del asesinato de un dirigente del sindicato agrario. En un comedor popular se encuentra con su amigo Gypo Nolan, con el que participó en diversas actividades subversivas y que ha sido expulsado de la organización a causa de su indisciplina y sus acciones delictivas. Tras el breve encuentro, Gypo se presenta en la comisaría para denunciar a su amigo y cobrar las veinte libras de recompensa. Cuando McPhillip acude a la casa de sus padres, donde será sitiado por la policía y donde finalmente caerá muerto, Gypo inicia una noche de juerga que le llevará a varias tabernas y a un burdel, mientras otros miembros de la organización, a las órdenes del comandante Gallagher, que sospecha que él es el delator, le siguen los pasos. Obviamente la novela tiene tientes policíacos que no conviene desvelar aquí, pero también una carga social que constituye el mayor acierto de la misma y que le otorga gran valor como documento de la vida en los barrios obreros de Dublín y de la naturaleza de la insurrección armada que se desarrollaba en esos años.

A estos rasgos, el policíaco y el político-social, la novela añade un tercero tomado de la narrativa popular. Y es que el protagonista, Gypo Nolan, al que figuradamente da el narrador el título de “gigante”, es en verdad un gigante que parece extraído de las sagas y leyendas épicas, un ser de fuerza física sobrehumana y sorprendentemente resistente al alcohol, lo que en su caso no va acompañado de una inteligencia equiparable. Gypo es en efecto un sujeto de cortos alcances, un genuino producto de esa calle Titt en la que se desarrolla la mayor parte de la acción. Y sin embargo al lector no le cuesta identificarse con este hombre cuyo exterior brutal esconde un buen corazón que de muy poco habría de servirle en ese entorno. Sin horizonte alguno, más allá de la supervivencia diaria, Gypo, como los demás, es un marginado que une a sus miserias intelectuales y económicas, como miembro de una sórdida subclase social, su alejamiento de la organización revolucionaria, único medio de adquirir alguna clase de respetabilidad. A él se opone el comandante Gallagher, hombre de arraigadas convicciones que encarna un incierto orden pero también unas inclinaciones autoritarias, así como la figura del padre de su amigo, trabajador de la construcción y disciplinado socialista que, aun viviendo también en la calle Titt, ha ascendido un peldaño en la escala social, lo que le ha permitido dar alguna educación a sus hijos, especialmente a Mary, uno de los pocos personajes a los que parece quedar todavía un futuro cuando concluye esta amarga y emocionante novela.

A otro ámbito bien distinto pertenecen las narraciones reunidas en Deseo, único libro que su autor escribió en gaélico y que muchos consideran la mejor obra literaria escrita en esa lengua. Son relatos de dimensiones variadas, algunos de un par de páginas, y en conjunto vienen a ser un muestrario de la atrasada y paupérrima Irlanda rural. Deseo, por cierto, no es sólo el título del primero de ellos, sino también el tema común, podría decirse el hilo conductor, de la mayoría de los que componen el volumen. La referencia social continúa presente, pero esta vez en segundo plano, y con respecto a El delator cobra protagonismo aquí el aire de narración popular, lo que es visible en el hecho de que además de los hombres y las mujeres de las duras tierras de Irlanda, sean también animales los que requieren la atención del autor. Por estas páginas, en efecto, desfilan halcones, vacas, cerdos y ratones, todos ellos personajes principales, como es corriente hoy en los documentales dedicados al medio ambiente, de la desesperada lucha por la vida. Eso por no hablar del omnipresente paisaje que de manera sutil recrea O’Flaherty y que acaba por resultarnos familiar: un paisaje de acantilados, playas y verdes praderas, en el que naturalmente representa también su drama cotidiano la población humana, toda ella deseosa de algo, como el niño que protagoniza el relato que da título al libro, por primera vez, “con miedo, pesar y alegría”, a las puertas del inmenso mundo; o como la muchacha que descubre la lujuria al verse reflejada a sí misma en el agua de una charca. El orden en el que aparecen los relatos nos permite adentrarnos progresivamente en los afanes y anhelos de esta humanidad habitante de una región apartada, y que por eso mismo parece vivir más intensamente sus esperanzas y sus decepciones. Y entre ellos cabe destacar dos relatos magistrales: la historia de amor que es El roce, y el último de ellos, La estafeta, en el que por única vez aparecen personajes ajenos a la geografía irlandesa y que viene a cerrar el libro con una bienvenida nota de humor. Digno final para esta breve introducción a la obra de un autor que sin grandilocuencia ni sentimentalismo supo plasmar el carácter de su maltratada gente y de su tierra.

martes, 23 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 97


Les affaires sont les affaires,
Théâtre du Vieux-Colombier, 2011
OCTAVE MIRBEAU: ÉTICA Y ESTÉTICA DE UN HOMBRE LIBRE

“Que un diputado, o un senador, o un presidente de la República, o el que sea, entre todos los farsantes que reclaman una función electiva, cualquiera que sea, encuentre a un elector, es decir, a un ser fantástico, al mártir improbable que os alimenta con su pan, os viste con su lana, os engorda con su carne, os enriquece con su dinero, con la sola perspectiva de recibir, a cambio de esas prodigalidades, golpes en la cabeza o patadas en el culo, cuando no son golpes de fusil en el pecho, verdaderamente, todo eso supera las nociones, ya muy pesimistas, que tengo sobre la estupidez humana en general, y la estupidez francesa en particular, nuestra querida e inmortal estupidez”.

La frase anterior no es la invectiva de un decepcionado votante de François Hollande; ni la salida de tono, redactada hoy mismo, que cabría esperar en un indignado con causa, de esos a los que nuestros periódicos tildan de “extremistas antisistema”. Lo anterior fue escrito hace ciento diez años, pertenece a un texto titulado La huelga de los electores y su autor, Octave Mirbeau, que ejerció de periodista y de dramaturgo, lo fue también de algunas de las novelas más radicalmente libres y sugerentes, y en gran parte desconocidas, de la literatura francesa.

Adentrarse hoy en la obra de Mirbeau equivale a reconocerse y a reconocer nuestro mundo, visto en la nítida y vibrante imagen de un espejo tan querido e inmortal como la estupidez de la que nos habla, un espejo satírico que refleja nuestra contemporaneidad y en el que podríamos comprobar, si quisiéramos, que hemos cambiado mucho menos de lo que nos gusta creer o aparentar, y que si nos resulta algo menos incómodo es gracias al humor que afortunadamente a Mirbeau nunca le faltó. Fue el Juvenal de su tiempo, que como queda dicho es también el nuestro, y como tal fue admirado por Tolstoi, Mallarmé, Apollinaire y Zola. Pero hay además un no sé qué en Mirbeau sin lo que no se explicaría la Francia que más tarde fue venerada por los rebeldes de varios continentes y que hoy parece también caída en desgracia, la de Sartre y Camus, que era igualmente la de los exilios del resto del mundo, la de los chansonnieres, la Nouveau Roman y la Nouvelle Vague, un no sé qué, precisamente, que no es otra cosa sino el perfume de las cosas nuevas, un perfume hoy ausente de nuestro olfato y que sin embargo podemos evocar en algunos tarros que guardan celosamente, a la espera de mejores tiempos, sus esencias. Así sucede con los libros de este autor que escribió que “en el arte, la precisión es la deformación; y la verdad, una mentira”.

