martes, 23 de febrero de 2016

LECTURA POSIBLE / 205

HARPER LEE: HISTORIA DE UN CLÁSICO AMERICANO

El pasado viernes falleció en su Alabama natal Nelle Harper Lee, quien en su longeva existencia escribió un solo libro, considerado hoy uno de los clásicos de la novela norteamericana del siglo XX. Cierto es que Harper Lee publicó en vida dos libros, con una distancia entre ellos de nada menos que cincuenta y cinco años, si bien debe aclararse que el segundo, Ve y pon un centinela, que apareció el año pasado, no es más que el borrador hasta entonces inédito de la que hay que considerar su única novela, la cual dio fama a su autora sobre todo a consecuencia de su adaptación cinematográfica. Matar a un ruiseñor, en efecto, se publicó en 1960 y obtuvo el Premio Pulitzer, habiendo sido trasladada al cine dos años después por Robert Mulligan, con Gregory Peck, que obtuvo el Óscar al mejor actor, en el papel protagonista. El de Lee es un caso aparte en la literatura de su país, no sólo por el hecho de que toda su producción se reduzca a un único libro, sino también por el de que esta mujer de Monroeville, pueblecito del profundo Sur, nunca concedió entrevistas ni se alejó mucho de su tierra, donde pasó en el mayor aislamiento sus últimos años, recluida en una residencia de ancianos. Su misma obra literaria narra hechos acontecidos en Monroeville, y de los que fue testigo a la edad de diez años. Gran parte de esta obra novelística, y de la visión que del mundo y de la vida tuvo su autora, están marcadas ciertamente por la propia experiencia y el conocimiento de las persecuciones de que fueron víctimas los negros en los estados sureños, pero también por la notable influencia que sobre Lee ejerció su padre, Amasa Coleman Lee, de quien se dice que inspiró el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor.

Amasa Coleman fue abogado y como tal tomó parte en la defensa de dos negros de Alabama, padre e hijo, acusados de asesinar a un tendero blanco. Ambos fueron declarados culpables y ejecutados, pero ello no impidió al abogado desempeñar una discreta carrera política, llegando a ser miembro de la Cámara de Representantes de Alabama entre 1927 y 1939. También fue director y propietario del periódico de su pueblo, el Monroe Journal. Más tarde, la publicación del libro de su hija, y la creencia de que había servido de modelo para el protagonista del mismo, hicieron de él una especie de héroe americano en la lucha por los derechos civiles de las gentes de color. Sin embargo, el año pasado, algunos pasajes de Ve y pon un centinela que trascendieron a la prensa, y en los que se sugería que fue en realidad un racista que sólo se convirtió al antisegregacionismo tardíamente rodearon al libro, aun antes de su publicación, de una viva polémica. Así, el 11 de julio del pasado año un artículo del Wall Street Journal informaba de la consternación que habían causado los rumores acerca de esta desconocida faceta del abogado Amasa Coleman, y un popular presentador de televisión de Augusta afirmó que prefería recordarle como un buen hombre, por lo que, en consecuencia, se abstendría de leer el libro. Este carácter racista e intolerante del padre de nuestra autora fue documentado en una biografía de la misma publicada en 2006, Mockingbird. A Portrait of Harper Lee, de la que es autor Charles J. Shields, reconocido biógrafo de otro gran escritor norteamericano: Kurt Vonnegut.

Con independencia del papel que pudo representar el padre de nuestra autora en la gestación del libro y en la de su personaje principal, y de los efectos del amplio marketing que puso en juego la editorial encargada de publicar su “secuela”, lo cierto es que Matar a un ruiseñor, libro hoy de lectura obligatoria en los programas del octavo grado, es desde hace tiempo una obra de referencia para el imaginario colectivo norteamericano, la cual aparece asociada para muchos estadounidenses a su mayoría de edad, y ello en el doble sentido de la vivencia personal y en el de primer vislumbre que la lectura del libro significó para muchos de un lado oscuro y desconocido de su propio país. A este respecto la crítica ha hecho notar que Maycomb, el nombre ficticio que en la novela se da a Monroeville, es equivalente al Central Park de las novelas de Salinger, ese centro geográfico y simbólico de “la permanente adolescencia americana”.

