martes, 30 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 171

FRIEDRICH DÜRRENMATT: DOBLE ANIVERSARIO

“¿Acaso nuestra era de paz, que millones de personas se empeñan en conservar haciendo manifestaciones, llevando pancartas, cantando música pop y rezando, no ha asumido hace ya tiempo la forma de aquello que, en otros tiempos, llamábamos guerra, toda vez que, a fin de apaciguarnos, incorporamos a nuestra paz las catástrofes?”

La pregunta es pertinente en nuestra época, ya que plantea dos cuestiones que nos atañen muy de cerca: la primera, si lo que llamamos el orden mundial no es en realidad un caos; y la segunda, si los habitantes del mundo, en especial del mundo rico y desarrollado, pese a nuestra mala conciencia, no somos cómplices de dicho orden, el cual en principio querríamos cambiar mientras que hipócritamente nos beneficiamos de él. De manera explícita, la interrogación a la que nos referimos alude a la razón de ser misma del pensamiento crítico, un pensamiento incómodo que para muchos es preferible eludir ya que nos presenta como cómplices, y cómplices interesados, de un estado de cosas odioso en esencia y por tanto incorregible. Ello explica quizá el olvido parcial en el que hoy se encuentra la obra del autor de la pregunta que reproducimos, el cual la formuló en un ya lejano 1985: Friedrich Dürrenmatt.

Y digo olvido parcial porque curiosamente la obra dramática de nuestro autor sigue representándose con gran éxito, de lo que fue prueba hace unos años la favorable acogida entre nosotros de La avería, producción que dirigió Blanca Portillo; de igual modo diversas piezas teatrales de Dürrenmatt se representan con frecuencia en los escenarios francófonos y germanohablantes, todo ello al mismo tiempo que su obra narrativa yace en el más absoluto olvido. Sucede así que la parte más sustancial de esta narrativa, que se tradujo al castellano entre los años ochenta y noventa, nunca se ha reeditado, de lo que resulta que novelas fundamentales como El juez y su verdugo, La promesa, El valle del Caos, Justicia y El encargo que en su día fueron publicadas por Tusquets, se encuentran hoy descatalogadas. De este autor cuya creación novelística no corre mejor suerte en su propio país se cumplirán a lo largo del próximo año dos aniversarios que han dado pie al Centre Dürrenmatt de Neuchâtel a calificar de manera optimista al 2015 como “el año Dürrenmatt”, ocasión que debería ser propicia entre nosotros para la reedición de su obra.

Dürrenmatt nació en 1921 en un pueblecito del cantón de Berna. Estudió filosofía, filología y ciencias naturales en la Universidad de Berna y en la de Zurich, y en la postguerra se las ingenió para compatibilizar dos aficiones que se convertirían con el tiempo en su modo natural de expresión: la literatura y el dibujo. A ambas actividades dedicaría sus años de madurez, alcanzando gran celebridad en los años cincuenta y, sobre todo, en los sesenta, un período en el que creó una obra polifacética que incluía narraciones para la radio, novelas policíacas que se publicaron por entregas y piezas teatrales. Estuvo casado con dos actrices, no al mismo tiempo, siendo la segunda de ellas la alemana Charlotte Kerr, que también fue cineasta y dirigió gran número de documentales, entre ellos uno dedicado a nuestro Carlos Saura. En Neuchâtel, ciudad de la Suiza occidental en la frontera entre las lenguas francesa y alemana, vivió Dürrenmatt muchos años, y allí, tras su muerte en 1990, fundó Charlotte Kerr el mencionado Centre Dürrenmatt. De la existencia de éste, pues, se cumplirán ahora quince años, coincidiendo con los veinticinco del fallecimiento de nuestro autor.

En una breve nómina no registrada todavía de escritores-pintores el nombre de Dürrenmatt ocuparía un lugar destacado junto a los de Dino Buzzati y Ernesto Sábato. Parte de esta producción pictórica puede contemplarse en el Centre Dürrenmatt, y otra parte en Berna, en un ático de la Laubeggstrasse, número 49, donde nuestro autor vivió con sus padres mientras realizaba sus estudios. En esta buhardilla, en una época difícil para la economía suiza y para los Dürrenmatt, pintó Friedrich unos murales que más tarde fueron cubiertos por un inquilino, habiendo sido redescubiertos solamente en 1990, y expuestos al público unos años más tarde. Hoy la llamada “Dürrenmatt-Mansarde” es propiedad de una fundación y se utiliza como alojamiento temporal para profesores e investigadores de visita en Berna.

Su pintura participa enteramente de las inquietudes de este crítico social con aire libertario que fue Dürrenmatt, quien no se abstuvo de ilustrar algunas de sus obras literarias. Y es que, entre el expresionismo y el disparate goyesco, el autor suizo fue un retratista esmerado, fiel y burlón del caos de nuestro mundo. Un mundo que como en ningún otro lugar acertó a plasmarse en su Suiza natal, lo que la convirtió en el centro permanente y despiadado de su sátira. A este país de la neutralidad y del secreto bancario se refirió como una “madriguera de rencillas familiares, crímenes, incestos, perjurios, robos, estafas y calumnias”, bella retahíla a la que proféticamente añadió las siguientes palabras: “Dado que hemos despolitizado la política –y en esto apuntamos al futuro, sólo en esto somos modernos, auténticos pioneros, el mundo perecerá o se helvetizará–; dado que de la política ya no cabe esperar nada, ni milagros ni una vida nueva, tal vez sólo, y poco a poco, carreteras algo mejores, impera la gratitud por cualquier interrupción de la vida cotidiana y todo cambio es bienvenido, tanto más cuanto que el desfile anual de los gremios no logra sustituir ni de lejos, con su encorsetada dignidad, al inexistente martes de carnaval”. En efecto, un desfile de carnaval es la obra toda de Dürrenmatt, un desfile del que participan jueces, policías, abogados, consejeros cantonales, banqueros, ministros, rectores universitarios, periodistas y otros delincuentes menores, entre ellos algunas prostitutas y sus respectivos chulos. El universo del autor suizo posee ciertamente una lúcida acidez que no desentonaría junto a algunos de los films de nuestro Berlanga, creador al que le unen además el humor y el sentimiento orgiástico de la vida, testimonio inesperado de una paradójica asociación helvético-valenciana en un mundo globalizado.

