martes, 11 de junio de 2013

LECTURA POSIBLE / 104

FILIBUTH O EL RELOJ DE ORO, DE MAX JACOB

Poeta, dramaturgo, novelista, Max Jacob es quizá más conocido entre nosotros como pintor, además de por su privilegiada relación con Picasso, al que abrió las puertas de París y al que también, dato este menos conocido, introdujo en el consumo del opio. Sucede que Jacob fue sobre todo un hombre de la vanguardia, uno de aquéllos que tuvo a bien reconsiderar enteramente la función del arte y en particular sus fronteras, en persecución de una forma de expresión total que a él, igual que ocurrió con otros autores a los que ya nos hemos referido aquí, como Félix Valloton o Alfred Kubin, le dio pie a servirse indistintamente del pincel y la pluma, pluma de altos vuelos de la que es producto esta novela, Filibuth o el reloj de oro, que escribió en 1923 y que ha publicado en España la editorial Acantilado.

Max Jacob procede de una familia del Sarre afincada en Quimper, en Bretaña. Parece que a los Jacob, entre los que había un sastre y un anticuario, no les perjudicó en exceso su pertenencia por partida doble a una minoría, en su calidad de judíos y de alemanes, al contrario de lo que sucedió con otros que en distintos períodos de la turbulenta historia franco-alemana fueron considerados “extranjeros enemigos”. A finales del siglo XIX los Jacob aparecen ya como una familia asimilada, y únicamente el abuelo paterno, Samuel Alexandre, se ocupa de transmitir al pequeño Max los misterios de su religión ancestral, lo que a éste no le impide sentirse fascinado por la pompa y el boato de las ceremonias católicas que contempla a escondidas por la ventana de su habitación. A sus catorce años, Max se siente diferente y excluido, en especial en relación a su madre, Prudence, una señora “parisina”, coqueta y elegante que no debía de encajar muy bien en la atmósfera pueblerina de Quimper. El frágil y nervioso Max es enviado en 1890 al sanatorio del célebre neurólogo Charcot.

Fuera porque el adolescente estaba necesitado de los cuidados de la ciencia, o sencillamente de unas vacaciones, lo cierto es que a su regreso un año después Max se convierte en un estudiante ejemplar que además se dedica por su cuenta a la lectura, la música y la pintura. En 1894 le dan de baja del ejército por “insuficiencia pulmonar”, y poco después concluye los estudios de Derecho. Pero nadie en su familia comprende por qué este prometedor joven no consigue abrirse camino en París como respetable persona de orden, y él vuelve los veranos a Quimper como hijo obediente que es, conocedor de que es preciso hacer concesiones y dejar a un lado de vez en cuando las diferencias, entre ellas su homosexualidad. Estas salidas extemporáneas, estas escapadas de la gran urbe, serán una constante en la vida de Jacob, para quien el exilio, como escribió alguna vez, “es una condición de la existencia”.

Vive en Montmartre, en compañía de Braque, Matisse, Apollinaire y Modigliani, a los que no tarda en unirse ese malagueño de veinte años que habitará un vetusto inmueble al que Jacob pone nombre: “Le Bateau Lavoir”. Y es según la leyenda el mismo Picasso el que aclara las dudas de Jacob: “Tu es poète! Vis en poète!” En 1903 escribe su primera obra, un cuento para niños, al que seguirá una frenética actividad unos años más tarde: Saint-Matorel (1911), Œuvres burlesques et mystiques de Frère Matorel (1912), Le Siège de Jérusalem (1914) y Le Cornet à dés (1916), por citar sólo algunas de las obras que en ese período contribuyeron a cimentar su fama. Son historias entre burlescas y místicas en las que se mezclan el costumbrismo populachero y los ecos de las enseñanzas de su abuelo Samuel; y vienen a constituir una especie de literatura cubista marcada por la experiencia religiosa del autor, que en esa época se convirtió al catolicismo. Ilustrativo de lo anterior es sobre todo la trilogía dedicada al personaje de Matorel, trasunto del propio autor, cuyo primer volumen fue publicado por encargo del prestigioso marchante Henry Kahnweiler e incluía cuatro aguafuertes de Picasso.

