domingo, 16 de junio de 2013

DISPARATES / 74

QUEREJETA EN EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Hace años, o mejor dicho: décadas, circulaba entre la llamada intelligentsia la opinión de que si en lugar de uno hubiera habido media docena de Querejetas habría podido vivirse en España un segundo siglo de oro. En torno a 1970 se encontraban en activo, y en plena posesión de sus recursos, Luis de Pablo y Cristóbal Halffter, los hermanos Saura, Antoni Tàpies y, lo que ya por sí solo era un escándalo, Luis Buñuel. Para esa joven generación (no la de Buñuel, sino la de los otros), que en parte vivía con un pie a cada lado de los Pirineos, existía un tema de reflexión, España, cuya expresión artística debía sortear una y otra vez los escollos de la censura, lo que no siempre era fácil, y que si logró constituirse como referencia de la cultura española fue en gran medida gracias al reconocimiento internacional. Pues sucedía que, dejando aparte la calidad de sus obras, más allá de nuestras fronteras toda reflexión española era por naturaleza reflexión antifranquista, y muestra de una oposición que pertenecía por derecho propio a las modernas corrientes de la cultura europea, la cual prometía tiempos más felices.

Elías Querejeta fue un mecenas que puso su dinero y su ingenio al servicio de un proyecto cultural que auguraba el cambio. Las películas que contribuyó a hacer posibles tenían desde sus inicios, desde que no eran más que una escaleta, un aire de desafío quijotesco que contrastaba con la oronda y autocomplaciente cultura oficial. De algún modo esas extrañas películas pudieron hacerse, y si sus censores no las entendieron no ocurrió así con sus espectadores de aquí y del extranjero, quienes supieron ver en ellas lo que pretendían ser: alegorías de un régimen que en la Europa de entonces equivalía a la pervivencia de un descoyuntado dinosaurio, una especie extinta en el mundo que por motivos inconfesables resollaba aún en la soleada y playera España. Hoy esos films pertenecen al orden de lo mítico, y sin ellos sería tan imposible entender al dinosaurio como a nosotros mismos.

De la actividad de este futbolista y productor guipuzcoano me referiré aquí solo a un episodio, el de su encuentro con Carlos Saura. Ocurrió a mediados de los ’60, y ya de entrada dio lugar a esa obra maestra que es La caza (1965). La década siguiente fue la más fructífera en la relación Saura-Querejeta, de lo que son testimonio las premiadas en Cannes La prima Angélica (1973) Cría cuervos (1975) y Elisa, vida mía (1977). El éxito de estas películas obedeció a la habilidad de sus autores para “hablar entre líneas”, como a menudo se hacía en el Barroco, lo que llegó a conformar una poética repleta de alusiones a la realidad española, sirviéndose para ello de la coartada de lo que entonces se llamaba “el cine de arte y ensayo”. Algunas veces el lenguaje empleado podía resultar del todo críptico, lo que permitía a los asistentes a los cine-clubs especular sesudamente acerca de la intención de sus autores. No hay duda de que esa atmósfera general de enigma –esas famosas patas de gallina en el frigorífico que como hoy sabemos no significaban nada, como los pájaros que no significan nada en la película de Hitchcock– contribuyó a elevar a sus autores a la categoría de oráculos cuyas palabras debían ser interpretadas debidamente, lo que, por suerte, era imposible. Y sin embargo, vistas ahora, tales películas tienen un poder de fascinación que no excluye el que sean a la vez documento imprescindible de una época y, a menudo, pura expresión de una lucidez rara en todos los tiempos que, en este caso, llega a convertirse no pocas veces en don profético.