En ese fustigado país de carácter rústico, irreal, centroeuropeo, el posible final se va abriendo paso de un modo ingenioso. Dürrenmatt escribe (y perdónese la extensión de la cita): “El suelo que se quiere defender es comprado por extranjeros, manos foráneas mantienen viva la economía, que las autóctonas ya sólo administran y apenas si manejan, el ciudadano del Estado constituye una clase superior bajo la cual se instalan, apiñados en viviendas alquiladas a menudo a precios de escándalo y llevando una vida frugal y laboriosa, italianos, griegos, españoles, portugueses y turcos, en parte despreciados, con frecuencia aún analfabetos, ilotas, para muchos de sus amos seres incluso infrahumanos que algún día, convertidos en proletariado consciente y superiores dentro de su contentadiza vitalidad, podrían reclamar sus derechos al darse cuenta de que la empresa que se denomina nuestro Estado ha sido ya comprada a medias por capital extranjero y sólo depende de ellos. En realidad, nuestro pequeño país –es lo que suponemos y nos frotamos, perplejos, los ojos– salió de la historia al entrar en el mundo de las grandes finanzas”.

La obra narrativa de Dürrenmatt es extensa y a sus valores literarios cabe añadir la eficaz denuncia de un orden que es el nuestro. El juez y su verdugo, primera novela policíaca de Dürrenmatt escrita en 1952, cuenta la historia del comisario Bärlach, que ante unos hechos enigmáticos no dudará en ajustar la realidad a su propia concepción de la verdad y la justicia. Algo parecido sucede en La promesa, novela que se construye a partir del asesinato de la niña Gritli Moser. Aquí, sin embargo, es la totalidad de los habitantes del pueblo la que paulatinamente, por medios lógicos sólo en apariencia, dirige su condena hacia un buhonero que se encontraba de paso, sirviéndose para ello de unos agentes policiales tan anodinos como obstinados. “La gente”, escribe el narrador, “espera que al menos la policía sepa tener el mundo bajo control, mientras que yo por mi parte no puedo imaginarme una esperanza más asquerosa. La realidad se las arregla con la lógica sólo a medias”.

En El valle del Caos Dürrenmatt nos presenta una fábula que escapa al marco de las novelas policíacas que tanto frecuentó en su carrera. En ella se nos aparece un lugar inaccesible de la campiña suiza, lugar en el que inesperadamente se presenta un personaje misterioso, “parecido al Dios del Antiguo Testamento, sólo que sin barba”. Este hombre es el presidente de un sindicato internacional del crimen, un alto ejecutivo que con la ayuda de su devoto asistente, Gabriel, repartirá consejos y resolverá los problemas de las gentes del pueblo. La intriga se desarrolla en torno a un balneario que constituye la única fuente de ingresos de los aldeanos. Sugestionado por un teólogo, el “Dios sin barba” comprará el balneario a fin de convertirlo en una Casa de la Pobreza en la que los multimillonarios podrán prescindir durante una temporada de sus comodidades materiales. A ello sucederá una siempre creciente proliferación de tramas secundarias protagonizadas por magnates y corporaciones internacionales. El pequeño mundo de El valle del Caos es algo más que una negra alegoría de la Suiza contemporánea: el retrato de un orden en el que la policía, la justicia, el sistema político y el ejército contribuyen a conformar una sociedad en la que se permite que florezcan, en la práctica sin ninguna vigilancia, tanto el crimen a gran escala como la pequeña criminalidad, y constituye por sí solo un motivo más que suficiente para explorar la obra de nuestro autor.

Dürrenmatt fue un lúcido observador de su tiempo, en el que advirtió los signos de una perversión generalizada que supo relatar de manera adictiva sirviéndose tanto de la precisión sociológica como de la ironía. Hay aquí verdugos y víctimas, como también un mecanismo de dominación por medio del crimen que, a pesar de sus complejidades, resulta fácilmente identificable. Esas víctimas son aquellos que creyeron que lo que aprendieron en la escuela iba en serio. Así lo explica el abogado protagonista y narrador de la novela Justicia: “A la sazón aún quería ir por el mundo con la conciencia limpia, anhelaba enfrentarme a procesos auténticos, tener posibilidades de ayudar a la gente”, ilusiones todas ellas que se esfumarán al contacto con la corrupción en vigor. E igualmente víctima es la protagonista de El encargo, una periodista que debe indagar en la muerte de una mujer y cuyo destino será confundirse con el de aquélla cuya memoria pretende rescatar.

La obra de Dürrenmatt está hoy más viva que nunca, como saben muy bien en Neuchâtel los responsables de la institución que lleva su nombre. El Centre Dürrenmatt, además de una exposición permanente de la obra pictórica y de diverso material literario, ofrecerá a partir del 25 de enero diversas actividades asociadas al “Año Dürrenmatt”, empezando ese día por una charla de quien es su directora, Madeleine Betschart. Un inicio de año prometedor para una obra tan olvidada entre nosotros como necesaria.

martes, 16 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 170

GUSTAV MEYRINK EN PRAGA: CIEN AÑOS DE EL GÓLEM

Escribió Borges que los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por medio de la alquimia, obra que por distinto procedimiento emprendieron los cabalistas: “Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Gólem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado”. La leyenda, que conocieron en el siglo XIX Achim von Arnim y E.T.A. Hoffmann, fue actualizada en 1909 por Yudl Rosenberg, quien publicó una colección de relatos acerca del personaje. Y fue de esta recreación, basada en el folclore de los judíos de Praga, de la que se sirvió el austríaco Gustav Meyrink en la redacción de su novela El Gólem, de cuya publicación se cumplirá el centenario el año próximo.