Mirbeau nació en Normandía, como Erik Satie, y como éste pronto marchó a París, donde fue secretario del diputado bonapartista Dugué de la Fauconnerie. París fue una dura escuela para Mirbeau, que durante largos años debió ser colaborador involuntario en la prensa reaccionaria de la época y “negro” de diversos editores, para los que escribió una docena de volúmenes, entre novelas y nouvelles. Por esas fechas empieza a editar su propia revista: Les Grimaces. Expulsado de la redacción de Le Figaro, como antes lo había sido de un colegio de jesuitas, no es hasta 1884 (ya cercano a la cuarentena) cuando Mirbeau extrae de su propia experiencia el asunto del que sería la primera novela publicada bajo su nombre, El Calvario, en la que narró su atormentada y tortuosa relación con una mujer de vida alegre, Judith Vimmer, a la que dio el nombre ficticio de Juliette. A partir de entonces nuestro autor empezó a hacerse un nombre en los círculos literarios y sobre todo en la prensa, lo que le permitió consagrar su pluma a sus dos principales campos de interés: la justicia social y la promoción de nuevos artistas.

De estos años data su amistad con el geógrafo Élisée Reclus, quien se había destacado por su participación en la Comuna y con el que coincidiría en diversas actividades de inspiración anarquista. En esa época escribe su “drama obrero” Los malos pastores (1897), que fue estrenado por Sarah Bernhardt y Lucien Guitry, y redacta el prólogo de La sociedad moribunda y la anarquía, libro de Jean Grave por el que su autor sería acusado de incitación al terrorismo y condenado a prisión. Sin embargo, la obra de crítica social escrita por Mirbeau que alcanzó mayor éxito fue la comedia Los negocios son los negocios (1903), cuyo protagonista, el inmoral y omnipotente Isidore Lechat, se ha convertido en el arquetipo del empresario moderno.

Mientras tanto, y desde 1884, Mirbeau venía publicando en la prensa artículos sobre arte que acabarían cimentando su prestigio en Francia. Se convierte en divulgador de la obra de Gauguin, Rodin y Monet, y en el principal promotor de los Nabis. A su amistad con los artistas de su tiempo, unía Mirbeau una mirada intuitiva para comprender y valorar la calidad del arte, el cual por sí solo no era nada, ya que, más allá del talento o la técnica, toda representación debía obedecer a una visión previa o simultánea del mundo real. Así se explica que “un pintor que no sea más que un pintor, nunca será sino la mitad de un artista”. Pues éste en efecto debe ser capaz de expresar con su arte el conocimiento de las tensiones, las luchas, las energías, los desengaños y las esperanzas del hombre. De este modo las dos pasiones de Mirbeau se confunden en una sola, la cual, de encarnarse en alguien, lo haría sin duda en Van Gogh, a quien dedicó la que acaso es su mejor novela, y cuya obra rescató pacientemente, con sus artículos, del olvido en que se encontraba.

Después del éxito de la ya mencionada El Calvario, las siguientes novelas de Mirbeau son también autobiográficas: El Abate Jules (1888) cuenta la historia de un enigmático sacerdote vista a través de los ojos de un adolescente, el cual no logra entender el perpetuo desgarro del protagonista entre sus necesidades carnales y sus convicciones religiosas, como tampoco su rebelión contra la Iglesia y contra una sociedad opresiva y sofocante. Sébastien Roch (1890) no se aleja del mismo tema, y muestra el trauma que supuso para el autor su estancia de “cuatro años de infierno” en el colegio jesuita de Saint-François-Xavier de Vannes, en el que la violación de los alumnos constituía una práctica corriente. Desde la perspectiva de Mirbeau, la educación en los centros religiosos no es más que el inicio de un proceso de “putrefacción de las almas” que deberá continuar en el ejército y alcanzar su culminación en la llamada democracia, instituciones todas ellas que este libro cuestiona radicalmente por medio de la conmovedora pérdida de la inocencia de un niño.

A esa sociedad, con sus derechos implacables a juzgar y castigar, se refiere también en Memoria de Georges el amargado (1899): “Muchas veces me he preguntado a consecuencia de qué deformaciones morales, de qué aberraciones intelectuales, aquellos a quienes la pretendida sociedad delega sus derechos arbitrarios de juzgar y castigar tienen todos un aire de parentesco físico, un parecido material que hace que, en los últimos dos mil años, todos los rostros de jueces sean semejantes, y lleven las mismas siniestras taras de iniquidad, ferocidad y crimen”. Lo que muy bien sirve de fondo a la historia de esta nouvelle protagonizada por un hombre vulgar o como Mirbeau dice: “una larva”, un cajero parisino que frente a la opresión que padece sólo encuentra alivio en la vida interior.

De un poco antes (1892-1893) es esa obra magistral que se llama En el cielo con la que Mirbeau intentó penetrar en la conciencia atormentada de un hombre absorbido por su actividad creativa. Publicada por entregas en L'Écho de Paris, y que su autor nunca llegó a ver en forma de libro, En el cielo es una obra abiertamente vanguardista construida con una estructura en abyme y un desprecio absoluto hacia las formas tradicionales de novelar. En ella, un primer narrador hace un viaje para visitar a su viejo amigo, X…, que “vive en una vieja abadía colgada en la cima de un pico”. El anfitrión es un personaje trastornado con el que apenas logra comunicarse, pero que parece ser víctima de alguna perturbación causada por la belleza y la soledad del entorno, y en especial por el cielo estrellado, tan aparentemente próximo y vivo desde las alturas en que habita. De él recibe el narrador un manuscrito que constituye el cuerpo principal de la novela, un texto autobiográfico en el que en un momento determinado aparecerá el pintor Lucien, anterior ocupante de la abadía y que no es sino un trasunto de Van Gogh, que habría pintado en ese mismo lugar su Noche estrellada. En esta novela vuelve a desarrollarse el concepto de esa vida larvaria ya aludido, para el que aparece como alternativa la autoexigencia del hombre creador, exigencia que le llevará a elevarse hasta la cima de su arte, pero también hasta la locura y la muerte. Por ella transitan los pensamientos de Pascal, una teoría estética basada en el “ver, sentir, comprender” y una profunda reflexión sobre el papel del arte.

Jeanne Moreau en
Diario de una camarera
El Caso Dreyfus, que conmocionaría Francia en el cambio de siglo, agudizó el pesimismo de Mirbeau y a la vez le invitó a refugiarse en esa activa vida interior a la que se había referido en sus obras. De ello fue producto una especie de trilogía que la crítica de su época juzgó como libertina: El Jardín de los suplicios (1899), Diario de una camarera (1900) y Los 21 días de un neurasténico (1901), obras que oscilan entre el erotismo y la sátira social, de las que la segunda inspiró una excelente versión cinematográfica de Buñuel, y otra, la tercera, sólo parcialmente ha sido traducida al castellano. Tras eso, hastiado de las limitaciones que le imponía la narrativa tradicional, Mirbeau culminó su carrera novelística con dos libros inclasificables, el primero de los cuales,  628-E8 (1907), está protagonizado por su coche, un Charron cuya matrícula da título a la novela, que es quizá uno de los mejores y más originales libros de viajes que se han escrito y que incluye un impresionante relato de la muerte de Balzac, y el segundo, Dingo (1913), que no pudo concluir y que tiene por protagonista a su perro.

