viernes, 24 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 26


DINO BUZZATI: EL PINTOR QUE ESCRIBÍA RELATOS
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La literatura italiana, como el cine, experimentó tal conmoción a causa de las calamidades del fascismo y de la guerra, que durante años pareció que sólo podía manifestarse por medio del desnudo realismo, o más bien de aquella variante nacional que se llamó neorrealismo. Las grandes novelas de Alberto Moravia, y su correlato en el cine, alcanzaron una escala canónica y sirvieron de vivero para gran variedad de talentos que no tardarían en esbozar proyectos narrativos personales, más y más alejados de su origen como consecuencia del auge económico posterior y de la aparición de nuevos problemas derivados del desarrollo industrial y de la siempre precaria estabilidad política. También eclipsaron a otros que buscaron su voz por vías diferentes. Fueron los años en los que Italo Calvino pudo llevar la literatura a una nueva forma de realidad en la que era posible fabular con lo fantástico. Nadie habría imaginado entonces que uno de los autores más recordados de la época iba a ser un periodista que se consideraba pintor y que, de vez en cuando, escribía relatos.
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Dino Buzzati fue un periodista al estilo antiguo, lo que quiere decir que desde que entró a trabajar como aprendiz en el Corriere della Sera en 1928, hasta poco antes de su muerte, hizo prácticamente de todo, desde ejercer como corresponsal de guerra en Abisinia hasta seguir al pelotón ciclista del Giro de 1949. En medio, tuvo ocasión de enviar a su periódico la crónica del día de la liberación, que fue publicada en primera página el 25 de abril de 1945. Tal vez éste fue su mayor éxito en vida.
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Mientras tanto desplegó una amplia actividad como pintor e ilustrador, a menudo amalgamando textos de su cosecha en un estilo de índole surrealista. Se consideraba un pintor que “por afición, por períodos más o menos prolongados”, había hecho de escritor y corresponsal. No sabemos por qué nunca llegó a sentirse satisfecho de ninguna de sus obras, a las que se refería con desdén, y si hubo alguna actividad en la que alcanzó alguna especie de plenitud ésta fue sin duda el montañismo, como reconoció mucho tiempo después al recordar su primera excursión, con sólo catorce años, a los Dolomitas. Tampoco saldría indemne de otro paisaje que le fascinó durante el ejercicio de su profesión en Abisinia: el desierto. 
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Del desierto iba a extraer Buzzati la experiencia humana, profunda, universal, casi mística, que se constituiría en su personal visión del mundo en El desierto de los tártaros (1940). Hasta allí, destinado a una frontera remota que es como el confín de la vida, es enviado el joven oficial Giovanni Drogo. Su llegada a la vetusta fortaleza, rodeada por una ciudad en ruinas, suscita de inmediato en el joven una impresión que no puede ser más desoladora, por lo que, al igual que el Hans Castorp de La montaña mágica a su llegada al sanatorio al que ha acudido para visitar a su primo, también él piensa enseguida en marcharse, valiéndose para ello de un falso certificado médico. Pero el destino ya había señalado para el joven oficial un camino diferente, el camino de la espera. Porque a diferencia de otras historias de iniciación, o de lo que los alemanes llaman Bildungsroman, es decir, el género de la novela de formación ideado por Goethe, aquí la peregrinación (de Wilhelm Meister), la travesía marítima (de Lord Jim) se  transmutan en inmovilidad expectante y a la vez serena, en camino que se recorre de manera estática, en un no ir a ninguna parte, convirtiéndose a la vez, y por ello, en un viaje interior que es una maduración y un consumirse, entregado el cuerpo y el alma, pero sobre todo el alma, a la espera. Espera de una cosa que no es sino la misma vida. 
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Giovanni Drogo es el héroe de esta espera a la que el yermo paisaje circundante otorga naturaleza épica. Héroe maltratado y a la vez espectador, víctima involuntaria de ese otro sujeto dotado de vida propia, aparentemente dormido pero en realidad repleto de signos misteriosos, y del que es posible registrar hasta el más mínimo indicio de vida, que es el desierto. También podría ocurrir, sin embargo, que en el desierto realmente no hubiera nada, nada salvo el obstinado deseo que Giovanni Drogo y sus compañeros proyectan hacia él. Porque acaso la fe, que mueve montañas, también pueda poblar un desierto. Éste es epítome de todas las ausencias y por ello sólo permite la ilusión de que alguna vez la espera llegue a su absoluta consumación, cosa que en efecto ocurre al final de la novela. 
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En la soledad de El desierto de los tártaros resuenan las voces de Kafka y de Camus (sobre todo de El extranjero, que es dos años posterior). Pero si no pueden ser más nobles sus antecesores, no lo son menos sus descendientes, y entre los autores que se sintieron fascinados por la aventura del oficial Giovanni Drogo figuran Jorge Luis Borges, que introdujo la novela en Sudamérica; Julien Gracq, que se inspiró en ella para la redacción de esa otra obra maestra que es El Mar de las Sirtes; y J.M. Coetzee, que hizo lo propio en Esperando a los bárbaros. Y es que Buzzati, que fue un fabulador excepcional, autor de algunos de los mejores cuentos del siglo pasado, logró con El desierto de los tártaros lo que está al alcance de muy pocos autores: la creación de un mito que le es propio, un arquetipo literario, y esto sin escatimar nada a lo que tal expresión significa: ofrecer un muestrario completo de la vida a través de unos personajes y de su pequeña pero ejemplar historia. Esta ejemplaridad revela en Buzzati a un demiurgo, como uno de aquellos que preservaron la tradición oral que hace siglos fue recogida en los relatos homéricos. 
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Esta es la novela que se nos presenta ahora, y que viene a unirse a la necesaria recuperación que de este hombre modesto y gran autor ha venido produciéndose entre nosotros en los últimos años. Quienes ya la leyeron no saldrán decepcionados de su relectura. Más afortunados, como ocurre con los enamoramientos juveniles, serán quienes puedan acercarse a ella, y descubrirla, por primera vez.

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