lunes, 30 de agosto de 2010

MÚSICA NOCTURNA / 5


FESTIVALES

No recuerdo quién inventó la expresión “música camelística”, que he escuchado hace poco en referencia a un par de conciertos del Festival de Santander. Estos conciertos se presentaron bajo el título genérico de A salute to Broadway y, como su nombre indica, contenían piezas del musical americano, sobre todo de George Gershwin y Leonard Bernstein. Lo de la música camelística suena un poco a camelo, pero si esta era la idea de quien acuñó el término, está claro que el mismo no era aplicable a estos conciertos, en los que hubo buena música servida espectacularmente por la Philadelphia Pop Symphony Orchestra (nombre que para estos conciertos populares adopta la Orquesta de Filadelfia), el director y excelente pianista Peter Nero y la soprano Lisa Vroman, una de las mejores voces del teatro musical americano. Creo que más bien el adjetivo camelístico alude al tabaco Camel y a la música que se escuchaba en cierto célebre anuncio televisivo de esta marca, y que algunos lectores calvos de este blog recordarán.

Lo malo del primero de estos conciertos no fue la música, ni los intérpretes, sino la amplificación eléctrica a que fueron sometidas las voces de los cantantes, cosa de lo más abominable teniendo en cuenta que se celebraron en la Sala Argenta del Palacio de Festivales. Tal amplificación habría tenido sentido de celebrarse los conciertos al aire libre, en el caso improbable de que en Santander quede algún espacio que no haya sido privatizado todavía. La Península de la Magdalena, por ejemplo, sería un espacio ideal para estos espectáculos del verano, en los que de lo que se trata sobre todo es de divertirse, siempre que las privatizaciones y el tiempo lo permitan. Y es que el espectáculo que se ofrece en los festivales se adapta naturalmente a la forma de la ciudad: a unas terrazas frente al mar, al claustro de una iglesia, al patio ajardinado de un palacio. En esos lugares reinan una relajación y una especie de felicidad universal que también, digo yo, deben afectar al repertorio, pues no todo en la vida es la profundidad y el sentimiento oceánico de un Mahler o un Bruckner. Con el mismo criterio, la divínisima Jessye Norman cantó a su excelsa manera música de Duke Ellington en el Festival de Jazz de Donostia. Qué sería de nosotros sin la música camelística y sin la nunca privatizable (toquemos madera) Radio Clásica.
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Hay un público para los festivales, sobre todo cuando estos tienen ya más de medio siglo de historia, como saben bien en las ciudades citadas más arriba y en Granada, y en tantos otros lugares. Un público que no es sólo nativo, sino también foráneo, y que conforma esa rara y codiciada especie de turistas a los que atrae algo más que una playa, una salmonella y una insolación, lo que en su jerga los políticos municipales llaman “turismo de calidad”, es decir, de alto poder adquisitivo y cuya estancia se prolonga durante todo el festival, o por lo menos durante una parte del mismo. Claro, son ciudades que ofrecen algo más que música (en el caso de Granada música y danza): si son ciudades históricas y monumentales ya tienen otra razón para que el visitante prolongue su estancia; y si no lo son tienen a su favor un verano suave, mar, montaña y una gastronomía de quitar el hipo. ¿Qué más se puede pedir? Y esto sin salir de España, porque no hay ciudad costera, o monumental, o histórica, o lo que sea, en Europa, al este y al oeste, que carezca de su festival veraniego. ¿Y Toledo?
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Ay. Si exceptuamos a la Orquesta Excelsior, que todos los años ameniza la verbena de la Feria con los inevitables éxitos de los 60 y los 70, y el escuálido festival de jazz (las intenciones son buenas, pero no bastan) el páramo musical del verano toledano es sólo comparable al… mismo páramo del resto del año. Cosa difícil de explicar en una de las ciudades más monumentales e históricas de Europa, capital autonómica por añadidura, y en la que el influyente gremio hotelero, con razón, no deja de quejarse precisamente de la falta de turismo de calidad, y no sólo de eso, porque el número de viajeros que pernoctan varios días en ella sigue siendo irrisorio en comparación con el de visitantes de un solo día. Y es que la razón se pierde cuando faltan totalmente la iniciativa y la imaginación; y hasta, lo que ya es el colmo, las ganas de plagiar a otros.