Se cuenta que Judah Loew, el gran rabino de Praga, confeccionó el Gólem con arcilla de la ribera del río Moldava y escribió sobre su frente la palabra hebrea Emet (“verdad”). Cuando el artefacto escapó a su control, se desató una ola de violencia que causó muchas víctimas, lo que aconsejó la destrucción del Gólem. Entonces el rabino suprimió la primera letra escrita en su frente (la letra aleph, en hebreo), con lo que quedó Met (“muerte”), devolviéndole así a su estado original de estatua de barro. El “Maharal” había traído al gólem Yossele a la vida para ayudar a los judíos a combatir las falsas acusaciones de asesinato ritual (el infame “libelo de sangre”). Yossele era más humano, más capaz y más leal que cualquier gólem anterior. Es éste el que, según escribió Gershom Scholem en su libro La cábala y su simbolismo, aparece cada treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular y sin puertas de la judería de Praga. Todavía hoy el homúnculo se halla en la Staranová, la Sinagoga Vieja-Nueva del barrio de Josefov, listo, según dicen las guías de viaje, para volver a la vida.

Hay dos parientes próximos en la literatura fantástica: uno es el Gólem; el otro, Drácula. Los dos tienen su origen simbólico en el centro de Europa, el cual en la imaginación de muchos viene a ser algo así como un Oriente europeo; los dos son hijos del Romanticismo. Ambos sirven hoy de reclamo turístico y participan en calidad de víctimas del gran malentendido que pesa sobre la literatura fantástica: el de que dicha literatura ha sido escrita para sorprender, para aterrorizar y entretener. El Gólem, la novela, igual que Drácula, es una original reflexión sobre la condición humana, reflexión filtrada a través del tamiz de lo fantástico y expresada con el recurso de la leyenda, que no es otra cosa sino un compendio de tradición y conocimiento popular. Sin embargo, como sucede en toda buena familia, estos parientes literarios tienen también sus acusadas diferencias. En primer lugar, Bram Stoker nunca estuvo en Transilvania, y todo el material legendario del que se sirvió en la creación de Drácula procedía de una edición inglesa. Muy al contrario, Meyrink pasó veinte años en Praga. En segundo lugar, la suerte presente de ambos personajes es bien diversa, y si Drácula (después de los excesos cometidos en su nombre por el cine) parece encontrarse en franco declive, el Gólem goza en cambio de envidiable salud. Visitada también por el cine en 1920, la historia del homúnculo de Meyrink se ha convertido ahora en un espectáculo dramático que se estrenó en el Festival de Salzburgo el pasado agosto, y que podrá verse en enero en el Young Vic Theatre de Londres y, en mayo y junio, en el Théâtre de la Ville de París.

El Gólem es de esos libros en los que los árboles no dejan ver el bosque, en los que el texto mismo se ve superado y ensombrecido por la predisposición con la que los lectores se acercan a él. Su contenido, en efecto, lo aprecia mejor el lector avisado que sabe que el Gólem, la figura ancestral de barro sobre la que se ha dirigido el soplo de la vida, no se nos aparece en sus páginas. Se cuenta aquí una búsqueda interior, una excursión metafísica. Toda la historia es producto del error que comete el parroquiano de un café al llevarse a casa un sombrero que no es el suyo. El Gólem no está afuera aunque sí nos resulte totalmente extraño. Es nuestro doble, está dentro de nosotros.

Meyrink, hijo ilegítimo de un aristócrata y de una actriz de segunda fila, se crió en Munich, y a la edad de quince años se fue con su madre a Praga. El 14 de agosto de 1892, según escribió en su relato autobiográfico El piloto, ocurrió el acontecimiento que marcó su vida posterior y toda su obra. Meyrink tenía veinticuatro años y ese día se encontraba solo en su habitación, sentado junto a una mesa en la que había puesto su pistola, dispuesto a suicidarse. En ese momento oyó un sonido en el exterior, y alguien deslizó bajo su puerta un pequeño folleto titulado La vida futura. A partir de ese momento se dedicó al estudio del ocultismo y de la Cábala, llegando con el tiempo a ser miembro de la Orden Hermética de la Aurora Dorada, institución londinense de la que también formaron parte Stoker, el padre de Drácula, H.G. Wells y W.B. Yeats. Su consagración a las ciencias ocultas no le impidió ser banquero ni pasar dos meses en la cárcel condenado por fraude. Las estrecheces económicas por las que pasó casi toda su vida le encaminaron a la traducción al alemán de las obras de Dickens y de otros autores ingleses, e igualmente tradujo El Libro de los Muertos egipcio y otras obras sobre la vida ultraterrena.

Los primeros esbozos de El Gólem se remontan a 1908, y su publicación, primero en forma de folletín en una revista y luego, siete años más tarde, ya como libro, constituyó un gran éxito. Durante la Gran Guerra nuestro autor publicó una antología de relatos fantásticos y una segunda novela, La noche de Walpurga. Antimilitarista y convertido al budismo, Meyrink fue difamado por los nacionalistas austríacos, y un periodista le describió como “uno de los opositores más inteligentes y peligrosos de nuestro ideal alemán. Él influye, y corrompe, a miles y miles de personas, igual que hizo Heine”. Por aquel entonces sus libros fueron prohibidos, cosa que se repetiría unos años más tarde, bajo el dominio del nacional-socialismo. Hacia el final de su vida pudo adquirir una villa en Starnberg, en Baviera, a la que llamó “La casa de la última luz”.

De El Gólem existe en castellano una moderna traducción aparecida en Cátedra el año pasado, y de La noche de Walpurga hay una igualmente reciente traducción de la editorial El Nadir.

“Gólem”, según su etimología hebrea, es “algo sin forma”. La palabra alude a la arcilla o al polvo, pero también al embrión que habita en el vientre. La cosa sin forma es aquí una proyección psicológica del inconsciente, un “doble”. El protagonista de la novela es Athanasius Pernath, un tallador de piedras preciosas para quien una parte de su biografía permanece fuera de su alcance, ya que no guarda memoria de ella. Esa separación de sus recuerdos de infancia y juventud la describe como “una casa en la que hay una serie de habitaciones cerradas inaccesibles para mí”. La aclaración de dicha desmemoria le llega a Pernath mediante la indiscreta escucha de una conversación que mantienen sus amigos y en la que él es retratado como “un loco sobre el que se había experimentado la hipnosis a fin de cerrar la habitación que le unía a las otras partes de su mente”. Ello hace del personaje un apátrida en el mundo que le rodea, y motiva la exploración psicológica del subconsciente que viene a ser finalmente el tema central de la novela. Es en el proceso de dicha exploración donde aparece el Gólem, en su calidad de “otro” inserto en uno mismo.