Ha escrito en The New Yorker Adam Gopnik que si bien Ve y pon un centinela, más que un esbozo, es sólo una novela fallida en la que se anticipan algunos de los temas que iban a ser propios de Matar a un ruiseñor, sus páginas tienen el indudable mérito de “hacernos sentir nostalgia de la infancia de uno en el Sur, aunque nunca estuvimos allí”. De hecho, la descripción de la apacible vida de un pueblo sureño que se hace en este texto temprano está ya en la línea y en el estilo de su hermano mayor, el cual se beneficiaría del llamativo contraste entre el sosiego pueblerino y la atrocidad de los hechos allí narrados.

Matar a un ruiseñor debe su perdurable éxito a una afortunada combinación de asuntos narrativos de los que está venturosamente excluida toda forma de cliché referido al “buen y viejo Sur”. Atticus Finch es un hombre justo que en su viudedad cría a los niños que tuvo en su matrimonio y que se erige en defensor de un negro injustamente acusado de la violación de una mujer blanca. Este compromiso cívico le atraerá la desconfianza y la inquina de sus vecinos, y servirá para dar a la novela el tono de alegato antirracial y de enaltecimiento de la propia integridad moral por el que mayormente es conocida. Sin embargo, no es posible desdeñar el retrato que en la novela se hace del ambiente, de la forma de vida, de las costumbres, de los juegos infantiles, de las supersticiones y no en último lugar de los conflictos de clase, los cuales se entremezclan con los raciales para terminar mostrándonos un cuadro completo, y por desgracia tan perdurable como la propia novela, de las ideas que nutren la intolerancia. Una razón no menor del éxito del libro se debe al predominio del punto de vista infantil desde el que se narra la historia, en la que los verdaderos protagonistas son los niños, hijos de Atticus, que contemplan perplejos el entorno repleto de sucesos misteriosos e incomprensibles, como los que rodean a cierto personaje que vive enclaustrado y del que nada se sabe. Estos niños crean sus propias ficciones y sus miedos, que a veces les enfrentarán a los adultos, y a través de su inocencia se irá haciendo el lector una idea, por eso mismo tanto más terrorífica, de los prejuicios, odios y amenazas que los rodean. Hay además un tercer niño, Dill, el único personaje que procede del exterior, un pequeño narrador de historias que en la realidad fue compañero de infancia de la autora y que se llamaba Truman Capote. A este niño, ya adulto, unos años después de la publicación de su libro, le ayudaría Harper Lee en los prolijos preparativos de otro clásico americano, el titulado A sangre fría.

Harper Lee, tras la adaptación de su novela, tuvo amistad con Gregory Peck, su Atticus en el cine, y siguió viviendo en un retiro voluntario roto sólo esporádicamente con la publicación de algún pequeño ensayo o con  alguna otra aparición pública a la que se vio forzada, como sucedió en 1966 cuando su novela fue tachada de “literatura inmoral y marxista” por la junta escolar de Richmond, en Virginia. “El analfabetismo es el problema, y no el marxismo”, escribió entonces. Otras dos salidas de su pueblo natal la llevaron en dirección a la Casa Blanca, donde recibió diversas distinciones, entre ellas la Medalla Nacional de las Artes que en 2010 le entregó el presidente Obama.

Hoy sabemos que la gestación de Matar a un ruiseñor le llevó a su autora muchos años, y que entre los materiales que serían desechados en la redacción definitiva del libro, y que se publicaron en el volumen Ve y pon un centinela, había numerosas páginas referidas al futuro de sus personajes, alguno de los cuales debía volver a Monroeville veinte años después. La niña Scout que regresaba para visitar a su padre se había hecho entretanto toda una mujer en Nueva York, y para entonces ya tenía conciencia de que no era sino a ella a quien se dirigía el título de la historia, el cual fue tomado por la autora del libro de Isaías: “Ve, y pon un centinela que haga saber lo que vea”. Severa invocación a la arriesgada tarea de ser testigo y de contarlo.

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