De lo anterior es buen ejemplo uno de los films que no son de los primeros que vienen a la memoria al referirse a ese par de delanteros centro llamados Saura y Querejeta: El jardín de las delicias, de 1970. Un film que se estrenó con cortes obligados por la censura, y del que sorprende que no fuera prohibido totalmente. Cuenta la historia de Antonio Cano (José Luis López Vázquez), hijo de un importante hombre de negocios. Al protagonista no le parece bastante que “los negocios vayan bien”, como podríamos decir hoy parafraseando a cierto sabio, y, en su calidad de emprendedor moderno y atrevido, reprocha a su padre en una memorable escena que sus caducos métodos, asentados por la costumbre, son manifiestamente mejorables. La escena concluye con una frase dirigida por el hijo al rancio padre: “Yo lo que quiero es sentarme ahí”, dice señalando el sillón desde el que el padre, como si se tratase de una reunión de gobierno, preside el consejo de administración.

Más tarde Antonio sufre un accidente de tráfico que le deja secuelas cerebrales. El empresario ha perdido la memoria y el habla, quedando además sin movilidad en las piernas, lo que le hace recluirse en una silla de ruedas. En este estado le envían a una propiedad familiar, la casa solariega en la que vivió su infancia, donde, con la ayuda de una enfermera, se confía en su recuperación. Esto da lugar a otra memorable escena en la que el séquito que siempre rodea al inválido pretende revivir en él el gusto por la caza. En una ilustración de esa frase española según la cual “así se las ponían a Felipe II”, un sirviente lanza al aire una paloma cuyas patas están sujetas por una cuerda. Tal expediente no es eficaz, y el empresario inválido yerra varios tiros hasta que uno de los miembros del séquito abate por sí mismo a la paloma, haciéndole creer que ha sido él el autor del disparo fatídico.

Más tarde el paciente recupera habla y memoria, al menos en apariencia. En realidad sólo es capaz de repetir un pequeño repertorio de discursos pronunciados por él mismo antes del accidente. El final de la película muestra al protagonista en el jardín de su infancia, sentado en su silla de ruedas y rodeado progresivamente por su familia, miembros del consejo de administración de la empresa y otros invitados, todos ellos sentados en sillas de ruedas, moviéndose en círculo en el más absoluto silencio.

Esta narración sobre la memoria y la impotencia apenas enmascara claves políticas acerca de la España de entonces que saltan a la vista a cualquier espectador avisado. Eran los tiempos de la “sucesión”, cuando la prensa del Movimiento intentaba popularizar la figura del príncipe Juan Carlos, a quien la mayoría de los españoles tenía por medio lelo, y en quien se reconocía por otra parte una tenaz ambición, que no era otra que la de sentarse en el trono del Caudillo. La historia subsiguiente es bien conocida, y consiste básicamente en una repetición de los discursos de siempre, aderezados durante la transición con una amplia campaña publicitaria que culminó el 23 F a fin de modificar la opinión de los españoles acerca de quien estaba llamado a ser eficiente cazador y Jefe de Estado.

Es posible que un espectador de menos de treinta años encuentre incomprensibles y aburridas las películas de Saura y Querejeta, pero puedo atestiguar que quienes peinamos canas no dejaremos de sorprendernos ahora (más que antes, quizá) ante estos films de circunstancias, producto de la lucidez y la audacia de unos pocos creadores cuyos méritos tal vez no hemos reconocido suficientemente. Sorprendernos, ¿por qué? Pues por su modernidad, por la precisión con que sus autores supieron ver la disyuntiva (o la falta de la misma) que se le presentaba a España, de lo que es buen ejemplo la feroz sátira política que he comentado. No sólo sátira, sino también profecía. Y es que no se me ocurre mejor imagen para resumir la España de los últimos cuarenta años, y la actual, que ese silencioso desfile de inválidos moviéndose torpemente en sus sillas de ruedas, girando sin parar y a la vez sin horizonte alguno, presos de su propio círculo vicioso.

Por causas desconocidas, he leído en alguna parte, murió hace unos días Elías Querejeta. Por causas desconocidas, también, sigue España en su círculo vicioso, movido entre bambalinas por ese delantero centro que perdió la Real Sociedad y que ganó la cultura. Sería un error olvidarle.

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