Ese algo sin forma que habita en el personaje le llama, se le aparece fugazmente y le habla, en apariencia desde el mundo del sueño. No es raro, pues, que por esta novela se haya interesado el psicoanálisis, el cual se hallaba en el momento de su redacción en pleno desarrollo. El despertar de ese algo “puramente interno que se me había aparecido como una realidad tangible” se produce cuando un misterioso personaje visita a Pernath para hacerle un encargo: la restauración de unas páginas del libro Ibbur, texto del siglo X que forma parte de la Halajá, una recopilación de la ley judía. Las ilustraciones del libro indican las estaciones del camino iniciático que Pernath deberá recorrer para encontrarse consigo mismo. Jalones de ese camino son también distintos personajes secundarios que guiarán al protagonista a través de una trama sentimental y de otra policíaca, la cual, como le ocurrió a su autor, dará con sus huesos en la cárcel. Vívidos, expresivos y misteriosos son los caracteres de Rosina la pelirroja, Schemajah Hillel y su hija Miriam, personajes del ghetto, así como el de la seductora Angelina, la cual ejerce de vínculo entre el protagonista y las habitaciones cerradas de su memoria. A esas habitaciones regresará él dolorosamente, pero también de manera liberadora, cumpliéndose así la realización de lo que antes sólo había podido formularse como “añoranza del milagro”: cuando “la materia muerta, la tierra, sea animada por el espíritu y se rompan las leyes de la naturaleza”.

Despojado de sus claves simbolistas, místicas y herméticas, El Gólem termina por ser un libro psicológico nutrido en las fuentes del romanticismo y de los sueños de la razón, un universo espiritual no alejado del de Hermann Hesse, por poner un ejemplo contemporáneo al de su autor, y que, en medio de esos “últimos días de la humanidad” que fueron los de la Gran Guerra, según los definió Karl Kraus, sintió la llamada de Oriente, la de Gautama y la de otros principios sobre los que asentar las ideas del mundo y del hombre. Pero a la vez esas claves simbólicas que hoy nos pueden resultar ajenas son algo más que la retórica con que su autor construyó este libro, unas claves anidadas en la tradición occidental y que ya estaban en trance de desaparición en época de Meyrink, las cuales nos hablan de la sucesión y la simultaneidad de los acontecimientos de la vida, de la patria perdida, del “viento incomprensible” que reparte los sentimientos entre las personas que pasan por una calle, del despertar de la muerte y de la vida espiritual. Todo ello a los pies del Hradschin (el Hradčany, en checo), el castillo de Praga, entre el vulgo, bajo el que este noble ilegítimo dejó volar su inclinación a construir fantasías.

Suzanne Andrade, directora de la compañía “1927” y responsable del montaje de Golem, el espectáculo al que aludíamos más arriba (una adaptación ambientada en nuestra época, dominada por la tecnología y la economía escapadas al control humano), ha indicado los motivos por los que esta novela mantiene hoy su inquietante vigencia: “Para mí, el Gólem es el espíritu del ghetto, el fantasma que lo recorre. Tal vez él nos enseñe lo que podemos sentir cuando algo terrible va a suceder: que hay signos y símbolos, y que deberíamos empezar a buscarlos”.

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El joven artista de origen ruso Vladimir Zimakov, residente en Los Angeles, ha ilustrado diversos títulos de Gustav Meyrink, Nicolai Gogol, Fiodor Dostoievski, Herman Melville y muchos otros. Aquí pueden verse algunas de sus ilustraciones para las editoriales Folio y Vita Nova de The Golem y Walpurgis Night:




Dos tráilers de Golem, la producción de la compañía “1927” que dirige Suzanne Andrade:



sábado, 6 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 169

LA BRUJA DEL MAR, CUENTOS DE LOS HOJALATEROS ESCOCESES

El pasado mes de mayo se dirigió al Parlamento escocés un llamamiento, incluido en las medidas que se vienen tomando en esa nación a fin de preservar su memoria histórica. La iniciativa, obra de la escritora Jess Smith, ha sido aprobada, y a finales de septiembre un comité parlamentario la remitió al gobierno. Smith, y muchos escoceses que han suscrito la petición, reclaman que se garantice la protección y la restauración del llamado “Heart of Quartz”, un corazón de piedras de cuarzo que se encuentra en un paraje agreste, cerca de Loch Fyne, en el condado de Argyll, en la costa occidental de Escocia. Este sencillo monumento, que ya en una ocasión no fue admitido por el organismo público Historic Scotland, “por no cumplir con los criterios requeridos para catalogarlo como de importancia nacional”, es conocido popularmente como “The Tinker’s Heart”, y durante siglos fue el lugar preferido de aquella comarca para la celebración de bodas gitanas.

No se sabe con seguridad cuándo arribó este pueblo a las tierras de Escocia. En un documento de 1505, durante el reinado de Jaime IV, consta que unos “egipcios” llegados a Stirling recibieron un pago como compensación a algún entretenimiento que ofrecieron al rey, del que se sabe que era muy aficionado a la música, a los disfraces y a escuchar narraciones. Mucho antes de esta evidencia escrita, sin embargo, existían ya clanes de una población nómada que recorría Irlanda y Escocia. Ello explica que el término con el que se los designa, travellers (viajeros), englobe también a una comunidad celta o pre-céltica que ya era reconocida en la época de la invasión romana. Según algunos estudios recientes, una población autóctona de herreros nómadas que gozó de una alta posición social y que después fue decayendo, convirtiéndose sus miembros en vendedores ambulantes y charlatanes, se mezcló con una etnia procedente del norte de la India, la cual atravesó Egipto y el Este de Europa, y que es la antecesora de los gitanos europeos. Fruto de dicho mestizaje son los tinkers (hojalateros).