La obra de Mirbeau se ha publicado entre nosotros de manera dispersa y resulta a menudo inencontrable, cosa que empeora si nos referimos a su teatro y sobre todo a esa comedia, Los negocios son los negocios, que hoy sería de éxito seguro en cualquier escenario. Entre las líneas de estas páginas es fácil adivinar mucho de lo que vendría más tarde, desde el mejor Louis-Ferdinand Céline hasta Thomas Bernhard, y seguramente no poco de lo que está por escribir y que será también producto tanto de la indignación hacia los poderosos como de la alegría que aún deben proporcionarnos el arte y la vida.

sábado, 20 de abril de 2013

DISPARATES / 68

Carl Gustav Carus,
Alta montaña, 1824
ALEMANIA, 1800-1939: ROMANTICISMO O BARBARIE

Los dioses alemanes, como es sabido, son forjadores de temibles anillos, símbolos de riqueza y de compromiso, pero también de poder político, lo que ha venido a recordarnos el actual bicentenario del nacimiento de Richard Wagner. La devoción de sus fieles no la miden estos dioses ni a través de la fe irracional ni de las suntuosas ceremonias medio paganas que, producto de la influencia griega y asiática, son tan comunes, todavía hoy, en las exaltaciones religiosas del sur de Europa, sino de la productividad. Este fruto de la religión alemana (por otro nombre Kultur) requiere lo que desde hace dos siglos se llama “mercado”, es decir, un conglomerado de territorios poblados por seres inferiores cuya atrasada religión les impide competir en productividad, a la vez que les convierte en eficientes compradores de productos alemanes. Esa inferioridad que antes era racial y ahora es tecnológica actúa sobre Europa con el mismo propósito. Hace ochenta años Adolf Hitler cerró las fronteras comerciales del Reich, lo que redujo las opciones de la industria de su país a una sola: la conquista militar. Hoy Alemania sigue la estrategia contraria, que consiste en abrir sus fronteras sirviéndose para ello de una moneda común, a fin de imponer su excedente de productividad por medio de la conquista financiera.

Este imperialismo comercial, estos anillos que unen y subyugan a la gente, no han existido siempre, como tampoco ha existido siempre Alemania. La Kultur se creó a ritmo de marcha, la de los ejércitos napoleónicos a su paso por las tierras germánicas. La dividida Alemania reaccionó unificándose y dando los primeros pasos en el establecimiento de una civilización propia. Así, Madame de Stäel, ya antes de la desbandada del ejército francés, pudo escribir su De l’Allemagne, ensayo en el que se atrevió a cuestionar la superioridad del Clasicismo y de las Luces francesas, todo ello desbaratado por el entusiasmo de las nuevas literatura y filosofía alemanas. La Kultur surge como insurrección intelectual, y luego armada, contra el invasor; pero también como factor aglutinante de la nueva nación. De ello fue testimonio el llamado “Levantamiento de los Poetas”, al que se debe la invención de la tradición alemana moderna. Si la ocupación napoleónica pudo promover el desenvolvimiento de esta Kultur en el contexto político de las primeras experiencias románticas, el ascenso del nazismo, en lo que creíamos el otro extremo de la cronología, desató su dimensión trágica. A todo ello se refiere la exposición De l’Allemagne, 1800-1939. De Friedrich à Beckmann, que puede verse en el Louvre hasta el 24 de junio.

Compuesta por más de doscientas obras, la exposición propone una reflexión alrededor de los grandes temas que estructuran el pensamiento alemán, desde el paisajismo de Caspar David Friedrich hasta las experiencias vanguardistas de Paul Klee, Otto Dix y Max Beckmann, entre otros. Según los comisarios de la exposición, “desde finales del siglo XVIII hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial, la historia alemana está marcada por la difícil construcción de su unidad política en el marco de una Europa de naciones que también buscaban su lugar. Multiconfesional, geográficamente discontinua, víctima de veleidades fronterizas, y de contextos políticos y culturales muy diferentes, a veces antagónicos, Alemania debía hacer emerger la unidad subyacente al conjunto de sus territorios, lo que incluía Baviera y el Báltico, Renania y Prusia”. Una unidad territorial, añadimos nosotros, que sólo ha podido completarse a finales del siglo XX, y cuya expresión artística queda por ello fuera de los límites impuestos a la exposición, lo que acaso sea un error de bulto, pues nos priva de la visibilidad del presente alemán.

Esta omisión obedece seguramente a una corrección política que gusta en Francia cuando se trata del poderoso vecino, y que presenta su Kultur como un episodio fugaz o como un proceso ya concluido, arrumbado felizmente en los desvanes de la historia tras la barbarie nazi. Si la exposición no nos informa de lo hecho por el pensamiento y el arte alemán en los últimos ochenta años es tal vez porque se sobreentiende que quien quiera buscar tales cosas debe acudir a los talleres de diseño de Siemens o Volkswagen, o a las oficinas del Deutsche Bank, ignorando que tal pensamiento subsiste más allá de la dichosa productividad alemana, por ejemplo en la obra de autores como Günter Grass, uno de los intelectuales más críticos, por cierto, con la actual Alemania. Y es que mucho antes de que la productividad germánica se convirtiera en un problema para el resto de Europa, ya lo era para los propios alemanes, a quienes no se les dio a elegir. Privada de este arte y pensamiento contemporáneos, la exposición nos ofrece a cambio una excepcional muestra de aquellos otros que fueron ferozmente críticos en los inicios del siglo XX, cuando artistas, filósofos y poetas denunciaron los desmanes de la productividad ilimitada y del imperialismo militar a ella asociado, y también de aquel arte y pensamiento de cien años atrás (cuya naturaleza crítica no por menos evidente resulta ser menos cierta) que fue el Romanticismo.

Rosa Llorens, cuyas reseñas cinematográficas y comentarios de la política catalana pueden leerse en la prensa francesa, ha hecho un interesante análisis al hilo de esta exposición. Según ella, el homo calculator es el artífice de la Kultur y la productividad alemana, para el cual “no existe más criterio que el de la maximización de sus intereses económicos”, de lo que se desprende que “todos los homines calculatores se enfrentan entre sí con el único horizonte del aumento de la producción material en un movimiento sin fin”. Y añade: “Hace dos siglos, los románticos ya entendieron la absurdidad y los peligros de tal teoría, y trataron de regresar a una sociedad basada en el hombre y en los valores propiamente humanos, que son valores simbólicos”. En efecto, “el hombre no es una mónada; nace en una familia, en un territorio, en una nación unida por tradiciones culturales milenarias. Prolongándose en sus ancestros y en sus hijos, el hombre romántico busca un sentido a su vida que le permita salir de su finitud individual, la Naturaleza y su sentido sagrado, es decir, lo que le sobrepasa y al mismo tiempo le hace participar de un Todo cósmico”. Se trata ciertamente de una de las visiones posibles del Romanticismo, la cual constituye una eficaz réplica a la visión que de la Naturaleza tenía Goethe, pues si éste representaba a la misma de manera científica, Friedrich opta justo por lo contrario, “invitándonos a cerrar los ojos físicos para abrir los del alma”, de modo que en sus cuadros los paisajes son verdaderamente estados del alma, así como expresión de una filosofía de vida.