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Cualquier alcalde corriente daría un brazo (es un decir) por una cualquiera de las dos docenas de plazas públicas, medievales, mudéjares, barrocas, románticas y neoclásicas que hay en nuestra ciudad, y en las que podrían celebrarse diversas actividades culturales, plazas que no han sido privatizadas pero que nos resultan igualmente invisibles e inhabitables, ya que todas ellas han sido reducidas a la triste condición de aparcamientos. Porque resulta que en Toledo es más cómodo ser coche (sobre todo si está parado) que viandante o usuario del espacio público. ¿Y qué decir de los patios renacentistas de Toledo, tan infrautilizados? En ausencia del más remoto e incierto proyecto de recuperación de dichos espacios para la vida ciudadana, el toledano y el foráneo se van un año sí y otro también con la música a otra parte, y el silencio de calles, plazas y patios sólo es interrumpido aquí y allá por el ruido de algún motor: alguien va al botellón, o vuelve de él. ¡Bonito panorama para la hostelería, principal y casi única industria toledana!
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A falta de espacios para la música al aire libre, la excusa socorrida para que la actividad musical en Toledo brille únicamente por su ausencia es la falta de espacios cerrados. Los actuales gestores del Teatro de Rojas no parecen sentir gran afición por el arte de Euterpe, no obstante ser dicho teatro idóneo para la música camerística, e incluso camelística (sin amplificadores, por favor). De las exóticas representaciones de óperas verdianas y puccinianas (¡Aida!, ¡Madama Butterfly!) en el diminuto escenario del Rojas, que además carece de foso, no digo nada. Pero la mencionada excusa dejará de tener valor en algún momento de este siglo, o eso cabe esperar, cuando por fin se inaugure el auditorio del Miradero, el cual dispondrá, suponemos, de un escenario en condiciones en el que podrán representarse incluso óperas con dignidad. O sea, lo mismo que ya sucede en Jerez de la Frontera, o en Sabadell, o en Murcia. Ahora bien, aquí la proverbial transparencia de nuestra Casa Consistorial no nos deja ver ni vislumbrar absolutamente nada, y si existe algún plan acerca de la futura función del edificio de Moneo a nosotros, la vulgar plebe, no se nos ha dicho ni media palabra. Lo cual, ciertamente, nos hace temer lo peor, a saber: que no existe ningún plan ni existirá, lo que aboca al Miradero a una privatización más o menos encubierta que servirá, sin ninguna duda, a intereses particulares, pero no a los públicos. Con todo derecho semejante despropósito podría ser interpretado por los sufridos toledanos como una pura y simple estafa, más grave cuanto que el alto precio que está costando la reconversión del Miradero lo pagan los ciudadanos, y previsiblemente lo seguirán pagando varios lustros después de su terminación, en el siglo presente.
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¿Música en verano? Quienes supieron acomodarse a la demanda de un turismo cultural, y han sabido mantener y asentar sus festivales, convertidos ya en tradición, tienen mucho ganado. Incluso en plena crisis, las noticias que llegan de los festivales de este verano vuelven a mostrar el éxito de una fórmula que no por extendida deja de ser menos eficaz: entradas agotadas, plazas hoteleras cubiertas. ¿Y en Toledo? Música callada, en todo caso, como la de San Juan de la Cruz y la de Federico Mompou, a lo que hay que añadir la soledad sonora de las vías públicas desde primeras horas de la noche (cuando cierran los comercios), también en otoño, invierno y primavera, pues no hay adónde ir ni qué hacer, y en vano busca en google el futuro turista la agenda cultural del Toledo veraniego; el interés añadido que ofrece cualquier ciudad mediana, y que aquí se manifiesta sólo en forma de escombros; las actividades de ocio en las plazas públicas, convertidas en lugares de desencuentro; la actividad cultural transfigurada en música, o teatro, o algo; el atractivo nocturno de la ciudad afónica que, de tan enferma, durante tantos años, parece muerta.