El músico escocés Martyn Bennet, prematuramente fallecido en 2005, escribió acerca de su encuentro, siendo niño, con los travellers, los cantantes gaélicos, los cuentacuentos y los bardos que frecuentaban las fiestas populares. Y escribió: “Los orígenes de los gitanos escoceses son tan esquivos como fascinantes. Su vibrante cultura, modo de vida nómada y fuertes lazos familiares son parte de una tradición en la que muchos de nosotros podemos encontrar nuestras raíces”. Unas raíces que en las Islas, como en el Continente, fueron marcadas por el acoso y la persecución. El rey Enrique VIII prohibió la entrada de los gitanos en Inglaterra y mandó deportar a los que ya vivían allí. La medida no tuvo mucho efecto, y más tarde se aprobó la “Ley de los Egipcios”, en virtud de la cual los gitanos fueron condenados a muerte. La última ejecución registrada en las crónicas es la de una gitana en la década de 1650, un período en el que los gitanos isleños estaban siendo deportados masivamente a América. Hoy en día los gitanos están reconocidos por el gobierno escocés como una minoría étnica bajo la “Ley de Relaciones Raciales” de 1976.

Son pocas las familias gitanas que hoy conservan el nomadismo. Algunas viajan sólo durante una parte del año, y otras viven en casas de ladrillo y mortero. Mantienen vivos oficios como la cestería o la fabricación y reparación de utensilios de cocina, actividades que alternan con el cambalache. Los más prósperos son tratantes de ganado. La mayoría, sin embargo, ha sido asimilada por la sociedad dominante, lo que no impide que mantenga un acusado sentido de su identidad cultural. Muchos de los conflictos que todavía existen entre los blancos y los gitanos se derivan del escaso valor que estos conceden a la educación formal, y que compensan con otros procedimientos pedagógicos que pueden rastrearse a través de la artesanía y las ferias tradicionales, y en especial a través de los cuentos y la música. Pues la tradición oral de los gitanos hojalateros posee una riqueza que sólo ha empezado a ser reconocida en los últimos años. Gran parte de esta justa valorización de su cultura se debe a Duncan Williamson.

Nació en Furnace, Argyllshire, en 1928. Su padre confeccionaba canastas y utensilios de hojalata. Había nacido nómada y así vivió su juventud, hasta que formó una familia y se instaló en Argyll. Gracias a haber sido soldado en la Gran Guerra, y gracias también a que al regreso de ésta se casó oficialmente con su mujer, fue aceptado por las gentes blancas de Argyll y pudo enviar a sus hijos a la escuela. “Aquellos tiempos fueron difíciles”, escribió Williamson. “Fue difícil nacer en una comunidad itinerante de gaiteros, cantantes de baladas y narradores de historias. En aquellos tiempos era muy duro criarse bajo un robledal, junto a algún pueblecito… Si desaparecía algo, los culpables eran siempre los hojalateros del bosque. Por supuesto, los problemas venían por el prejuicio de la gente, no por el tipo de vida que lleváramos nosotros”. En la escuela, los padres blancos aconsejaban a sus hijos que no se acercaran a los hijos de los tinkers, ya que iban mal vestidos y se temía que tuvieron piojos. Williamson se crió entre los cuentos y las leyendas que relataban sus mayores. Y muy pronto empezó también a relatar esas historias a otros. La fuente principal de las mismas era su abuela, y la prodigiosa memoria del nieto es la causa de que hayan sobrevivido hasta nosotros. Esa memoria con la que Williamson llegó a retener cientos de narraciones se debía, según él, a una insolación que sufrió siendo niño, la cual le puso a las puertas de la muerte, permaneciendo “completamente ausente durante dos meses y medio”. De ese estado se restableció de pronto, convertido ya en cuentacuentos. “Sufrir aquella insolación tuvo un efecto maravilloso en mi memoria. Porque recuerdo todo lo que ha sucedido en mi vida desde el principio. No hay nada en el mundo que no recuerde”.

A finales de los años cincuenta, y en la década siguiente, diversos intelectuales escoceses empezaron a interesarse por ese archivo inagotable de historias que era Williamson, y la poeta Hellen Fullerton registró su voz en una cinta de magnetófono. También grabaría a su madre y a dos de sus hermanas. Ese material, que más tarde enriquecerían otros folcloristas, incluye narraciones, baladas y cantering, una modalidad de canto onomatopéyico en el que el intérprete imita el sonido de una gaita. Un papel destacado en la producción, el estudio y la divulgación de estas grabaciones lo tuvo la School of Scottish Studies, que fue fundada por Hamish Henderson, poeta e intelectual comunista que creó también el efímero People’s Festival de Edimburgo en 1951. A invitación suya, Williamson asistió al Festival de Blairgowrie, lo que le empezó a dar renombre en toda Escocia. No menos importante, a este respecto, fue el trabajo de Linda Williamson, folclorista norteamericana que llegó a la Universidad de Edimburgo para estudiar la tradición oral de la narrativa y la música escocesas y que se casó con Duncan en 1977.

Los abundantes materiales grabados no tardaron en ser publicados en forma de libro a este y al otro lado del Atlántico. Y aún siguen publicándose, de lo que es buena prueba el volumen Scottish Traveller Tales (University Press of Mississippi), recopilación de Donald Braid aparecida recientemente. De igual modo, una selección de dieciséis narraciones grabadas en su día a Williamson ha sido traducida al castellano por la editorial Calambur, en una edición a cargo de Javier Cardeña Contreras, bajo el título de La bruja del mar.

El libro, única fuente de la que dispone el lector hispanohablante para acceder al legado de la tradición oral de los tinkers de Escocia, está  dividido en seis partes, cada una de las cuales reúne un grupo de narraciones en función de su temática: cuentos de animales, cuentos maravillosos y cuentos del diablo; y tres secciones dedicadas a las leyendas de broonies, de silkies y de sirenas. El volumen concluye con un ilustrativo estudio de quien es su editor y traductor, y sus páginas contienen diversas fotografías históricas que evocan el estilo de vida de los tinkers.