Max Beckmann,
El infierno: La vuelta a casa, 1919
El homo calculator, naturalmente, no es exclusivo de Alemania, pero sí ha tenido la suerte de encontrar en ella un terreno abonado. Abonado por la piedad calvinista, para la cual la palabra de Dios no es sólo mensaje de alegría, sino también Ley. Y abonado por una todopoderosa industria que se erigió en aristocracia en lugar de la vieja nobleza de los pequeños estados que la precedieron, y que más tarde también se erigió en “alma alemana” (Deutscher Seele) en lugar de los filósofos y los poetas. Esta nueva especie (in) humana ha surgido de la hibridación del poderío industrial y militar norteamericano, de la productividad a ultranza del enemigo vencido y hoy amigo alemán y de la ideología que los sustenta a ambos: el neoliberalismo. Sus excedentes de beneficios se han convertido en poder financiero, el cual no ha aprendido nada de la crisis de 2008 y hoy sigue extendiéndose a la velocidad de un virus informático. El nuevo ente encuentra en su camino hacia la uniformización mundial, en el que cada territorio estará sometido a un reparto de tareas (unos dedicados a surtir de mano de obra barata; otros, al consumo) un solo obstáculo: precisamente el de aquellos valores tradicionales basados en el hombre a los que se adhirió el Romanticismo. La derrota de éste, en beneficio de la técnica, la productividad y la deshumanización es un capítulo negro de la historia que la exposición del Louvre sólo empieza a contar, y que termina por omitir prudentemente, es decir, políticamente. Porque en última instancia lo que se nos sugiere es que fueron los sueños del Romanticismo los que engendraron a los monstruos, cosa que viene a constituir una especie de moralizante final feliz. Moralizante, aunque inverosímil, ya que sabemos que la historia continúa y que a los monstruos de la esvástica, que hipócritamente decoraron sus salones y los de los magnates de la industria con un arte romántico que para ellos no era más que propaganda, han sucedido otros nuevos. Al contrario de lo que se nos quiere hacer creer, es posible que “en la miseria cultural de nuestro tiempo, se pueda envidiar la riqueza espiritual de aquella protesta que fue el Romanticismo”, como escribe Rosa Llorens, “protesta que fue ahogada por el productivismo y la especulación científica de la Revolución Industrial, pero que puede servir de modelo a nuestra voluntad de resistir contra la cínica brutalidad de la globalización”.

Esos románticos de hace doscientos años decían a su manera que otro mundo es posible, comentario al que los vanguardistas del siglo XX añadieron otro no menos vigente: que este mundo es imposible. Pues sabemos que el tiempo de la Kultur aún no ha llegado a su fin y que hasta los mismos dioses son esclavos de los pactos y de los conflictos que ellos, con sus anillos, han sellado.

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De l'Allemagne 1800-1939. De Friedrich à Beckmann

lunes, 15 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 96


DOS NOVEDADES DE DYLAN THOMAS Y JEAN-PHILIPPE TOUSSAINT EN EL ESTRENO DE LA EDITORIAL SIBERIA

Aunque la palabra “amor” figura en el título de estos dos libros con los que inaugura su catálogo la editorial Siberia, más bien habría que entender que el tema de los mismos es el desamor, el cual, por mucho que se diga, no es el contrario de aquél, sino su complemento. La novela de Toussaint no oculta su vocación por el desamor, y por su parte las cartas de Dylan Thomas, pese a que en efecto tratan el tema del amor en todos sus posibles registros, desde el sarcástico hasta el apasionado, acaban siendo también de desamor si se sitúan en el contexto en el que fueron escritas, como sabemos por otras fuentes.

En la primavera de 1953 Dylan Thomas se encontraba en Nueva York, realizando una de sus ya habituales giras de recitales poéticos por las universidades de Estados Unidos. Por aquellos días solía acabar su jornada en la taberna White Horse, que todavía hoy, convertida en un museo dedicado a su memoria, se halla en el 567 de la Hudson Avenue, en Brooklyn, no muy lejos de Greenwich Village y a pocos metros del Hotel Chelsea, donde se alojaba. Un lugar ideal para superar su record de ingesta de whisky y reclutar a sus amantes ocasionales. Por entonces Dylan estaba enfrascado en la redacción de su obra para la radio Under Milk Wood (Bajo el bosque lácteo), que se desarrollaba en la ficticia localidad galesa de Llareggub y que incluía diversos episodios surrealistas en los que venía trabajando desde hacía un año. El encargo de la supervisión de los textos de la obra había recaído sobre Lizz Reitell, quien era asistente del profesor John Malcolm Brinnin. A este hombre se debía la organización de aquella gira poética que para nuestro autor habría de ser la última, y también, andando el tiempo, uno de los testimonios más sinceros del carácter y el modo de vida de Dylan, el libro Dylan Thomas in America: an intimate journal, que se publicó en 1955. Desde su gira anterior, Dylan era amante de Lizz Reitell, lo que no le impedía enviar desde Nueva York frecuentes y desesperadas cartas de amor a su esposa Caitlin, que se encontraba en la ciudad galesa de Laugharne con los tres hijos de ambos. Dicha ciudad, que a Dylan le había servido de inspiración para el Llareggub de Bajo el bosque lácteo, con su señorial castillo del siglo XII, ocupaba un destacado lugar en su memoria, pues en él había pasado un período de relativa calma conyugal con Caitlin.

Probablemente, decir que Dylan Thomas fue un inadaptado no es decir mucho. El personaje está aureolado de un romanticismo que a veces recuerda a otros poetas propiamente del siglo romántico, e incluso de ese tiempo en el que no faltaron los hombres de letras con una desbordante energía vital que fue el Barroco. Los amigos de Dylan aconsejaban a éste que se hiciera psicoanalizar, lo que posiblemente habría sido un beneficio para su salud y un perjuicio para su escritura. Y es que basta leer el mencionado Bajo el bosque lácteo, o el libro de poemas Muertes y entradas, para vislumbrar en su autor esa cosa indefinible e indomable que se llama genialidad y que tal vez sólo puede atesorarse a costa de la vida, o al menos del orden de la vida. Desorden y genialidad que están presentes en estas cartas, como su extraordinaria sensibilidad y, por supuesto, su desmesura alcohólica. De dicha desmesura murió Dylan, tras beberse de una sentada dieciocho whiskys. Su esposa Caitlin acudió desde Gales para asistir a sus últimas horas, tras lo cual sufrió un ataque psicótico y fue recluida en un hospital psiquiátrico, de todo lo cual (como de la incredulidad que le asaltaba al leer estas cartas) dejó constancia en Caitlin: Life with Dylan Thomas, libro que se editó en inglés hace unos años y que reúne una serie de entrevistas que en los años ’80 le hizo el periodista George Tremlett. La trayectoria posterior de Caitlin también iba a ser novelesca, y en el fondo un testimonio de la tragedia de ambos, dos personas que no podían vivir juntas. Ni tampoco separadas.