Jessye Norman canta September Song, de Kurt Weill. Piano: John Williams

sábado, 14 de agosto de 2010

DISPARATES / 13


BICENTENARIO

La información desnuda, la de los hechos históricos así como la de los pequeños acontecimientos diarios, próximos o lejanos, constituyó hace tiempo una parte no menor del conocimiento que podía (y que debía) encontrarse en las personas inquietas, aquéllas que no se alimentan sólo de entretenimiento y que están dotadas de esa curiosidad que contribuye a hacernos mejores, ya que acrecienta nuestra libertad de criterio y, en suma, nuestra cultura. Que ese tiempo pasó es algo que salta a la vista cuando se presta un poco de atención a nuestra prensa o cuando se escuchan las conversaciones más frecuentes en las distintas modalidades de botellón (juvenil, para adultos y para la tercera edad) y otros eventos etílicos con los que nuestras corporaciones municipales tienen a bien obsequiarnos para aliviar los rigores del verano. De este modo, el desierto actual de la cultura es también el de la información.
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Así, en efecto, si nuestra única fuente de noticias fuese la prensa nacional no tendríamos ni idea de que América del Sur está celebrando en estos días el Bicentenario de su independencia, mientras aquí, como siempre, nos deleitamos en nuestra gran especialidad: desconocernos a nosotros mismos. Resulta llamativo, incluso para quienes estamos sobradamente familiarizados con el carácter español, comprobar de nuevo esa obsesión tan nuestra por ignorar, ocultar, y, llegado el caso, negar sin más ni más la realidad de la que procedemos. Comparativamente, Inglaterra, que también poseyó un gigantesco imperio, muestra una actitud más saludable hacia su propia Historia. ¿A quién no le suena, incluso entre nosotros, La carga de la Brigada Ligera, el poema patriótico de Tennyson? Media legua, media legua, / Media legua más allá, / En el valle de la Muerte, / Cabalgaron los seiscientos. Como todo imperio, el suyo también cometió atrocidades, lo que nadie niega, y en sus actos hubo sin duda mezquindad, lo mismo que generosidad y heroísmo, de todo lo cual nos han puesto al corriente los mismos ingleses por medio de la literatura y el cine. ¿Por qué no así los españoles?
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En lo que se refiere al proceso de independencia de las colonias americanas, nuestros libros de texto son hoy idénticos a los que se adoptaron en los años cuarenta del siglo pasado, inmediatamente después de la victoria franquista, sin que ninguna oficina ministerial y ningún sindicato de profesores, por no hablar de las asociaciones de padres, hayan no ya puesto el grito en el cielo, sino ni siquiera pedido una revisión. La enseñanza universitaria no va mucho mejor, y, hablando con suavidad, puede afirmarse que nuestra investigación académica no pasa en este campo de irrelevante. Por si fuera poco, la actual moda de la novela histórica no ha afectado a este período, y se diría que nuestros prolíficos autores de mamotretos históricos, todos ellos en busca del bestseller del año, huyen del asunto de la independencia americana como de la peste. Por otro lado, entre los grandes fastos del Bicentenario en América del Sur (celebrados sin representación del reino de España), se han editado numerosos libros que hacían falta y que conforman una bibliografía que ya es considerable.
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No es extraño, pues, que muy pocos entre nosotros puedan decir algo sensato acerca de Simón Bolívar, José de San Martín o Francisco de Miranda (que por cierto está enterrado en una fosa común en Cádiz, donde murió prisionero de Fernando VII). Estos hombres combatieron no sólo a la metrópolis opresora, sino también a la Inquisición y al tráfico de esclavos. Además de libertadores, fueron liberales, razón suficiente para que se les unieran algunos liberales españoles y para que todos ellos, en la España integrista y embrutecida de la época, fueran pintados como enemigos de la patria, ingratos y herejes. Parece ser que esa es la idea que en el siglo XXI tenemos todavía de ellos.
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Y no podemos sorprendernos de que esto sea así, ya que América del Sur sigue siendo hoy para España una tierra conquistada sobre la que se dirige una mirada de desprecio y de superioridad racial. De esa tierra conquistada nos interesan hoy, como entonces, su mano de obra dócil y barata y, sobre todo, sus riquezas naturales, de lo que son buena prueba los millonarios beneficios obtenidos por transnacionales como Telefónica (hace pocas semanas adquirió una empresa de telefonía brasileña) y Repsol, cuya propiedad de la que fue empresa nacional de petróleos de Argentina (YPF) enriquece tanto a sus accionistas como empobrece a los argentinos.
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América del Sur sigue conquistando hoy su independencia, ardua tarea que no ha podido completarse en doscientos años, cuyo futuro está erizado de dificultades y que sin embargo nunca se había vislumbrado tan posible como ahora. Estados que han vivido de espaldas, divididos y hasta enemistados artificiosamente por obra y gracia de las sucesivas potencias coloniales, vuelven ahora a mirarse y a descubrir sus semejanzas, así como las enormes riquezas que todavía atesoran, y que ya no deberían ser explotadas en beneficio ajeno. Riquezas entre las que la menor no es la étnica, como por fin empieza a reconocerse, lo que permitirá en el futuro una verdadera integración de minorías hasta hace poco excluidas: afrodescendientes e indígenas. Esta América del Sur se perfila como una potencia económica y diplomática con presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que forzosamente hará reconsiderar a las autoridades de este lado del Océano su actitud, sus formas y el fondo de sus relaciones, empezando por esa risible farsa anual que es la Cumbre Iberoamericana. Sería deseable, en interés propio, que España supiera participar de los nuevos vientos que soplan en América del Sur, y que fuera capaz, pese a la desinformación a la que ya estamos acostumbrados, de mostrar hacia aquellas naciones, y sus pueblos, el respeto que ahora exigen y que no hemos sabido manifestarles desde hace quinientos años.