Jess Smith posando junto
al “Tinker’s Heart”
El modo en que están narradas estas historias responde al que es común en la tradición oral de todo el mundo. Quiere decir ello que son narraciones que se nos aparecen con una extremada sencillez, aptas por tanto para un público infantil, pero cuyos argumentos esconden no pocas sugerencias que perturbarán al lector adulto. El estilo con el que han sido reproducidas respeta escrupulosamente su origen oral, con los consiguientes giros expresivos, repeticiones y llamadas de atención formuladas en segunda persona. A menudo los relatos vienen precedidos por una breve introducción en la que el narrador nos informa de dónde, y de quién, los aprendió. En algunos de esos textos introductorios se anuncia ya anticipadamente al oyente-lector el contenido moral o aleccionador de la fábula, como sucede en el primero de ellos, El muchacho y la serpiente, que nos advierte de “cómo los padres creen saber qué es lo mejor para sus hijos, y sin embargo a veces los niños saben más”. Otros textos introductorios sirven para situarnos en el momento y el lugar en el que el cuentacuentos inicia su actuación, tal como ha venido haciendo el hombre durante miles de años: “Y después de caminar durante todo un día nos sentimos algo cansados y montamos las tiendas en forma de arco en las lindes de un bosque. La mujer se fue a dormir, los niños también, y él y yo encendimos un gran fuego delante de las tiendas. Yo no era muy mayor, debía de rondar los diecisiete o dieciocho años. Y, de este modo, nos quedamos sentados contando anécdotas y las últimas noticias que había habido… Y esta es la historia que me contó”.

Muchos de estos relatos lo son de iniciación, es decir, de iniciación a la vida, al amor, a la muerte o a los misterios de la naturaleza. Por lo demás, ese rasgo iniciático es parte inseparable del acto mismo de narrar, con lo que, como sucede en la descripción que hace Williamson de la escucha de los relatos de su abuela, el narrador adopta temporalmente el papel de maestro; y el oyente, el de pupilo. Abundan en estas historias las alusiones a la vida y la cultura de los hojalateros: a sus oficios, a sus lazos familiares, a los viajes y a su respeto a los animales. Quizá entre estos últimos puedan figurar los protagonistas de las leyendas aquí recogidas: los broonies, hombrecitos vestidos de manera andrajosa, de cara morena y cabeza peluda, que salen por la noche y terminan las faenas que algún humano a dejado a medias; o los silkies, una especie de híbrido entre hombre y foca que es muy popular en la costa oeste de Escocia. A este género pertenece el relato que da título al libro, el cual nos cuenta la historia de un muchacho que se enamoró de una sirena y fue en busca de una red para capturarla. Como otros, el de La bruja del mar nos habla de un grupo humano estrechamente vinculado a la naturaleza, de los mundos y seres desconocidos que habitan en ella y de lo costoso que resulta todo aprendizaje.

Del libro pueden extraerse múltiples reflexiones, en especial en lo que concierne al valor indeclinable de la memoria y a la fascinación y el asombro ante la vida. Y es verdaderamente, sobre todo, una de esas obras cuyo autor anónimo y colectivo, al susurrarnos al oído su historia a través de los siglos, nos devuelve al inicio del placer de la lectura.




Duncan Williamson, además de cuentacuentos, fue cantor de baladas. Aquí puede escuchársele interpretando Bogie's Bonny Belle, en una grabación efectuada en 1991 por John Joweson.

martes, 2 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 168

EMILIO CARRERE, UN BOHEMIO SIN CAUSA

“¿No les interesaría a ustedes vivir en el siglo XXI?”, pregunta un doctor, dueño del elixir de la vida o talismán de la eterna juventud, que ya conoció el mago Cagliostro, a dos colegas que van a presenciar cómo inyecta el fluido maravilloso en una cobaya humana, un poeta paupérrimo y desnutrido que con su sacrificio, para mayor gloria de la ciencia, espera dejar a su esposa y su hija una renta de veinte mil duros. Estamos en el Madrid de 1941. El cuento se llama La momia de Rebeque y su autor fue Emilio Carrere.

El personaje (el autor) es de aquellos que son producto de la generación espontánea, una destilación única procedente de un tiempo y de un lugar igualmente únicos y que vienen a ser como un accidente histórico, un accidente menor, en todo caso, pero que por azarosos vericuetos ha conseguido perdurar lejos de su época. Emilio Carrere es o dice ser un bohemio. Y es un bohemio madrileño. Como plumífero estajanovista, fue autor de cientos de narraciones en forma de novela o de relato, de un buen número de poemas y de tres zarzuelas, a lo que hay que añadir sus traducciones de poesía francesa, sus colaboraciones en la prensa y sus piezas para el teatro. Una contabilidad parcial de su obra sólo pudo hacerse en 2005, ya en el siglo en el que, una vez rehidratada, tendría que revivir la momia del poeta Rebeque.

Se recuerda estos días a Emilio Carrere por cumplirse los setenta años del estreno de uno de los films más extravagantes y desvariados del cine español: La torre de los siete jorobados, que dirigió Edgar Neville a partir de una historia firmada por Carrere. Todo en éste es paradójico y tiene una intrahistoria, un lado oculto y misterioso como el de la luna: ello explica que el relato que dio origen a la película mencionada sea suyo sólo en parte. Tampoco es del todo cierto que Carrere fuese un bohemio. Ni su obra, aunque extensa, lo es tanto como podría desprenderse de la sola enumeración de los títulos aparecidos bajo su nombre. Ni siquiera éste, o mejor dicho: su apellido, es lo que parece.

A la manera de un héroe galdosiano, vino al mundo en Madrid, hijo de una madre soltera que falleció tras el parto. De ella conservó el apellido de origen francés (Carrère, que a lo largo de su vida escribiría indistintamente con o sin tilde). El padre, abogado gallego con ambiciones políticas, nunca le reconoció, seguramente a fin de no estorbar su promisoria carrera, pero con intermitencias se hizo cargo del muchacho y de Manolita, su abuela materna, con la que se crió. Tras un fugaz interés por la pintura, el muchacho se matricula en el Centro Instructivo Obrero que había sido fundado por Alberto Aguilera, donde toma clases de declamación. Sin embargo, de sus inclinaciones de entonces la única que dejaría huella en nuestro autor fue el billar, que practicaría toda su vida y que le permitiría trabar relación con algunos personajes del momento, entre ellos el compositor Federico Chueca. Al caer enferma su abuela, el padre, convertido por entonces en diputado, le enchufa en el Tribunal de Cuentas, lo que resolvería las finanzas de Carrere. Pues si ciertamente el diputado no ejerció de padre sí lo hizo de padrino, permitiendo así a su ahijado ser un ejemplo modélico del funcionario de la época: nunca se le veía en su oficina. Esta independencia económica, junto a una importante biblioteca, fue el legado que recibió Carrere.