Precisamente de una separación trata la novela Hacer el amor, en realidad una nouvelle de ciento veinte páginas que el belga Jean-Philippe Toussaint escribió en 2002 y que representa la primera entrega de lo que por ahora es una trilogía alrededor del personaje de Marie, ciclo que ha continuado con Fuir (2005) y La Vérité sur Marie (2009). Toussaint es uno de los autores más relevantes de las actuales letras francesas y entre otros ha recibido el Premio Médicis, que le fue otorgado por Fuir. Su obra se ha publicado en castellano fragmentariamente, por decir algo, y así por ejemplo de la última obra mencionada existe sólo una edición argentina, mientras que su ensayo La mélancolie de Zidane, que se refiere líricamente al cabezazo que este futbolista propinó a un rival en la Copa del Mundo de 2006, permanece inédito.

Si Fuir trata de una pareja en estado de disolución en la que ella, Marie, envía a su esposo de viaje a China mientras ella se encarga del funeral de su padre, en Hacer el amor Marie y su novio, que también ejerce de narrador, por motivos laborales viajan a Tokio, donde pasean, hacen el amor y sobre todo se despiden, porque desde el principio del relato queda claro que su relación ha concluido. “Nos amábamos pero ya no nos soportábamos más”, escribe el narrador, cronista de la angustia y la soledad propias y las de Marie, y que oscila entre el deseo de “que el tiempo se detuviera en ese momento, en aquel restaurante de Shinjuku donde nos sentíamos tan bien, cálidamente envueltos en la ilusoria protección de la noche”, y la expectativa de “que llegara ese terremoto tan temido, que sobreviniera al instante, en aquel preciso segundo, y que lo hiciera desaparecer todo allí mismo, ante mis ojos”.

En la narración tiene una presencia propia la ciudad de Tokio, con su lluvia, su nieve y sus luces de neón, lo que da pie al autor a intercalar precisas descripciones que recuerdan a la Nouveau Roman y que aquí vienen a representar una suerte de extrañamiento social que agudiza la soledad de los personajes. La ruptura se desenvuelve como el fluir del agua, omnipresente en forma de lluvia, y también protagonista en la escena en que el narrador, tras deambular por los pasillos del hotel, disfruta de su baño nocturno en la piscina que se encuentra en la terraza del mismo, donde tiene la ciudad a sus pies y puede sentirse, efímeramente, “en el corazón del universo”. Así, tras la ternura, la violencia y la crudeza de sus encuentros con Marie, la experiencia del narrador se convierte en la pérdida de uno mismo como otro, y a la vez en una escapada y un retorno al propio ser.

La prosa de Toussaint es densa, austera y sensual, y al mismo tiempo contiene ecos del otro ámbito de su actividad creativa, la escritura de guiones y la dirección cinematográfica, de la que son producto obras como Monsieur y La patinoire, ninguna de las cuales (salvo error) ha sido vista en España. En realidad, Toussaint es de los pocos autores contemporáneos en cualquier lengua que pueden alardear de poseer un estilo propio y reconocible en el acto, estilo frío y desgarrado que atraviesa cada una de estas páginas, dominadas por un sentimiento crepuscular, profundamente íntimo y de extremada coherencia.

Escribió Umberto Eco que “por cada pequeña editorial que crece y pierde su libertad nace otra pequeña, y esta dinámica garantiza al universo del libro una continua renovación de energías”. Renovación arriesgada y más que necesaria en nuestro tiempo, de lo que son prueba estos títulos, magníficamente traducidos y editados, con los que Siberia inaugura un catálogo que se anuncia prometedor.

lunes, 8 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 95


NIKOLÁI LESKOV, NARRADOR DE LA VIEJA RUSIA

La nómina de autores rusos de finales del siglo XIX es tan extensa, variada, y de una calidad tan poco común que no es extraño que algunos de ellos hayan quedado en la sombra, igualmente olvidados por los estudiosos como por el lector corriente. Este es el caso de Nikolái Leskov, del que cualquier aproximación a su obra, sea a las novelas o a sus numerosos relatos, produce una sensación de perplejidad por el desconocimiento que aqueja a su nombre, un desconocimiento que ahora el lector en castellano puede subsanar gracias a algunas recientes ediciones.

El olvido ya lo sufrió Leskov en vida, principalmente por causas políticas, lo que le convirtió pronto en uno de esos autores cuya obra no se basta por sí sola para alcanzar el reconocimiento debido, y que por lo mismo están necesitados de defensores ajenos a filias, fobias y camarillas, que son a fin de cuentas las que dictan las modas también en materia literaria. Leskov los tuvo, y si en primer lugar fue el propio Tolstói el que todavía en vida de nuestro autor reclamó atención a su obra, más tarde, ya en la Rusia soviética, fue Gorki quien se ocupó de él en un ensayo de 1923 que sirvió para que a Leskov se le tuviera en cuenta en la URSS, donde la edición de sus obras completas le permitió ejercer, durante décadas, una notable influencia.

Como Turguénev, Leskov era natural de la provincia de Oriol, una de las más atrasadas del imperio ruso, a cuya aristocracia pertenecía su madre, miembro de una vetusta familia venida a menos. A los dieciséis años tiene que abandonar los estudios e ingresa como escribiente en el cuerpo de funcionarios, y luego, al servicio de su tío, se convierte en guía de los campesinos que acuden a colonizar la región del Volga. Esta experiencia, junto al recuerdo de una niñera que en su infancia le contaba historias que eran “unas veces como el dulce almíbar añadido a la jalea ácida de la vida, y otras como la imprescindible mostaza con que se aderezan sus partes más groseras”, determinaron su futuro como escritor, así como los diversos tonos, a menudo enraizados en lo popular, con que confeccionaría su obra.

En San Petersburgo ejerció el periodismo, y es allí, en 1862, cuando inicia su carrera literaria. Una carrera accidentada, pues si en sus inicios fue repudiado por los librepensadores y la prensa progresista y honrado en cambio por las autoridades, la publicación en 1878 de su obra satírica Pequeños detalles de la vida episcopal le haría merecedor hasta el fin de sus días de la inquina del estado zarista, que terminaría condenando sus libros a la hoguera. A las primeras obras de Leskov, entre ellas Sin salida y Enemigos mortales, se refiere Gorki como ejemplos de una literatura que perseguía denunciar el nihilismo de la época, especialmente extendido entre los jóvenes, “ansiosos por salir cuanto antes de la ciénaga estancada y putrefacta que había sido la vida rusa”. Al nihilismo que identificaba opresión con tradición y que rechazaba por ello en su totalidad la cultura heredada, Leskov oponía un espiritualismo que tenía su origen en los Evangelios y en el folclore de los campesinos rusos, los cuales se las habían arreglado para conformar una cultura propia durante el largo período en que estuvieron sometidos al régimen de servidumbre. Ello explica que en sus narraciones abunde el personaje del tosco campesino, con la inteligencia y el buen corazón del pueblo llano, representante de un grupo social hacia el que, con ánimo de transformarlo, acabaría por volcarse la intelectualidad de la época. En el caso de Leskov, al que tal vez pueda atribuirse el “descubrimiento” de tal personaje y de su valiosa cultura popular, el protagonismo de éste se completaría más adelante con una actitud crecientemente anticlerical y tenazmente crítica con las autoridades zaristas, lo que le valdría la ya aludida inquina que debió soportar al final de su vida.