Un poco posterior es este Filibuth o el reloj de oro, que viene a añadirse a la breve nómina de obras de su autor disponibles en castellano, de la que forman parte Los penitentes en camiseta rosa. Poemas escogidos (Museo Picasso de Málaga, 2012) y El cubilete de dados (Losada, 2006). Cuenta la historia de la portera Rose Lafleur, de su abundante prole y de su bulliciosa Rue Gabrielle, en Montmartre. Esta señora ha heredado el reloj de oro del abuelo Sébastien, único objeto de lujo en su casa y en el barrio, y que despertará la codicia de todo el mundo. Por alguna razón, el estrambótico reloj tiene tendencia a alejarse de su legítima propietaria por los medios más abstrusos, si bien sólo para acabar volviendo. Es de hecho un reloj viajero que se verá envuelto en distintas aventuras (entre ellas un turbio asunto de espionaje internacional), que llegará a Venecia e incluso a Japón, pero que siempre, después de cada uno de sus extravíos, reaparecerá como por arte de magia en la Rue Gabrielle, número 105, donde irá a descansar, hasta su próxima excursión, en el aparador de la portera. Ésta es, según la descripción que aporta un ciudadano anónimo, “una auténtica chabacana hipócrita, siempre medio borracha y medio muerta, y es un pendón que ni da de comer a sus hijos”. Propietaria transitoria (e ilegítima) de la preciada joya es la señora Burckardt, alias Lena Calvi, actriz de teatro, quien tiene a su servicio a un par de mangantes de medio pelo; y propietario del mismo es también el teniente Lemercier, que informará del paradero del reloj desaparecido desde el Hotel Imperial de Monju. En medio de estas idas y venidas se encuentran dos personajes: el tío Georges, tutor de los hijos de la señora Lafleur y empleado de la Compañía del Gas, y Odon-Cygne-Dur, el casero, que es el retrato viviente de la señora Lafleur y que a fin de escapar a su influencia se recluirá en un monasterio.

La lectura es vertiginosa y a veces el lector debe ir con la lengua fuera tras el dichoso reloj, lo que no impide que por el camino podamos familiarizarnos con el habla arrabalera de los personajes principales, los cuales acabarán reuniéndose, como era de esperar, en la comisaría. Mientras tanto los personajes no sólo se interpelan a sí mismos, sino también al autor, que siempre se las arregla para conducir el relato a su debido puerto. El conjunto evoca la atmósfera costumbrista y disparatada del sainete, pero de un sainete que aquí no tiene nada de rancio o de acartonado y que ha sido filtrado por el tamiz de la vanguardia. Quizá no sea preciso aclarar que estas páginas se leen con una sonrisa y que no faltan tampoco situaciones hilarantes, como es propio de unos seres que están tan cargados de esa cosa banal que es la existencia como de humanidad.

Max Jacob seguiría escribiendo y compaginando narraciones con su otra dedicación principal, la pintura, hasta los años ’30. De esos años son sus últimos libros de poemas, Ballades (1938) y Derniers Poèmes, que se publicaría póstumamente en 1945. Para entonces el mundo ya era otro, en el que no parecía haber sitio para ese clamor y esa efervescencia, a veces disparatada, que fue la vanguardia. Duros tiempos que habían dejado atrás la libertad desbordante en todas las formas de creación y también al propio Max Jacob, quien fue arrestado por la Gestapo a finales de febrero de 1944. Trasladado al Campo de Drancy, las gestiones realizadas por Sacha Guitry y Jean Cocteau para su liberación llegaron tarde. Murió de pulmonía en Drancy a primeros de marzo. Jean Moulin, uno de los mayores héroes de la Resistencia contra el ocupante nazi, adoptó como alias el nombre de Max en homenaje a su amigo. Y no deja de ser una paradoja que Max Jacob, “poeta muerto por Francia”, siga hablándonos hoy, a través de las peripecias de un reloj, de esa condición de la existencia que es el exilio.


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