Hizo buen uso de él, lo que no impidió que se repitieran en su existencia los tiempos de estrechez. A partir de aquí sus vaivenes son los propios de un aspirante a escritor en la capital del reino; publica poemas en algunos semanarios y frecuenta las tertulias de los cafés. Son los tiempos en que Madrid empieza a darse aires de ciudad europea: se proyecta la construcción de la Gran Vía y del metro, así como la de los nuevos arrabales de Las Ventas y Tetuán. La masiva inmigración suscita la picaresca, y Madrid se convierte en una ciudad de figones y fondas de mala muerte, en cuyas calles proliferan carteristas, trileros y timadores. Entre las amistades que nuestro autor entabló en los cafés madrileños figura la de Rafael Cansinos Assens, quien le describió así: “Era entonces un joven delgado, vestido de negro, con chambergo y chalina, un ojo estrábico y como tuerto, y grandes melenas negras, como compensación a su incipiente calvicie… Admiraba a Heine y a Baudelaire y también a Verlaine. Pero su ídolo era Murger, los héroes a los que quería parecerse eran los personajes de la Vie de bohème, popularizados por Puccini en su ópera, de la que solía tararear trozos, con muy mal oído, por cierto”.

Sucede que en realidad la bohemia madrileña fue sólo el pálido reflejo y el eco de una bohemia lejana: la de París, transmutada aquí, más que en una forma de vida, en una pose. Esta estética bohemia se compaginaba bien con la sinecura del funcionario y, en general, con los hábitos noctámbulos de Carrere, que cultivó su propia efigie como si fuese la de un personaje romántico. No otra cosa, sino una accidental superposición de la poesía de Bécquer y Rubén Darío, de los simbolistas franceses y de la obra y los hábitos alcohólicos de Poe, es lo que para Carrere, en un primer momento, significó el “modernismo”. Así, a su ingenuo y becqueriano primer libro, Románticas, de 1902, sucedió cuatro años después La corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas, apologética antología modernista que empezaría a dar fama a Carrere en los círculos literarios. Esta fama se haría popular no mucho más tarde, con motivo de la publicación de su segundo libro, El caballero de la Muerte, el cual incluía el célebre poema La musa del arroyo. Se trataba de un libro “un poco anarquista, un poco místico, un poco inmoral y muy triste”, según palabras de Julio Camba.

Las publicaciones de la época reclaman la firma de Carrere, y por influencia de las enseñanzas de Felipe Trigo sus textos aparecen asiduamente en las páginas de Vida Socialista entre 1910 y 1912. En uno de sus artículos se lee: “Merced a la educación católica, de moral aparente, la pobre señorita es un ser completamente desarmado para la lucha de la vida y ante ella se aparece este dilema: el matrimonio o la prostitución”. De la lucha por la vida en aquellos tiempos, de las penurias sociales y de la prostitución ya trataba en gran parte la poesía anterior de Carrere, que en estos años va a apelar a la educación y a la cultura como medios para la emancipación de las clases humildes, en especial de las mujeres. Autodefinido como “cantor de la miseria”, Carrere no olvida a su propio gremio, sometido a la codicia de los editores, los cuales no dejan al literato más salida que la (muy precaria) de la prensa, donde las colaboraciones se pagan con calderilla, cuando se pagan. Y concluye: “Los obreros de todos los oficios han constituido sociedades con sindicatos… Sólo los literatos están dispersos y sin fuerza social alguna”. Pero esta faceta política de la obra de Carrere, con independencia (y quizá a causa) de sus ulteriores tumbos ideológicos, sólo ha empezado a ser estudiada recientemente. Ocurre además que en esos años a nuestro autor se le va a abrir un nuevo camino literario que, más allá de su poesía y de sus artículos, iba a acabar por constituir durante muchos años el centro de su fecundísima  actividad: la novela corta.

El género, en parte, fue producto de esa extendida conciencia de la necesidad de una instrucción que trascendiera a la burguesía y alcanzara a las clases populares. En su origen está la colección El Cuento Semanal, que fundó Eduardo Zamacois en 1907, y a la que, tras su formidable éxito, sucedieron El Libro Popular, La Novela Semanal, La Novela de Hoy y muchas otras. Eran pequeños fascículos generalmente ilustrados en los que tenían cabida autores clásicos y otros ya consagrados, pero para los que escribían sobre todo literatos jóvenes, muchos de ellos miembros de esa bohemia literaria caracterizada por su afición a los cafés y a los burdeles. Tales fascículos eran muy baratos y alcanzaban tiradas que hoy se nos antojan estratosféricas. La demanda de textos era masiva y muchas veces los autores no daban abasto, lo que dio lugar a un subgénero que nuestro autor cultivó con esmero y del que llegó a ser un maestro: “el refrito”. En efecto, a menudo Carrere, como muchos de sus contemporáneos, presentaba a la imprenta un relato que ya había sido publicado previamente, bien con alguna pequeña variación o bien simplemente con otro título. Una enumeración completa de estos refritos no ha podido hacerse todavía, pero es fácil suponer que debió afectar a gran parte de la obra narrativa de Carrere. Son cuentos en su mayoría de carácter erótico o costumbrista, redactados a menudo con descuido, pero muy útiles para conocer la vida cotidiana en la España anterior a la guerra civil, y también en la posterior. Una búsqueda paciente entre estos fascículos que todavía se encuentran en algunas librerías de lance puede revelar al lector alguna sorpresa.