Lady Macbeth de Mtsensk (1865) es sin duda el relato más conocido de Leskov, lo que obedece a razones extraliterarias y en concreto a la adaptación del mismo que para la ópera hizo Dimitri Shostakovich. La versión musical es bastante fiel a la narración de Leskov, y curiosamente corrió una suerte similar a la de éste, pues si en un principio la obra de Shostakovich fue bien acogida e incluso aclamada como “la primera ópera soviética”, a causa de su argumento no tardaría en caer en desgracia, tachada de pornográfica y prohibida durante treinta años. Cuenta la historia de Katerina Izmailova, una joven sin estudios ni experiencia que ha sido casada con un maduro comerciante y que además debe convivir con el anciano padre de éste. La pobre Katerina se marchita en vida hasta que conoce a un guapo mozo, Serguéi, un donjuán por el que experimentará en el acto una pasión arrebatadora. Privada de otros recursos para conservar junto a sí al joven, la protagonista recurrirá al crimen, y esto más de una vez, en medio de una asfixiante atmósfera provinciana en la que nuestra asesina en serie sólo encontrará a una confidente: la sonrosada cocinera Axinia. El relato es crudo y posee como es obvio un fuerte contenido social, además de una violenta denuncia de la condición femenina bajo el régimen de los zares. En 1966 se filmó una versión cinematográfica, que fue protagonizada por la soprano Galina Vishnévskaia. Y de 1992 es una segunda, esta vez para la televisión, producida en Alemania y dirigida por Petr Weigl.

A otro género enteramente distinto pertenece la novela El peregrino encantado (1873), en la que Leskov nos muestra a uno de sus héroes rústicos más logrados, Iván Severiánich, protagonista de una narración en la que se mezclan acrobáticamente la picaresca, el relato de la vida de los santos y las historias tomadas del acervo popular. Se comprende leyendo este libro que Gorki llamara a su autor “el más original de los escritores rusos, ajeno a cualquier influencia del exterior”, afirmación a la que sin embargo cabe hacer una salvedad: pues si es cierto que no se encuentra fuera de la rusa una combinación de caracteres como la presente en esta novela, también lo es que aquí hay mucho no sólo de esa picaresca que tan familiar es al lector en español, sino también del no menos familiar libro de caballerías, y en concreto del Quijote, obra ésta última con presencia indudable en toda la obra de Leskov. Este Iván Severiánich es uno de los pasajeros del barco que hace la travesía del lago Ladoga, el cual entretendrá a sus compañeros de viaje con la narración de sus extraordinarias aventuras. Y es que este hombre, en la búsqueda de un sentido a su vida, ha ejercido de cuidador y comerciante de caballos y de niñera; ha sido cautivo de los tártaros en la estepa, soldado en el Cáucaso y actor especializado en el papel de Demonio. La trayectoria que nos narra es la de un aventurero, pero también puede leerse como la extravagante persecución de un ideal espiritual que sirve para mostrar un completo cuadro de la Rusia de la época, de las costumbres, de las supersticiones, de las servidumbres y en especial de la difícil y siempre ardua supervivencia en los márgenes de la sociedad. De todo lo cual forma parte la imprescindible (e inolvidable) historia de amor, que el narrador protagoniza trágicamente con una bailarina gitana.

En Una familia venida a menos (1874) Leskov vuelve a presentarnos otro de sus retratos de mujeres, el cual adquiere aquí un tinte abiertamente feminista. Pues si bien la novela está concebida (así lo indica su subtítulo), como la crónica familiar de unos príncipes, los Protozánov, la protagonista absoluta de la misma no es otra que Varvara Nikanórovna, quien al enviudar en plena juventud se encuentra dueña y responsable de la administración de sus inmensas propiedades. La princesa se nos aparece acompañada por otro personaje femenino, su doncella y amiga Olga Fedótovna, y la narración nos es transmitida de primera mano por la nieta de la princesa, tiempo después de los hechos que nos cuenta y que ella misma ha ido recopilando de diversas fuentes. Y también aquí, en esta historia de mujeres, nos tropezamos con el secundario Rogozhin, que es otra muestra de ese carácter quijotesco de la Rusia en descomposición. Varvara Nikanórovna es lo que se llama una mujer de armas tomar que no tiene inconveniente alguno en desenvolverse en un mundo de hombres, que sabe cómo imponer su voluntad y posee además opiniones propias. Por estas opiniones será tachada de mala madre y de mujer sin religión, lo que finalmente la convertirá en víctima de las asechanzas de la buena sociedad y de unas intrigas que terminarán por dar al traste con su privilegiada posición, cosa que ella asumirá antes que renunciar a sus ideas. Aquí Leskov vuelve a mostrarnos sin ambages el difícil destino de las mujeres, pues si en el caso de la protagonista de Lady Macbeth de Mtsensk asistíamos a lo que era capaz de urdir la mente de una joven inexperta para lograr la consumación y la conservación de su amor, en esta novela nos presenta el caso contrario: el de otra joven que intriga para librar a su enamorado de un sentimiento y un compromiso que perjudicarían la carrera de éste: “El resto de los acontecimientos se desarrollaron tal como Olga Fedótovna había previsto en aras de la felicidad ajena”, escribe la narradora. A este sacrificio de la decencia corresponde parte de culpa en el declive de esa vieja nobleza rural, opuesta por completo a la muy refinada de San Petersburgo, en la que Varvara Nikanórovna ejerció el papel de “columna de fuego y serpiente de cobre”.

Por último, La pulga de acero (1881), que en otras ocasiones se ha traducido como El zurdo, constituye una narración no exenta de futurismo que inspiró a Maiakovski su obra teatral La chinche y que viene a servir de ilustración a otra de las múltiples vertientes de la obra de Leskov: la sátira. En ella, el zar Alejandro I visita Inglaterra, donde se queda admirado por los avances técnicos de la industria y en particular por un fabuloso invento: la pulga mecánica, artefacto que uno de los consejeros del zar se propone emular y aun perfeccionar a su regreso a Rusia. El cuento nos informa de las disparatadas vicisitudes de “el zurdo”, el bizco artífice de los progresos que acabarán manifestando la superioridad, a la vez que la miseria, de la ciencia rusa.

“Leskov parecía haberse impuesto la tarea de levantar el ánimo, de confortar a la vieja Rusia”, escribió Gorki, “un país extenuado por la servidumbre, que había empezado a vivir con retraso, piojoso y sucio, pícaro y beodo, estúpido y cruel, donde las personas de toda clase y condición sabían ser igualmente infelices”. Y añadió: “Un país condenado al que había que amar y, por alguna razón, había que amarlo de tal modo que el corazón vertiera sin descanso lágrimas de sangre por el sufrimiento nacido de ese amor, un amor muy parecido al tormento de un inocente infligido por un torturador voluptuoso”. Palabras exactas que deben servir de invitación a introducirse en la obra del hasta no hace mucho semiolvidado Nikolái Leskov, ni más ni menos uno de los maestros de las letras rusas.

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Un fragmento (con censura) del film Lady Macbeth von Mzensk (1992), dirigido por Petr Weigl y basado en el relato de Leskov.

Katerina: Markéta Hrubesová (actriz)Galina Vishnévskaia (soprano)
Serguéi: Michal Dlouhý (actor), Nicolai Gedda (tenor)
Boris Timofeyevich: Petr Hanicinec (actor), Dimiter Petkov (barítono) 
Música: Dimitri Shostakovich

jueves, 4 de abril de 2013

DISPARATES / 67

LA VIDA REBELDE DE ROSA PARKS

The Rebellious Life of Mrs. Rosa Parks es el título del libro que la historiadora Jeanne Theoharis ha redactado para conmemorar el centenario del nacimiento de esta mujer convertida hoy en leyenda de la lucha por los derechos civiles. En él, la autora examina las seis décadas dedicadas por Parks al activismo, a la resistencia y al compromiso con el cambio social. El libro ha sido publicado por Beacon Press..

