martes, 6 de agosto de 2013

LECTURA POSIBLE / 112

LA PERVIVENCIA DEL PASADO EN BARRIO PERDIDO, DE PATRICK MODIANO

La reflexión sobre el tiempo que caracteriza este libro, como todos los de su autor, trae a la memoria una frase escrita por Proust en una carta a su confidente la princesa Marthe Bibesco, en la que, mientras redactaba alguno de los volúmenes de En busca del tiempo perdido, desveló lúcidamente y sin pudor la clave de su obra. Refiriéndose a las sensaciones del presente, que estaban demasiado próximas para satisfacerle, escribe: “Cuando me recuerdan otra, cuando las saboreo entre el presente y el pasado es cuando me hacen dichoso”. Que la frase se inserte en una carta cuyo tema es la felicidad resulta significativo, porque sucede que el enfermo y recluido Proust difícilmente podía aspirar a ser feliz del modo en que espera serlo el resto de los mortales, y más bien los momentos gratos que todavía le deparaba el presente lo eran sólo en la medida en que despertaban en él el recuerdo de un episodio que vivió tiempo atrás, cuando aún era apto para la vida, lo que explica que el propio Proust, como su obra, pertenezcan por entero a esa nueva dimensión temporal, el presente-pasado. Éste constituye también el territorio en el que, como en arenas movedizas, se despliegan los personajes de Patrick Modiano.

Los héroes de Modiano suelen ser individuos solitarios con un escaso equipaje físico y otro abundante aunque figurado (una historia). Son personajes en tránsito, habitantes de hoteles o de apartamentos prestados, y su contacto con la realidad es siempre incierto, nebuloso, hasta el punto de que ellos mismos no parecen saber cuál es el sentido de su viaje. Ingresar en el mundo real es para ellos sumergirse en el pasado, dejarse llevar por aventuras que se presentan de modo en apariencia aleatorio y que responden sin embargo a un programa definido: del viaje volverán cargados con su propia identidad. De todo eso trata el penúltimo libro de Modiano que, salvo error, se ha editado en España, un libro que no es precisamente nuevo, ya que apareció en francés en 1984, cuyo título es Barrio perdido y que ha editado Cabaret Voltaire.*

En esta narración, protagonizada por un escritor de novelas policíacas, un personaje hace la siguiente observación: que si se lo propusiese, el protagonista, cuyas novelas de éxito carecen por completo de verdadera literatura, podría ser un genuino autor literario, lo que él deduce de ciertos indicios esparcidos aquí y allá a lo largo de su obra. Otro tanto, aunque a la inversa, podría decirse del propio Modiano, cuya eficiente e hipnótica literatura bordea no pocas veces, como sucede en la novela que comentamos, lo policíaco, y ello sin que el autor recurra a las convenciones y los tópicos que son propios del género. Y es que hay aquí una búsqueda, una indagación que se encamina hacia el pasado, la cual debe iluminar el presente del relato.

Si fue la enfermedad, como se ha dicho, la que impidió a Proust participar de la vida, aquí son muy otras las razones que impiden a estos personajes saborear y vivir el presente. La sensación de extrañamiento que les domina no está motivada por una incapacidad física, sino por una fractura que aconteció en un tiempo pasado y que les impide ser plenamente ellos en el hoy. Aquí, obviamente, la obra de nuestro autor es vecina de la de otro de los referentes de la literatura francesa, Camus, pero a diferencia de El extranjero, donde la falta de implicación con la realidad obedecía a causas imprecisas y constituía en la práctica una manera de estar en el mundo, en la narración de Modiano esas causas pueden conocerse (de esto trata precisamente la novela), pues responden a acontecimientos que, como heridas cerradas en falso, dividieron la existencia de los personajes en dos partes: una primera en la que actuaron en pleno uso de su ser y una segunda en la que, por la negación de lo que sucedió, se han limitado a representar un papel. Esta segunda vida no es más que una existencia pública, oficial, formalizada, socialmente aceptable, pero falsa hasta el tuétano, justamente porque es producto de otra realidad que ha quedado al margen, y que por ello ha cobrado más peso que la realidad misma, acabando por dislocar todo el itinerario vital de los personajes.

Así sucede con el Ambrose Guise de Barrio perdido. El escritor con pasaporte inglés que ostenta tal nombre, que vive en Londres y escribe en inglés desde que hace veinte años inició su carrera se llama para empezar Jean Dekker, es parisino, en su juventud fue mozo de equipajes (al menos una vez) y por aquel entonces no escribió ni una línea, pero es que además estuvo mezclado en asuntos sumamente turbios de los que forman parte un asesinato y una ahora redescubierta investigación policial.