Una de ellas es la hasta hace poco casi desconocida faceta de Carrere como autor de novelas de ciencia ficción. De ello es prueba el volumen Ciencia ficción. Poemas, artículos y novelas cortas que apareció el año pasado en una edición al cuidado de María José Gutiérrez. Entre otros textos, el libro incluye los relatos El viaje sin retorno, El embajador de la Luna y el ya mencionado La momia de Rebeque. Más que historias de ciencia ficción, son narraciones fantásticas que, con mucho humor, nos hablan de ese Madrid del que Carrere fue inseparable y de sus gentes. Estas historias son producto de su encuentro con el ocultista Mario Roso de Luna, autor de una voluminosa obra, Ciencia y teosofía, que se publicó en 1909. Dicha obra informa de la existencia de una “sexta dimensión” a la que no tienen acceso nuestros sentidos y que, en la fantasía de Carrere, da lugar a un cuestionamiento entre pseudocientífico y jocoso de la vida humana, la muerte, el tiempo y el espacio. El embajador de la Luna, quizá la novela más lograda del ciclo, trata de las andanzas terrícolas de un extraño personaje imprevistamente aterrizado en Madrid: Selenito de la Blanca Isis, cuyas aventuras entre los madrileños le llevarán a visitar el restaurante Lhardy, a ser juzgado por “La Infalible” (una especie de nueva Inquisición) y a la cárcel. Pese a su tono humorístico y a las situaciones estrambóticas en las que se encuentra el protagonista, el relato no excluye la crítica social ni los pasajes en los que Carrere increpa a sus contemporáneos: “¡Pobre del precursor o del clarividente que nazca entre vosotros!... Vivís entre ficciones grotescas o sanguinarias, con los ojos cerrados al prodigio, que esto es una zahúrda de dolor, de avaricia y de orgullo”.

Los relatos mencionados son vecinos de ese carácter entre sainetesco y surrealista que posee la novela más conocida de Carrere, La torre de los siete jorobados, acerca de cuya complicada génesis nos informa Jaime Álvarez Sánchez en su libro Emilio Carrere, ¿un bohemio? El mismo autor describe el progresivo aislamiento de Carrere y su filiación tardía al régimen del general Franco, al resguardo que le ofrecía una columna en el diario Madrid. Él se consideraba entonces el último bohemio, habitante lunático o momia de un Madrid que ya era otro.

lunes, 1 de diciembre de 2014

DISPARATES / 120

La ausencia de información fiable en los medios de comunicación españoles acerca de lo que sucede en Islandia aconseja echar un vistazo a las noticias publicadas en otros parajes en los que los medios no son tan dependientes del interés de la banca. La prensa de papel escrita en francés viene siendo particularmente sensible a las medidas adoptadas por el nuevo gobierno de Islandia, de lo que es prueba el artículo Cómo Islandia ha puesto en prisión a sus banqueros villanos, que apareció aquí hace algo más de una semana. Como complemento a ese artículo puede leerse el que se traduce aquí, aparecido el 20 de noviembre pasado en el diario belga Express.

ISLANDIA ANULA (UNA VEZ MÁS) UNA PARTE DE LA DEUDA CONTRAÍDA POR LOS PRÉSTAMOS INMOBILIARIOS

Audrey Duperron

Era una promesa de campaña: el primer ministro islandés, Sigmundur David Gunnlaugsson, elegido en 2013, ha confirmado que el país va a anular una parte de la deuda que las familias islandesas contrajeron mediante préstamos hipotecarios antes de la crisis de 2008.

La medida, llamada «Leidréttingin» (Corrección), permitirá a los hogares que suscribieron créditos hipotecarios ligados a la tasa de inflación antes de la quiebra de los bancos beneficiarse de una anulación parcial de su deuda, hasta la cantidad de cuatro millones de coronas islandesas (25.800 euros). Desde el mes de julio, 69.000 familias islandesas han solicitado acogerse a esta medida. Ello permitirá reducir sus mensualidades entre un 13 y un 14% de media, lo que equivale a una reducción individual de 95 a 130 euros.

El gobierno ha previsto financiar esta medida, que le costará el equivalente al 4,3% del PIB del país, mediante un incremento de los impuestos sobre los activos de los bancos que fueron liquidados en 2008.

En febrero de 2012 el gobierno islandés ya anuló el equivalente al 13% del PIB en préstamos hipotecarios. Más de la cuarta parte de los hogares islandeses pudieron beneficiarse de esta medida. En ese momento se firmó un acuerdo con los bancos parcialmente nacionalizados a fin de anular la parte del endeudamiento que sobrepasaba el 110% del valor real de la propiedad. Además, en junio de 2010, una sentencia dictada por el Tribunal Supremo estableció que los préstamos ajustados al índice de inflación de divisas extranjeras eran ilegales, y que en consecuencia los afectados sólo debían reembolsar la parte que correspondía a las pérdidas que tuvieran lugar al cambio a la moneda islandesa.

En 2013 igualmente se animó a los ciudadanos a que aceleraran el reembolso de su préstamo inmobiliario por medio de la reducción de las cotizaciones a la Seguridad Social, cuando dichos fondos fueron utilizados para anticipar el reembolso de la deuda.

Así, el endeudamiento de los islandeses debería reducirse hasta representar el 94% del PIB (en la actualidad es del 105%). El gobierno cuenta igualmente con la eficacia de estas medidas para estimular el consumo y el crecimiento.

Por otra parte, hemos sabido que un tribunal islandés ha condenado al antiguo director del banco Landsbanki a doce meses de prisión por manipulación del mercado. Del mismo modo, Larus Welding, ex director del banco Glitnir; Hreidar Mar Sigurdsson, antiguo director del banco Kaupthing; y Sigurdur Einarsson, ex presidente del consejo del mismo banco, han sido condenados a penas de prisión.

Landsbanki, Glitnir y Kaupthing eran los tres mayores bancos de Islandia. Sus directivos se lanzaron a una frenética carrera de adquisiciones, orquestadas por los hombres de negocios islandeses radicados en el extranjero. En otoño de 2008 habían acumulado el equivalente a diez veces el PIB de Islandia, hasta que su quiebra arruinó el país.

Estas condenas ilustran la diferente actitud adoptada por Islandia con respecto a otros países de la zona euro a la hora de hacer frente a la crisis financiera. A diferencia de ellos, el país no rescató a los bancos en dificultades, sino que los dejó quebrar. Fueron, pues, los acreedores de los bancos, y no los contribuyentes, los que sufrieron las pérdidas correspondientes.

Islandia es virtualmente el único país del mundo occidental que se ha lanzado a la persecución penal contra los dirigentes de los bancos por su papel en la crisis financiera.