Por siempre, Rosa Parks, la mujer que dio inicio al movimiento contra la segregación

Amy Goodman

El 1° de diciembre de 1955, Rosa Parks se hizo famosa por negarse a ceder su asiento en el autobús a un pasajero blanco en Montgomery, Alabama, hecho que dio inicio al actual movimiento por los derechos civiles. El pasado 4 de febrero se cumplieron cien años de su nacimiento. En 2005, Rosa falleció a los 92 años de edad y gran parte de los medios de EE.UU la describió como una costurera cansada, no como una persona comprometida. Pero los medios se equivocaron. Rosa Parks era una rebelde de primera categoría.

La catedrática Jeanne Theoharis derriba el mito de la apacible costurera en su nuevo libro The rebellious life of Mrs. Rosa Parks (La vida rebelde de Rosa Parks). Theoharis escribe: “Se trata de la historia de una vida de activismo, la historia de una vida que ella misma describiría como ‘rebelde’ y que comienza décadas antes del histórico incidente del autobús y se prolonga décadas después”.

Rosa Parks nació en Tuskegee, Alabama, y le enseñaron que tenía derecho a ser respetada y a exigir ese respeto. Las leyes de Jim Crow estaban muy arraigadas en aquel entonces y la segregación se aplicaba en forma violenta. En Pine Level, Alabama, donde vivía Parks, los niños blancos iban a la escuela en autobús, mientras que los niños afroestadounidenses debían caminar. Rosa Parks recordó: “Ese era un modo de vida. No teníamos otra alternativa más que aceptar lo que era la costumbre. El autobús fue una de las primeras cosas que me hizo ver que había un mundo para negros y otro para blancos”. En la última etapa de su adolescencia Rosa conoció a Raymond Parks, con quien se casó. Raymond, el primer activista con el que Rosa tuvo contacto, era miembro de la filial de la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP, por sus siglas en inglés) en Montgomery, y cuando Rosa se enteró de que las mujeres podían participar en las reuniones, asistió a una y fue elegida secretaria de la filial en su primera reunión.

Fue allí donde Rosa conoció a E.D. Nixon, un dirigente obrero revolucionario con quien trabajó. En 1955 Rosa pudo asistir a la escuela Highlander Folk en Tennessee, un lugar de encuentro de activistas (blancos y negros) comprometidos en superar la segregación donde se desarrollaban estrategias y tácticas de resistencia no violenta. Fue allí donde Pete Seeger y otros músicos escribieron la canción We shall overcome, que luego se convirtió en el himno del movimiento por los derechos civiles.

Rosa Parks regresó a Montgomery y volvió a trabajar como costurera. El 1° de diciembre de 1955, luego de salir del trabajo, tomó el autobús hacia su casa. “El conductor dijo que si me negaba a ceder mi asiento, iba a tener que llamar a la policía. Y le dije: ‘Llámela’”, afirmó Parks en una entrevista con Pacifica Radio en abril de 1956. “Había llegado el momento, después de haber sido maltratada hasta un punto que ya no podía tolerar”. Su arresto aquel día provocó el boicot a los autobuses de la ciudad de Montgomery, que duró más de un año. El boicot fue encabezado por un joven que acababa de instalarse en la ciudad: el Dr. Martin Luther King Jr. Durante el boicot, alrededor de 50.000 afroestadounidenses viajaban juntos en sus automóviles, utilizaban vehículos de la iglesia, tomaban taxis de propietarios afroestadounidenses y caminaban. La medida perjudicó los negocios de los blancos y el sistema de transporte público. Parks y otros activistas interpusieron un recurso judicial contra la segregación y en junio de 1956 un tribunal federal declaró la inconstitucionalidad de la segregación en los autobuses.

Los Parks se mudaron a Detroit. Rosa continuó con su activismo, reaccionó frente a los disturbios de Detroit de 1967, consultó a miembros del movimiento “Black Power”, como Stokely Carmichael, y se opuso a la guerra de Vietnam. La historiadora Theoharis señala que el mayor héroe de Parks era Malcolm X. “Sentía un gran respeto por King, pero decía que Malcolm X era su héroe personal. La disposición de Malcolm X para hablar sobre el liberalismo del norte y la hipocresía del norte, su temprana oposición a la guerra de Vietnam, todas esas cosas eran muy cercanas a su postura política”.

En la década de 1980, Rosa Parks luchó contra el apartheid y se sumó a las protestas frente a la embajada de Sudáfrica en Washington D.C. Cuando Parks conoció a Nelson Mandela, después de que fuera liberado, Mandela le dijo: “Usted me dio ánimo todos esos años en prisión”.

Rosa Parks fue la primera mujer estadounidense en ser enterrada en la rotonda del Capitolio. Cuando murió, me apresuré para llegar a Washington D.C. a cubrir su funeral; allí encontré a una joven estudiante universitaria y le pregunté por qué estaba ahí junto a cientos de personas escuchando el funeral a través de los altavoces. La joven dijo con orgullo: “Les escribí a mis profesores para avisarles que hoy no asistiría a clase. Hoy voy a aprender algo importante”.

Tenemos mucho que aprender de Rosa Parks. De hecho, ella y otras jóvenes se habían negado a dar sus asientos en el autobús antes del 1° de diciembre de 1955. Y es que nunca se sabe cuándo llegará ese momento mágico. El 4 de febrero la oficina de Correos de Estados Unidos emitió un sello denominado Rosa Parks Forever (Por siempre, Rosa Parks), una muestra de la marca indeleble que dejó su activismo. Rosa Parks no era ninguna costurera cansada. Como ella misma dijo en referencia a la valiente decisión que tomó: “Si había algo de lo que estaba cansada era de ceder”. Y añadió: “No tenía miedo. Había decidido que de una vez por todas tenía que saber qué derechos tenía como ser humano y como ciudadana, incluso en Montgomery, Alabama”.

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Texto en inglés traducido por Mercedes Camps. Edición: Gabriela Díaz Cortez y Democracy Now! en español, spanish@democracynow.org

Amy Goodman es la directora de Democracy Now!, un noticiero internacional que se emite diariamente en más de 750 emisoras de radio y televisión en inglés y en más de 400 en español. Es co-autora del libro Los que luchan contra el sistema: Héroes ordinarios en tiempos extraordinarios en Estados Unidos, editado por Le Monde Diplomatique Cono Sur.

Fuente: Democracy Now!

martes, 2 de abril de 2013

LECTURA POSIBLE / 94


LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO, DE ALAN SILLITOE

El “Borstal” era un establecimiento penitenciario para la reeducación de jóvenes. Su nombre deriva del municipio en el que se abrió el primero de estos reformatorios, cerca de Rochester, en el condado de Kent. Esto ocurría en 1902. Más tarde se fundaron establecimientos similares en toda la Commonwealth, hasta que fueron abolidos a principios de los años ‘80. No obstante, casi una docena de ellos sobreviven en la actualidad en la India, como recuerdo de su pasado colonial.

