domingo, 11 de noviembre de 2012

DISPARATES / 48

Ernst Ludwig Kirchner,
Delante de una peluquería
DEL DAÑO COLATERAL Y LAS BAJAS DE LOS RECORTES (II)

Zygmunt Bauman

Cada generación tiene su medida para la marginación. En cada generación hay personas destinadas a mendigar estatus porque un “cambio de generación” aporta un cambio significativo en las condiciones y exigencias vitales, cambio que probablemente forzará a la realidad a partir de unas expectativas nuevas implantadas por la demanda de estatus quo a devaluar las habilidades en las que los jóvenes han sido entrenados y a rechazar al menos a algunos aspirantes, en concreto a aquellos no lo bastante flexibles o rápidos para adaptarse a los nuevos estándares, mal preparados por tanto para afrontar los nuevos retos, desarmados ante las nuevas exigencias. Sin embargo, no ocurre con frecuencia que el peligro de ser expulsado abarque a una generación en su conjunto. Tal vez eso es lo que está pasando ahora…

En el transcurso de la historia de la Europa de postguerra se han sucedido muchos cambios generacionales. En primer lugar una “generación boom”, seguida por dos generaciones llamadas respectivamente X e Y; recientemente (aunque no tan recientemente como la conmoción del colapso de la economía reaganiana/tatcheriana), se anunció la inminente llegada de la generación Z. Cada uno de estos cambios generacionales supuso acontecimientos más o menos traumáticos; en cada uno hubo una ruptura en la continuidad que a veces exigió dolorosos reajustes causados por el conflicto entre las expectativas heredadas y aprendidas y las inesperadas realidades. Y, sin embargo, al echar la vista atrás desde la segunda década del siglo XXI, salta a la vista que en comparación con los profundos cambios impuestos por el último colapso económico, cada uno de los previos pasajes entre generaciones puede considerarse como el paradigma de una nítida y suave continuidad intergeneracional…

Tras muchas décadas de expectativas crecientes, los licenciados recién llegados a la vida adulta afrontan hoy expectativas menguantes, demasiado abruptas y escarpadas para cualquier esperanza de un aterrizaje suave y seguro. Había una luz deslumbrante al final de cada uno de los túneles que sus predecesores se vieron obligados a cruzar en el transcurso de sus vidas; ahora, en su lugar, un largo y oscuro túnel se extiende detrás de las escasas luces temblorosas, vacilantes y rápidamente extinguidas que en vano tratan de atravesar en la oscuridad.

Esta es la primera generación de postguerra que se enfrenta a la perspectiva de una movilidad descendente. Sus mayores fueron educados para esperar, prácticamente, que los hijos apuntaran más alto y llegaran más lejos de lo que ellos mismos habían llegado (o les había permitido llegar el ahora desaparecido estado de cosas): esperaban que la “reproducción del éxito” intergeneracional continuara rompiendo sus propios récords con la misma facilidad con que ellos mismos habían superado los logros de sus padres. Generaciones de progenitores se acostumbraron a esperar que sus hijos disfrutaran de un espectro más amplio de oportunidades, a cada cual más atractiva; que recibieran una mejor educación, que escalaran más alto en la jerarquía del aprendizaje y la excelencia profesional, que fueran más ricos y se sintieran aún más seguros. El lugar al que habían llegado los padres, o así lo creían, sería el punto de partida de los hijos, un lugar del que partirían muchos otros caminos, todos ascendentes.

Los jóvenes de la generación que ahora ingresa o se prepara para ingresar en el así llamado “mercado laboral” han sido preparados y adiestrados para creer que su papel en la vida es eclipsar y superar el éxito de sus padres, y que esa tarea (excluyendo un cruel accidente del destino o una incompetencia en todo caso subsanable) entraba plenamente dentro de sus capacidades. No importaba cuán lejos hubieran llegado sus padres; ellos irían aún más lejos. Al menos así es como se les ha adoctrinado, eso es lo que les han enseñado a creer. Nada les ha preparado para el advenimiento del duro, poco atractivo e inhóspito nuevo mundo de la desvalorización de las categorías, la devaluación de los méritos adquiridos, las puertas cerradas a cal y canto, la volatilidad de los empleos y la persistencia del desempleo, lo efímero de las perspectivas y la permanencia del fracaso; un nuevo mundo de proyectos malogrados y esperanzas frustradas, y de una notoria ausencia de oportunidades.

Las décadas pasadas fueron los tiempos de la expansión ilimitada de todas las formas de la educación superior y del imparable aumento del tamaño de las cohortes de estudiantes. Una titulación universitaria prometía empleos fantásticos, prosperidad y gloria: el volumen de recompensas crecía ininterrumpidamente para adecuarse a la ininterrumpida expansión de las filas de titulados. Con la coordinación entre la oferta y la demanda ostensiblemente predestinada, asegurada y casi automática, resultaba casi imposible resistirse al poder seductor de la promesa. Ahora, no obstante, la multitud de seducidos se transforma masivamente, y de la noche a la mañana, en una muchedumbre de frustrados. Por primera vez en la memoria viva, toda una serie de licenciados afronta la elevada probabilidad, o la certeza, de aspirar sólo a empleos ad hoc, temporales, inseguros y a tiempo parcial, y pseudotrabajos no remunerados a título de “aprendices”, falsamente rebautizados como “prácticas”, todos ellos considerablemente por debajo de sus destrezas adquiridas y eones por debajo de su nivel de expectativas; o de un desempleo que dura más tiempo del que la siguiente promoción de licenciados tardará en añadirse a la ya asombrosamente larga lista de espera de las oficinas de empleo.

En una sociedad capitalista como la nuestra, orientada ante todo a la defensa y preservación de los privilegios existentes y, sólo en un remoto (y mucho menos respetado y atendido) segundo lugar, a eliminar las privaciones padecidas por los demás, estos licenciados, de altas miras y escasos recursos, no tienen a quién recurrir para buscar ayuda o una solución. Quienes llevan el timón, tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político, han alzado los brazos para proteger a su electorado todavía activo contra los inexpertos recién llegados que se muestran lentos a la hora de ejercitar sus tiernos músculos, y con toda probabilidad retrasarán cualquier intento serio de ganárselos hasta las próximas elecciones generales. Así como todos nosotros, colectivamente, al margen de las particularidades de cada generación, tendemos a ser enérgicos en la defensa de nuestras comodidades aunque sea en contra del sustento de generaciones que aún están por nacer…

Advirtiendo la “ira, incluso el odio” que podía detectarse en los licenciados de 2010, el científico político Louis Chauvel, en su artículo Les jeunes sont mal partis [Los jóvenes no empiezan con buen pie], publicado en Le Monde el 4 de enero de 2011, se pregunta cuánto tiempo tardará en combinarse el rencor del contingente francés de la generación del baby-boom, enfurecido por las amenazas a sus pensiones, con el de los licenciados de 2010, a quienes se les ha negado la posibilidad de tener algún día el derecho a una pensión. Pero ¿combinados en qué?, podríamos (y deberíamos) preguntar. ¿En una nueva guerra de generaciones? ¿En un nuevo paso adelante en la agresividad de las ramas extremistas que rodean a un término medio abatido y pesimista? ¿O en el convencimiento suprageneracional de que este mundo nuestro, tan destacado por utilizar la hipocresía como arma de supervivencia y para enterrar las vivas esperanzas de otros, ya no es sostenible y necesita una renovación que ha sido escandalosamente demorada?

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