Guise se presenta en un hotel de París para encontrarse con el señor Tatsuké, con quien debe firmar unos contratos. Mediante estos, la obra del novelista se convertirá en fotonovelas, en una serie de televisión y en accesorios que se pondrán a la venta en unos grandes almacenes de Tokio, los “Kamihira”. Esta ironía nos dice bastante acerca del papel de la literatura en nuestro tiempo, pero también acerca del personaje: un escritor reconocido, comercial, una mera fachada de la que no le resultará difícil desprenderse. Él mismo, narrador en primera persona, nos describe esos días ociosos en París: sus paseos, sus llamadas de teléfono a Londres, sus entradas y salidas del hotel… Esas llamadas son para él un último intento de aferrarse a su identidad actual, intento frustrado, pues nunca consigue hablar ni con su mujer ni con sus hijos. Y es que poco a poco el hombre es absorbido por París, pero no por la París actual, una ciudad muerta, sino por la de su memoria. La sensación de irrealidad que le depara el presente acabará por romper sus lazos con el personaje que representa desde hace veinte años y le devolverá a la condición de lo que fue antes de su marcha: Jean Dekker, un joven diletante sin ocupación alguna y con unas vagas inclinaciones literarias.

El encuentro con una vieja amiga, Ghita Wattier, hace aquí las veces de rito de paso, de cruce del ecuador que introducirá al personaje en el camino que conduce a otro tiempo, camino oscuro, laberíntico y tal vez sin retorno. Ghita fue secretaria del abogado Rocroy, ahora suicidado, hombre ya de mediana edad cuando Dekker le conoció veinte años atrás. Entonces Rocroy frecuentaba a una pandilla cuyos miembros se hacían llamar “los últimos de Filipinas” y de la que también formaban parte el cineasta Maillot, los Hayward y los Blin, además de Ludo Fouquet. La ex secretaria entrega al narrador los archivos que el abogado había podido recopilar acerca del asesinato de Fouquet, en los que de un modo u otro figuran todos los miembros del grupo, incluido el propio Dekker. La lectura de los documentos sumerge a éste en unos hechos de los que huyó y que no ha querido recordar en los últimos años. Por ellos sabemos cómo tropezó con Carmen Blin, que terminaría por introducirle en el grupo. Quienes lo componían eran todos viejos conocidos, de forma que entre ellos Dekker siempre fue un recién llegado. Además le doblaban la edad, y como le escribió Rocroy en una carta: “Todos los que han sido testigos de sus inicios en la vida van a ir desapareciendo. Usted los ha conocido siendo muy joven, cuando ellos se hallan ya en el crepúsculo”. No es mucho lo que Dekker llegó a saber de ellos. Y nosotros tampoco.

El resto es una búsqueda por un París completamente ajeno del que sólo parecen quedar los nombres de las calles, algunos edificios, el bochorno y los inesperados chaparrones (pues todo esto sucede en verano), y algunos personajes con los que Dekker se reencontrará y que le ayudarán a reconstruir su historia.

El viaje por el tiempo que nos propone Modiano en esta novela se desarrolla en ese espacio enmarcado por París, como ocurrió ya en La ronda nocturna (1969), y si en ésta última la ciudad o más bien la parte que de ella servía de escenario, el distrito XVI, estaba tomada por gángsters y prostitutas, todos ellos a la espera del ocupante alemán, aquí la ciudad ha adquirido la forma de un trivial parque temático que ha sido ocupado ya, de hecho, por un ejército ridículo de veraneantes con pantalones cortos y cámaras de fotos en bandolera. Así, lo que vive Jean Dekker no es una aventura del presente, sino la puesta al día y la culminación de otra ya vivida, la cual, cabe suponer, continúa más allá de los límites del libro. A menos que sea justamente entonces cuando de verdad comienza.

“Por mucho que me lo pregunte, no sé por qué esta noche he encallado, solo, en esta ciudad indiferente donde no queda nada de nosotros”, anota el narrador en algún momento de esta persecución de sombras, fantasmas a la deriva a los que, en su mayor parte, sólo les es dado materializarse en la memoria. Y no importa que lleguemos a saber muy poco de ellos, pues estos Maillot, estos Hayward, estos Blin, son de la misma estirpe a la que ya pertenecían los primeros personajes de Modiano, los que poblaban las tres primeras novelas de este escritor precoz que a los veintitrés años ya había recibido el Premio Roger Nimier por El lugar de la estrella (1968), y para quien precisamente esas novelas, las ya mencionadas y la siguiente: Los paseos de circunvalación (1972, también llamada entre nosotros Los bulevares periféricos), han venido a ser posteriormente algo así como el almacén o museo de figuras de cera del que se han nutrido los caracteres y los motivos del resto de su obra. Una obra que como escribió Paul Morand se encuentra entre el realismo y la realidad poética, y cuya a veces agobiante densidad de fondo no se contradice con una apariencia narrativa por demás ligera, casi volátil, que ha venido a constituir lo que desde hace tiempo se llama “lo modianesco”, marchamo inimitable (pese a que no son imitadores lo que le falta a Modiano al norte de los Pirineos) de este eterno aspirante al Nobel.

Como los otros libros de Modiano, Barrio perdido tiene mucho de autobiográfico, y en él el autor, al igual que sus personajes, parece buscar un testigo que le restablezca en su identidad perdida, testigo que, puesto que ni la ciudad ni los compañeros de sus andanzas juveniles existen ya, no puede ser otro que el lector. Y quizá éste, como los héroes modianescos, sea también un adulto que en algún lugar muy recóndito de su memoria conserve el secreto de su juventud traicionada, principio y fin de nuestra vida presente.
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* El último es Un circo pasa, publicado este año por la misma editorial

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