El “Borstal” es uno de los escenarios de los relatos que figuran en el volumen La soledad del corredor de fondo, que Alan Sillitoe escribió en 1959 y que la editorial Impedimenta, con una nueva y excelente traducción de Mercedes Cebrián, ha publicado hace unas semanas. Por cierto que a Sillitoe ya nos referimos aquí a propósito de su novela Sábado por la noche y domingo por la mañana, que la misma editorial publicó en 2011.

El relato que da título al libro transcurre íntegramente en el “Borstal” adonde su protagonista de diecisiete años, Colin Smith, ha sido enviado como el delincuente que es, lo que no impide que sus recuerdos, pues el protagonista es también el narrador, nos introduzcan en otros escenarios que son también los del resto de relatos que componen el libro: la omnipresente fábrica de bicicletas; la oficina del paro; la fábrica de tabaco que permanece ante nuestra vista como un territorio vedado, ya que en ella trabajan las chicas; y los sórdidos y miserables exteriores e interiores del suburbio de Nottingham, el mismo en el que Sillitoe se crió y de cuyos descampados, habitaciones cochambrosas, humeantes tabernas, y de los personajes que bullen en ellos, se nutren las páginas de su obra.

Al adolescente Smith, el asalto a una panadería de la que se llevó unos chelines le ha cambiado la vida. En el reformatorio de Essex donde está recluido creen haber descubierto su aptitud innata para la carrera de fondo, cosa que él acepta de buen grado para satisfacción de las autoridades del centro, que esperan obtener la copa y la cinta azul con que se premia al vencedor en la próxima carrera. Pero la copa y la cinta le importan poco a Smith, por cuyo fuero interno corretean otras ideas: en primer lugar la sensación de libertad que le proporcionan sus entrenamientos al aire libre, en los prados que rodean al reformatorio, una sensación que está lejos de ser la libertad propiamente dicha, pero que a él le permite pensar, recordar y entender, sobre todo entender las razones de lo que le sucede, e identificar a las autoridades del centro, tan paternalistas ellas, como lo que en realidad son: sus enemigos. En segundo lugar, el joven sabe que desde aquí su destino está trazado, pues tras los dieciocho meses que le corresponde cumplir en el reformatorio será enviado al ejército, es decir, a un cuartel amurallado como el que puede vislumbrar en la distancia durante sus entrenamientos, que visto desde ahí no se diferencia en nada del “Borstal”; y después, andando el tiempo, a la guerra. Pues no por causalidad en el Continente hay un tal Hitler, muy parecido, dicho sea de paso, al policía que le interrogó por su asalto a la panadería y que acabó apresándole.

La carrera que, en camiseta y pantalones cortos, realiza Smith no es ni más ni menos que el compendio de su vida. Pero se trata de una carrera que, como él sabe, no le lleva a ninguna parte, y cuyo destino único e interminable es huir, huir de la policía, de su embrutecida madre, de la muerte solitaria y miserable del padre, de la cola de la oficina de empleo, del estadio de fútbol donde el equipo local siempre pierde, de la fresadora, el ruido y la explotación de la fábrica de bicicletas, de la mohosa taberna, de la publicidad de la televisión (“la caja de los embustes”), de la constante alienación y de la aún más constante soledad.

En los prados que rodean al reformatorio el muchacho libra por tanto su propia guerra, que es una silenciosa rebelión contra todo lo establecido y que acabará dando su fruto, pues el corredor de fondo conseguirá dar al director del reformatorio una lección magistral que, cabe esperar, este hombre de orden no entenderá, ya que es una lección sobre la honradez.

Si la carrera de fondo de Smith reproduce la huida continua que es su existencia, los tres minutos que el niño, protagonista de otro de estos relatos, pasa en el tiovivo son exacta y desesperada expresión de la suya: escapar, esconderse… pero sólo para ser expulsado finalmente. Y es que todos los personajes de Sillitoe se han colado en el tiovivo de la vida sin el boleto correspondiente, lo que les confiere esa naturaleza que es propia de los perseguidos, de los animales acosados.

Ellos oscilan entre “la delincuencia juvenil” y la “molestia pública”, y si se trata de adultos son de los que están definitivamente instalados en la marginalidad, como le ocurre al viejo Tío Ernest, culpable de haber querido poner remedio a su soledad, lo que no está permitido a los pobres en un estado policial. Y también solitarios son el hombre y la mujer de El cuadro del barco de pesca, actores de una bellísima a la vez que amarga historia de amor. O el protagonista de Mr. Raynor, el maestro de escuela, quien ejerce sus habilidades de voyeur para terminar contándonos indirectamente la trágica historia de una joven, pequeña obra maestra que sirve de paso como prueba de que Sillitoe supo asimilar provechosamente la espléndida tradición anglosajona del relato, y aquí en concreto la facultad que poseían Poe y su discípulo O. Henry para dar un giro totalmente inesperado a sus historias en la última línea.

Sillitoe escribió estas narraciones a la edad de treinta años, uno después de haber obtenido el reconocimiento por Sábado por la noche y domingo por la mañana. Por aquel entonces vivía en Mallorca, a lo que alude en el último de los relatos, en el que viene a su memoria otro de los héroes de su infancia, el retrasado mental Frankie Buller, que también fue enviado a una institución (en su caso psiquiátrica) en la que recibió un tratamiento de electroshock que, como el aplicado a Smith en el reformatorio, estaba llamado a extirpar lo que en él había de “antisocial”. Pero este riguroso método científico, según nos informa el autor, no acabó del todo con el inasequible mundo de Frankie, ya que “hay una parte de la selva que el escalpelo nunca consigue alcanzar”.

Los relatos que componen este libro ostentan una unidad propia no sólo por el carácter de sus personajes o por los escenarios en que se desenvuelven sus historias, sino también por una atmósfera que les es común. Esta atmósfera es la que se respiraba en Inglaterra a finales de la década de los ’50 e inicios de la siguiente, cuando la generación de postguerra se atrevió a cuestionar de arriba abajo el orden social, así como la anquilosada cultura dominante que guardaba con celo el recuerdo de un imperio ya marchito. Y si Karel Reisz se encargó en 1960 de traducir a imágenes la primera novela de Sillitoe, en 1962 le correspondió a otro miembro del Free Cinema, Tony Richardson, la adaptación para la gran pantalla de la historia de Colin Smith. Tarea ardua, ya que el relato original transcurre mayormente en la cabeza de su protagonista, contiene sólo los mínimos acontecimientos necesarios para hacer comprensible la historia y carece casi por completo de diálogos. Lo que no impide que el film La soledad del corredor de fondo sea el mayor logro de Richardson, a la misma altura que la narración de Sillitoe. Que aquél comprendió a la perfección las intenciones de éste lo demuestra el final de la película, en la que los internos del reformatorio entonan a coro uno de los himnos oficiosos de Gran Bretaña, ese que aún se canta en diversas solemnidades y que acaba con los versos: “No cesaré en mi lucha mental / ni dormirá mi espada en mi mano / mientras una nueva Jerusalén no hayamos construido / en la verde y placentera Inglaterra”. Una nueva Jerusalén que está lejos de haberse construido en el medio siglo transcurrido desde que Sillitoe escribió el relato, lo que explica la vigencia del mismo y la de estos muchachos que, junto a su rabia, son capaces de transmitir su protesta, su rebelión y sus lecciones de dignidad.